Los diferentes niveles de la poesía de
Cirlot nos permiten recurrir, a la hora de estudiar su universo imaginario, al esquema
consignado por Paul Ricoeur (2004) consistente en descubrir en las imágenes tres
órdenes simbólicos según su mayor o menor alcance; a saber, uno poético, identificable
con la creación dentro de unas coordenadas fenoménicas, otro onírico, concomitante
con la experiencia individual del autor y, por último, un orden cósmico capaz de
establecer relaciones de analogía universales, una red de estructura cósmica identificable
con aquella comprensión anagógica aludida por Dante en su Convivio (Dante, 2005).
Por otra parte, dado lo orgánico de su obra, resultará interesante realizar una
aproximación partiendo del germen creativo de sus composiciones, una idea madre,
empleando los términos de Georges Poulet (1997), que, conforme adquiere mixtura
y profundidad, experimenta una metamorfosis simbólica de gran atractivo para la
aplicación de las teorías de Bachelard (2003, 2006, configurando un cosmos poético
perfectamente coherente e interrelacionado, tendente, sin duda, hacia un objeto
final de evidente raigambre mística y espiritual.
Comenzaremos por realizar un breve recorrido
biográfico del poeta con el propósito de contextualizar el marco creativo en el
que se desarrolló su obra. Juan Eduardo Cirlot nace en Barcelona en 1916, coincidiendo
su niñez con el auge de los ismos propios de este primer cuarto de siglo. Tras unos
primeros acercamientos musicales por medio de los que tuvo la ocasión de familiarizarse
con el método dodecafónico desarrollado por Schönberg, de tanta importancia en su
última etapa poética, encaminó sus energías hacia la escritura, pasando, ya en los
años cuarenta, a formar parte del grupo vanguardista catalán del Dau al set —la
séptima cara del dado—, donde entraría en contacto con las propuestas creativas
de las que participaban algunos integrantes del cenáculo como Joan Brossa o Antoni
Tàpies. En referencia a su interés por el serialismo musical y la atonalidad, el
propio autor dejó escrito en su Diccionario de los ismos que “la palabra atonal ya indica la vocación de abismo, de
obscuridad, de noche del alma” (Cirlot,
1949), expresiones recurrentes en lo que será el conjunto de su poesía. De modo
paralelo a estos acercamientos y a su trabajo dentro de la editorial Gustavo Gili,
Cirlot iría profundizando en sus estudios acerca del arte moderno y de su idealizada
época medieval, dedicándose con intensidad al estudio de la cábala hebrea, ahondando
para ello en el método combinatorio desarrollado por Abraham Abulafia de Zaragoza,
místico español del siglo XIII, o en las teorías propias del también filósofo medieval
Ramón Llull, místico tanto por sus búsquedas como porque, al igual que observamos
en Cirlot, en su cosmos “se relacionan […] la realidad, el mundo, el espíritu, el
tiempo y el éxtasis” (Cirlot, 1949).
En torno a mediados de siglo, Cirlot tuvo
la oportunidad de conocer al eminente mitólogo alemán Marius Schneider, quien con
su obra El origen musical de los animales-símbolos en la mitología y la escultura
antiguas indagaba en ciertas relaciones rítmicas elementales existentes en el origen
y el desarrollo de toda obra de arte. La estancia a lo largo de seis años de Schneider
en Barcelona le permitió a Cirlot conocer detalladamente y profundizar en aspectos
por los que él mismo estaba interesado, precediendo estos descubrimientos aquellas
incursiones que años después le conducirían a la realización de Bronwyn, cuyo interesante
nacimiento comentamos a continuación.
Corría el año 1966 cuando Juan Eduardo
Cirlot se acercó al cine a ver la película de Franklin Schaffner El señor de la
guerra, protagonizada por Charlton Heston y Rosemary Forsyth. Esta última interpretaba
el papel de Bronwyn, doncella celta de origen desconocido quien, en un pasaje determinado,
aparece surgiendo de las aguas como si de una epifanía o revelación divina se tratase.
