1. Carta a mi padre
El barco,
amarrado a uno de los muelles del hotel, aguardaba desde temprano. Mientras nos
dirigíamos hacia él, pude observar el cuidadoso bordado de las cortinas, planchado
impecable, que protegían del sol a las mesas de la confitería, en la cual podríamos
tomar café más tarde durante la travesía. Serían como las once, cuando después de
un desayuno frugal, mi esposo y yo abordamos la embarcación junto a un grupo de
pasajeros de distinta nacionalidad. Entre ellos, una anciana holandesa, de sombrero
elegante y con pollera larga, comenzó a conversar amorosamente, primero en un español
un poco ininteligible y luego en un fluido alemán, que le agradecí porque estábamos
en Berlín y yo quería confundirme, bajo el añejo aroma de los tilos que llegaba
al Spree, con los lugareños que pertenecían, sin mestizajes como el mío, a la lengua
de Goethe. La misma en la cual papá, cientos de veces de niña, me susurraba con
orgullo al oído: was guckst Du so?, qué
andás mirando frente a mi mamá ofendida, que exigía en casa un riguroso castellano,
pues a diferencia de lo que aconteció después, los extranjeros eran por entonces,
para algunos argentinos, molestos inmigrantes. Ilse se llamaba la anciana, como
la escritora Aichinger, y gozaba de buena salud literaria: enseñaba narrativa germana
en una cátedra real de la que era titular en Utrecht y, a su parecer, debía prestarse
atención al grupo de posguerra en el que descollaban Heinrich Böll, Günter Grass,
Uwe Johnson y otros. Estos, en efecto, ya habían anticipado la Europa alemana de
hoy. Sus ojos, color del tiempo, me recordaron enseguida los de papá: transparentes,
el peso de la vida nunca quedó atrapado en ellos, por lo menos crecí con esa idea
esperanzadora.
Soplaba en Berlín una brisa agradable. Entre esta y el sol que se esforzaba
en salir, el frío al fin huyó hacia otra parte. Y en los albores de un otoño calmo
y con algarabía, una porteña y su marido, acompañados de turistas y de una pintoresca
y sabia holandesa emprendían un viaje tranquilo, en unas aguas claras y entre esclusas,
que abrían el paso a la embarcación como si nos encontráramos, incluso en Europa,
en un fuera de escena, die älteste Karikatur
der Welt, la última caricatura del mundo - habría dicho mi padre. Desfilaban
ante nuestros ojos de turistas, uno tras otro, lujosos edificios públicos y casas
de residencia con jardines, el observatorio, la biblioteca, los museos, la Berliner
Funkturm, erigida entre altos y modernos edificios de oficina y las novedosas playas
de ciudad construidas a la vera del Spree; el zoológico; todo eso que te permite
descubrir un Berlín pujante, aunque alejado de los ruidos de su superficie. Entre
puentes, gente de todas las edades apura hacia el trabajo, chicos juegan felices,
ancianos desayunan, leyendo el diario o pasean a su perro. Debajo de otro puente,
los murales disfrazados de potencia (o tristeza, a veces) en su inconfundible arte
callejero… Y más tarde, la ruta de los cercos electrificados que ya no están, pero
que recuerdan familias enteras hechas trizas por la cartografía permitida antaño
por los aliados de la Segunda Guerra. Patos y gansos, desde aquí, debajo de la ciudad
y alejada del vértigo de la rutina porteña, ignoro la razón, la noche se me aparece
en la imaginación como un fantasma. Como si el día tuviera que mantenerse alerta
pese al progreso pues algo, aún, podría reproducirse en la historia y los alemanes
y el resto del mundo temieran.
El barco se desliza, y se oye la chicharra de la sirena que anuncia la
próxima estación. Ilse se encarga de hacer una radiografía de Holanda, y los tulipanes
ocupan la charla. Pese a que del gran sombrero asoma su pelo envejecido por el tiempo,
yo me siento mucho más vieja que ella. De hecho, desde que cumplí los cincuenta,
las arrugas que me devolvió por primera vez con dura franqueza el espejo vinieron
a corroborar que mi cuerpo llevaba consigo dos guerras y hasta la que desató mi
padre contra el alcohol, venciéndolo de casualidad, pues las victorias no se han
hecho para nuestra familia. Acaso nuestra única victoria haya sido la de ser vencidos
célebres, como este Berlín orillero del Spree que descubrimos navegando, donde todavía
se lee Gedanken sind frei, pensar es libre
porque la zona que lidera el euro necesita expulsar, con desespero, toda forma de
labilidad o sufrimiento. Pese a la ligera y oxigenada brisa me siento ahogada, querría
volver lo más pronto posible a mi Buenos Aires, pero Ilse me anima a retomar la
felicidad de estar en Berlín y nos invita a un café. Va por él al bar, y le comento
a mi marido que cuando finalice este recorrido por el Spree, tomaremos un auto hasta
Steglitz en el número 1A de la Sloßstraße,
donde sobreviven por lo menos una puerta de enormes vidrios esmerilados y una breve
escalinata que conduce hasta los ascensores. Cuántas veces habría entrado y salido
por esa puerta mi padre, vaya a saberse.
