Reencuentro con voces inmemoriales
El libro Lenguaraces es un hallazgo literario
de la Editorial Leviatán. Rescata las entrevistas que realizó Ricardo Zelarayán
en el suplemento cultural del diario Clarín, durante el año 1975. Sintetizan un
homenaje a creadores argentinos que resistieron la adversidad de una época oscura,
a fuerza del ingenio artístico y del saber que concede la persistencia.
El poeta
siempre está predispuesto a ir más allá del sentido común. La tentación de descubrir
que sucede detrás de los muros de la realidad, atravesar las puertas del infierno
y dejarse abrasar por las llamas de la incertidumbre. Nada más atractivo para un
creador que ser un sujeto invadido por lo desconocido, satisfacer el deseo de inventar
algo nuevo a través del don de la palabra. Cree que su misión en la vida es asombrarse,
aunque el asombro contenga dolor, angustia, indignación. Y, que después de atravesar
el anchuroso río de la insensatez, imagina la otra orilla con regocijo y siente
la avasallante necesidad de tocarla. Entonces la belleza se revela antes sus ojos
y comprende la magnitud del deseo. Sin él no hay reparación.
Este intrincado
universo de emociones que experimenta el poeta es gobernado por el lenguaje. Allí
encuentra su identidad. No existe otra razón para pertenecer a un mundo extraño,
absurdo, descomunal, donde las imágenes se transforman en metáforas y el pensamiento
se desnuda sobre sábanas blancas de papel. La irrupción de la magia, el surgimiento
de la escritura envuelta en la sangre verbal, la confirmación de la existencia de
otro ser en uno mismo.
Ricardo Zelarayán
es un poeta que vive dentro de la poesía. No lo dice el hombre y su oficio de vivir,
lo dice una voz disruptiva, compleja, alejada de todo revestimiento formal. En su
textura poética se puede detectar una adyacencia al surrealismo, el gran movimiento
revolucionario que respiraba en las páginas de Aldo Pellegrini y de todos aquellos
poetas que siguieron ciegamente las encrucijadas estéticas trazadas por Bretón.
Pero Zelarayán poeta no llegó a encasillarse totalmente dentro de él, sino que se
aventura a transitar un camino más sinuoso, desgranando una escritura áspera, desolada,
incluso discordante a la comodidad del lector. Su obra revela un intento de aproximarse
a una poesía urbana y provinciana a la vez, aportando una forma diferente de ver
la realidad desde un solitario estado de desgracia. Las palabras de Luis Guzman,
ancladas en el libro El Flaco, de Inés Busquets, nos acercan al estereotipo del
poeta entrerriano: “Zelarayán trabaja destruyendo, haciendo implosionar la idea
de géneros. Después de él podríamos escribir cualquier cosa”. Guzmán se refiere
a una forma de escritura que no busca reconocerse ni con la poesía ni con la prosa.
Escritura libre de ataduras estructuralistas y por encima del canon literario.
Zelarayán
escribió dos libros de poesía (La obsesión del espacio y Roña criolla), de una novela
(La piel de caballo), de cuentos infantiles (Traveseando) y de una serie de escritos
diversos en el contenido y dispersos en la forma (Lata peinada). Después aparecieron
sus poemas reunidos (Ahora o nunca) como fruto de su dilatada y transgresora escritura.
Un título que simboliza la vida de un escritor sin brújula, sin orden, sin propósito
más ambicioso que “no matar las palabras”, como tampoco “dejarse matar por ellas”.
Zelarayán intuye el sentido de la palabra por encima de la acción de los hombres.
Un acto significativamente azaroso. Su instinto reside en recrear espacios invisibles,
agudizar el ingenio para correrse del acoso de los lugares comunes, de los conceptos
superfluos, de la falsa ideología que transforma el lenguaje en mala praxis.