El impacto que esta escena produjo en el poeta, motivado por su fuerte carga simbólica,
resultó contundente ya desde un primer momento, pero se incrementó casi hasta el
delirio cuando, meses más tarde, entró de nuevo en la sala, esta vez para ver el
Hamlet del director ruso Kozintsev, estableciendo al momento una identificación
singular entre el personaje de Ofelia y el de Bronwyn. El milagro se había realizado:
ambas constituían un mismo aspecto de la divinidad. La asimilación entre ambas resultaba
más asombrosa en tanto que, a ojos de Cirlot, venían a integrar el panteón de divinidades
asociadas al poder generador y al poder aniquilador de la creación. Bronwyn y Ofelia
encarnaban, en definitiva, la parte femenina de la divinidad, coincidente, en términos
propios de Jung, con el anima, la mujer desconocida
(Jung, 2005), el espíritu creador cuya búsqueda debe ser emprendida por el yo racional,
por Hamlet, el caballero que se gana el corazón de la doncella y en definitiva,
por el propio Cirlot.
El descenso a una era prehistórica pertenece
desde el testimonio de Homero a la nekyia. […] La nekyia no es una caída inútil,
meramente destructiva, titánica, sino una oportuna katabasis eis antron, un descenso
al infierno de la iniciación y del conocimiento secreto (Jung, 2002). Alcanzar dicha
profundidad luminosa va a suponer, como hemos indicado, la negación del yo, necesaria
para que en el vacío dejado, en el lugar saturado por la conciencia y por la razón
ahora abandonada, surja Bronwyn encarnando la belleza y la destrucción.
En lo que respecta a esta búsqueda interior,
cabe recordar que el poeta quería ser recordado como el último místico castellano,
entendiendo la mística no tanto de manera ortodoxa como iconoclasta, una tendencia
hacia un conocimiento superior, supraindividual e ilimitado. Cirlot se consideraba
en primer lugar “nihilista y secundariamente idealista” (Cirlot, 2001). La creación,
el amor y el conocimiento no conllevaban para él una promesa de Dios, sino una negación
de sí mismo y de la propia identidad: “dentro del corazón está la muerte/ como una
runa blanca de ceniza” (Cirlot, 2001). En este punto encontramos claramente aspectos
defendidos por el existencialismo de la época y por otras filosofías. Navegando
a través del cauce de su poesía hallaremos mucho de Schopenhauer y de Nietzsche,
mucho de Wagner también y, finalmente, una gran riqueza tomada de la heterodoxia
espiritual de nuestra cultura, comenzando por la mística española, continuando por
la renana, y alejándonos aún más allá, recogiendo motivos de origen persa, taoísta
o de la doctrina védica hindú. La cosmovisión propia del mundo medieval, pese a
todo, será la que determine con más acierto el trasfondo último de sus versos, siendo
el no mundo, parafraseando la conocida expresión de Cirlot, cuanto constituya el
motivo de su particular búsqueda.
Acceder a Bronwyn, adentrarse en el yo
puro, donde incluso el yo deja de ser yo en tanto que desaparece la identidad, cerrar
los sentidos y escuchar la voz del espíritu y el susurro enterrado de la poesía
será en adelante el sentido último de su búsqueda. Marius Schneider, a la hora de
hacer referencia al punto donde finaliza una estética formal y comienza aquella
otra interior e incontinente, indica que se alcanza el punto culminante cuando una
persona oye su melodía propia, es decir, la melodía de su propia alma, pero no cantada
por ella misma, sino emitida por algo o alguien […] a quien pertenece esa melodía.
Nadie puede escapar al dictado imperioso de esta voz. Cuando un ser vivo se encuentra
frente a aquel llamamiento de su propia alma exteriorizada, la atracción es fatal.
