Mis padres emigraron a Argentina desde Hungría. La vida en Buenos Aires era
para ellos más segura en el plano político, pero también más restringida en medios
económicos. Eso afectó principalmente a mi madre. En Budapest ella tuvo quien le
ayudara en las tareas domésticas y en Buenos Aires tuvo que asumirlas. No estaba
acostumbrada a ello. Era pianista y cuando se casó con mi padre, en lo económico
él era más solvente que ella lo que favorecía su sueño de dedicarse a la música.
Pero en vez de restringir su vida a lo que soñaba como profesión entró en la vida
de mujer casada de quien se espera sobre todo que tenga hijos. Los tuvo. Dos. Se
dedicó con mucho esmero a cuidarnos; no nos tocaron niñeras, era mi madre quien
se preocupaba de que estuviéramos bien alimentados, bien vestidos y que tuviéramos
todos los días acceso a la vida de aire libre, ya fuera en los parques cercanos
a casa, o, en los veranos a los espacios junto al lago Balaton donde ella y mi padre
tuvieron una casa veraniega.
El piano, como toda forma de arte, requiere dedicación diaria. Mi madre abandonó
su trabajo de músico y se dedicó a la crianza y cuidado de sus hijos. En los años
de la primera mitad del siglo veinte existía todavía poca posibilidad para que alguien
que nacía mujer tuviera una profesión según su deseo. Había excepciones, pero eran
muy escasas. Se consideraba que la mujer estaba hecha para las dos “c”: la cocina
y la cuna. Mi madre se dedicó de lleno a ambas. Lo pagó muy caro. Murió de depresión
todavía joven, a los cincuenta y cinco años. De su ejemplo aprendí que los que nacemos
para el arte no debemos abandonarlo, es importante vivir nuestro destino en su totalidad.
La arriba mencionada adolescencia se presenta en la vida de una joven en forma
súbita cuando comienza a funcionar como mujer, debido a los cambios hormonales que
sufre su cuerpo. Tras la primera menstruación y hasta la menopausia, el cuerpo se
inunda de estrógeno, cosa que también causa cambios en el funcionamiento del cerebro.
Como adolescente empecé a encontrar interesante a los varones de mi edad o algo
mayores que yo. Este tipo de reacción no se puede resistir, no es voluntaria, no
es racionalmente manejable. En todo caso no lo fue para mí.
Así fue que para mis diecinueve años y dos semanas de edad era yo una mujer
casada con un joven hombre once años mayor que yo — José Hausner tenía 30 años—,
muy buenmozo y maravillosa persona. Nuestro noviazgo empezó poco después de mis
quince años y nuestro matrimonio duró siete años. En suma, fue una relación fuerte
durante casi doce años. Para cuando comenzó a resquebrajarse yo tenía veintiséis
años.
Tuve muchos agrados en la relación con Hausner y entre ellos estuvo que durante
nuestro noviazgo en Buenos Aires íbamos semanalmente a un club de remo en el Delta
del Paraná. José me enseñó a remar. Al principio íbamos los dos en un mismo bote
y luego me gradué a mi bote personal. Me encantaba remar, desarrollé los músculos
y la pericia necesarios para ello. Estaba también que el remar se hacía en mi medio
favorito que es el agua.
Cuando niña tuve la suerte de aprender a nadar; en la escuela había ganado un
premio en gimnasia que consistía en ir a clases con dos campeonas olímpicas de natación
y se me hizo costumbre durante muchos años nadar regularmente. Soy nadadora de resistencia,
me gusta recorrer distancias nadando.
Cuando me casé con José Hausner era yo mentalmente inmadura, falta de educación
en lo social y en lo psicológico. No tuve una idea clara de lo que era el matrimonio,
ni tuve claro qué significaba tener hijos.
Por eso mi encuentro con Ludwig Zeller fue para mí un terremoto que hizo que
dentro de mí surgieran capas de impulsos inconscientes. Compartía con él elementos
básicos de mi carácter que no eran parte de la vida que compartía con mi marido.
