segunda-feira, 6 de dezembro de 2021

SOLEDAD ÁLVAREZ | Pedro Henríquez Ureña: una conversación que no termina

 


La literatura es la sombra de la buena conversación.

Alfonso Reyes

 

La noche del 25 de diciembre de 1908 un grupo de escritores jóvenes se reunió en una casa en ciudad México, la de Ignacio Reyes –se ha dicho que en un salón estilo oriental, lleno de colgaduras y divanes– para celebrar con una lectura de textos escritos para esa ocasión el nacimiento del dios griego Dioniso, deidad del vino, la locura y el éxtasis que en el tránsito a la modernidad de fines del siglo XIX simbolizaba la “religión del arte” que opuso el pensar mítico a la razón. Ninguno pasaba de los treinta años, pero todos descollaban ya en el ambiente cultural mexicano por su talento y naciente beligerancia contra la generación antecesora y la filosofía positivista oficial.  descollaban en el ambiente cultural por su talento y beligeeconinfluyente obra El nacimiento de la tragediaquete de Plkata paEntre ellos, un dominicano: Pedro Nicolás Federico Henríquez Ureña, quien no obstante haber llegado apenas dos años antes desde La Habana a Veracruz, con cierto prestigio intelectual y un pequeño libro recién publicado bajo el brazo –Ensayos críticos (1905)–, comenzaba a destacar como guía del grupo, flor y nata de la intelectualidad joven que, identificada con las nuevas corrientes literarias y del pensamiento –la literatura griega, el Siglo de Oro español, las modernas orientaciones artísticas inglesas, Schopenhauer, Nietzsche– se congregaba en ese momento en la Sociedad de Conferencias con el propósito de “la restauración de la filosofía, de su libertad y de sus derechos”.

La velada, como otras previas, se extendió hasta la madrugada. Y ha interesado a los estudiosos no solo porque en su transcurso el después renombrado ensayista Alfonso Reyes leyó el poema de su autoría “Coro de faunos en el bosque”, luego titulado “Coro de sátiros”, y Henríquez Ureña su ensayo de tragedia antigua El nacimiento de Dionisos (l909), sino sobre todo porque, legendaria de esos días de entusiasmo juvenil, definidos por Henríquez Ureña “Días puros, días alcióneos, de cielo diáfano” dedicados al cultivo de la amistad, la conversación y la lectura, marca el momento del cambio de orientación filosófica que irradiaría las grandes aspiraciones filosóficas y humanísticas desde el pequeño grupo hacia la educación y la cultura de México a las puertas de la revolución,

Y es que diez meses después de la noche dionisíaca, el 28 de octubre de 1909, la afinidad entre los amigos, conversaciones y conferencias fructificarían en la fundación de la más importante organización cultural de México en los inicios del siglo XX: el Ateneo de la Juventud, más tarde conocido como Ateneo de México, del cual el dominicano fue uno de sus artífices. El Ateneo no tuvo local ni recursos, y aunque los actos públicos que realizó fueron pocos –el más importante un ciclo de conferencias con motivo del centenario de la Independencia mexicana– de su fragua saldrían figura tan preponderantes en la política y la cultura de ese país como el eminente escritor Alfonso Reyes, los filósofos Antonio Caso y José Vasconcelos, que llegarían a ser, el primero rector de la Universidad Nacional de México y Vasconcelos secretario de Educación Pública y también rector de la Universidad Nacional; el arquitecto Jesús Acevedo, el innovador Julio Torri, Martín Luis Guzmán –autor de El águila y la serpiente- Alfonso Gravioto, Rafael López y Ricardo Gómez Robelo, entre otros. Al Ateneo se le atribuye el derrumbe del positivismo tras el ocaso del porfiriato, además de la producción y difusión de las humanidades en la escuela y los medios culturales. Su influjo fue tan grande en la gigantesca transformación de la educación y la cultura que ha sido definido como preludio ideológico de la revolución mexicana de 1910, una revolución antes de la revolución.