Es la hora de la muerte (Schneider, 2001: 24). Pero la escucha de la voz interior
no siempre va a resultar posible; será preciso realizar primeramente una tabula
rasa, una agresión o un acto de violencia contra el sentido usual de las palabras,
de la estética mantenida hasta el momento. Únicamente donde no se aprecia un significado
preciso, un contenido lógico y ordenado, habrá espacio para una comprensión suprarracional
del lenguaje. Será preciso destruir la secuencia lineal de las palabras para alcanzar
una intelección analógica e intuitiva. Señala Schneider que “en el lenguaje místico
el son (el plano acústico) de una palabra importa más que su significado semántico,
cuya precisión responde a un plano paralelo, pero inferior al puramente musical”
(Schneider, 2001). Mediante este ritmo se adentra uno en un ámbito lejano al entendimiento
usual del lenguaje, empleándose éste no de acuerdo con una lógica convencional sino
mediante la combinación premeditada de unas letras con otras en función de razones
numéricas y razones rítmicas o fónicas, convergentes en muchos aspectos con los
métodos de la música atonal dodecafónica.
El arte, por excelente que sea, será siempre
una manifestación más de la maya, del engaño que son todas las cosas. Y la verdad
que buscamos no la hallaremos nunca en un cuadro, sino que aparecerá tan sólo después
de la última puerta que sepa franquear el contemplador con su propio esfuerzo (Tàpies,
2008).
La palabra, por ello, tendrá valor de runa,
de lenguaje a descifrar en la medida en que esconde un significado oculto no coincidente
con su expresión. Será necesario ahondar en el universo particular del poeta para
acceder al sentido último de su poesía jeroglífica, aquella disociada de todo empleo
comunicativo de la expresión. Cada experiencia espiritual es, desde luego, exclusiva
y particular. Del mismo modo, a cada grado de experiencia le corresponde un lenguaje
diferente, constituido en el caso de Cirlot tanto por unas primeras aproximaciones
inteligibles para el lector de poesía, como por las más radicales búsquedas expresivas
realizadas en el curso de esta inmensa obra que es Bronwyn, poemario constituido a su vez por dieciséis poemarios encaminados,
todos ellos, a escuchar la voz de la doncella, a situarse en el lugar sagrado donde
surge la creación.
El paso de un lenguaje regido por una secuencia
ordenada de elementos hacia aquel otro gobernado por leyes no fenoménicas, sino
simbólicas, puede relacionarse con el hegeliano salto de lo cuantitativo a lo cualitativo,
suponiendo dicha superación la entrada en unos márgenes donde pierde peso el sentido
canónico y cobra valor una verdad competente a regímenes superiores de conocimiento,
espacio armónico donde las distintas cosmovisiones del ser humano se apagan para
alumbrar una verdad común aún particular, transcendente aunque inmanente a cada
experiencia individual. Así, búsquedas fundamentadas en un espíritu católico, cabalista,
taoísta, nihilista etc., todas ellas perceptibles en la poesía de Cirlot, confluyen,
al rebasar el margen que delimita la ortodoxia de la heterodoxia en un vacío, en
primer lugar, y posteriormente en un orden analógico vital.
La atracción poética sufrida por Juan Eduardo
Cirlot, la idea-fuerza que subyuga y dota de fuerza su creación, resulta, en vista
de lo comentado, coincidente con cuanto representa Bronwyn, “punto de partida […]
punto de vista central, principio de construcción: bisagra en torno a la que pivotará
todo” (Poulet, 1997). Bronwyn será una encarnación del alma generatriz, imán situado
en unas aguas profundas, en un elemento que en palabras de Bachelard nos ofrece
“una invitación a morir: […] una invitación a una muerte especial que nos permite
alcanzar uno de los refugios materiales elementales” (Bachelard, 2003). Para acceder
a ella habrá que deshacerse en su sustancia, desproveer a todo nuestro mundo fenoménico
de orden y consistencia, situarse en el campo gravitatorio de lo inestable y, desde
allí, elevar la voz. El centro, la perspectiva adecuada y la verdad desaparecen;
se torna constante la transformación de unos elementos en otros, siempre guiados
por relaciones surgidas en el hondo pozo del espíritu, espacio restringido y no
apto para una lectura o comprensión superficial de una obra en la que, absortos,
contemplamos el progresivo descarne de la voz poética, presta a tornarse toda ella
vacuidad:
Todo lo que me empuja por la noche por
debajo del mar de la amargura buscando entre lamentos las raíces del ser y del no
ser te pertenece (Cirlot, 2001). Sin embargo, este doloroso recorrido no podrá conducirse
exclusivamente por un proceder abocado a la anulación del yo racional: el poeta
quiere ser consciente de su carencia de ser, quiere estar presente cuando la aparición
de Bronwyn acontezca; para ello comenzará a aplicar la racionalidad de su método
combinatorio-permutativo a su obra literaria con el fin de que en el momento en
que se funda la visión del uno con la oscuridad de la otra permanezca aún un resto
de conciencia, un lúcido estar presente frente a cuanto acontece, un elemento aún
de tensión entre ambos polos que, no obstante, va a ser lo que impida la realización
de la búsqueda emprendida por el creador.