Esos elementos tenían que ver con lo artístico y con lo religioso, asuntos que me
conectaban con lo trascendente. Me encontré de repente ante la posibilidad de una
relación que llenaba todo mi ser como persona y como artista. Había incursionado
en asuntos de ciencia, pero el impulso artístico al que Zeller llamaba mi atención
era más fuerte. Con José Hausner tenía una vida cómoda, perfectamente solvente,
y muy grata. Pero esas sensaciones se hicieron mucho menos importantes para mí cuando
descubrí que el arte era mi vocación interior dominante.
No sé si queda claro: mi encuentro con Ludwig Zeller cambió mi vida. Sucedió
el 10 de mayo de 1963, en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile donde
era estudiaba y trabajaba. Como estudiante estuve en la Cátedra de Fisiología, investigando
el cerebro humano. Al mismo tiempo tenía un empleo como secretaria de dos investigadores
de asuntos de genética que en esa época se realizaban principalmente con moscas.
Por lo que me tocaba hacer, llevaba una bata de laboratorio que llamó la atención
de Ludwig mientras conversábamos en la inauguración de la exposición de grabados
del entonces ya famoso Nemesio Antúnez en la galería del Centro de Estudiantes de
la Facultad en que Zeller era curador. Lo primero que Ludwig me preguntó fue si
yo tenía un diploma. Le dije que tenía uno, en cerámica artística. Mirando mi atuendo
blanco me preguntó: ¿Y qué hace usted aquí? Le conté que había decidido dejar la
cerámica, que me interesaba la fisiología, etc. No sabía yo con quién hablaba. Zeller
había sido el que en Chile impulsó y descubrió centenares de talentos en la plástica
durante más de dos decenios. No hay artista plástico chileno de las décadas de los
cincuentas y sesentas del siglo veinte que no le deba una vela.
Enfocado en lo que le interesaba, y tangencialmente atraído por mi persona,
insistió en que quería ver mi trabajo artístico. Le dije que necesitaba un par de
días para sacar las telarañas y ratas de mi taller y le di la cita del caso. Vino
y vio mis dibujos que ahora siento muy deficientes y mi trabajo en barro, nada excepcional
y me invitó a hacer mi primera exposición individual. Me dio fecha para el mes de
noviembre. Luego, durante cinco meses, no cesó en buscarme papeles para dibujar,
facilitar todo lo referente a mi taller como por ejemplo una mudanza de todo incluido
mi horno y estuvo también estimulándome con lecturas de obras literarias.
Cuando me invitó Zeller a hacer mi primera exposición individual me lancé a
trabajar con un tornero de cerámica; con su ayuda hice piezas que yo misma no tenía
fuerza para tornear. Tuve accidentes como el de tener que frenar el auto que manejaba
con lo que se movieron las piezas que estaba transportando; aproveché las formas
en que quedaron al volcar para crear piezas realmente únicas.
Esa primera exposición mía fue un éxito rotundo. Todas las cerámicas que expuse,
menos una, se vendieron. Nadie se interesó en mis dibujos que eran mi pasión. De
esta forma quedé trabajando en cerámica durante 25 años a pesar de tener que migrar
y empezar de nuevo todo el esfuerzo puesto en mi primer taller personal.
El nuevo comienzo se dio en Canadá, en mi casa en Agincourt, a las afueras de
Toronto. De esa casa llevé mi taller a Sheridan College, donde era docente, cuando
me mudé a su cercanía. Mi decano en algún momento decidió que el espacio que ocupaba
el taller se iba a dedicar a otros menesteres con lo que tuve que repartir mi horno,
torno y herramientas para la cerámica. Fue a fines de 1979. Desde esa fecha en adelante
me he dedicado a la pintura y a hacer “mirages”, obra realizada en colaboración
con Ludwig Zeller. Hemos producido varios centenares de estos trabajos colaborativos.
