terça-feira, 15 de abril de 2025

CÉSAR BISSO | Lenguaraces, las entrevistas de Ricardo Zelarayán

 


Reencuentro con voces inmemoriales

El libro Lenguaraces es un hallazgo literario de la Editorial Leviatán. Rescata las entrevistas que realizó Ricardo Zelarayán en el suplemento cultural del diario Clarín, durante el año 1975. Sintetizan un homenaje a creadores argentinos que resistieron la adversidad de una época oscura, a fuerza del ingenio artístico y del saber que concede la persistencia.

El poeta siempre está predispuesto a ir más allá del sentido común. La tentación de descubrir que sucede detrás de los muros de la realidad, atravesar las puertas del infierno y dejarse abrasar por las llamas de la incertidumbre. Nada más atractivo para un creador que ser un sujeto invadido por lo desconocido, satisfacer el deseo de inventar algo nuevo a través del don de la palabra. Cree que su misión en la vida es asombrarse, aunque el asombro contenga dolor, angustia, indignación. Y, que después de atravesar el anchuroso río de la insensatez, imagina la otra orilla con regocijo y siente la avasallante necesidad de tocarla. Entonces la belleza se revela antes sus ojos y comprende la magnitud del deseo. Sin él no hay reparación.

Este intrincado universo de emociones que experimenta el poeta es gobernado por el lenguaje. Allí encuentra su identidad. No existe otra razón para pertenecer a un mundo extraño, absurdo, descomunal, donde las imágenes se transforman en metáforas y el pensamiento se desnuda sobre sábanas blancas de papel. La irrupción de la magia, el surgimiento de la escritura envuelta en la sangre verbal, la confirmación de la existencia de otro ser en uno mismo.

Ricardo Zelarayán es un poeta que vive dentro de la poesía. No lo dice el hombre y su oficio de vivir, lo dice una voz disruptiva, compleja, alejada de todo revestimiento formal. En su textura poética se puede detectar una adyacencia al surrealismo, el gran movimiento revolucionario que respiraba en las páginas de Aldo Pellegrini y de todos aquellos poetas que siguieron ciegamente las encrucijadas estéticas trazadas por Bretón. Pero Zelarayán poeta no llegó a encasillarse totalmente dentro de él, sino que se aventura a transitar un camino más sinuoso, desgranando una escritura áspera, desolada, incluso discordante a la comodidad del lector. Su obra revela un intento de aproximarse a una poesía urbana y provinciana a la vez, aportando una forma diferente de ver la realidad desde un solitario estado de desgracia. Las palabras de Luis Guzman, ancladas en el libro El Flaco, de Inés Busquets, nos acercan al estereotipo del poeta entrerriano: “Zelarayán trabaja destruyendo, haciendo implosionar la idea de géneros. Después de él podríamos escribir cualquier cosa”. Guzmán se refiere a una forma de escritura que no busca reconocerse ni con la poesía ni con la prosa. Escritura libre de ataduras estructuralistas y por encima del canon literario.

Zelarayán escribió dos libros de poesía (La obsesión del espacio y Roña criolla), de una novela (La piel de caballo), de cuentos infantiles (Traveseando) y de una serie de escritos diversos en el contenido y dispersos en la forma (Lata peinada). Después aparecieron sus poemas reunidos (Ahora o nunca) como fruto de su dilatada y transgresora escritura. Un título que simboliza la vida de un escritor sin brújula, sin orden, sin propósito más ambicioso que “no matar las palabras”, como tampoco “dejarse matar por ellas”. Zelarayán intuye el sentido de la palabra por encima de la acción de los hombres. Un acto significativamente azaroso. Su instinto reside en recrear espacios invisibles, agudizar el ingenio para correrse del acoso de los lugares comunes, de los conceptos superfluos, de la falsa ideología que transforma el lenguaje en mala praxis.