La velada literaria no fue la primera del grupo. En carta de fecha 1 de julio de 1907, enviada a su primo Enrique A. Henríquez, el ensayista dominicano comenta las conferencias y numerosas reuniones realizadas muchas de ellas en el salón-biblioteca de su casa; y en su Diario relata cómo, después de llegar a la capital mexicana, esa casa, la que compartió con su hermano Max y un par de amigos en la colonia Guerrero, se convirtió en punto de encuentro de la Sociedad de Conferencias. Una de esas reuniones, con motivo de su segundo cumpleaños en México, resultó tan concurrida que el jefe de redacción del poderoso diario El Imparcial, Dr. Lara Pardo, dijo humorísticamente: “De seguro que ni en Santo Domingo ni en Nueva York tuvo V. un círculo de amigos tan grande”.

Henríquez Ureña valoró esos encuentros juveniles, iluminados por la conversación y las lecturas de los clásicos griegos, en el discurso que pronunció en ocasión de la inauguración de las clases del año 1914 en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México titulado “La cultura de las humanidades”. En la disertación atribuyó a los atribuyó a los mismos el renacimiento del espíritu de las humanidades clásicas en México, y evocó la noche en el taller de Jesús Acevedo, cuando se reunieron para releer en común El banquete de Platón:

 

 Éramos cinco o seis esa noche; nos turnábamos en la lectura, cambiándose el lector para el discurso de cada convidado diferente; y cada quien la seguía ansioso. (…) La lectura acaso duró tres horas; nunca hubo mayor olvido del mundo de la calle, por más que esto ocurría en un taller de arquitecto inmediato a la más populosa avenida de la ciudad.

 

Fundado el Ateneo, entre 1910 y 1911 las tertulias continuarían en los años siguientes, trasladadas a la casa del filósofo Antonio Caso. A las “veladas de la Santa María”, como se les ha llamado, presididas por un busto de Goethe asistían, además de nuestro ensayista, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Jesús Acevedo, entre otros.

Estas fiestas mexicanas de la literatura y el espíritu permiten situar en tiempo temprano –el joven Pedro tenía apenas veintidós años de edad- la significación del diálogo en la vida y la obra de Henríquez Ureña; del diálogo oral y escrito como método de conocimiento y de aproximación al otro, íntimo en sus formas de conversación y amistad, público en la búsqueda de interlocutores para su paideia; obra de cultura y magisterio redentor, rasgo definidor de su personalidad que nunca dejó de manifestarse a lo largo de los años en los diversos ambientes y países a donde lo llevó su errancia no pocas veces agónica en busca de la arcadia del conocimiento y la comunión de espíritu a la que aspiraba, elemento constitutivo tanto de su ética humanista y magisterio como de las distintas vertientes de su obra y su pensamiento, desde el ensayo, la crítica, la filología, la historia cultural y literaria, hasta su humanismo y utopía americanistas.

Sin dudas, el deseo de comunicación influyó en el empeño por alcanzar una expresión transparente y un estilo preciso en la escritura. Es la que no deja de pedirle al amigo-discípulo Alfonso Reyes cuando le corrige los demasiados retorcimientos y las incidentalizaciones, requiriéndole una “sencillez mayor”, evitar los tecnicismos, que redondee. La exigencia, que se aplica a sí mismo, busca una apertura hospitalaria hacia el otro, según hace constar en carta a Alberto Arrieta: “creo que voy acercándome (al menos eso procuro) a escribir en el tono de la conversación y aspiro a que mis artículos –mientras no puedan ser sustanciales- sean conversaciones con amigos”. Por la precisión y la transparencia, alcanzadas aun en los textos más especializados, Mariano Picón Salas definió a Henríquez Ureña como “el hombre que hacía claro lo oscuro”.

La actitud dialógica-magisterial de Henríquez Ureña fue advertida y reconocida por sus compañeros de generación. A poco llegar, de ellos recibió el sobrenombre de Sócrates, calificativo con el que desde entonces fue reconocido por la mayoría de los que trataron, el cual validó con su vida y su magisterio.