Y hemos trabajado codo a codo en lo literario.
Tuvimos tres pequeñas editoriales, la primera, en Chile, fue Casa de la Luna,
la segunda en Canadá se llamó Oasis Publications y en México publicamos bajo el
sello de Oasis Oaxaca. En Canadá Ludwig trabajó mucho en sus collages y sus textos
poéticos que se publicaron en ediciones muy bellas. En Chile ambos dábamos clases
en el Instituto Cultural de Las Condes donde Ludwig era curador de la galería de
arte. De hecho, cuando lo conocí curaba tres galerías, la del Ministerio de Educación
la del Instituto Cultural de Las Condes y la del Instituto Chileno-Norteamericano.
Zeller fue muy activo en lo cultural y social en Chile. Por el contrario, en
Canadá se quedaba en casa y era yo quien salía afuera. Trabajé en las oficinas de
una fábrica de tubos de asbesto y cemento. Hice reservaciones hoteleras para una
firma de tarjetas de crédito. Acepté cuanto trabajo se me ponía delante, a sueldo
mínimo. En Canadá no he estado sin trabajo un solo día de mi estadía de veinticinco
años.
En el principio de mi vida en Canadá fui docente en Centennial College de Toronto
donde daba clases de historia de arte vespertinas y de fin de semana y también daba
clases de cerámica en el taller que tenía instalado en casa. Y se dio el milagro
de que una amiga se compadeció de mi situación y me consiguió un trabajo en Sheridan
College, en Oakville. Esto cambió mi vida y la de la familia. Durante veinte años
nada nos faltó. Con Ludwig podíamos hacer viajes a Europa y contactar a artistas
y escritores surrealistas.
Cuando yo andaba trabajando fuera, Ludwig se ocupaba de los niños. Beatriz,
mi hija y la mayor de los hermanos, le ayudaba porque Ludwig nunca tuvo inclinación
ni talento para las cosas domésticas.
A Ludwig se le hizo muy difícil aprender a hablar inglés. Contrastando con su
vida en Chile, en Canadá le tocó trabajar y estar solo y también solitario.
Fue Ludwig quien, tras apenas conocernos, por primera vez me habló del surrealismo
y me inundó de libros surrealistas. Me inundó de libros; cuando se mudó conmigo
trajo consigo mil quinientos volúmenes, en su mayoría de poesía en francés y en
castellano. Se abrió para mí un mundo de maravillas. Fue muy grato incluso que todo
ello me convirtió en traductora literaria y en intérprete. Leíamos juntos algunos
libros importantes. Yo los veía en francés o inglés y Ludwig los oía en castellano.
Estas lecturas traducidas me sirvieron de educación. Cambiaba mi vida, se abrió
para mí un campo de trabajo diferente.
Siendo hija de familia burguesa se consideraba de rigor que hablara varias lenguas.
En Buenos Aires estudié francés e inglés. Comencé en una sucursal de la Alliance
Française que estaba en una biblioteca pública, en Villa Devoto, cerca de la casa
en que vivíamos. Y venía a casa un hombre joven a enseñarme inglés. Luego fui a
clases en la casa central de la Alianza en la calle Córdoba, un edificio alto de
seis pisos que también fue un centro cultural. Iba allí a estudiar francés y para
el inglés iba los mismos días al Instituto Argentino-Británico. Ambos estaban en
el centro y yo tenía mucha energía para caminar. Iba por las calles intermedias
entre los dos institutos, variando mi recorrido para pasar frente a diversas florerías
que tenían la costumbre de exhibir en sus vitrinas vistosas variedades de orquídeas.
Hablando ya inglés y francés, además de castellano, estuve bien armada para
cuando me tocó participar con Ludwig Zeller en aventuras poéticas y editoriales.
Los textos que publicábamos Zeller y yo en nuestras editoriales las escogía
él. Fue el motor intelectual de nuestros esfuerzos para producir libros. El financiamiento
de las editoriales fue principal, pero no enteramente, esfuerzo mío. Ludwig obtenía
becas de organizaciones culturales de Canadá y las invertía inmediatamente en sus
publicaciones. Hacer libros siempre fue su pasión y a mí me ha encantado.