En su paso por la vida Zelarayán hizo lo que pudo para no apartarse de lo que quiso. En una ciudad indefinida trabajó como crítico literario en revistas (Confirmado, Primera Plana) y en el diario La Opinión. Más adelante, durante la etapa violenta y sombría de la década de los setenta, es cuando realizó entrevistas a personajes del arte argentino para publicarlas en los suplementos culturales que el diario Clarín publicaba los días jueves. Fue entre mediados de 1975 y principios del año siguiente. Después, la nada. Su tempo periodístico nunca dejó de lado al poeta. Su objetivo era hallar el espacio intangible entre quien habla y quien escucha. El afán de interpretar las razones y los misterios que puede expresar desde la emoción un ser humano cuando cuenta su experiencia en la vida y mide el alcance de su obra en la vida de los otros. La pasión metafísica, la verdad de la sabiduría, el placer de la pertenencia a la tierra y la fortaleza de una identidad arraigada con la historia. Ese mecanismo conversacional lo fascinaba a Zelarayán. Su relación con la sociedad tenía el sello de Macedonio Fernández, a quien frecuentó y por quien captó el sentido metafísico de las cosas, expresado desde la ironía de lo real y navegando después las aguas de una escritura surreal, en el intento de deshacer el lenguaje mismo para crear nuevos significantes, abrir nuevos rumbos hacia el conocimiento. 

 

La razón de ser de un libro


En el posfacio de Lenguaraces, su editora, Claudia Schvartz, nos explica con delicada precisión el intrincado derrotero de las fotocopias que su autor le entregó a mediados de los años ochenta y que recién pudieron publicarse en 2024, cuarenta años después.

Valió la pena esperar. No sólo por la curiosidad de acceder a viejas entrevistas con notables exponentes de la cultura argentina de la década del setenta, sino también por el interés de analizar cómo fueron plasmadas y, a la vez, desentrañar discursos disímiles entre sí que parten de puntos de vista contradictorios. Pero, mientras se avanza en las historias, podemos darnos cuenta del talento del autor en dejar hablar y transformar un supuesto reportaje en una conversación serena y profunda sobre el oficio de vivir y de crear. Se trata de un testimonio crucial. El prólogo, escrito con dignísima sobriedad por Laura Estrin, una escritora que conoce intensamente la obra del poeta entrerriano, da cuenta de ello. Zelarayán supo escuchar al otro, por eso amaba las conversaciones, ya sea sobre temas cotidianos en un bar del barrio de Villa Crespo; frente a colegas del mundo literario o con personajes que admiraba y podía llegar a ellos a través del recurso del reportaje gráfico.

La relación del poeta con los autores entrevistados tiene una marcada connotación antropológica, que implica una búsqueda de identidades a través del decir, tal vez con la intención de encontrar la verdad de cada uno en otro escenario diferente al habitual, como si existiera un lenguaje de la otredad, dotando a la creatividad de diferentes significaciones y enfoques. El conversar sin determinismos ni imposiciones abre caminos hacia la revelación. De allí la necesidad de convertir el acto del habla en un ritual íntimo, transparente. Al entrevistador le interesa el sonar de voces que vienen del “adentro”, del país “profundo”. Diría voces cercanas al “criollismo”, entendido como un espacio atemporal donde circula todo aquello que parece extraído de la tradición, de culturas casi olvidadas, de hábitos que se repiten por generaciones como reflejos de la memoria. Dentro de ese espacio se interpelan vidas revestidas de asombro, donde la música define el nombre del lugar y el origen de la historia del hombre común. Y donde surgen lenguas dormidas, geografías deshabitadas. Quizás por eso, a la manera de un Humbolt vernáculo, Zelarayán vincula estas entrevistas como si fuera un auténtico mapa del quehacer cultural argentino, sin límites sociales, étnicos y políticos, pero que distingue las referencias culturales de cada lugar, desde las lenguas aborígenes hasta anécdotas sobre caudillos que deambularon por tierras salvajes en busca de una difusa soberanía. 

Cada rincón de país está hecho con trocitos de arte. Es lo que transmite cada conversación. Entre lo autóctono y lo adquirido de otras latitudes se fue gestando este conglomerado de historias paralelas, donde subyace el fervor de la creación y el drama de la existencia.