Con el inicio de su incursión en el ciclo
Bronwyn, allá por 1966, la curva mística trazada por el autor se verá reforzada
por la exactitud propia de la metodología cabalista y el sistema dodecafónico que
comenzará a aplicar sistemáticamente en muchos de los poemas. Intuición y lógica
aunarán sus propuestas de cara a la persecución de la nada mística, de la doncella
celta, esquiva a la mediación de un conocimiento ortodoxo y carente de riesgos,
y amiga, en cambio, de toda violencia realizada contra el lenguaje y contra la razón.
Así, comenzarán a erigirse como nuevo sistema de creación una serie de relaciones
inmanentes al lenguaje, ajenas a una usual convención formal e intelectiva: se trata
de un método encaminado a luchar “contra el yerto alfabeto que recita tu nombre/
Bronwyn” (Cirlot, 2001) a base de “remover el lenguaje para sacarlo de su insuficiencia”
(Parra, 2000). Asistiremos, en estos momentos de delirio creativo, a un desorden,
una alteración del lenguaje convencional que llevará al poeta a un libre uso y disposición
de letras, a la creación de un código particular con el que pretende comunicarse
con su alma. Menciona Victoria Cirlot:
Combinación y permutación constituyen técnicas
similares, aunque la primera es más libre que la segunda “donde todos los versos
y palabras se repiten variando perpetuamente de lugar”, sometiendo así todo el poema
al “modelo”. Las combinaciones toman el modelo fuera del texto mismo (el modelo
es otro autor), en este caso Gustavo Adolfo Bécquer, al modo en que “Stravinsky
hiciera con Pergolesi” en el ámbito de la música, o lo que Max Ernst hizo con los
grabados del siglo pasado para alcanzar sus collages, en el ámbito de la plástica
(Cirlot, V., 1997).
Juan Eduardo Cirlot prescindirá en estos
momentos de reglas comunes y convencionales de expresión, pasando a vincular consonantes
y vocales en función de un ritmo interno, de un cromatismo cuyo sentido último habría
que buscarlo en la forma de su dinámica interior.
Se comentaba en la Barcelona de la época
que Juan Eduardo Cirlot sería un genial poeta si se conociese el lenguaje en el
que habla. El hermetismo propio del autor no surge tanto en sus albores poéticos
como en los poemarios pertenecientes al ciclo de Bronwyn, donde nos tornaremos espectadores
de un mundo irreal habitado por versos acaso ridículos fuera del contexto en que
surgieron, versos como “Yrwy nyrwy/ Yrwyn/ Wrbwn/ Yrwyr nyrwyr” (Cirlot, 2001),
que mal haríamos en despreciar sin más, en lugar de tomarlos como formas rotas de
una búsqueda que supera en mucho los límites de unas estrofas o incluso un poemario
completo. La búsqueda de Cirlot es tan profunda como amplia en medios y sistemas
de indagación poética. Pese a ello y al denodado empeño por fundir su voz con la
de la doncella que canta, la comunicación no llegará a producirse de modo satisfactorio,
en tanto que el diálogo entre individuo y alma generatriz jamás llegue a realizarse
de modo fluido, tomando la palabra ya el poeta, ya su voz interior, de manera alterna
sin converger en una absoluta unidad, hipotético logro que acaso tan solo habría
de darse en el silencio del alma tantas veces consignado por la mística. No hay
forma, para Cirlot, de acceder al interior del ser sin por ello desintegrarse:
“Bronwyn, yo sólo quiero comprenderte/ y nunca las palabras me podrán/ dar nada”
(Cirlot, 2001).