Imbuidos de la pasión por el mundo helénico, en la que Henríquez Ureña fue decisivo –recordemos que fue él quien en 1907 logró conformar una estupenda colección de obras clásicas pidiéndolas al padre que había ido a Europa, y que seducido por el ensayista, historiador de arte inglés Walter Pater tradujo para los amigos y la Revista Moderna de México los Ensayos griegos– en graciosa criptografía los ateneístas utilizaron nombres griegos para llamarse entre ellos. El lúdico Reyes era Euforión; Vasconcelos, Plotino. Pero ¿por qué Sócrates para designar a nuestro ensayista, por qué llegó a verlo Reyes como la “reencarnación” del maestro de Platón, por qué la persistencia del calificativo para referirse a su personalidad, influencia y magisterio mientras los utilizados para los demás ateneístas no han sobrevivido?


Lo primero fue la impresión que produjo a su llegada la excepcional formación intelectual y la erudición del joven dominicano de 21 años, quien además de dominar el inglés sabía francés e italiano, y al decir de Reyes “daba la impresión de que había leído todo”. Lo otro sería su moderación, la voluntad para alcanzar y transmitir el conocimiento a partir del método mayéutico de la interrogación y del debate para “hacer nacer” la luz del razonamiento, no ya desde los conceptos previamente aprendidos. Él mismo, en sus Memorias, se confiesa “adicto a las discusiones” y se refiere con humildad al giro que por los debates con Caso y Valenti se produce en sus ideas hacia otra metafísica que el positivismo.

Antonio Castro Leal, en conferencia leída en la velada que organizó la Universidad Nacional de México en memoria de nuestro escritor poco después de su muerte, parte de la semblanza que hiciera el pensador peruano Francisco García Calderón sobre los jóvenes del Ateneo, en la que califica a Henríquez Ureña como “el Sócrates de este grupo fraternal”, para extenderse en las similitudes entre el maestro de Platón y Henríquez Ureña. Entre las características que justifican la comparación, resalta “la forma en que asistían ambos –según la expresión del propio Sócrates- al alumbramiento de las almas, en la forma en que ambos despertaban lo que estaba latente o dormido en el espíritu, en la manera en que ambos ponían en ejercicio la inteligencia”.

Para cumplir con la misión socrática que se impuso como destino, Henríquez Ureña dedicó tiempo y energías al magisterio, en menoscabo de la obra propia; renunció a escribir muchos libros porque no había en él, como señala Castro Leal, esa sutil vanidad del escritor de quedar en la página, aunque era un escritor excelente y se quejara en repetidas ocasiones de no haber escrito la obra que podía y debía escribir.

La propensión mayéutica, que le acercaba a Sócrates, es destacada años después por Ernesto Sábato, otro de sus discípulos:

 

No ya con sus iguales, sino con sus chicos del Colegio Nacional de La Plata, discutía sobre todos los problemas del cielo y de la tierra, en calles o plazas, en cafés o patios de la escuela; infatigable, a veces ligeramente irónica (pero en general, con tierna ironía, con apacible sátira) con aquella suerte de contenida pasión, con la serenidad que, por su estirpe filosófica deberíamos llamar sofrosine.

 

También igual a Sócrates, el rigorismo moral que no pocas veces le llevó en los años juveniles a enjuiciar sin medias tintas perezas y debilidades de los amigos, criticidad que si bien fue limando con el tiempo no le hizo perder la idea heroica del trabajo intelectual, al que le exige el máximo esfuerzo para cumplir con su ministerio en el libro o la acción. Alguno ha hablado de manera crítica sobre la autoridad y la implacabilidad de Henríquez Ureña, pero nadie ha podido negar que en la búsqueda de la perfección se exigía a sí mismo más de lo que exigía a los demás. Es lo que recuerda el ateneísta Julio Torri, cuando habla de la incansable rutina a la que se sometía para orientar a sus adeptos, aspirantes a escritores:

 

 Medio dormido, vencido por el cansancio, pero siempre benévolo y cordial, aprobaba o hacía objeciones, entre ronquidos. Si el desconsiderado amenazaba con irse o volver al otro día, Pedro aclaraba, siempre con los párpados cerrados y entre dos sueños: “sigue leyendo, no estoy dormido”.