 

Lenguaraces que resisten

Los entrevistados de Zelarayán hablan y trascienden con voz propia. Aunque haya un grabador enfrente ninguno de ellos se siente reporteado. No hay necesidad de preguntar por lo que nadie tiene deseos de responder. La comunicación es circular, no de ida y vuelta. Se percibe que Zelarayán no es el periodista que lleva bajo la manga del saco un plan de acción preparado, buscando que todo lo que se diga corresponda a ese plan. Quiere que sus entrevistados conversen con él sobre lo que fluya. Siempre hay un rasgo de orientación, porque desde algún puerto se tiene que partir, pero no existe la obsesión temática del reportero que busca el título de tapa. Acá existe sólo el silencio entrecortado por palabras, el delicado espacio del decir sin apremios, todo lo que fluye desde el asombro del ser, desde adentro de la tierra o desde el fondo del río. Porque Zelarayán también es un hombre de provincia y conoce muy bien los espacios sonoros y gramaticales de sus hablantes. No por nada sus lenguaraces son personajes extraídos desde el interior del país, aún el propio Borges, tan porteño, que tuvo que hablar desde un lugar puramente provinciano que supo conocer a través de su padre (entrerriano, nacido a orillas del Paraná) o desde la historia de caudillos perversos y los obsecuentes traidores. Y Borges no desentona, porque también usa la ironía como Zelarayán, como la usó el maestro Macedonio Fernández, al cual ambos acuden con frecuencia para visibilizar un humor colmado de matices y retórica. Borges ha hecho del diálogo un arte que maneja a la perfección. Es fácil caer en su red, aunque él siempre conoce la forma de liberar al otro. Cazador de estrellas fugaces: “Yo no me admiro. Yo hago lo que puedo”. Y apaga el sol con una metáfora. Borges sabe cómo cruzar las aguas de la sobriedad.  

Antes, el autor incursiona por el aire fraternal de Juanele Ortíz, el gran poeta del río. Encuentran en ese hablar cadencioso un espacio para la historia del país, como si el ayer fuera ahora. La capacidad de reflexionar sobre un mundo que se apoya en culturas liberadoras, abiertas, donde el hombre vive en contacto íntimo con la naturaleza y desde allí constituye su oralidad y su escritura. El escenario fluvial orticiano es la otra cara de una sociedad estereotipada y avasallada por medios masivos de comunicación poseedores de una cultura alienante, donde la palabra deja de ser una herramienta popular y se convierte en una voz mecánica, impersonal. Juanele propone rescatar la herencia guaranítica inmersa entre islas y ríos; él no se siente identificado con el gaucho martinfierrano: “la Argentina no es solamente la pampa húmeda” responde tajante.

 Cuando Zelarayán se coloca frente a la imagen gigantesca de Juan Filloy parece sentir una conmoción muy especial. El talentoso escritor cordobés es una maquinaria de luces y sombras que iluminan y oscurecen a través de una multiplicidad de recursos estilísticos y jurídicos. Estar junto a él significa viajar vertiginosamente por las entrañas de la historia nacional. Desde la sencillez y cordialidad que posee como hombre del interior hasta la seriedad de sus conceptos para descifrar los jeroglíficos culturales, la conversación alcanza un alto nivel de emotividad. En Filloy, lo inverosímil se vuelve creíble. Y no deja nada en la vida que no esté ligado al valor y al honor de la palabra: “Sin imaginación no hay escritor” sentencia. Y agrega: “no hay escritor creacional. Y el que no tenga imaginación que se corte la mano: que no escriba”. Admirador a tiempo completo de su país, y de su pueblo, que es lo más rico que conservamos, a diferencia de un Estado pobre que siempre está próximo a cometer un equívoco. Un maestro que ennoblece nuestra cultura, como pocos: Filloy.

La experiencia con Antonio Di Benedetto tiene otro ritmo de conversación. Todo resulta más pausado, con cierto hermetismo. El autor de Zama es un narrador que habla consigo mismo y se interna en lo más recóndito del ser, admitiendo su imposibilidad de comunicarse abiertamente con el otro. Y habla de su vida, del penoso transitar por ella. Se anima a confesar que, desde la propia vulgaridad, sólo ha sido posible construirla con la imaginación y la cultura.