El símbolo, mediador entre el poeta y la
idea, resultará necesario de cara al acceso a un orden elevado de conocimiento,
como igualmente será necesaria su destrucción en un ulterior periodo, una vez que
el esfuerzo progresivo por dotarlo de contenido se sature impidiendo un avance hacia
el mito, hacia el sol del espíritu que nutre y a su vez se alimenta por el constante
flujo y reflujo de la radiación simbólica. De acuerdo con Gilbert Durand,
Para la Gnosis propiamente dicha los “ángeles
supremos” son Sofía, Barbelo, Nuestra Señora del Santo Espíritu, Helena, etc., cuya
caída y salvación representan las mismas esperanzas de la vía simbólica: la conducción
de lo concreto a su sentido iluminante. Es que la Mujer, como los Ángeles de la
teofanía plotiniana, posee, al contrario del hombre, una doble naturaleza que es
propia del symbolon mismo: es creadora de un sentido y al mismo tiempo su receptáculo
concreto. La femineidad es la única mediadora, por ser a la vez “pasiva” y “activa”
(Durand, 2007).
La palabra, por supuesto, devendrá igualmente
símbolo, se verá despojada de su seca esterilidad en el momento en que ilumine realidades
de amplitud superior a aquellas exclusivamente válidas para el habla cotidiana,
es decir, cuando su potencia supere el cerco racional que la circunda y avance hacia
un plano de relaciones no sospechado de acuerdo con su función legítima. Por ello
mismo, Cirlot no buscará ya un sentido natural, un grado comprensible de acercamiento
a su obra, sino que le bastará con el uso simbólico de la expresión, tomando de
ella tan solo el signo una vez que un sistema de relaciones particulares suplanta
a aquel otro de relaciones comunes, no válido para a la búsqueda personal. Según
Amador Vega, “Cirlot ha construido su “alfabeto religioso” para poder convocar al
mundo y todos los orbes, para descomponerlo como en los rituales sacrificiales y
restar después junto a la luz que ha creado” (Vega, 2000). El lenguaje, despertadas
cualidades receptivas, no va a poseer un sentido exclusivamente unidireccional ni
designativo, sino que se va a mostrar como espacio receptor y como materia capaz
de contener en el límite de sus contornos el objeto designado sin por ello ejercer
violencia alguna contra el mismo. Bronwyn, en tanto que mito particular de Cirlot,
va a habitar en él, en su mundo creativo y destructivo, en sus palabras, en sus
acciones. El creador accederá a ese universo remoto en el momento en que la distancia
que separa sus vivencias de sus anhelos se fusione a través del habla poética o
mediante un estado de mismidad —identificación absoluta entre su razón y su imaginación
intuitiva— que como subraya Luigi Pareyson, “no tiene nada de pasividad e inercia,
sino que más bien representa el culmen de una actividad interna y laboriosa” (Pareyson,
1988).
Pero no siempre será así, la desoladora
voz lírica anuncia la imposibilidad de vivir constantemente en el mito y adentrarse
en unas lindes no colindantes con la realidad, extrañas a la vida y al desarrollo
regular y monótono de la misma:
Tu espíritu visible que me mira, tu lejanía
absorta que me toca. Bronwyn, tu desunión que me deshace y me vierte en un lago
de luz verde (Cirlot, 2001).