 

José Vasconcelos apuntó a lo esencial cuando define a Henríquez Ureña como “un hombre de diálogo”, que necesitaba del otro para ser, para escuchar y cotejar ideas y realidades. Puede agregarse que también para incidir: pulsión que lo llevó a rechazar la vida contemplativa y a abrigar la esperanza de que era posible, desde el lugar que le correspondía como intelectual, contribuir con su acción en el mejoramiento de los pueblos. En esa dirección, en México participa apasionadamente en proyectos como el Ateneo, la Escuela de Altos Estudios, la Nacional Preparatoria, la Escuela de Verano, la Universidad Obrera y Universidad Popular; en Argentina en varias iniciativas editoriales, y en su país en la Intendencia de Educación, su último y por fracasado más doloroso intento de acción constructiva. Ejemplo de diálogo social fue la Universidad Popular, que en su propósito de “fomentar y desarrollar la cultura del pueblo de México, especialmente de los gremios obreros” se dispuso a desplegar los profesores por las calles, en fábricas, talleres y vecindades para proporcionarles “los remedios del alma”.

Alfonso Reyes se refirió bellamente a la comunicación que mantenía Henríquez Ureña con todo el que quisiera escucharle, la cual antes de requerir de los espacios cerrados, como el diálogo socrático se desarrollaba en cualquier lugar del ágora, preferiblemente en mercados y plazas:

 

En calles y plazas, teatros y escuelas, conciertos y asambleas y dondequiera que se congrega la gente, ya en sus escritos o en sus conferencias, ya en la reclusión de los libros, las lecturas en común o las meras charlas, allí estaba Pedro, con su interrogación implacable, para deslindar lo cierto de lo dudoso, y lo que se sabe, de lo que se sospecha o lo que se ignora; allí estaba él para aquilatar la sensibilidad, la probidad, la autenticidad de cada uno, barriendo con firmeza, aunque sin extremos, la ganga que se vende por oro. Artífice de la mayéutica, hacía surgir a flor del ser las virtudes que se ignoraban; sostenía las voluntades declinantes; trazaba las conductas definitivas.

 

Diálogo en el círculo de los íntimos que también encontramos en el vasto epistolario familiar, del cual da fe su hermano Max Henríquez Ureña y su hija Sonia, cuando dice: “Conversaba con nosotros en cualquier tiempo libre que tenía, trataba de interesarnos en todos los temas y, como lo sabía todo, no era difícil preguntarle lo que fuera”. Conversaciones definitorias de su gusto y formación en el Santo Domingo de la adolescencia, en la casa de la maestra graduada por su madre, Leonor Feltz, las cuales rememora en “Días Alcióneos” y que sorprenden por lo que revelan de estar al día, en una isla pequeña, de las corrientes en boga por entonces:

 

¡Qué multitud de libros recorrimos durante el año en que concurrí a vuestra casa, y, sobre todo, qué río de comentarios fluyó entonces! Vuestro gusto, sin olvidar el respeto debido a los clásicos, a Shakespeare (que entonces releímos casi entero), a los maestros españoles, nos guió al recorrer la poesía castellana de ambos mundos, el teatro español desde los orígenes del romanticismo, la novela francesa, la obra de Tolstoy, la de D´Annunzio, los dramas de Hauptmann y de Suderman, la literatura escandinava reciente, y, en especial, el teatro de Ibsen, cuyo apasionado culto fue el alma de vuestras reuniones.