En su paso
por la vida Zelarayán hizo lo que pudo para no apartarse de lo que quiso. En una
ciudad indefinida trabajó como crítico literario en revistas (Confirmado, Primera
Plana) y en el diario La Opinión. Más adelante, durante la etapa violenta y sombría
de la década de los setenta, es cuando realizó entrevistas a personajes del arte
argentino para publicarlas en los suplementos culturales que el diario Clarín publicaba
los días jueves. Fue entre mediados de 1975 y principios del año siguiente. Después,
la nada. Su tempo periodístico nunca dejó de lado al poeta. Su objetivo era hallar
el espacio intangible entre quien habla y quien escucha. El afán de interpretar
las razones y los misterios que puede expresar desde la emoción un ser humano cuando
cuenta su experiencia en la vida y mide el alcance de su obra en la vida de los
otros. La pasión metafísica, la verdad de la sabiduría, el placer de la pertenencia
a la tierra y la fortaleza de una identidad arraigada con la historia. Ese mecanismo
conversacional lo fascinaba a Zelarayán. Su relación con la sociedad tenía el sello
de Macedonio Fernández, a quien frecuentó y por quien captó el sentido metafísico
de las cosas, expresado desde la ironía de lo real y navegando después las aguas
de una escritura surreal, en el intento de deshacer el lenguaje mismo para crear
nuevos significantes, abrir nuevos rumbos hacia el conocimiento.
La
razón de ser de un libro
Valió la
pena esperar. No sólo por la curiosidad de acceder a viejas entrevistas con notables
exponentes de la cultura argentina de la década del setenta, sino también por el
interés de analizar cómo fueron plasmadas y, a la vez, desentrañar discursos disímiles
entre sí que parten de puntos de vista contradictorios. Pero, mientras se avanza
en las historias, podemos darnos cuenta del talento del autor en dejar hablar y
transformar un supuesto reportaje en una conversación serena y profunda sobre el
oficio de vivir y de crear. Se trata de un testimonio crucial. El prólogo, escrito
con dignísima sobriedad por Laura Estrin, una escritora que conoce intensamente
la obra del poeta entrerriano, da cuenta de ello. Zelarayán supo escuchar al otro,
por eso amaba las conversaciones, ya sea sobre temas cotidianos en un bar del barrio
de Villa Crespo; frente a colegas del mundo literario o con personajes que admiraba
y podía llegar a ellos a través del recurso del reportaje gráfico.
La relación
del poeta con los autores entrevistados tiene una marcada connotación antropológica,
que implica una búsqueda de identidades a través del decir, tal vez con la intención
de encontrar la verdad de cada uno en otro escenario diferente al habitual, como
si existiera un lenguaje de la otredad, dotando a la creatividad de diferentes significaciones
y enfoques. El conversar sin determinismos ni imposiciones abre caminos hacia la
revelación. De allí la necesidad de convertir el acto del habla en un ritual íntimo,
transparente. Al entrevistador le interesa el sonar de voces que vienen del “adentro”,
del país “profundo”. Diría voces cercanas al “criollismo”, entendido como un espacio
atemporal donde circula todo aquello que parece extraído de la tradición, de culturas
casi olvidadas, de hábitos que se repiten por generaciones como reflejos de la memoria.
Dentro de ese espacio se interpelan vidas revestidas de asombro, donde la música
define el nombre del lugar y el origen de la historia del hombre común. Y donde
surgen lenguas dormidas, geografías deshabitadas. Quizás por eso, a la manera de
un Humbolt vernáculo, Zelarayán vincula estas entrevistas como si fuera un auténtico
mapa del quehacer cultural argentino, sin límites sociales, étnicos y políticos,
pero que distingue las referencias culturales de cada lugar, desde las lenguas aborígenes
hasta anécdotas sobre caudillos que deambularon por tierras salvajes en busca de
una difusa soberanía.
Cada rincón
de país está hecho con trocitos de arte. Es lo que transmite cada conversación.
Entre lo autóctono y lo adquirido de otras latitudes se fue gestando este conglomerado
de historias paralelas, donde subyace el fervor de la creación y el drama de la
existencia.
Lenguaraces
que resisten
Los entrevistados de Zelarayán hablan y trascienden
con voz propia. Aunque haya un grabador enfrente ninguno de ellos se siente reporteado.