Acercarse a estos oscuros terrenos conllevaría
adentrarse en los dominios de la muerte; hacia allá se adentra Cirlot, rota ya la
cuerda que liga una realidad con la otra, más densa y más profunda, irreal en tanto
que desasida de todo contacto con el mundo cotidiano. “La escritura no es un reflejo
de algo que ocurre, sino experiencia ella misma de la metamorfosis, espacio en el
que la búsqueda se vuelve real. Experiencia cerrada en sí, contiene las respuestas
a la fragmentada e inconclusa identidad del yo” (Casado, 2000). Una vez aceptada
la atracción de su vertiente dionisiaca, el poeta se desarrollará en el interior
del poema, sin lograr su realización en el exterior. Así, a un primer impulso destructivo
no le sucederá una réplica apolínea, sino que, ante la necesidad de suplantar su
identidad por la de su más primario instinto creador, Cirlot se adentrará más y
más hondo en las aguas que le conducirán a la destrucción. La suplantación, no obstante,
se produce. Bronwyn dejará de ser ya algo ajeno al poeta, fuera de la órbita de
su mundo, para pasar a formar parte de su interioridad más íntima, el potente imán
que compone y despedaza todo cuanto se adentra en su campo gravitatorio. Bronwyn
será el filtro necesario que ha de atravesar cada uno de los dogmas, cada realidad
solidificada del poeta, con el fin de identificar su espíritu creador con un ritmo
primario carente de juicios e ideas reificadas. Más que lugar al que acceder, Bronwyn
pasará a ser lugar de paso de toda experiencia: fuente de ablación y a su vez, de
extrañamiento y ruptura entre una condición habitual de la materia y una condición
heterodoxa y, por ello mismo, carente de sentido más allá que aquel que el poeta
le conceda. En ocasiones, ninguno en absoluto:
Pero sé que tú misma has de sufrir la destrucción
constante de que todo alimenta su hoguera inconcebible decretada por algo que no
existe (Cirlot, 2001).
Y en otras ocasiones el de su redención,
la salvación anímica a la que tanto aspira:
He vuelto a ser la luz donde la luz deja de ser la luz para ser luz, en el centro
del centro de los centros, en la rosa de rosa de las rosas (Cirlot, 2001).
Tomando prestadas las palabras de Poulet,
podemos señalar que “el ser acepta ser sólo el lugar de paso de sus pensamientos”
(Poulet, 1997), considerando como propiamente suyo no tanto su ser como aquello
que le impele a buscar y conocer. No hay un signo, positivo o negativo, que distinga
a Bronwyn, quien permanece neutra, manifestando, eso sí, y quizás por ello mismo,
una capacidad de atracción propia de toda sustancia completamente viva, esquiva
a cualquier reclusión de sus potencias y, por ello mismo, capacitada para designar
con su solo nombre cualquier elemento, cualquier estado de ser que pudiese permanecer
neutro antes de estallar en un significado definido, aunando con su invocación realidad
e idea, mundo controlado por la lógica y mundo cósmico. Bronwyn, de este modo, es
forma creadora porque sin comunicar, evoca de modo instantáneo analogías insospechadas
entre los elementos del mundo que habitamos:
Lo que llamo Brabante es un instante sin tiempo y sin espacio. Igual que tu
belleza es una sola conjunción instantánea de poderes secretos (Cirlot, 2001).
La identificación no acontece en el espacio
o en los márgenes del tiempo, sino fuera de ambos, en un instante de unión total
entre poeta, símbolo y objeto anhelado.
Vivir en la llama, como vivió Cirlot, más
propio resulta de los dioses que del hombre. Sumergirse en un mundo de creación
y destrucción, sometido a las potencias plenas de la materia y del pensamiento,
resulta excesivamente doloroso e insoportable a menos que el elemento simbólico
sea el combustible sacrificado; pero no es el caso. Al contrario que Hamlet, Cirlot
prefirió él mismo ofrecerse en sacrificio, acercarse como Empédocles hacia el interior
del Etna y dejar así que Bronwyn viviera siendo eternamente ella, con sus infinitas
formas, con su mismo rostro, sin alteración alguna mas constantemente en movimiento:
“lo autoocultante de la tierra no es un estado uniforme, ni rígido, sino que se
desarrolla en inagotable plenitud de modos y formas sencillas” (Heidegger, 2006).