Juan Draghi Lucero es un estudioso del folclore desde sus ancestros mendocinos hasta su extenso camino por los cielos americanos, recorriendo milenios de cultura. Las misteriosas lagunas de Guanacache, encuentro tripartito de su provincia con San Juan y San Luis, son el comienzo de un diálogo ameno y sensorial. La comarca huarpe hoy es un territorio plagado de vinchucas y piojos sobre el minúsculo caserío enclavado en un desolado desierto. Las lagunas se evaporaron. Los pájaros dejaron de volar. Sólo queda la sed y la muerte. Es intenso el hablar de un historiador apasionado. Zelarayán sigue el rumbo de Draghi, adonde quieran llevar los mitos del majestuoso Ande, sin ese final, porque así se mencionaba en idioma quechua.

“Las lenguas primitivas no son lenguas muertas, son lenguas desaparecidas. En lingüística hay que hablar con honradez científica”, expresa convencido Domingo Bravo, historiador y profesor santiagueño especializado en el estudio y difusión del quichua, su lengua materna, que no fue traída a esta tierra por los incas, sino por los españoles y criollos que bajaron del norte. Eran familias constituidas con aborígenes que hablaban esa lengua y la propagaron por los montes de Santiago. De ese hablar entre silencios se formó el bilingüismo, que simboliza la riqueza cultural de un pueblo a través de su música, su cancionero y sus leyendas.

Mariano Etkin se presenta como un compositor interiorizado en la música latinoamericana, desde sus huellas más autóctonas. Lejos de tomar una posición sobre las diferencias estéticas entre universalismo o nacionalismo que identificó a la música culta durante décadas, Etkin se adentró en tierras tucumanas para registrar el fenómeno de una música de vanguardia liberada de lo industrializado. Siente a flor de piel la vida primitiva, el habla popular, los ritmos y expresiones musicales que llegan del norte. Todo nace del silencio y Zelarayán se introduce en ese mundo mágico y rescata de la emoción de Etkin timbres, sonidos y contrastes. Ambos se sienten protagonistas de un país que no existe.

El poeta entrevistador se divierte cuando encuentra al Cuchi sentado frente a un piano en su Salta natal. No es fácil acceder a él porque nunca está en el lugar donde todos quieren encontrarlo. Así es Gustavo Leguizamón, músico, compositor, andariego, localista a ultranza. El maravilloso sonido del piano se expande por los rincones de la ciudad. Nuestro folclore lleva su sello innovador y fantasmal. Zelarayán lo considera un gran poeta oral. Pero Cuchi es un personaje irónico y embaucador. La conversación se perfila hacia el humor, a la búsqueda de anécdotas personales que llueven en la memoria del músico. Tampoco dejan de lado la historia como “coartada de la civilización”, según el punto de vista de Leguizamón, quien también se desempeña como profesor de historia. Para el final, queda la amistad, como un mandamiento mayor. Y el tiempo, que cruza la vida como una locomotora: “la única manera de entenderlo al tiempo es gastarlo, pero no venderlo nunca. No hay que entregar el tiempo a nadie” dice Cuchi. Y cierra el piano.  

En el último mes del año 1975, Zelarayán conversa con Luis Franco, apasionado poeta catamarqueño radicado en Buenos Aires. También un polémico historiador, tal como lo presenta el autor del libro. Un hombre capaz de hincar los dientes en la yugular de la historia de un país errático. Su poesía nace en la soledad del ser y revela las desgracias de la gente. Poeta social por excelencia, que reclama justicia y bienestar, no para él, sino para los otros, los necesitados de siempre. Y también se preocupa por el destino de los creadores, para que el arte no pierda la finalidad ética de elevar las bajas emociones de todos los días. Para Franco, “el arte es el modo de educar el alma humana”. Su escritura es una lanza de fuego que intenta perforar los muros de la fortaleza institucional. Gozar la vida, por sobre todas las adversidades, aún en la soledad más honda.

Angélica Gorodischer vive en Rosario, una ciudad situada a orillas del río Paraná. Escribe cuentos al por mayor, con mucha pujanza y calidad. Zelarayán la admira. Siempre sentada al borde de la naturaleza, dispuesta a arrojarse a las aguas de la imaginación. Entre ellos hay un hablar vertiginoso, donde las preguntas y respuestas se entretienen en desentrañar los enigmas del lenguaje entre aciertos y desaciertos del escritor. Angélica apuesta a la importancia de pertenecer. Sigue creyendo que “uno no está solo, ni en la literatura ni en nada”. Y agrega: “Uno trae la memoria de todo lo que ha existido anteriormente y saca de allí lo propio”. Zelarayán coincide.