Zeller hacía los bocetos de los diseños y yo los interpretaba y desarrollaba
para tener todo listo para las prensas de las imprentas con las que trabajamos.
En Chile nos tocó llevar nuestros trabajos a la imprenta de la Gratitud Nacional,
una organización que conocí a través de Ludwig. Era también la imprenta que producía
las invitaciones y catálogos de las exposiciones que Zeller organizaba en las galerías
que regentaba.
En Canadá encontramos por recomendación de una amiga a la imprenta de Zivo Belic,
instalada en el sótano de la casa en que vivía. Se dio una amistad verdadera entre
Zivo, su mujer Ljubica, y su hijo y nosotros. Pasamos muchas horas viendo cómo salían
las hojas impresas de las dos máquinas con que trabajaba Zivo, una prensa plana
Heilderberg y una Multilith. Se daba que mientras se ajustaban las máquinas se “ensuciaban”
muchas hojas que nosotros nos llevábamos para convertirlas partes de nuestros mirages.
Nuestras ediciones las imprimía Zivo en papeles de gran calidad que eran recortes,
es decir desecho, de imprentas grandes con los que Zivo tenía contacto. Los diseños
de nuestras publicaciones se ajustaban a formatos que daban el plegar de estos papeles
por lo cual resultaban de tamaños variados. Siempre ha llamado la atención de nuestros
amigos que nuestros pequeños libros venían en papeles finos. Ahora esto se llama
reciclaje…
Cuando falleció Zivo —de cáncer probablemente causado por el ambiente tóxico
en que trabajaba en su sótano sin ventilación—, nuestro afán editorial lo llevamos
a Ampersand, una imprenta mucho mayor que la de Zivo, manejada por un joven impresor
que también se convirtió en amigo cercano nuestro.
Desde nuestro primer viaje en 1975, armados de nuestras ediciones íbamos a Europa
a visitar los amigos surrealistas con quienes llevábamos años de contacto por correo.
Esos viajes se repitieron durante ocho años; íbamos a París o Madrid en visitas
que solemnemente podemos llamar profesionales. Eran mucho más de eso. Nuestro primer
contacto fue Edouard Jaguer a quien Aldo Pellegrini, el impulsor del surrealismo
en Argentina, recomendó a Ludwig contactar. Jaguer había visto el nombre de Ludwig
en el Boletín de los surrealistas de París y antes de que llegara nuestra primera
carta a la puerta de su departamento tuvo un sueño premonitorio de que iba a recibir
algo de un tal Zeller. Cuando nos relató esto en su primera carta escrita en respuesta
a la nuestra decidimos de inmediato que ese fenómeno maravilloso en el sentido en
que entienden la vida los surrealistas exigía que nosotros lo conociéramos personalmente.
Cuando comencé a trabajar en Sheridan College tuve de repente un excelente sueldo
y ello permitió que emprendiéramos nuestros viajes hacia los amigos europeos. En
otro lugar he descrito nuestra llegada a la casa de los Jaguer, el hecho es que
nuestro contacto inmediatamente verídico y hasta íntimo se mantuvo inalterado al
paso de los años a pesar de nuestra distancia física entre un continente y otro.
Los viajes a Europa fueron la delicia de Zeller. Al principio íbamos a Francia,
pero su placer se agudizó cuando empezamos a ir a España. Llegó el momento en que
estos viajes tropezaron con problemas económicos. Los precios de Europa se elevaron,
el dólar canadiense se debilitó. Esto hizo que tuviéramos que cambiar de vida y
de orientación de esfuerzos: comenzaron nuestros viajes a México, más cercano, más
a nuestra medida, de muchas maneras.