Vale la pena recordar las afirmaciones de Bachelard en relación a los abismos, dado
que “el calor es el signo de una profundidad, el sentido de una profundidad” (Bachelard,
2006). El mito de Cirlot, desde luego, no solo es de naturaleza espiritual, sino
en buena medida carnal, como todo su universo, presto a deshacerse y devorarse a
sí mismo, una vez que el pensamiento religioso busca siempre nuevas imágenes para
el yo, para el sujeto considerado como lo intangible e incomprensible, y también
se ve cómo al final sólo puede determinar este yo desechando nuevamente todas esas
insuficientes e inadecuadas imágenes plásticas (Cassirer, 2003). Así, el poeta hubo
de echar toda la sustancia de su creación sobre las llamas y de este modo abrigar,
vivificar e iluminar, cada vez más, el objeto de su poesía. Lo hizo hasta que ya
no pudo más, hasta que hubo de ser él mismo quien se adentrase en el fuego y, esta
vez sí, desaparecer eternizando con su huida la figura de una Bronwyn dotada ahora
completamente de ser:
Pero vives en mí más que yo mismo, que apenas soy la sombra de mi ser que va
perdiendo trozos del espíritu en los negros ramajes de los años (Cirlot, 2001).
Estos son los postreros versos de un Cirlot
más atento a su no ser y al espíritu creador, que a su creación consumada, su yo.
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BACHELARD, G. (2003):
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y las ensoñaciones del reposo, México D.F.: Fondo de cultura económica.
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CASSIRER, E. (2003):
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Finitud y culpabilidad, Madrid: Trotta.
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blanco y negro, Barcelona: Galaxia Gutenberg. Círculo de lectores.
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simbolismo religioso de Juan Eduardo Cirlot”, Ínsula, nº 638.
NOTA
Ensayo publicado originalmente en la 452ºF, Revista de Teoría de la Literatura
y Literatura Comparada, una publicación online multilingüe
que se publica dos veces al año (enero y julio) conjuntamente por la Universitat de Barcelona
y la Asociación Cultural
452ºF.
GUILLERMO AGUIRRE MARTÍNEZ | (España, 1979). Doctor en estudios interculturales y literarios por la Universidad Complutense de Madrid (2012) con una tesis sobre el universo imaginario de José Ángel Valente. Sus investigaciones en torno a cuestiones de estética han sido presentadas en numerosos congresos nacionales e internacionales y publicadas en revistas científicas de ámbito académico. Actualmente compagina su labor investigadora con la creación poética y ensayística. Ha publicado los poemarios Pozo de silencio (Ediciones Oblicuas, 2016) y Piedras (Devenir, 2017), la novela lírica Rayo oscuro de luz (Oblicuas, 2014), y el ensayo Forma y voluntad (Verbum, 2015).
SARA SAUDKOVÁ (República Tcheca, 1967). Fotógrafa e escritora. Sara Saudková fotografa principalmente nus. Do ponto de vista técnico, são principalmente fotos clássicas em preto e branco tiradas em médio formato. Seu trabalho inicial foi influenciado pelo trabalho de Jan Saudek, com quem – como ela diz – aprendeu, porque melhor escola não há. Gradualmente, ela encontrou seu próprio estilo muito distinto. Dedica-se exclusivamente à criação livre – com fotografias encenadas documenta relações entre homens e mulheres – despedidas e esperas e entre: amor, saudade ou solidão. Suas fotos são bem lúdicas, com uma carga erótica. Saudková também escreve livros. Publicou Midnight Fairy Tales, para crianças, bem como o livro autobiográfico Ta zrzavá, Sweaty Back, sobre a crise de um homem de meia-idade bem-sucedido e um romance policial sombrio, Chuva. Nelas, trata de relacionamentos dramáticos, tramas sofisticadas e histórias emocionantes. Ele escreve sua prosa em uma linguagem viva. Sara é nossa artista convidada, a quem agradeço, pois desde nosso primeiro encontro foi muito generosa e simpática.
Agulha Revista de Cultura
Número 218 | novembro de 2022
Artista convidada: Sara Saudkovà (República Tcheca, 1967)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
concepção editorial, logo, design, revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS
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