Regresa la holandesa con una bandeja y tres vasos, enciende un cigarrillo,
y tocamos un destino intermedio: se hacen las maniobras de amarre, y suben nuevos
pasajeros con sus celulares y cámaras de fotografía en mano. El río apenas genera
algunas olas. Nuevos patos y gansos a la vista. De los recién embarcados, algunas
parejas prefieren bajar a la confitería, otras familias o grupos de amigos ocupan
los últimos asientos de cubierta, y el barco reinicia su marcha. Ilse y mi esposo
continúan charlando, le hablamos de Buenos Aires y, de inmediato, Cortázar y Mugica
Lainez monopolizan el diálogo. Mi mente divaga en la lengua de Goethe, como si volviera
a las dificultosas lecciones de Stifter en el colegio y, de súbito, el llanto me
invade por completo y un peso inesperado se localiza en mis piernas. Bajo a cabina,
y me quedo el resto de la travesía encerrada en uno de los baños, espiando por entre
el ojo de buey, avergonzada de mi nostalgia, de la melancolía irresoluta de mi padre,
de aquellos ojos sinceros y transparentes que evitaron en Argentina, como pudieron,
muchos años de incomprensión y soledad. Cuánto me habría gustado escribirte una
larga carta, papá. Para decir aquello que quedó en silencio o que se confundió en
los habituales entredichos de familia. Mi alemán jamás será como el tuyo porque
es réplica. Cada uno interpreta la realidad a su manera en su lengua. Quién sabe
qué impresión te habrías llevado durante este viaje, pero, de seguro, habrías advertido
como yo la misma actitud de omnipotencia que percibo desde chica en algunos alemanes.
Decime, ¿cuántos años se necesitan para superar los fracasos disfrazados de victoria,
papá? ¿Tanto horror, indemnizaciones y culpa para esto?: un país con épica que desembocó
en la muerte, luego la guerra y se levanta. Y ahora, pleno de poder y felicidad,
lidera qué mundo, decime.
Los ojos se me han secado de tanto llorar en tu nombre, tu estancia obligada
en el Hotel de los Inmigrantes. Y oigo un ruido sordo de máquinas, que tal vez confunda
mi memoria con aquel de unos tambores que evocaban el fin de la última guerra, esa
guerra que vos nos narrabas se había llevado puesta la esperanza de los buenos y
conscientes alemanes. Cesa el ruido de máquinas, el barco amarra, y un golpe en
la puerta del baño, sin que me atreva a contestar besetzt, ocupado, me devuelve a la realidad: fin del recorrido. Parece
que a Berlín lo voy a llevar inscripto en mi memoria, y supongo que se irá a actualizar,
cada vez, en travesías o viajes a Alemania como este. Pero, es probable que continúes,
papá, sobre todo aquí en este Berlín orillero, o allá en mi Buenos Aires sureño,
susurrándome siempre al oído was guckst Du
so? qué andás mirando. Tal vez de puro curiosa que soy.
NOTA
En memoria
de Carta al Padre, de Franz Kafka. Texto
originalmente publicado en la revista Letralia,
ahora y aquí reversionado.
2. A propósito
de Franz Kafka, sobre la sublimación, Praga y la vida
Para trazar un límite al pensamiento tendríamos
que ser capaces de pensar ambos lados de este límite, y tendríamos, por consiguiente,
que ser capaces de pensar lo que no puede ser pensado (…). Y lo que no podemos pensar
tampoco podemos decirlo… Wittgenstein,
Ludwig (1889-1951), filósofo, matemático y lingüista austríaco. Lo siguen cognitivistas,
amantes del positivismo en el lenguaje, científicos… aunque él mismo reconoció tempranamente
el valor de la ética.
