terça-feira, 16 de setembro de 2025

GLADYS MENDÍA | Cecília Meireles y Vaga música (1942): entre la fugacidad y el absoluto

 


Publicado en 1942, Vaga música se sitúa en el vértice de la segunda fase del modernismo (1930-1945), momento de introspección existencial condicionado por el autoritarismo del Estado Novo de Getúlio Vargas y por la atmósfera bélica que antecede al fin de la Segunda Guerra Mundial. Ese clima favoreció una lírica dirigida hacia los grandes interrogantes metafísicos más que hacia la celebración rupturista de 1922. En la trayectoria de Meireles, Vaga música funciona como el volumen axial de la célebre tríada Viagem (1939) – Vaga músicaMar absoluto (1945), que los críticos consideran su “fase madura”, coherente en imaginería y en tono meditativo.

El libro abandona la composición cerrada de los clásicos “sonetos” modernistas y se abre a la brevedad líquida de cantigas, romances, madrigales y canções. Su estructura no es épica sino mareal: poemas que van y vienen, replicando en miniatura el ritmo de la marea que el título adelanta. Este gesto formal anuncia la preocupación central por la fugacidad: “la precariedad de la existencia” y “la velocidad del tiempo” son, según la crítica brasileña, sus hilos conductores.

En el poema “Canción del camino”, Cecília Meireles inscribe su voz en una tradición lírica que explora la errancia como única forma posible de tránsito vital para quien ha amado sin destino. El sujeto poético, sin itinerario, se desplaza acompañada por una canción interior que sustituye el abrazo del otro: “Si fuese, / en vez de la canción, tu abrazo!”. Aquí, la música, más que consuelo, aparece como sustitución, como ficción necesaria ante la ausencia, y el lenguaje se convierte en un artilugio que sustenta una experiencia precaria de sentido: “Estas son cosas que digo, / que invento, / para hacer buena la vida…”.

Meireles opera una poética del desplazamiento afectivo, del desvío del deseo, que recuerda a la Gabriela Mistral de Tala y Desolación, donde el trayecto —ya sea geográfico o emocional— se vuelve figura del duelo y de la aceptación de lo imposible. Así como en Mistral el viaje es a menudo el eco de una maternidad fallida o una pérdida amorosa sublimada (“Lo que el alma hace cuando ama no es amar sino esperar” [Mistral, Ternura, 1924]), en Meireles la caminata sin rumbo afirma la imposibilidad de coincidir con el otro amado, proponiendo una modalidad de andar con la ausencia, una elegía sin lamento.


Sin embargo, si Mistral tiende a inscribir esta ausencia dentro de una cosmovisión de redención y trascendencia, en Meireles se produce una interiorización más laica y musical del consuelo: la canción como “forma de olvido” que amortigua el peso de un sueño “soñado en vano”. Este verso final es crucial. La inutilidad del sueño no borra su huella; su eco vibra en la canción que acompaña, una suerte de doble espectral del amor perdido.

En este punto, es posible pensar también en Alejandra Pizarnik —más radical en su desposesión—, para quien el canto no es sustitución sino grieta. Donde Meireles aún encuentra en la melodía interior un instrumento de supervivencia, Pizarnik constata la erosión del lenguaje mismo. Sin embargo, ambas comparten una conciencia aguda del fracaso del deseo y de la palabra que lo nombra.

Por último, el verso “se acaba la tierra bella” introduce la conciencia del límite, de lo finito, que no se dramatiza, sino que se acepta como parte del trayecto. La belleza, dice Meireles, es un instante —y por eso, más que un espacio, el viaje se convierte en un estado del alma, una condición lírica de quien no busca destino, sino compañía en la voz que canta.

Otro poema que deseo resaltar es “El Resucitante”, dedicado por Cecília Meireles a la poeta uruguaya Esther de Cáceres, se inscribe dentro de una poética de la transfiguración espiritual que recorre buena parte de Vaga música (1942), pero que en esta pieza alcanza un grado singular de concentración simbólica y despojamiento verbal. El yo poético atraviesa aquí una experiencia de muerte y resurrección no en clave cristiana literal, sino como un tránsito hacia una forma de existencia sutil, aérea, casi inmaterial, donde el cuerpo ha dejado de ser cárcel para volverse “transparente”.