Del fondo del monte santiagueño, desde el pequeño pueblo de Barrancas, resuena el violín de Sixto Palavecino. Habla en quichua, porque de allí viene el alma y la sangre de la tierra. No quiere perder su identidad bajo ninguna circunstancia. Es un hombre sencillo. Trabaja de peluquero. Y toca el violín como nadie. Y canta chacareras con su voz materna. La conversación es muy amena porque fluye lo más recóndito y sagrado de la cultura popular. Zelarayán pregunta sorprendido. “¿Pelos de sapo en leche de gallina negra con espinas de palancho?”. No es broma, son recetas de brujas. Y la gente sabe. Y don Sixto lo recuerda en su lengua quichua entonando una canción salamanqueña. Así es su vida en los pagos del país profundo. “Almamula, en quichua, es una mujer que hace vida común, por ejemplo, con hermanos. Puede ser también la madre con el hijo. El alma de esa mujer se convierte en mula cuando el viento sur comienza a soplar y esa mula corre en la punta del viento”, cuenta Palavecino. Como si fuera un poema surrealista, acompañado por el sonido de su violín.

Cineasta de culto, Jorge Prelorán es un estudioso de las culturas moribundas de los pueblos americanos. La lente lo acompañó por todos los rincones, con el objetivo de filmar toda la “geografía humana”, como él mismo llamaba a su propuesta artística. A la vez, siendo también un etnógrafo, se preocupa por captar la vida cotidiana en las comunidades aborígenes y rescatar sus lenguas, sus tradiciones, sus creencias. Un esfuerzo profesional, motivado por la integridad del ser humano. “Uno pone el pensamiento en lo que está haciendo. Podemos mirar de afuera, pero lo hacemos con nuestros ojos”. La puesta en escena de Prelorán es esencial para comprender un mundo ignorado.

El encuentro con Enrique Villegas, alias Mono, es otra de los puntos atractivos del libro. Un pianista de excelencia que ha tocado música en casi todos los escenarios y ha conocido a las figuras legendarias del jazz. Hablar con él es descubrir a un artista fuera de lo común. Se presenta como discípulo de Macedonio Fernández, tal vez porque frecuenta la ironía como artilugio para salir airoso de cualquier entrevista. Zelarayán confabula y logra extraer de Villegas su ingenio y locuacidad: “Nadie hace lo que tiene que hacer, porque siempre se muere antes”. Suena como proverbio en el decir del músico. Al cierre de la charla, presume con el linaje de algún ídolo: “A Gardel lo conocí, aunque nunca me gustó… No le daba corte a nadie”.

Cualquiera respira mejor con la ayuda del canto y la música. Es la prédica de Anastasio Quiroga, oriundo de la Puna jujeña, que se gana la vida como luthier, alfarero, músico, cantor y poeta. Y es un gran hablador que saca a relucir los valores, hábitos y necesidades de la gente de su comarca: “Cuando falta agüita tenemos que ir a rasguñar la tierra pa´ver dónde hay un manantial”. Nunca olvidar que del agua viene la sabiduría. Quiroga así lo cree. Zelarayán disfruta de este hombre grandulón y amable, que conmueve hasta las piedras.

Quiaqueño de nacimiento, pero venido a Salta en la adolescencia. Así se presenta el escritor Carlos Hugo Aparicio. Zelarayán conversa con él a principios del año siguiente, cuando el país comienza a ensombrecer. Lo valora por su excelsa narrativa, representada en una mirada sombría de la realidad social del norte argentino. También por sus poemas de Pedro Orillas, que Dino Saluzzi musicalizó unos años atrás y que Zelarayán descubrió. También lo sorprende gratamente el anuncio de Aparicio: “Mi vida está entregada al asombro, al cariño, diremos así, de la poesía. La llevo aún dentro de mi prosa”. Escribir es su auténtica verdad.

Y el último peldaño de la escalera conversacional lo ocupa Francisco Zamora, partícipe de la nueva narrativa norteña, de origen jujeño. Es autor del libro El llamaviento, una serie de cuentos donde sopla el auge del realismo mágico. Zelarayán lo conoce a fondo. Deja que Zamora hable, preocupado por el destino de su región. Parece resignado: “No hay sistema que evite la muerte de la Puna”. 

