quarta-feira, 10 de dezembro de 2025

CÉSAR BISSO | La infancia como aprendizaje de vida y desafío poético

 


Poco tiempo atrás tuve el placer de prologar el libro de poemas El juego del derviche, de la escritora argentina Ana Russo, publicado este año por CR Ediciones de la ciudad de Rosario. Cuando llegaron sus originales a mis manos me sorprendí por la temática elegida por la autora. Hablar de la infancia, no desde el lugar de la literatura infantil, sino como una poeta madura que recuerda lo que fue esa instancia de la vida. Y mi querida amiga construyó su historia a través de los juegos, no como simples entretenimientos, sino como un laberinto de vivencias acerca de la experiencia humana.

Indudablemente, los juegos que afloran en este libro remite a un tiempo nunca sepultado, dejando ver nuestra silueta reflejada en ese gran espejo de la escritura. Verso tras verso cada poema pregunta quién nos invita a dar vueltas y vueltas, acompasadas, girando como trompos eréctiles, en busca de nuestro centro existencial. Una danza que no tiene fin, que nos obliga al equilibrio permanente del espíritu. La búsqueda alucinada del ser supremo. El intento de encontrar al otro en uno mismo. La iluminación que nos conduce a descubrir el misterio universal. De una forma o de otra, habrá que cruzar el límite, dejarse llevar por el éxtasis, sucumbir ante la belleza. Es una prueba de subsistencia, como la vida lo es en todo momento, desde que nacemos hasta que morimos.

La infancia siempre ha sido un misterio que nunca podremos revelar, aunque sospechemos que ya hemos desentrañado todos sus escondrijos y velos. En la literatura universal, poetas y narradores nos han colmado de versos y relatos dedicados a mostrar ese mundo tan fascinante y enigmático. Poetizar la infancia no es cosa sencilla. Poco tiene que ver con el hechizo que nos provocaron los cuentos clásicos de los hermanos Grimm, Charles Perrault o Hans Christian Andersen, narraciones extraordinarias que nos dejaron su marca siniestra. O tiempo después, la imaginación en llamas de Lewis Carroll en su Alicia en el país de las maravillas; la ternura de Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo; o la melancolía de Mauro de Vasconcelos en su Planta de naranja lima.  Y la mágica aventura de Peter Pan, por James Matthew Barrie. Y la fascinante Edad de Oro, de José Martí. Y la tortuosa vida de Oliver Twist en la atormentada pluma de Charles Dickens. Y, para cerrar el círculo virtuoso, la sensibilidad y destreza poética de María Elena Walsh, en El reino del revés. Estos textos inolvidables poblaron nuestro asombro, como tantos otros. Pero, cuando nos asomamos desde el altar de los grandes poetas, aparecen aquellos que transformaron la infancia en un escenario diferente, donde las imágenes, las metáforas, las revelaciones y los estremecimientos se construyen a través de un lenguaje excepcional. Y entre tanta poesía leída y absorbida, quiero destacar a tres poetas que me deslumbraron: Jorge Teillier, quien transita con la palabra un vasto territorio emocional para describir el dolor de la inocencia; Antonio Machado, dueño de una lírica entrañable que emerge desde una niñez de grises olivares y de almas quietas; y Cesare Pavese, cultor de una estética muy bella que revela de manera recurrente ese lugar mítico y nostálgico que representó la infancia. Hay muchos más creadores, también imprescindibles, pero aquí me detengo.

Todavía, mientras leo poemas relacionados con esa época inolvidable, sueño. En el sueño todo regreso es posible. También es cierto que nadie retorna a la infancia como un forastero. Siempre supimos permanecer en ella de alguna manera, porque está anclada a la orilla del río de la memoria, como un muelle inexpugnable, donde todos los barcos que transitaron las aguas turbias de la existencia recuperan su esplendor cuando se arriman a ese lugar inmaculado.