No hay necesidad de preguntar por lo que nadie tiene deseos de responder. La comunicación
es circular, no de ida y vuelta. Se percibe que Zelarayán no es el periodista que
lleva bajo la manga del saco un plan de acción preparado, buscando que todo lo que
se diga corresponda a ese plan. Quiere que sus entrevistados conversen con él sobre
lo que fluya. Siempre hay un rasgo de orientación, porque desde algún puerto se
tiene que partir, pero no existe la obsesión temática del reportero que busca el
título de tapa. Acá existe sólo el silencio entrecortado por palabras, el delicado
espacio del decir sin apremios, todo lo que fluye desde el asombro del ser, desde
adentro de la tierra o desde el fondo del río. Porque Zelarayán también es un hombre
de provincia y conoce muy bien los espacios sonoros y gramaticales de sus hablantes.
No por nada sus lenguaraces son personajes extraídos desde el interior del país,
aún el propio Borges, tan porteño, que tuvo que hablar desde un lugar puramente
provinciano que supo conocer a través de su padre (entrerriano, nacido a orillas
del Paraná) o desde la historia de caudillos perversos y los obsecuentes traidores.
Y Borges no desentona, porque también usa la ironía como Zelarayán, como la usó
el maestro Macedonio Fernández, al cual ambos acuden con frecuencia para visibilizar
un humor colmado de matices y retórica. Borges ha hecho del diálogo un arte que
maneja a la perfección. Es fácil caer en su red, aunque él siempre conoce la forma
de liberar al otro. Cazador de estrellas fugaces: “Yo no me admiro. Yo hago lo que
puedo”. Y apaga el sol con una metáfora. Borges sabe cómo cruzar las aguas de la
sobriedad.
Antes, el
autor incursiona por el aire fraternal de Juanele Ortíz, el gran poeta del río.
Encuentran en ese hablar cadencioso un espacio para la historia del país, como si
el ayer fuera ahora. La capacidad de reflexionar sobre un mundo que se apoya en
culturas liberadoras, abiertas, donde el hombre vive en contacto íntimo con la naturaleza
y desde allí constituye su oralidad y su escritura. El escenario fluvial orticiano
es la otra cara de una sociedad estereotipada y avasallada por medios masivos de
comunicación poseedores de una cultura alienante, donde la palabra deja de ser una
herramienta popular y se convierte en una voz mecánica, impersonal. Juanele propone
rescatar la herencia guaranítica inmersa entre islas y ríos; él no se siente identificado
con el gaucho martinfierrano: “la Argentina no es solamente la pampa húmeda” responde
tajante.
Cuando Zelarayán se coloca frente a la imagen gigantesca
de Juan Filloy parece sentir una conmoción muy especial. El talentoso escritor cordobés
es una maquinaria de luces y sombras que iluminan y oscurecen a través de una multiplicidad
de recursos estilísticos y jurídicos. Estar junto a él significa viajar vertiginosamente
por las entrañas de la historia nacional. Desde la sencillez y cordialidad que posee
como hombre del interior hasta la seriedad de sus conceptos para descifrar los jeroglíficos
culturales, la conversación alcanza un alto nivel de emotividad. En Filloy, lo inverosímil
se vuelve creíble. Y no deja nada en la vida que no esté ligado al valor y al honor
de la palabra: “Sin imaginación no hay escritor” sentencia. Y agrega: “no hay escritor
creacional. Y el que no tenga imaginación que se corte la mano: que no escriba”.
Admirador a tiempo completo de su país, y de su pueblo, que es lo más rico que conservamos,
a diferencia de un Estado pobre que siempre está próximo a cometer un equívoco.
Un maestro que ennoblece nuestra cultura, como pocos: Filloy.
La experiencia
con Antonio Di Benedetto tiene otro ritmo de conversación. Todo resulta más pausado,
con cierto hermetismo. El autor de Zama es un narrador que habla consigo mismo y
se interna en lo más recóndito del ser, admitiendo su imposibilidad de comunicarse
abiertamente con el otro. Y habla de su vida, del penoso transitar por ella. Se
anima a confesar que, desde la propia vulgaridad, sólo ha sido posible construirla
con la imaginación y la cultura.
Juan Draghi
Lucero es un estudioso del folclore desde sus ancestros mendocinos hasta su extenso
camino por los cielos americanos, recorriendo milenios de cultura. Las misteriosas
lagunas de Guanacache, encuentro tripartito de su provincia con San Juan y San Luis,
son el comienzo de un diálogo ameno y sensorial. La comarca huarpe hoy es un territorio
plagado de vinchucas y piojos sobre el minúsculo caserío enclavado en un desolado
desierto. Las lagunas se evaporaron. Los pájaros dejaron de volar. Sólo queda la
sed y la muerte. Es intenso el hablar de un historiador apasionado. Zelarayán sigue
el rumbo de Draghi, adonde quieran llevar los mitos del majestuoso Ande, sin ese
final, porque así se mencionaba en idioma quechua.