Yo, que adhiero a la forma de pensar de otros filósofos que admiten
la paradoja y el esfuerzo de mirar las cosas desde distintos vértices (para esto
somos humanos y tenemos razón, se supone), acepto de consiguiente la posibilidad
lógica de los opuestos, mal que les pese a los hegelianos, y admito que hay contingencia,
es decir voluntad, pero también destino. Un soplo divino (o del Universo, para los
agnósticos) que hace de las suyas, como los niños. Para deleitarse con esta suerte
de travesuras en la razón (diría Umberto
Eco), hay que tener grandeza intelectual. Que no, todos.
Soy hija de un padre alemán que padeció la II Guerra y al Tercer
Reich y la barbarie nazi. Pero él sublimó
y se puso a disposición de los opositores, que, en definitiva, escribieron parte
de la historia de Europa. Vino a Argentina, que lo recibió sin xenofobia y formó
familia. Fui a un colegio alemán de niña, amo la lengua germana y a Alemania porque
se hizo cargo de sus delitos de lesa humanidad, programó la memoria y reparó a infinidad
de familias judías y también, de opositoras al régimen (puedo dar cuenta de ello,
a mi abuela protestante le incendiaron su negocio).
Papá emigró a Praga, y trabajó y se conectó allí. Recuerdo que
hablaba y escribía perfectamente en checo. Como yo no hablo el checo y él nunca
se victimizó culpando a nadie de nada, siempre me quedó una suerte de misterio sin
resolver desde la infancia. Papá hablaba poco de Europa… Entonces no existía la
descarga obscena en la palabra que parece amplificarse hoy, con denuncias en los
medios y el bla, bla,blá fácil que a menudo no llega siquiera a los fueros judiciales.
De joven, como mi padre debió escapar de Berlín (los alertas
eran fuertes y su nombre estaba puesto
en los servicios), se fue a Praga, en efecto. Allí estudió su lengua y hasta tuvo
una novia que murió después como consecuencia de la guerra.
Ignoro si hay vidas circulares. Sin embargo, la República Checa,
hoy, Praga me siguen dando vueltas a la cabeza. Todo ello lo resumió Franz Kafka
(1883, 1924) en su obra, que fui leyendo desde chica. Supe que toda su vida literaria
era el espejo de la real: buscaba confirmación de los otros, atento a los primeros
nombres que le había negado su padre. Incluso, se destacaron sus textos en alemán.
Tenía un padre autoritario que lejos de nombrar y guiarlo, lo atosigaba.
¡Señoras, señores! Dueños de algún conocimiento (y pocos saberes)
presten atención: no somos algoritmos, cifras en un catálogo médico que nos despersonaliza.
No todos nos normalizamos fácilmente y
creemos solo en lo que se ve. A Dios gracias, también formamos parte de la cultura,
que siempre civiliza (pero no unifica...). Kafka, su desespero y sublimación, ¡por
siempre!
NOTA
1. Texto originalmente publicado
en el Diario Digital Siglo XXI.
3. Psicoanálisis y literatura
a. Preliminares
La literatura
y el psicoanálisis están vinculados desde siempre si se piensa que, al fin, la semántica
y los procesos de significación se tratan, ante todo, de una cuestión ética. Si
la ética del psicoanálisis estriba en que el sujeto se hace al fin responsable –en
la época actual no le está permitido el no goce, todo lo contrario…–, la literatura
posibilita conocer mejor sobre lo humano y también, distintos cruces sociales. Satisface,
como el arte, cierto (posible) y hoy denostado deseo. Asimismo, el psicoanálisis
se ha apoyado en diversos textos literarios (y en las distintas versiones de los
mitos griegos) para testimoniar nuestra esencia.
No se trata el articular literatura y psicoanálisis de psicoanalizar al escritor
develando sus fantasmas sino de buscar en sus textos qué pueden estos decir sobre
lo humano, lo que a su vez dará cuenta de los dispositivos abordados por el psicoanálisis
a través de los personajes, la historia narrada en palabras y silencios y de su
cruce con el tiempo.
Para intentar develarlo, se recuperarán lecturas del Seminario 7 de Lacan
y se harán algunas precisiones literarias ejemplificativas respecto de 1Q84, de Haruki Murakami y de Carta al padre, de Franz Kafka. Murakami,
contemporáneo, ostenta visibles influencias de Kafka. Y a los efectos de este trabajo,
conviene advertir que los estatutos hermenéuticos para el psicoanálisis lo constituirán
los propios textos, pues son estos (o su discurso literario implícito –en tanto
práctica social semantizada–), los que hacen a la historia literaria, en permanente
reactualización a través del acto de leer. Es que, como se verá, no existe para
la teoría literaria la lectura muda, (solo) referida al escritor. No son relevantes,
así, un autor, una intención. En cambio, aun literariamente hablando, hay textos
a interpretar y resimbolizar en el mundo –en el sentido de la Wirkungsgeschichte gadameriana–. Se intentará
así localizar las diversas formas de subjetivación que supone la interpretación
subyacente a todo acto de leer y de escribir.