 


Diálogo orientador y de animación de vocaciones en todos los países que le tocó vivir. En Cuba, durante la segunda estadía que abarcó desde abril a noviembre de 1914 reproduce el “nosotros” de la experiencia mexicana y aglutina a su alrededor un pequeño grupo del que formaron parte, entre otros, el notable ensayista y crítico literario José María Chacón y Calvo, Félix Lizaso, el biógrafo de José Martí, a quien ayuda años después, durante su estancia argentina, en la recopilación de las Obras Completas del libertador cubano; y el reconocido poeta Mariano Brull, de quien se convirtió en mentor y a quien consagrará en Las corrientes literarias en la América Hispánica como el creador de la “jitanjáfora”. José María Chacón y Calvo destacó la fértil labor de orientación del dominicano y su don de la palabra y la conversación:

 

El humanista, poco amigo de la oratoria, gustaba en cambio de la amistad y el diálogo con verdadera fruición. Era maestro de ese género de conversación cuyo espíritu sentimos en el Banquete platónico. Quizás el conversador prodigioso que alentó siempre en él, haya sido la causa más directa de que la bibliografía del tratadista de la Versificación irregular sea relativamente corta. Pero expresiva de una de las capacidades críticas mejor dotadas y de uno de los espíritus más universales que ha habido en América.

 

En Estados Unidos el diálogo adquiere otra dimensión. En su segunda estadía en ese país, desde 1914 a 1921, se desarrolla fundamentalmente desde el periódico y el aula, pues Henríquez Ureña se desempeña como corresponsal de El Heraldo de Cuba y de Las Novedades, profesor en la Universidad de Minnesota en 1916, a la vez que estudiante de arte. También participa en los espacios políticos y diplomáticos a causa de la campaña nacionalista que llevó a cabo su padre como Presidente de Jure de la República Dominicana intervenida por los Estados Unidos. En lo que respecta al mundo literario, a partir de la correspondencia de esos años, así como de las crónicas que escribe para Las Novedades, en particular el texto sobre otro gran amigo, el poeta nicaragüense Salomón de la Selva, quien vivía en Estados Unidos, podemos afirmar que también en ese país intentó reproducir el “Nosotros” mexicano. Contrario a lo que se ha dicho, los años de la invasión militar norteamericana a República Dominicana, coincidentes con su estadía en la Universidad de Minnesota y primer viaje a España, no fueron de aislamiento del medio literario que le rodeaba. Henríquez Ureña conoce, participa y da noticias de la nueva literatura norteamericana en sus crónicas de esos años, una de las cuales, publicada el 3 de octubre de 1915 en el Fígaro, está escrita en forma de diálogo entre un “residente” y un “recién llegado”. Por lo demás, junto a Salomón de la Selva vuelve a lanzar otra vez la red del pescador en el mar de la conversación y la amistad y forma a su alrededor un pequeño círculo literario que fue de grandísima importancia para el conocimiento de la literatura latinoamericana en Estados Unidos, y más tarde de la literatura norteamericana en nuestros países. Entre los contertulios, los poetas Thomas Walsh y William Rose Benet, Premio Pulitzer, y la activista feminista Edna St. Vincent Millay, también Premio Pulitzer.

A propósito de Salomón de la Selva propicio traer a colación esa otra forma de dialogo que es la amistad en Henríquez Ureña. Socrática, como la define Enrique Krauze en tanto aspiraba al mutuo perfeccionamiento del valor interior; alfa y omega de sus mayores afanes y desvelos, escapulario y bálsamo contra los dolores de la vida y del alma, nada para él estaba encima de los amigos, a quienes dedicaba lo mejor de su tiempo a expensas del suyo, e incluso de su obra. Así lo testimonia Alfonso Reyes cuando recuerda el día que, lastimosamente envuelto en las contradicciones políticas por la participación de su padre Bernardo Reyes contra Madero, sin que se lo pidiera, “cuando más pobre estaba” Henríquez Ureña le llevó todos sus ahorros porque no quería dejar de verlo “inconmovible en su apartada dignidad cívica”.