¿Desde dónde comenzamos a reconstruir nuestra infancia? ¿Qué podemos decir de novedoso sobre ella? ¿Hasta dónde nos animamos a indagar todo aquello que fue parte de nuestro pasado efímero? Acaso ningún poeta cuestione el dominio de la infancia en su vida, fundamentalmente porque siempre ha deseado existir en ella. Se imagina atrapado por esa mágica intromisión al espacio donde se pierde el sentido del tiempo, la finitud y la realidad. No hay justificación empírica. La única verdad que permanece es la experiencia de la escritura, que se construye desde el conocimiento y la imaginación. Incluso, hubo magníficos recreadores del pensamiento colectivo que nos permitieron ingresar al mundo visto como una fábula, desde nuestra propia mirada de niños en plena libertad.

La infancia equivale a un cúmulo de semillas dulces y amargas, que fuimos desparramado a lo largo de ese tempo luminoso, quizás buscando un sendero que resuelva nuestro destino, pero a la vez dejando rastros bien notorios, para no perder la huella original. Y cuando hablo de huella original me refiero a la identidad que incorporamos y que fuimos reafirmando a través de nuestras propias decisiones, impulsadas por el apetito de llenar el plato vacío que la vida nos brinda cada día. Miedo, angustia, culpabilidad, se confunden con intrepidez, picardía, capricho. Sentimientos y rituales. El contraste entre ángeles y demonios flotando en la atmósfera de nuestra imaginación como si fueran una vía láctea de luces y sombras adosados al cielo raso del dormitorio. En síntesis: un tibio argumento de la metafísica para explicar lo inasible. O mejor dicho, lo que sólo el poeta ve.

Es innegable que la infancia jamás se quiere ir de nuestros cuerpos y de nuestra mente. Nos nutre de placentera nostalgia, pero también nos estremece con recuerdos que duelen. Afloran sensaciones lejanas y cercanas a la vez, que nos impide alejarnos de los sentimientos más profundos. Es ir y volver por la certeza de lo irreal, de acorazarnos entre las raíces del país de nunca jamás. Pero, por suerte, el país de la infancia no es un espacio de tiempo que permanece estático, sino que se va fortaleciendo a medida que descubrimos cómo revalorizamos nuestras vivencias y nuestras creencias. Por eso escribimos sobre algo que ha pasado, no como nostalgia del futuro, sino como algo que debiera atravesarnos siempre, a todos por igual. Y nuestro compromiso, desde la poesía, es decir, siempre decir; no dejarse vencer por el olvido. Así, intentamos regresar a nuestro propio país de allá lejos, seguramente distinto o similar al de los demás, que seguirá siendo “el único país” mientras creamos en él como niños. Tal vez un ser, racionalmente adulto, lo considere imposible, pero la poesía aún nos otorga ciertos privilegios a quienes consideramos que la palabra transfiere lo surreal en un hecho vívido, tangible.


La lectura del libro mencionado al principio del artículo reconstruye la infancia a través de los juegos que la autora disfrutó como invención de la alegría. Obviamente, sus juegos eran juegos de niñas, casi siempre en una sala o en un patio, con toda la energía de la gran ciudad detrás. En mi caso, lo que aún recuerdo, los juegos trascendieron en calles de arena, bajo el sol, en un pueblo tranquilo y bondadoso. Aquellos juegos varoniles eran funcionales a mis fantasías: ladrillos partidos al medio, obtenidos de una obra en construcción, se convertían en camiones; ramas de árboles simulaban ser espadas; viejas tapas de ollas representaron los escudos. Si bien existían juguetes estandarizados para reemplazar aquellos objetos, me resistía al cambio. Sólo las figuritas eran reales en frenéticos campeonatos de encimada en las veredas. Y las canicas que rodaban por el patio de la escuela o los canteros de la plaza. Y cuando estaba adentro de mi casa, miraba de reojo a mis hermanas mayores, disfrutando de esos juegos extraños. Por entonces, era muy torpe para entender métodos y estrategias femeninas. Pero, tampoco era una divisoria de aguas generacional; simplemente era la manera de crecer juntos, de forjar la identidad y aceptar normas de convivencia determinadas por la tradición familiar. 