 

A modo de epílogo

Cuando se termine de leer este libro es donde el lector encontrará el punto de equilibrio de todo su contenido. Todos los entrevistados coinciden en la necesidad de enarbolar la pasión como un acto racional. Es cuestión de hacer y creer en lo que uno hace, en el lugar que ha elegido o intenta hallar. Desde lo imaginario a lo real todo pertenece al uso del pensamiento. Cada entrevistado adquiere una significación especial porque ayudan a comprender el mundo que nos rodea. Ellos, en su lapso de vida, aportaron mucho y bien, a las letras, a la música, al cine, a la investigación, al lenguaje. Sabemos que todos están muertos, pero el texto felizmente está lleno de vida. Y la memoria intacta. Podemos acceder al libro una y cien veces. Siempre encontraremos imaginación, sabiduría, compromiso. Aquellas entrevistas iluminaron momentos oscuros de nuestra historia. Y el asombro aún vibra en los Lenguaraces de Zelarayán. También el don de la resistencia a través del arte. Por lo que ellos fueron y dieron, hoy persisten en nosotros.

 


CÉSAR BISSO (Argentina, 1952). Poeta, escritor, sociólogo, jornalista independente, ex-professor universitário. Livros publicados em poesia: Poemas de taller; La agonía del silencio; El límite de los días; El otro río; A pesar de nosotros; Contramuros; Isla adentro (Primeiro prêmio de poesia José Pedroni); Pedroni); De lluvias y regresos; Las trazas del agua (antología); Permanencia; Coronda (poesia recolhida editada em Bogotá, Colômbia); Un niño en la orilla (Segundo Prêmio Municipal de Poesia Cidade de Buenos Aires); Andares; La jornada (Terceiro prêmio Fundación Argentina para la Poesía); De abajo mira el cielo. Em ensaio: Cabeza de Medusa. Na narrativa: Latinoamérica cuenta 2021 (livro com vários autores publicado em Medellín, Colômbia). César também publicou ensaios sociológicos em livros coletivos e revistas acadêmicas. Foi convidado a participar de diversas edições de feiras do livro, festivais de poesia e encontros culturais realizados em cidades da Argentina, América Latina e Europa. Alguns de seus escritos foram incluídos em várias antologias publicadas no país e no exterior; outros textos foram traduzidos para várias línguas.



ANA MARIA PACHECO (Brasil, 1943). Escultora, pintora e gravadora. Sua obra possui um acento impressionante estabelecido no centro das relações entre sexualidade e magia, sem descuidar da tensão inevitável entre Eros e Tanatos. A personificação de sua escultura encontra amparo vertiginoso nas lendas, mitos e em sua própria biografia. Tendo sido inicialmente atraída pela música, nos anos 1960 foi exímia concertista, porém o piano iria encontrar melhor abrigo, com sua força rítmica sugestiva na narrativa que acabou aprendendo a compor, a partir de sua fascinação pela escultura barroca policromada e o ideário ritualístico das máscaras africanas. Nos anos 1970 viajou para estudar na Slade School of Art em Londres e ali mesmo resolveu mudar definitivamente de endereço. Com o tempo foi desenvolvendo uma maestria singular, a criação de conjunto escultórico que se destacava como a representação tridimensional de uma narrativa. Embora tenha igualmente se dedicado à pintura, com seus trípticos fascinantes, é na escultura que esta imensa artista brasileira se destaca, com o uso de recursos teatrais e a mescla de elementos constitutivos de diversas culturas. É também uma valiosa marca sua a montagem de cenas emprestadas da literatura ou de evidências do cotidiano. Agradecimentos a Pratt Contemporary, Dictionnaire Universel des Créatrices, AWARE – Archives of Women Artists, Research & Exhibitions. Graças a quem Ana Maria Pacheco se encontra entre nós como artista convidada da presente edição de Agulha Revista de Cultura.

 


Agulha Revista de Cultura

Número 260 | abril de 2025

Artista convidado: Ana Maria Pacheco (Brasil, 1943)

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