Lacan no se interesó de forma orgánica por la estética. Sí hizo algunos aportes
acerca de lo propiamente humano de esta, aludiendo a distintos escritores, cuyos
textos armonizan con sus conceptualizaciones. La estética constituye la expresión del arte. La literatura, que es
arte en tanto participa de lo bello y del horror, es un testimonio vivo de lo subjetivo,
sea que organice el vacío o se enfrente a él, sea que intente paradojalmente la
imposible concreción definitiva del deseo. Por lo demás, si la vida se encuentra
sometida al aceleramiento del hoy, la literatura recupera la lentitud del ser y
nos devuelve aquello que le está en fuga, lo no estigmatizado, el misterio de lo
sempiternamente desconocido; previene distópicamente, resiste e imagina.
El texto literario constituye una unidad que no pertenece a la lengua estática
sino a la pragmática del discurso. Por consiguiente, se va haciendo mediante las
diversas capas de interpretación histórica que le caben a sus lecturas y constituye
un acontecimiento, pues su autor no sigue reglas predeterminadas sino que las inventa
y su obra se encuentra abierta a una multiplicidad de significaciones posibles (Ricoeur,
1980). La lectura de la obra o texto literario colabora con el mismo a que este
asuma su categoría factual, pues transforma la realidad, en el sentido de que da
cuenta de ella resistiéndose u organizando el vacío.
Literatura y psicoanálisis se vinculan en su singularidad puesto que es en
el uno-a-uno del analizante y en el uno-a- uno del lector que se organiza el vacío,
vinculado a su vez a la Cosa –das Ding–. Esta, como aquello que arrasa lo privado
y se hace colectivo, siempre se comparte: lo referido universalmente a la literalidad
de lo Real, a un cierto acting de lo real,
es decir del horror, lo desgarrado, lo invadido, lo imposible de controlar. También,
lo bello.
No es que la Cosa, que articula a lo siniestro y en que a veces desemboca
la sublimación, se relacione (solamente) con el límite de la representación, o sea
de la ontología, sino que la representación simbólica misma, inacabada e imposible,
es lo que deviene en la matriz humana y se transforma en una zona de incandescencia. No se olvide que
nacemos en un mundo simbólico y no del mismo. Al decir de Recalcati, se tratan nuestras
vidas de un abismo que aspira exceso de goce,
horror, caos terrorífico (Recalcati, 2006).
De todo lo cual se infiere que si bien la literatura, como forma del arte,
da cuenta de una función sublimadora, esta no desemboca necesariamente en lo bello
(o solo en el horror). Se trata de una forma de pulsión, aunque vinculada al deseo
y al atravesamiento del malestar, localizada más allá del principio del bien. Porque
ese elemento, les dije, es lo bello (Lacan,
2005).
b. Sobre das Ding –la Cosa–, y la sublimación
Es posible
que, en la literatura, además de la sublimación, pueda haber algo de la idealización,
íntimamente relacionada con la represión, es decir aquel movimiento por el cual
el sujeto no quiere saber de lo real. Uno de sus exponentes literarios, dentro de
la literatura maravillosa, es el Quijote de Cervantes, donde estalla el amor cortés:
el amor volcado a un objeto femenino inaccesible al cual se dirige el deseo. El
galán pudo haber instalado tal afecto en la posición del objeto-a y la pulsión,
como serían el voyeurismo, el amor escópico, la rabia y el encono. Pero el Quijote
prefirió dirigirse hacia su Dulcinea en una travesía que se sabe imposible desde
el inicio y por esto mismo, el empeño en la vida. Lacan toma a Heine y a la poesía
germánica, entre algunos ejemplos (Lacan, op. cit.) y retoma al amor cortés al hablar
de la función de lo bello (Lacan, op. cit.).
Pero sustancialmente en las Letras, en el acto mismo de escribir, hay mucho
de la sublimación. Y si se habla en estos términos psicoanalíticos de literatura
es porque el hombre es el artesano de sus
soportes (Lacan, op. cit.), vale decir el significante es humano, y el autor
con su obra no es que evite la Cosa como parte de tal significante, sino que más
bien la representa en tanto objeto sumergido en la cultura que lo precede.