No puedo evitar preguntarme por qué todo lo relacionado con la infancia pone en evidencia un sentimiento de solidaridad colectiva. La premisa esencial de “lo mío es tuyo” (aunque no siempre se cumpla) se evidencia en cada poeta que ingresa poéticamente a la infancia como una suerte de talismán, de un deber ser, de un estar allí, siempre presente. Se esfuerza por transferir emociones, de celebrar la vida en los gestos, en las buenas intenciones, en las ocurrencias compartidas. Es una marca de tiza en el pizarrón de las ilusiones. Se transforma en niño, con algo de vergüenza y una mezcla de dolor y sensualidad. Y, desde allí, da lugar a lo mágico, a lo inverosímil, a lo indescifrable. Un niño ausente de lo convencional, lo determinado, lo institucionalmente reglado. Lo mismo sucede con el lenguaje poético, que no necesita de normas ni preceptos para expresarse sobre una página en blanco. El objetivo del poeta es dilucidar cuál es la mejor manera de tratar al lenguaje y conmover al lector desde un contexto creativo impulsado por la inspiración y la sensibilidad.

El esplendor de la escritura puede ser misteriosa y genuina. Ella nos enseña que las cosas suceden, que la infancia puede ser recuperada por la voz poética y que el río no regresa, como vaticinó el padre del creacionismo. Así, esa primera invención de la vida queda flotando sobre la espuma de un gran río de aguas marrones, que ahora navega sin tregua entre márgenes definidas por barrancas de barro, desde la primera luz del día hasta la última sombra de la noche. Un río anchuroso y febril, donde flota la imaginación del poeta.

Tal es así, que la infancia también ha sido una temática recurrente en mi poesía. Escribí varios poemas referidos a ella desde diversos puntos de vista y con variados matices. He publicado libros que describen percepciones y alucinaciones de ese período no vedado en mi querido Coronda. Uno de los poemas pregunta: “¿Quién encendió el fuego de la angustia y el asombro?”. Y sí, creo que la infancia es un lugar que nos asombra y un tiempo que nos angustia. Pero nadie, absolutamente nadie, quiere que se apague el fuego de la doncellez.

Cada poema juega a ser poema en sí mismo. He vuelto la mirada sobre la infancia cuando descubrí la poesía de Teillier (“Los niños juegan en sillas diminutas, / los grandes no tienen nada con qué jugar”); de Machado (“Pasan las horas de hastío / por la estancia familiar, / el amplio cuarto sombrío / donde yo empecé a soñar); de Pavese (“Era un juego voluble pensar que alguna vez / la caricia del aire podría resurgir / como súbito recuerdo en la nada”), y tantas otras escrituras que pasaron frente a mis ojos. Refiero a sensaciones, no a estilos o formas de abarcar una temática hondamente personal. Tampoco es necesario desentrañar el alma y el cuerpo de los textos de cada poeta, más allá de disfrutar la iluminación interior de cada uno de ellos, a sabiendas que toda escritura sabe lo que dice por sí misma y desde cada poema nos expone al misterio de lo inesperado.


Sólo nos queda desear que la poesía avizore que existe la posibilidad de inventar un mundo mejor.

Deseamos     que todo libro que escriba nuestra infancia sea conceptualmente creíble, transparente, auténtico. Discursivamente emotivo y de profundo valor simbólico. Que siempre incite a leerlo y releerlo, del primer al último poema, como un viaje circular, para renovarnos como lectores. Y, entre tanto repaso por sus páginas, tal vez la nostalgia haga un enroque existencial con nuestra condición humana y nos permita reconocer como adultos lo pequeño y débil que somos en medio del universo. Entonces llegará el momento de fortalecernos a través de fragilidades, como Ana Russo menciona en uno de sus bellos poemas.