El poema se abre con una antítesis luminosa:

 

Mis pies, mis manos, / mi rostro, mi flanco — / ¡fuego de amapolas! / Y hoy, lirio blanco!

 

La imagen de la amapola, flor asociada tanto a la sensualidad como al sopor (por su conexión con el opio), sugiere un pasado ardiente, carnal, encendido por el deseo o el dolor. La transición hacia el “lirio blanco” introduce no sólo una metamorfosis estética, sino también espiritual: el lirio ha sido históricamente símbolo de pureza, de renacimiento, de inocencia restaurada —tal como aparece en la iconografía mariana, pero también en la lírica mística de San Juan de la Cruz o Sor Juana.

La transformación no es solamente física. El “fuego de amapolas” no ha sido destruido sino transmutado en claridad. Los “arroyos partidos” que salían de los ojos y la boca (símbolos del sufrimiento emocional y la palabra fragmentada) se convierten ahora en “albas enteras”: la noche ha cedido a una mañana definitiva, blanca y total.

Una de las estrofas más significativas del poema es:

 

Vi pudrirse, / con dolor, sin lamento, / mi cuerpo, mi sueño / y mi pensamiento.

 

Este verso propone una descomposición sin resistencia, una aceptación de la muerte del cuerpo, pero también del sueño y del pensamiento: el yo ha renunciado no solo a su carne, sino también a su proyecto y a su intelecto. Esta triple renuncia remite a un ascetismo que recuerda al nada, nada, nada teresiano, o al todo lo que no es Dios es nada de los místicos. Meireles se sitúa en la frontera entre la palabra que nombra y el silencio que redime.

La última estrofa introduce un toque de tragedia colectiva, apenas insinuada:

 

Y de cada lado / lloran doloridas / manos de antigua gente.

 

Las “manos” evocan lo humano que queda atrás: el duelo de los otros, la continuidad del sufrimiento de la historia, la comunidad de los que permanecen. El yo resucitado se ha elevado por encima de ese dolor, pero no lo ignora; su transparencia no es indiferencia, sino liberación.

La dedicación a Esther de Cáceres no es arbitraria. Esta poeta uruguaya —médica y mística— elaboró en libros como Canción (1931) o Los cielos (1935) una lírica de gran interioridad, en la que la muerte, el alma y la soledad eran ejes fundamentales. Ambas comparten una sensibilidad afín: la del ser que busca en la palabra un tránsito hacia la ligereza, la elevación, el desasimiento.

Así, El resucitante puede leerse también como un homenaje entre dos mujeres-poetas que, desde márgenes diferentes del continente, supieron encontrar en la poesía una forma de levitación ética y estética. En ellas, la poesía no salva, sino que disuelve: no sana, pero sí aligera el peso del ser.

Aunque evita el acento confesional directo, la obra despliega una subjetividad femenina que problematiza su propia encarnación (“Romance”: “¿Por qué me disteis un cuerpo…?”) y sitúa la soledad como espacio de libertad (“Despedida”: “Quiero soledad”). Se trata de una reflexión rara en la poesía modernista, dominada por voces masculinas, lo que llevó a Carlos Drummond de Andrade a leerla como experiencia radical de intemperie espiritual.

Vaga música representa una maduración del modernismo lírico: demuestra que la experimentación formal no exige la estridencia rupturista de 1922, sino que puede alcanzar un minimalismo musical y filosófico de altísima precisión. Meireles refina la ruptura modernista al fundir mitología griega, mística oriental e imaginería cristiana con cadencias de “modinha” y “chorinho”, revelando que la poesía brasileña puede dialogar de igual a igual con la tradición occidental sin abdicar de su ritmo propio. Desde ese cruce universalista, la autora consolida la centralidad de la mujer poeta en la lírica nacional: su yo lírico nos muestra una vida que nombra, interroga y se retira cuando la palabra culmina.