“Las lenguas
primitivas no son lenguas muertas, son lenguas desaparecidas. En lingüística hay
que hablar con honradez científica”, expresa convencido Domingo Bravo, historiador
y profesor santiagueño especializado en el estudio y difusión del quichua, su lengua
materna, que no fue traída a esta tierra por los incas, sino por los españoles y
criollos que bajaron del norte. Eran familias constituidas con aborígenes que hablaban
esa lengua y la propagaron por los montes de Santiago. De ese hablar entre silencios
se formó el bilingüismo, que simboliza la riqueza cultural de un pueblo a través
de su música, su cancionero y sus leyendas.
Mariano Etkin
se presenta como un compositor interiorizado en la música latinoamericana, desde
sus huellas más autóctonas. Lejos de tomar una posición sobre las diferencias estéticas
entre universalismo o nacionalismo que identificó a la música culta durante décadas,
Etkin se adentró en tierras tucumanas para registrar el fenómeno de una música de
vanguardia liberada de lo industrializado. Siente a flor de piel la vida primitiva,
el habla popular, los ritmos y expresiones musicales que llegan del norte. Todo
nace del silencio y Zelarayán se introduce en ese mundo mágico y rescata de la emoción
de Etkin timbres, sonidos y contrastes. Ambos se sienten protagonistas de un país
que no existe.
El poeta
entrevistador se divierte cuando encuentra al Cuchi sentado frente a un piano en
su Salta natal. No es fácil acceder a él porque nunca está en el lugar donde todos
quieren encontrarlo. Así es Gustavo Leguizamón, músico, compositor, andariego, localista
a ultranza. El maravilloso sonido del piano se expande por los rincones de la ciudad.
Nuestro folclore lleva su sello innovador y fantasmal. Zelarayán lo considera un
gran poeta oral. Pero Cuchi es un personaje irónico y embaucador. La conversación
se perfila hacia el humor, a la búsqueda de anécdotas personales que llueven en
la memoria del músico. Tampoco dejan de lado la historia como “coartada de la civilización”,
según el punto de vista de Leguizamón, quien también se desempeña como profesor
de historia. Para el final, queda la amistad, como un mandamiento mayor. Y el tiempo,
que cruza la vida como una locomotora: “la única manera de entenderlo al tiempo
es gastarlo, pero no venderlo nunca. No hay que entregar el tiempo a nadie” dice
Cuchi. Y cierra el piano.
En el último
mes del año 1975, Zelarayán conversa con Luis Franco, apasionado poeta catamarqueño
radicado en Buenos Aires. También un polémico historiador, tal como lo presenta
el autor del libro. Un hombre capaz de hincar los dientes en la yugular de la historia
de un país errático. Su poesía nace en la soledad del ser y revela las desgracias
de la gente. Poeta social por excelencia, que reclama justicia y bienestar, no para
él, sino para los otros, los necesitados de siempre. Y también se preocupa por el
destino de los creadores, para que el arte no pierda la finalidad ética de elevar
las bajas emociones de todos los días. Para Franco, “el arte es el modo de educar
el alma humana”. Su escritura es una lanza de fuego que intenta perforar los muros
de la fortaleza institucional. Gozar la vida, por sobre todas las adversidades,
aún en la soledad más honda.
Angélica
Gorodischer vive en Rosario, una ciudad situada a orillas del río Paraná. Escribe
cuentos al por mayor, con mucha pujanza y calidad. Zelarayán la admira. Siempre
sentada al borde de la naturaleza, dispuesta a arrojarse a las aguas de la imaginación.
Entre ellos hay un hablar vertiginoso, donde las preguntas y respuestas se entretienen
en desentrañar los enigmas del lenguaje entre aciertos y desaciertos del escritor.