En definitiva, entre la realidad y fantasía, la escritura coexiste de manera pendular: por un lado, en busca de la verdad que nos contiene; por otro, en busca de la belleza que nos subvierte. La infancia ha sido un aprendizaje ayer y, por añadidura, un desafío poético hoy. “Sólo podemos escribir de lo que ya no está. Es un intento de preservar algo en medio de todo lo que se va y se destruye todos los días”, expresó José Emilio Pacheco. A caballo de una sociedad sobreactuada y sobresaturada, los destellos del ayer emergen como la posibilidad de ver hoy lo que fuimos durante un momento esencial de la vida. Admitamos que la vida ha sido una suma de momentos complejos. Pero, ¿cuánto hemos aprehendido sobre lo que ya se sabe para no volver a repetirlo una y otra vez?, ¿aún necesitamos recurrir al instinto, a simulaciones de la verdad, a distintas maneras de actuar y reflexionar sobre nosotros mismos, para asumir lo que pasó y lo que puede suceder? Nadie tiene respuestas certeras. Sería un acto de hipocresía. Porque el poeta puede olvidar el presente, no el pasado. Siempre regresa al pasado, porque allí reside el lugar de la memoria.

Aquellos juegos que se expandieron por nuestro universo creativo quizá nos ofrezcan otra vez la oportunidad de resignificarnos, de encontrar un camino de salida, una ventana para comprender el mundo real y pensar que el país de nunca jamás no vivirá dentro de nosotros para siempre. O tal vez lleguemos a convencernos que, inevitablemente, la infancia es el auténtico motor de la eternidad.




CÉSAR BISSO (Argentina, 1952). Poeta y ensayista. Ha publicado los siguientes libros: La agonía del silencio; El límite de los días; El otro río; A pesar de nosotros; Contramuros; Isla adentro (Primer premio de poesía José Pedroni); De lluvias y regresos; Las trazas del agua (antología); Permanencia; Coronda (antología); Cabeza de Medusa (ensayo); Un niño en la orilla (Segundo premio municipal de poesía Ciudad de Buenos Aires); Andares; La jornada (Tercer premio Fundación Argentina para la Poesía); De abajo mira el cielo. Fue invitado a participar en diferentes ediciones de ferias de libros, festivales de poesía y encuentros culturales realizados en ciudades de Argentina, América Latina y Europa. Algunos de sus escritos han sido incluidos en diversas antologías publicadas en el país y en el extranjero; otros textos fueron traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, italiano y árabe.



BRIANDA ZARETH HUITRÓN (México, 1990). Originaria de Temascalcingo de José María Velasco, México. Artista plástica y pintora surrealista. Realizó sus estudios de pintura en la Academia de San Carlos en Ciudad de México. Sus múltiples facetas artísticas y personalidad curiosa la llevaron a descubrir el surrealismo, corriente en la que encontraría una manera de comunicarse con el mundo. Plasma interpretaciones poéticas donde lo cotidiano es transformado en una realidad fantástica y onírica. Pinturas mágicas que señalan los deseos de la vida por salir en un cuadro. Ha expuesto individualmente y de manera colectiva en México y en el extranjero. Exposiciones individuales: Museo Leonora Carrington de Xilitla, ENCUENTROS ONÍRICOS en el año 2025. Museo de la Mujer, REVELACIONES ONÍRICAS, en el año 2022. PAISAJES ONÍRICOS para el Festival Temascalcingo Honra a Velasco, en el Año 2021. VENTANA A MUNDOS ONÍRICOS, en el Centro Cultural Futurama, Ciudad de México, en el año 2020. Exposiciones Colectivas Col-art en la Galería Oscar Román año 2025 Muestra pictórica EL OFICIO DEL PINTOR, de la Academia de San Carlos, Año 2019. DIMENSIONS, Festival Wave Gotik Treffen, celebrado en Leipzig, Alemania, en el año 2018. Ha participado en la Cátedra por los 100 años del surrealismo, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, impartiendo conferencia sobre surrealismo femenino. Recientemente su obra ha sido publicada en el libro Mujeres Mexicanas en el Arte, de la editorial Agueda y en THE ROOM SURREALIST MAGAZINE, revista de surrealismo internacional. Brianda Zareth Huitrón es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.

 



Agulha Revista de Cultura

Número 263 | dezembro de 2025

Artista convidada: Brianda Zareth Huitrón (México, 1990)

Editores:

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