La amistad entre Henríquez Ureña y Salomón de la Selva, igual a la de Alfonso Reyes, es otra de esas “afinidades electivas” que nuestro ensayista cuidó con esmero y exigencia. Pero a diferencia de la amistad Henríquez Ureña-Reyes, que ha merecido cuidadosa atención, entre otros de los mexicanos José Luis Martínez y Adolfo Castañón, la del dominicano con Sal, como él le llamaba, espera ser investigada. Mucho más por las fructíferas implicaciones que tuvo el diálogo entre los amigos en el futuro de la poesía hispanoamericana, todavía no estudiadas a profundidad, específicamente en lo que José Emilio Pacheco ha definido como “la otra vanguardia”, movimiento alternativo al de los “ísmos” de influencia europea, llamada en los años sesenta “antipoesía” y “poesía conversacional”. Pacheco vincula el nacimiento de esta importante corriente poética a la “new poetry” norteamericana y a su introducción en los países de habla hispana por Pedro Henríquez Ureña, Salomón de la Selva y Salvador Novo, a raíz de la antología de poesía moderna norteamericana que publica éste último en México, en el año 1925, en la que aparecen desde Frost y Pound hasta Edna San Vincent Millay y Sandburg. Y es que en todos los momentos de su vida accidentada, Henríquez Ureña formó con los amigo un entramado de relaciones que no sólo procuraba enlazar afinidades y goce en nivel personal, sino también actuar como dínamo de creación y acción cultural. Proyección del diálogo íntimo hacia la sociedad que realiza fiel a su teoría de que “la obra intelectual es producto de un pequeño grupo que vive en alta tensión, que se ve todos los días por horas y horas y trabaja en todo activamente.” Así lo vemos en México, Cuba, Estados Unidos y finalmente también en Argentina, ultima y fértil estación de su viaje.

En su obra Pedro Henríquez Ureña y la Argentina Pedro Luis Barcia da cuenta de la riqueza y significación del diálogo pedrista en ese país. Cursos, clases, conferencias –la primera, la célebre “La utopía de América” dictada en el año 1925 cuando el dominicano formó parte de la delegación mexicana presidida por Vasconcelos, síntesis de su ideario americanista y de justicia social– a los que suma su activa participación en las tertulias y grupos intelectuales argentinos, entre otros las tertulias que tenían lugar en la casa del critico de arte Julio Rinaldi, en las reuniones del grupo vanguardista nucleado alrededor de la Revista Martín Fierro y en el grupo Renovación, del que da noticias Guillermo Korn cuando dice “Al establecerse con su familia en La Plata, la casa de Henríquez Ureña fue el punto de reunión y de lectura del hasta entones Grupo Renovación”. Henríquez Ureña formóparte también del prestigioso cenáculo de la revista Sur, de gran importancia por su incidencia en la vida cultural y la nombradía de sus miembros. La mención de algunos de ellos y el lugar que ocupan en la literatura de habla hispana bastará para aquilatar su trascendencia: Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Adolfo Bioy Casares, Victoria y Silvina Ocampo, José Ortega y Gasset, Francisco Romero y Eduardo Mallea, entre otros.

A la muerte de Henríquez Ureña, La directora de Sur, la escritora y aristócrata Victoria Ocampo, valoró así su presencia en la revista:

 


La presencia de Pedro cuando había extranjeros a quienes era necesario explicar qué es América, o contra los cuales urgía defenderla, obraba milagros. Estábamos seguros de que iba a saberlo todo, a encontrar para todo la respuesta inmediata y a cantarle las verdades al más pintado con perfecta cortesía. Nunca perdía su aplomo ni su presencia de espíritu (…). Oírle hablar de América, cuyo pasado y presente parecía conocerse de memoria, como pocos escritores en el mundo entero, era de un interés inagotable.

 

El legado del maestro dominicano a la literatura y el pensamiento de nuestra América no se agota en su extraordinaria obra escrita, ni en el impulso a proyectos e instituciones culturales, editoriales y educativas en México, España, Argentina.