Angélica apuesta a la importancia de pertenecer. Sigue creyendo que “uno no está
solo, ni en la literatura ni en nada”. Y agrega: “Uno trae la memoria de todo lo
que ha existido anteriormente y saca de allí lo propio”. Zelarayán coincide.
Del fondo
del monte santiagueño, desde el pequeño pueblo de Barrancas, resuena el violín de
Sixto Palavecino. Habla en quichua, porque de allí viene el alma y la sangre de
la tierra. No quiere perder su identidad bajo ninguna circunstancia. Es un hombre
sencillo. Trabaja de peluquero. Y toca el violín como nadie. Y canta chacareras
con su voz materna. La conversación es muy amena porque fluye lo más recóndito y
sagrado de la cultura popular. Zelarayán pregunta sorprendido. “¿Pelos de sapo en
leche de gallina negra con espinas de palancho?”. No es broma, son recetas de brujas.
Y la gente sabe. Y don Sixto lo recuerda en su lengua quichua entonando una canción
salamanqueña. Así es su vida en los pagos del país profundo. “Almamula, en quichua,
es una mujer que hace vida común, por ejemplo, con hermanos. Puede ser también la
madre con el hijo. El alma de esa mujer se convierte en mula cuando el viento sur
comienza a soplar y esa mula corre en la punta del viento”, cuenta Palavecino. Como
si fuera un poema surrealista, acompañado por el sonido de su violín.
Cineasta
de culto, Jorge Prelorán es un estudioso de las culturas moribundas de los pueblos
americanos. La lente lo acompañó por todos los rincones, con el objetivo de filmar
toda la “geografía humana”, como él mismo llamaba a su propuesta artística. A la
vez, siendo también un etnógrafo, se preocupa por captar la vida cotidiana en las
comunidades aborígenes y rescatar sus lenguas, sus tradiciones, sus creencias. Un
esfuerzo profesional, motivado por la integridad del ser humano. “Uno pone el pensamiento
en lo que está haciendo. Podemos mirar de afuera, pero lo hacemos con nuestros ojos”.
La puesta en escena de Prelorán es esencial para comprender un mundo ignorado.
El encuentro
con Enrique Villegas, alias Mono, es otra de los puntos atractivos del libro. Un
pianista de excelencia que ha tocado música en casi todos los escenarios y ha conocido
a las figuras legendarias del jazz. Hablar con él es descubrir a un artista fuera
de lo común. Se presenta como discípulo de Macedonio Fernández, tal vez porque frecuenta
la ironía como artilugio para salir airoso de cualquier entrevista. Zelarayán confabula
y logra extraer de Villegas su ingenio y locuacidad: “Nadie hace lo que tiene que
hacer, porque siempre se muere antes”. Suena como proverbio en el decir del músico.
Al cierre de la charla, presume con el linaje de algún ídolo: “A Gardel lo conocí,
aunque nunca me gustó… No le daba corte a nadie”.
Cualquiera
respira mejor con la ayuda del canto y la música. Es la prédica de Anastasio Quiroga,
oriundo de la Puna jujeña, que se gana la vida como luthier, alfarero, músico, cantor
y poeta. Y es un gran hablador que saca a relucir los valores, hábitos y necesidades
de la gente de su comarca: “Cuando falta agüita tenemos que ir a rasguñar la tierra
pa´ver dónde hay un manantial”. Nunca olvidar que del agua viene la sabiduría. Quiroga
así lo cree. Zelarayán disfruta de este hombre grandulón y amable, que conmueve
hasta las piedras.
Quiaqueño
de nacimiento, pero venido a Salta en la adolescencia. Así se presenta el escritor
Carlos Hugo Aparicio. Zelarayán conversa con él a principios del año siguiente,
cuando el país comienza a ensombrecer. Lo valora por su excelsa narrativa, representada
en una mirada sombría de la realidad social del norte argentino. También por sus
poemas de Pedro Orillas, que Dino Saluzzi musicalizó unos años atrás y que Zelarayán
descubrió. También lo sorprende gratamente el anuncio de Aparicio: “Mi vida está
entregada al asombro, al cariño, diremos así, de la poesía. La llevo aún dentro
de mi prosa”. Escribir es su auténtica verdad.