Para Ludwig mudarse a Oaxaca era el remedio a la difícil soledad que padeció
en Toronto. Se dedicó de lleno a hacer contactos con artistas y escritores; formó
talleres literarios y dio talleres de collage. Iba a diario al Centro Histórico
de Oaxaca a encontrarse con amigos y gente joven que buscaba su apoyo. Fue generoso
con todos ellos como lo fue con cuanta gente conoció en su vida. La generosidad
era firme cimiento de su personalidad.
Nunca cargó a otros con sus problemas. En su conversación llevaba un discurso
especial que fue una cortina de humo tras el cual se ocultaba su ser verdadero.
Su memoria fue su sostén principal en todas sus actividades. Jamás hizo una lista
de quehaceres o plan de trabajo fuera de lo poético, se acordaba de eventos, personas
y circunstancias especiales muchos años después de enfrentarse a ellos. Veinte años
antes de su muerte mencionó que sentía cierta erosión en su memoria y el deterioro
constante que sufrió este talento suyo lo torturó hasta el fin.
Fue hombre de granito, de aire y nube. Sólido e inasible.
Fue muy tierno y muy generoso. No se adaptó a Santiago, ni a Toronto, ni a Huayapan.
Otros tuvieron que adaptarse a él para absorber su inagotable esencia de poeta,
su indetenible, irrefrenable fluir de creador. Fue piedra filosofal que transformaba
a todo y a todos. Transmutaba lo invisible. Modelaba el aire, tallaba la palabra.
Grito y silencio, su presencia es inamovible, sutil y fugaz.
Amaba lo inalcanzable: las aves y su vuelo, el Río
Loa de su niñez del que no quedan huellas en el Desierto más seco del planeta. De
ese desierto él recordaba los pimientos plantados por su padre y los sutiles cosmos
seguramente regados por su madre. Absorbía lo que conectaba con su interior y el
resto caía de encima suyo como agua del plumaje de un pato.
Guardaba el recuerdo del lugar en que nació. Allí nada
guarda su recuerdo. Otros espacios, otras mentes aman y guardan su memoria y sus
palabras.
Vio, entendió, pero no se adaptó, ni a lo material
ni en lo literario. Que el mundo fuera donde él. Él no era del mundo.
Sus restos descansan en un cementerio indígena, en
un pueblo olvidado del olvidado Sur de México. Le gustaba vivir allí, a su manera.
Lo dijo. Llegó allí ¡porque le dio la gana!
Gozó los largos viajes por tierra de Toronto al sur
de México, los breves viajes de Huayapan al Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Su dicha
eran los días de sol y el verde de los árboles que veía por las ventanas.
Cuando lo vi por primera vez lo sentí tímido. De estatura
mediana, era apenas algunos centímetros más alto que yo. La espalda un poco inclinada
por la incesante lectura, los hombros un poco recogidos. Tenía un cráneo maravilloso
cubierto de cabello de color oscuro, casi negro, peinado hacia atrás, la cara más
bien redonda. Sus ojos resaltaban tras sus lentes. Era miope. Frecuentemente se
quitaba los lentes para leer algo en tipografía minúscula.
Exudaba un intenso magnetismo personal al que nadie
escapaba. De modales suaves, manifestó rápidamente y en forma muy resguardada su
interés en mi persona. Fuimos a la cafetería de la Facultad de Medicina para poder
sentarnos y conversar un poco. Él era el que hacía preguntas y escuchaba atento
mis respuestas. Se vio agitado cuando supo mi nombre. Susana era un enigma que encontró
pocos meses antes en un sueño y que de repente estaba allí…
Me cubrió de regalos. Papel, un rincón apartado para
dibujar. Música. Un camafeo que encontró en quizás qué negocio de antigüedades.
Me traía sus primeros libros bellamente editados, siempre
con alguna imagen fascinante. Me leía sus poemas. Uno de estos, A Aloyse,
que escuché en la intimidad de mi automóvil estacionado, me tocó muy en especial.