En la sublimación, a diferencia de lo que sucede en la idealización, la economía
de sustitución del significante opera cambiando de dirección la pulsión, hay una
especie de desplazamiento. (Pero nunca es pulsión
tanática). En verdad se trata de una forma de descarga inversa; por consiguiente,
no existe una relación entre el sujeto y un objeto especular, no hay identificación
objetal. Por el contrario, lo que se vincula es la pulsión con lo real, que dispara
precisamente lo pulsional y, por esto mismo, al aludir a la sublimación, aparece
das Ding freudiana, la Cosa.
En pocas palabras: la sublimación no surge de represión ninguna, se dispara
en el sujeto porque lo real aparece reconocido en su dimensión de todo a través
del Real (aquello no humano a lo que nada le falta) y de no- todo aprehensible.
Ello, en un movimiento externo pero debido a una matriz interna que lo bordea siempre
al sujeto.
Todo el Seminario 7 de Lacan está referido a la Cosa y constituye un estudio
profundo de la misma, a mi juicio en el sentido de que no es que esta sea una especie
de muro que se le viene encima al sujeto en las circunstancias de su vida, no es
un límite que le produce un vacío, sino una función topológica externa e interna
al mismo tiempo, irrepresentable, que excede al goce del sujeto y revela una eterna
zona de clivaje.
Así contesta Lacan en el Seminario 7 a Pierre Kaufmann, profesor asistente
en la Sorbona, con relación a la Sublimierung:
(...) Si se me permite enfatizar aquí algo
de lo que les aporto, diría que ese término del que me sirvo con ustedes para intentar
dar, por fin, a la sublimación una articulación conforme con aquello con lo que
nos enfrentamos, das Ding, lo que llamo la Cosa, es un lugar decisivo en torno al
cual debe articularse la definición de la sublimación, antes de que yo (je) haya
nacido y con más razón aun antes de que los Ich-ziele, las metas del yo (je), aparezcan
(Lacan, op. cit.). [1]
c. El horror y lo bello. La literatura
y sus desplazamientos: vacío y desbordes, deseo y temblor
Se trate del
barroco, del simbolismo, de la novela realista moderna, del realismo delirante,
del realismo mágico, de una literatura como la de Joyce en la cual están todas las
formas de expresión posibles, de la literatura de género o borgeana y tal, siempre
es posible encontrar lo bello o lo ominoso, el horror o los desbordes del exceso,
el vacío o el temblor. Cada texto lleva su movimiento y la literatura va haciendo
sus desplazamientos. Desde lo Real a lo Imaginario o Simbólico, sea que exalte lo
real o prefiera, como otrora, la mediación simbólica de la pura metáfora.
La literatura se ha devanado históricamente entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
lo bello y lo real; entre lo horroroso y temible y lo maravilloso, entre lo patético
o siniestro y lo digno de exaltación. Y optó por idealizar o sublimó, pues no existen
los textos literarios de la conformidad. Es en ese encuentro, precisamente, entre
el autor y lo real mudo de la Cosa que funciona como límite perpetuo, como matriz
fundante del sujeto, que la literatura sublima. O aquello que reprimió la memoria
volvió al escritor en una especie de no querer saber temporal y este optó por idealizar,
surgiendo toda esa literatura del amor cortés. O, como hoy acaece, se sostiene en
el estilo de la literatura del Marqués de Sade exhibiéndose, sin velo ni metáfora,
sin mediación alguna ni organización, todo lo abyecto y terrible de la Cosa.
En los ejemplos elegidos más abajo ha habido mediación simbólica, y esta
literatura permite también al psicoanálisis elaborar sus hipótesis sobre los conceptos
mismos de la disciplina o ampliar sus sentidos en abanico. Es lo que ha hecho Lacan,
como se observa en todos sus Seminarios y continuará haciendo probablemente el psicoanálisis.
El aporte interdisciplinario variará con la época, buscará descentrar conceptos,
ampliarlos o crear nuevos. A su vez la literatura puede que ofrezca interés habida
cuenta de sus personajes, de su narratividad o de los silencios implícitos porque
la literatura es la del texto escrito y la de los silencios interpretados, aquello
no dicho por contraste al resto escrito.