El tono metafísico y la elaboración formal del libro lo sitúan como puente hacia la generación de 1945: anticipa la depuración neoescolástica y existencial de João Cabral de Melo Neto o Lêdo Ivo y confirma su función de bisagra entre el primer modernismo y la poesía de posguerra. Convertida la experiencia humana en partitura de ausencias—niebla, agua, música, soledad, un corazón que “cae en la vida como estrella herida”—esta obra otorga a la literatura brasileña una de sus cumbres: ochenta y tres años después, sus versos siguen fluyendo como “lento río de esplendor”, recordándonos que, ante la fugacidad, la única música que perdura es la que naufraga y renace en la palabra.




GLADYS MENDÍA 
(Venezuela, 1975) é escritora e editora. Tradutora do português para o castelhano, contando entre seus trabalhos de tradução a antologia poética de Roberto Piva intitulada A catedral da desordem (2017). Foi bolsista da Fundação Neruda (2003 e 2017) e participou do Workshop de Criação Poética com Raúl Zurita (2006). Publicou em diversas revistas literárias, assim como em antologias, sendo a mais recente Temporary Archives, Poems by women of Latin America, ed. Juana Adcock e Jèssica Pujol Duran, ARC Publications, 2022, Reino Unido. Seus livros são: O tempo é a ferida que goteja (2009); O álcool dos estados intermediários (2009); A silenciosa desesperação do sonho (2010); A grita. Reescrita de As Moradas, de Teresa de Ávila (2011); Inquietantes deslocações do pulso (2012); O canto dos manguezais (2018); Telemática. Reflexões de uma adicta digital (2021); LUCES ALTAS luces de peligro (2022) e seus mais recentes livros cocriados com Inteligência Artificial: Fosforescência tigra, Aire e Memorias de árvores (2023). Ela é editora fundadora da Revista de Literatura y Artes LP5.cl e LP5 Editora, desde o ano de 2004. É cofundadora da Furia del Libro (Feira de editoras independentes, Chile). Como editora, desenvolveu mais de vinte e cinco coleções de poesia, narrativa, ensaio e audiovisuais, publicando mais de 500 autores.



RUBEM GRILO (Brasil, 1946). Gravador, desenhista, ilustrador.
Em 1970, estuda xilogravura com José Altino (1946), na Escolinha de Arte do Brasil, no Rio de Janeiro. No ano seguinte, passa a frequentar a Seção de Iconografia da Biblioteca Nacional e entra em contato com as gravuras de Oswaldo Goeldi (1895-1961), Lívio Abramo (1903-1992), Marcelo Grassmann (1925), entre outros. Nesse período, inicia curso de xilogravura na Escola de Belas Artes da UFRJ e é orientado por Adir Botelho (1932). Em visitas ao ateliê de Iberê Camargo (1914-1994), recebe lições de gravura em metal e, na Escola de Artes Visuais do Parque Lage-EAV/Parque Lage, estuda litografia com Antonio Grosso (1935). No início da década de 1970, ilustra jornais como Opinião, Movimento, Versus, Pasquim, Jornal do Brasil. Na Folha de S. Paulo, cria ilustrações para os fascículos da coleção “Retrato do Brasil”. Em 1985, publica o livro Grilo: Xilogravuras, pela Circo Editorial. Em 1990, é premiado pela Xylon Internacional, na Suíça. Em 1998, participa, com sala especial, da 24ª Bienal Internacional de São Paulo e, no ano seguinte, é curador geral da Mostra Rio Gravura. Tem trabalhos publicados em revistas especializadas como Graphis e Who’s Who in Art Graphic (Suíça), Idea (Japão), e Print (Estados Unidos). Nossos agradecimentos a Jacob Klintowitz pela presença de Rubem Grilo como artista convidado desta edição de Agulha Revista de Cultura.

 


Agulha Revista de Cultura

Número 262 | setembro de 2025

Artista convidado: Rubem Grilo (Brasil, 1946)

Editores:

Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com

Elys Regina Zils | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2025


∞ contatos

https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/

http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/

FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

 




 

 

 

Nenhum comentário:

Postar um comentário