Y el último
peldaño de la escalera conversacional lo ocupa Francisco Zamora, partícipe de la
nueva narrativa norteña, de origen jujeño. Es autor del libro El llamaviento, una
serie de cuentos donde sopla el auge del realismo mágico. Zelarayán lo conoce a
fondo. Deja que Zamora hable, preocupado por el destino de su región. Parece resignado:
“No hay sistema que evite la muerte de la Puna”.
A
modo de epílogo
Cuando se termine de leer este libro es donde el lector
encontrará el punto de equilibrio de todo su contenido. Todos los entrevistados
coinciden en la necesidad de enarbolar la pasión como un acto racional. Es cuestión
de hacer y creer en lo que uno hace, en el lugar que ha elegido o intenta hallar.
Desde lo imaginario a lo real todo pertenece al uso del pensamiento. Cada entrevistado
adquiere una significación especial porque ayudan a comprender el mundo que nos
rodea. Ellos, en su lapso de vida, aportaron mucho y bien, a las letras, a la música,
al cine, a la investigación, al lenguaje. Sabemos que todos están muertos, pero
el texto felizmente está lleno de vida. Y la memoria intacta. Podemos acceder al
libro una y cien veces. Siempre encontraremos imaginación, sabiduría, compromiso.
Aquellas entrevistas iluminaron momentos oscuros de nuestra historia. Y el asombro
aún vibra en los Lenguaraces de Zelarayán. También el don de la resistencia
a través del arte. Por lo que ellos fueron y dieron, hoy persisten en nosotros.
CÉSAR BISSO (Argentina, 1952). Poeta, escritor, sociólogo, jornalista independente, ex-professor universitário. Livros publicados em poesia: Poemas de taller; La agonía del silencio; El límite de los días; El otro río; A pesar de nosotros; Contramuros; Isla adentro (Primeiro prêmio de poesia José Pedroni); Pedroni); De lluvias y regresos; Las trazas del agua (antología); Permanencia; Coronda (poesia recolhida editada em Bogotá, Colômbia); Un niño en la orilla (Segundo Prêmio Municipal de Poesia Cidade de Buenos Aires); Andares; La jornada (Terceiro prêmio Fundación Argentina para la Poesía); De abajo mira el cielo. Em ensaio: Cabeza de Medusa. Na narrativa: Latinoamérica cuenta 2021 (livro com vários autores publicado em Medellín, Colômbia). César também publicou ensaios sociológicos em livros coletivos e revistas acadêmicas. Foi convidado a participar de diversas edições de feiras do livro, festivais de poesia e encontros culturais realizados em cidades da Argentina, América Latina e Europa. Alguns de seus escritos foram incluídos em várias antologias publicadas no país e no exterior; outros textos foram traduzidos para várias línguas.
ANA MARIA PACHECO (Brasil, 1943). Escultora, pintora e gravadora. Sua obra possui um acento impressionante estabelecido no centro das relações entre sexualidade e magia, sem descuidar da tensão inevitável entre Eros e Tanatos. A personificação de sua escultura encontra amparo vertiginoso nas lendas, mitos e em sua própria biografia. Tendo sido inicialmente atraída pela música, nos anos 1960 foi exímia concertista, porém o piano iria encontrar melhor abrigo, com sua força rítmica sugestiva na narrativa que acabou aprendendo a compor, a partir de sua fascinação pela escultura barroca policromada e o ideário ritualístico das máscaras africanas. Nos anos 1970 viajou para estudar na Slade School of Art em Londres e ali mesmo resolveu mudar definitivamente de endereço. Com o tempo foi desenvolvendo uma maestria singular, a criação de conjunto escultórico que se destacava como a representação tridimensional de uma narrativa. Embora tenha igualmente se dedicado à pintura, com seus trípticos fascinantes, é na escultura que esta imensa artista brasileira se destaca, com o uso de recursos teatrais e a mescla de elementos constitutivos de diversas culturas. É também uma valiosa marca sua a montagem de cenas emprestadas da literatura ou de evidências do cotidiano. Agradecimentos a Pratt Contemporary, Dictionnaire Universel des Créatrices, AWARE – Archives of Women Artists, Research & Exhibitions. Graças a quem Ana Maria Pacheco se encontra entre nós como artista convidada da presente edição de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 260 | abril de 2025
Artista convidado: Ana Maria Pacheco (Brasil, 1943)
Editores:
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