Lo que hoy parece incuestionable es que literatura y psicoanálisis se relacionan
profundamente desde sus inicios, acaso gracias a la función topológica que continúa
de momento desempeñando das Ding, la cosa
en el sujeto.
d. Un ejemplo epistolar de Franz Kafka:
el nombre-del-padre como noción literaria fronteriza, incluso del nombre universal
propio.
La ley, en
su sentido psicoanalítico, se vincula a la función organizadora del nombre-del-padre.
El estatuto del nombre-del-padre es el de una herramienta que, al prohibir el incesto,
promulga las bases del mundo para el niño. No se está hablando del padre del psicótico.
El padre que nombra encarna, así, el deseo del hijo. Pero si, efectivamente, este
se encargó de organizar los nombres.
En este sentido el nombre-del-padre recubre y establece las bases mundanas
para que la madre, como la gran dadora de la lengua, establezca los lazos del hijo
con ella y con el otro. El problema es el padre que no nombra al hijo, porque lo
desconoce o lo invisibiliza, porque lo abandona o le facilita todos los nombres.
Franz Kafka, un universal de la literatura, parece que tuvo un padre nombrador
de profesión (abogado), pero fuente de temblor en su hijo. Nombrar consiste en poner límites al narcisismo de la madre y vincular
a los hijos con el real y hacer lazo social con el otro. No, controlarlo todo como
si el lenguaje fuera (solo) performático. Así lo revela una carta que le escribe
este autor en 1919, titulada Carta al padre.
Adviértase que Kafka no escribe una Carta
a mi padre, prefiere aludir al padre
autoritario que tiene, acaso a sabiendas de que estaba lidiando con el tipo de padre
que todo lo nombraba excepto a él, por dedicarse este su hijo a las Letras. (El
padre tenía diseñado su destino, la abogacía.) Y, además, Kafka escribe en alemán
habiendo sido él y su padre, checos... De hecho, murió en Austria.
Reza la carta en lo que ahora interesa: Una vez, hace poco, me preguntaste por qué decía que te tenía miedo. Como
de costumbre no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo y en parte
porque la fundamentación de ese temor necesita demasiados detalles como para que
pueda exponértelos en una conversación (Kafka, 1999). El texto permite hacer
el cruce social de época al ofrecer una escena de gran distancia familiar, típica
por entonces entre padres e hijos (aunque la crueldad paterna ya entonces era singular).
No se avistaba entonces la declinación del nombre-del-padre contemporánea como consecuencia
de los tiempos de guerra, de tiranías y dictaduras. Tampoco era la época temporánea
al texto la de la ley jurídica, erigida tiempo después como forma política superadora
con el advenimiento de las repúblicas democráticas o democracias republicanas.
Más adelante de la carta, Kafka comenta que su padre lo amenazaba diciéndole
que lo iba a matar como se mata a una mosca.
Su padre era un padre que no cumplía con la función del nombre-del-padre, que él
mismo no había incorporado la ley pese a ser abogado y que, por tanto, mal podía
ser considerado como padre-del-nombre, de ningún nombre en verdad.
Y continúa: (...) a través de mi tarea
de escribir y de todo lo que se relaciona con ella realicé con muy poco éxito pequeños
intentos de emancipación, de fuga: todos me dicen que no serán más que pequeños
intentos. Sin embargo, es mi deber -más aún, toda mi vida se reduce a ello- resguardar
esta tarea, alejarla del peligro, evitar la más mínima amenaza (Kafka, op. cit.).
Nadie dudaría hoy del prestigio de la monumental obra de Kafka en distintos
sentidos, en el literario, en el político. Pero él dudaba de sí, de su obra, puesto
que su padre, al no inscribirlo negándole un nombre por querer controlarlo todo
–el cual ni siquiera pudo sentir restituido en la literatura, como suele ocurrir
en muchas historias de vida de los artistas–, no hizo otra cosa que desplegar todo
el peso de la paternidad perversa sobre el hijo. La palabra entre ellos sufrió un
impasse, no había podido realizar el pase… y el desamparo que operó en Kafka, acaso
estimuló paranoias infinitas, lo obligó a tener que confirmar su identidad una y
otra vez en la literatura. Porque cuando te quitan el nombre o no te nombran, te
dejás vencer o sublimás. La literatura y los lectores se lo agradecemos.