Pensé que había perdido la razón. El poema es fruto del sondeo de la mentalidad
de los esquizofrénicos que él supo captar maravillosamente.
Desde diciembre de 1966 hemos vivido juntos. Casi 53
años. En el primer tiempo jamás estuvimos separados más de una hora o dos. Trabajamos
incesantemente, compartimos el espacio y la música que nos transportaba fuera de
lo cotidiano.
Fue él quien propuso que emigráramos a Canadá; creo
que esperaba una liberación, un horizonte amplio. En vez, se sumió en una sombra.
En el mundo anglófono todo le era extraño y perdió el contacto con muchos amigos
lejanos y cercanos a él. Quedó rodeado de silencios.
En el quinto año de nuestra estadía en Canadá pudimos
por fin viajar y ver personas cuyas ideas le eran afines. Fuimos primero a Francia
y un par de años más tarde a España. Nueve años después de llegar a Toronto nos
invitaron a participar en una exposición en México. Fuimos para estar presentes
en la inauguración. Por primera vez desde nuestra emigración ambos nos sentíamos
en nuestro elemento. Nueve años más tarde, en 1988, comenzó el ciclo de nuestros
viajes anuales de Toronto a Oaxaca, por tierra. Ludwig había llegado a su casa.
Poco después decidió quedarse en México. Al inicio de su vida en Oaxaca estuvo activo
en lo social. Brindó talleres de literatura y también de collages. Logró ayudar
a sus alumnos a publicar textos que elaboraron junto con él.
Construí una casa en San Andrés Huayapan, a doce kilómetros
del Zócalo de Oaxaca. Tuvo que venir un terremoto, dañarse considerablemente el
departamento que arrendábamos en Centro, para que se mudara conmigo a la nueva casa.
Los oaxaqueños no van a lugares que les parecen lejanos, pocos de sus amigos viajaron
para verlo en su nuevo domicilio. Nosotros íbamos donde ellos.
La casa es amplia. Capté el ánimo de la gente y hice
fiestas multitudinarias para celebrar sus cumpleaños. Cien o más personas. Al principio
le gustaban, pero con el paso de los años se volvió hacia dentro, se apartó de las
multitudes, quedó ensimismado en sus libros, su poesía y sus collages.
Jamás cedió en sus ideales. En la juventud fue apasionado
defensor de sus preferencias literarias. En la vejez y luego en su periodo como
anciano se volvió más pacífico, pero no toleró que se le tratara de alejar de lo
que le parecía verídico. Como heredero del Romanticismo fue defensor en alto grado
de todas sus ideas. El adverbio que más usaba era “absolutamente”. Encontró su hogar
intelectual en el surrealismo.
Cuando en Santiago se mudó a mi casa llegó en un camión
cargado de cajas de libros. Varios miles. Al emigrar, de esa colección elegimos
mil quinientos que dejamos en resguardo y el resto lo regalamos, junto con la colección
de pinturas que él amaba. Todo se dispersó. En nuestros viajes a París, México,
Barcelona y Madrid, juntábamos libros para volver a edificar los cimientos de nuestra
biblioteca y aumentar el número de nuestros tesoros. Otros construían casas, nosotros
aumentábamos la colección de libros.
Otra pasión gran suya era publicar los textos y las
imágenes que amaba o que prefería. Era excelente diseñador de libros, desde su planeación
inicial, haciendo minúsculas maquetas, verdaderas joyas, hasta su estricta vigilancia
del trabajo de la imprenta. No se daba descanso en estas tareas. No se terminaba
de encuadernar un libro y ya tenía sus planes para el siguiente. El resultado fueron
nuestras sucesivos esfuerzos editoriales: Libros y una revista: en Casa de la Luna,
en Santiago; y libros otra vez en Oasis Publications, en Toronto, además de nuestra
revista El Huevo Filosófico. Luego, en Oaxaca, Vaso Comunicante: una revista literaria
y artística.
Le gustaba comer algunas cosas, pero se olvidaba de
la comida y no le llamaban la atención los esfuerzos culinarios de cercanos y ajenos.