Abarca sus discípulos, escritores renombrados como Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, que han escrito hermosas y justas páginas sobre su influjo rector a través de la conversación y el diálogo. Pero también reconocidos académicos y escritores que han testimoniado “el inmediato magisterio de su presencia”: Saul Yurkievich, Francisco Romero, Raimundo y María Rosa Lida, y el crítico-ensayista Enrique Anderson Imbert, que al recordarle no pudo haber delineado mejor el modelo del mejor de los maestros humanistas: “Nos llevó a su casa, nos enseñó a vivir y a pensar, a oír música y a escribir cuentos, a leer los clásicos e informarnos de las ciencias, a disfrutar de las literaturas modernas en sus lenguas originales, a conversar, a gustar de la pintura, a trabajar y a apreciar el paisaje y la bondad (…) Sobre todo nos enseñó a ser justos”.

Un último aspecto quiero destacar del diálogo rector y estimulante que mantuvo incansablemente Henríquez Ureña con sus contemporáneos. Se trata del monumental, invaluable epistolario por el que conocemos el intercambio que sostuvo con familiares, amigos, escritores y personalidades de nuestro país, América y Europa, el cual, sin haber sido publicado en su totalidad abarca ya miles de páginas –recientemente Bernardo Vega publicó las cartas que 30 intelectuales dominicanos le escribieron. En la correspondencia, ya sea con los amigos, intelectuales mexicanos, españoles, latinoamericanos o con sus familiares, Henríquez Ureña se presenta, espléndido, de cuerpo entero. En ellas el erudito busca o informa sobre el dato inédito, el filólogo acucioso puntualiza la observación, el amante de la música comenta y critica intérpretes y autores, el americanista, historiador de la cultura, humanista, maestro socrático aconseja, emite juicios a veces con implacable criticidad, y requiere, informa de cuantos temas podamos imaginar, incluyendo los que podrían parecer irrelevantes como la moda y los toros, chismes y anécdotas picantes entre amigos que revelan que nada humano le es ajeno porque humanos son en su proyecto de perfeccionamiento intelectual y espiritual. Los contenidos y el ritmo de esta correspondencia varían acordes no sólo con las circunstancias y los vaivenes de la vida accidentada del dominicano, sino también con el paulatino cansancio, cuando no el desencanto, que le iría ganando con el transcurso de los años.

Queda pendiente el diálogo que sostuvo en sus numerosos ensayos e investigaciones con nuestro pasado histórico-cultural; con España, de la que sentía parte legítima por la historia compartida y el patrimonio común de la lengua; con el presente no pocas veces convulso de los países de la América hispánica, y con el futuro a partir de una visión utópica y unificadora de nuestra América que, como dijo con inspiradas palabras de estirpe martiana, sólo “se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de su naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple “la emancipación del brazo y de la inteligencia.”

Jorge Luis Borges cuenta en inolvidable texto la última conversación que sostuvo con Henríquez Ureña en una esquina de la calle Santa Fe o de la calle Córdoba. Borges había citado una pagina de De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fe cristiana. “Pedro- recuerda Borges- repitió con lentitud el terceto de la Epístola Moral:

 

¿Sin la templanza viste tú perfecta alguna cosa?

Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta!

 

A los pocos días, el 11 de mayo de 1946, Pedro Henríquez Ureña murió de imprevisto en un tren mientras se dirigía de Buenos Aires a La plata a impartir su cátedra. Como suele venir en la saeta, callada le llegó la muerte, “como si alguien- dijo Borges- hubiera estado aquella noche escuchándonos”.

No estoy segura de si alguien escuchaba aquella noche la conversación de los amigos en la calle bonaerense. Pero sé que en estos tiempos de sorderas e intolerancias, de apartamientos del intelectual por el escepticismo y las frustraciones acumuladas, Pedro Henríquez Ureña sigue hablándonos desde su inmarcesible magisterio socrático de la defensa de la lengua, del rigor y la disciplina en el trabajo intelectual para dejar atrás “la literatura de apasionados vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisación”; y como en aquellos días de heroísmos ya lejanos, de la justicia, la libertad y, sobre todo de un humanismo que haga posible la regeneración de nuestra América y del hombre.

 

NOTA

Santo Domingo, conferencia dictada el 5 de abril de 2016 en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña con motivo de su 50 Aniversario.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Número 191 | dezembro de 2021

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