Esta carta, documento testimonial, produce un corrimiento de la mediación
simbólica, pues el horror se exhibe en toda su plenitud: en lo descarnado estriba
el acontecimiento literario, lo abyecto no necesita en este caso epistolar de Kafka
ninguna sustitución semiótica. En efecto, la metáfora sobraría, como por el contrario
no molestó en "Metamorfosis".
e. Un ejemplo en una de las novelas
de Haruki Murakami, altamente influenciado por la literatura de Kafka: el misterio
de un asesinato y el horror de dos lunas
En 1Q84, Haruki Murakami, nacido en Kioto en
1949, escritor de culto que cosechara variados premios, relata la historia de un
amor imposible, el de Aomame con Tengo. Se trata de una recreación posmoderna del
amor cortés, en la cual los personajes presentifican hacia los finales de la novela
un amor que se sabe no va a poder realizarse, no solo debido a que hubo reiteradas
ausencias anteriores, sino porque el ámbito fantasmagórico y siniestro que espera
reunirlos anuncia aquello ominoso, tan presente en la literatura de Murakami, que
traspasa incluso la organización misma de la novela.
Típico de la época, el género policial encarnado en el detective Ushikawa,
constituye la elección del autor para hacer una crítica contundente a la globalización,
esa sociedad de consumo salvaje tan conocida en Japón desde la postguerra.
La metáfora: dos lunas/ la luna. Elemento que no cesa en la visión de sus
protagonistas y que inquieta porque acaso constituya el indicio de algún giro en
sus vidas privadas (no hay vida privada en 1Q84 y está prohibido contarlo).
Se podría decir que toda la novela ha organizado el vacío: un lugar aterrador,
siempre señalizado con dos lunas, vigilado por sus habitantes y solo el porvenir
de una ilusión: que el amor cortés se concrete bajo la luz de una sola luna. Novela
también de aventuras, las que despliegan Aomame y Tengo, a troche y moche en el
mismo espacio, casi sin moverse y compelidos a una diáspora no deseada. ¿Para qué?
Como se comprenderá, en esta novela lo siniestro se localiza en lo no dicho:
la única luna (Luna, con mayúsculas) tan
añorada, perteneciente al mundo real y satélite de la Tierra, se trataba al fin
de un mero simulacro engañoso de papel. Continuaría eso sí, quizás –lo que está
puesto en cabeza del lector–, el amor cortés entre Tengo y Aoamame, a no ser que
los protagonistas tuvieran que esperar algo peor aún que vivir en un real de fotocopia.
Y esta sublimación de Murakami, no importa aquí en qué contexto de su aparato
psíquico, que nunca se presenta como espiritualización libidinal ni menos como una
neutralización de la pulsión, vincula el texto a lo más obsceno von dem Ding, de la Cosa: esa su función
topológica que, ligada a lo real, es irreductible presencia del horror. La ética
de esta estética está en reconocerlo porque no hay literatura sin ética.
Los textos se vinculan a la época y cuando llegan a transformarse en universales
(el tiempo lo dirá para Murakami como sucedió con Kafka), su lectura facilita la
articulación a otros textos, no solo literarios. Por esto, el acto de leer es factual
y alcanza a transformarse en acontecimiento colectivo cuando el texto opera en la
realidad modificándola u oponiéndosele.
f. Conclusiones
Literatura
y psicoanálisis son prácticas emparentadas. Sea la literatura organizadora del vacío
o producto de la idealización de sus caracteres, esta puede ejemplificar u ofrecerse
como testimonio de conceptos del psicoanálisis, como la Cosa, la sublimación, la
idealización, la represión y el nombre-del-padre. La literatura en sí ofrece interrogantes,
algunos de los cuales aparecieron vbgr. en el Seminario 7 de Lacan, en el cual se
desarrolló el amor cortés, el deseo, el goce, la sublimación y la Cosa.
Si bien en la actualidad podría suponerse una crisis de la sublimación como
destino de la pulsión, persiste una estética mediadora que cobra su gran dimensión
en la literatura, donde todavía la metáfora continúa su papel de sustitución semiótica
simbólica. Y aun en el realismo delirante de los escritores de esta época (Laiseca,
Aira) o en aquellos relatos que carecen de narratividad o donde todo está odiosa
y maravillosamente expuesto (Cucurto), la literatura puede hablarle al psicoanálisis
y viceversa.
Lacan pudo asumir en toda su inteligencia los estudios sobre la función sublimadora
y lo hizo, precisamente, en el Seminario 7 sobre La ética del psicoanálisis. La literatura cumple una función social
que va más allá de la actividad terapéutica,
propia del análisis. Ningún texto funciona en la dirección de la cura ni para el
autor ni para los lectores, pero sí puede dar cuenta de las circunstancias político
sociales de la época y de los vaivenes del sujeto y de su malestar. Es que la pulsión
es a-histórica en tanto preexistente al sujeto, pero los objetos cambian durante
el transcurro del tiempo y de la historia.