Lo que le tentaba a fondo era todo lo dulce. Comía lo que no le gustaba para así
llegar al postre.
Me imagino por esto, entre otros detalles, que fue
muy cuidado en la infancia, que le tocaron muchos mimos y mucha cosa dulce.
Me parece que adquirió una disciplina interior y una
fuerza sobrecogedora para realizar sus trabajos durante los cuatro años en que estuvo
de novicio entre los jesuitas. La esencia de lo religioso fue su guía y su sostén.
Pero, a pesar de que había hecho sus votos, se alejó sin permiso de la Compañía
y de todo lo que tiene que ver con las jerarquías eclesiásticas. Y también de otras.
Practicaba su religión personal e íntimo con sus propios rituales secretos.
No tuvo reparos en compartir con todos, gente de clases
sociales altas, gente con dinero o pretensiones elitistas, así como con gente de
pocos recursos. Conoció el hambre y la pobreza. Decía que se necesitaba ser “buen
pobre”, es decir mantenerse firme en la vida interior y sus manifestaciones incluso
dentro de la pobreza. No le importaban las carencias a las que a menudo nos vimos
sometidos. Su visión era interior, no le interesaban adornos ni atenciones, ni halagos.
Tenía un concepto naif de todo lo que se refería a
asuntos de finanzas. Le gustaba jugar a imaginar qué harían él u otros con cantidades
enormes de dinero. Castillos en el aire, imágenes de acceso a mujeres que le atraían
o que su imaginación creaba.
Su sed de la compañía, o de la presencia femenina no
lo abandonó nunca. Era el motor de su producción poética. Tuvo relación con varias
mujeres, se casó con una, con otras pudo mantener contacto constante durante años.
Era adorador de lo femenino con una elevada concepción de lo excelso e insuperable.
Nuestra relación fue de amor, de ese amor que mueve
el sol y las estrellas, como dice el Dante. Vivimos juntos, viajamos juntos y disfrutamos
de todo y de todos. Nuestro muy abundante trabajo en colaboración fue verdaderamente
excepcional y ejemplar; además nos daba enorme satisfacción y constantes sorpresas.
Verdadera expresión de lo maravilloso. Vivimos nuestro amor en libertad y verdadera
entrega. Entre nosotros no hubo secretos.
Se fue de a poco, repitiendo un mantra de amor. En
su última hora miraba fijo la luz que fue su guía toda la vida. Luz de amor, de
poesía, de infinito. La luz de lo absoluto.
SUSANA WALD (Hungría, 1937). Artista plástica, diseñadora gráfica, traductora literaria y escritora. Ha realizado trabajo como docente en Chile, Canadá y México, enseñando principalmente cerámica, dibujo, pintura y teoría de la creatividad en las artes. Ha realizado exposiciones individuales en Chile, Canadá, EUA, Francia, Alemania, Bélgica, Islandia, Venezuela y México. Es uno de los nombres más destacados en el movimiento Surrealista.
ANA TISCORNIA (Uruguay, 1951). Artista plástica, su obra incluye instalación, collage, ensamblaje, pintura y fotografía. Residente en Estados Unidos desde 1991, donde se desempeña como profesora emérita de la Universidad Estatal de Nueva York. Es autora del libro Vicisitudes del Imaginario Visual: Entre la utopía y la identidad fragmentada sobre el arte uruguayo de 1959 a 1995. Entre sus muestras más recientes, encontramos: “A la Vuelta de la esquina”, Espacio Mínimo, Madrid, Spain, 2022, “Una vez más”, Galería Nora Fisch, Buenos Aires, Argentina, 2023, y “A dos voces: Ana Tiscornia y Liliana Porter”, Galeria del Paseo, Lima, Perú, 2023. Ana Tiscornia es la artista invitada en esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Número 239 | setembro de 2023
Artista convidada: Ana Tiscornia (Uruguay, 1951)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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