La creación de una obra literaria es pasible de ser comprendida en términos
psicoanalíticos, no porque interese develar el fantasma del autor sino por la valoración
ética que merece la misma, lo cual incluye una adecuada hermenéutica con los dispositivos
de una disciplina distinta a la de la teoría y crítica literarias.
Asimismo, el psicoanálisis puede buscar ejemplificaciones y dar cuenta de
sus distintos avances conceptuales a través de los textos literarios.
Bibliografía
Kafka, Franz (1999) Carta al padre. Buenos Aires, Argentina: Cantaro. (Obra original publicada
en 1919).
Lacan, Jacques (2005) El Seminario 7. La ética del psicoanálisis. 9ª reimpresión. D. Rabinovich
(trad.). Buenos Aires, Argentina: Paidós (Obra original publicada en 1964).
Ravera, Rosa María - compiladora - (1998) Estética y Crítica. Los signos del arte. Buenos
Aires, Argentina: Eudeba y Asociación Argentina de Estética.
Recalcati, Massimo (2006) Las tres estéticas de Lacan (psicoanálisis y arte). Buenos Aires, Argentina:
Del Cifrado.
Ricoeur, Paul (1980) La metáfora viva. Madrid, España: Ediciones Europa.
Murakami, Haruki (2011) 1Q84 - Libro 3. Buenos Aires, Argentina: Tusquets.
NOTA
Originalmente publicado en la revista Letralia.
1.
Es conveniente destacar, para quienes no son psicoanalistas, que en alemán existe
otro vocablo para referirse a la cosa, en el sentido material de bien, que obviamente
no utiliza Freud: die Sache. Asimismo,
véase que el yo es utilizado en el texto por Lacan como el yo del aparato psíquico,
que en francés, como refiriendo a una especie de afirmación identitaria, se lee
más como el je que como el moi.
PAULA WINKLER (Argentina, 1951). Doctora en Derecho y Ciencias Sociales, Magíster en Ciencias de la Comunicación y está especializada en estudios semiológicos de la cultura. Miembro de número del Instituto de Derecho Administrativo de la Academia Nacional de Derecho y Cs. Sociales desde 1986. Narradora y ensayista, sus cuentos con premios nacionales y extranjeros, se incluyen en antologías. Ha publicado un libro objeto (libro de artista), varias novelas, cuentos, viñetas y poemas. Se encuentra en prensa su próxima novela histórica. Es colaboradora permanente de Letralia y del Diario Digital Siglo XXI.
RUBEM GRILO (Brasil, 1946). Gravador, desenhista, ilustrador. Em 1970, estuda xilogravura com José Altino (1946), na Escolinha de Arte do Brasil, no Rio de Janeiro. No ano seguinte, passa a frequentar a Seção de Iconografia da Biblioteca Nacional e entra em contato com as gravuras de Oswaldo Goeldi (1895-1961), Lívio Abramo (1903-1992), Marcelo Grassmann (1925), entre outros. Nesse período, inicia curso de xilogravura na Escola de Belas Artes da UFRJ e é orientado por Adir Botelho (1932). Em visitas ao ateliê de Iberê Camargo (1914-1994), recebe lições de gravura em metal e, na Escola de Artes Visuais do Parque Lage-EAV/Parque Lage, estuda litografia com Antonio Grosso (1935). No início da década de 1970, ilustra jornais como Opinião, Movimento, Versus, Pasquim, Jornal do Brasil. Na Folha de S. Paulo, cria ilustrações para os fascículos da coleção “Retrato do Brasil”. Em 1985, publica o livro Grilo: Xilogravuras, pela Circo Editorial. Em 1990, é premiado pela Xylon Internacional, na Suíça. Em 1998, participa, com sala especial, da 24ª Bienal Internacional de São Paulo e, no ano seguinte, é curador geral da Mostra Rio Gravura. Tem trabalhos publicados em revistas especializadas como Graphis e Who’s Who in Art Graphic (Suíça), Idea (Japão), e Print (Estados Unidos). Nossos agradecimentos a Jacob Klintowitz pela presença de Rubem Grilo como artista convidado desta edição de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 262 | setembro de 2025
Artista convidado: Rubem Grilo (Brasil, 1946)
Editores:
Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com
Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2025
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