Is an immense world of delight,
clos’d by your senses five?
WILLIAM BLAKE
Qué es uno sino un asomarse: no es una pregunta retórica, sino
un interrogante genuino, apremiante, inserto como una aguja o un clavo en uno
de los poemas pertenecientes a El alcohol de los estados intermedios, de Gladys
Mendía: es imposible pasar la vista por el texto sin notar ese filo, vacilar,
detenerse en la punta aguda de la frase. ¿Qué es uno, en efecto, más allá de la
visión hurtada, el tacto huidizo, el sonido a medias registrado?
Es necesario asomarse por esa pregunta para comprender todo
lo que Mendía pone en juego a través de su poética. El eje de ésta, podría
aventurarse, es la percepción, el acto mismo de percibir como evento
problemático, difícilmente domesticable. Por razones prácticas, por un mero
asunto de supervivencia, la cotidianidad nos obliga a uniformizar nuestra forma
de percibir el entorno. Establecemos filtros, alcabalas y barreras al mundo que
hay a nuestro alrededor, obstáculos y cerraduras con una marcada tendencia a
anquilosarse. La poética de Mendía se basa en una suerte de pulsión de fuga, en
un atender a todo aquello que dejamos desatendido: busca atisbar lo que,
consciente o inconscientemente, hemos dejado de registrar:
en el túnel intermitente los ojos parecen girar dar vueltas
de ruleta las ventanas
del túnel te permiten cosas
asómate a la ventana qué es uno sino un asomarse el viaje comenzó aunque no te muevas el
viaje comenzó desde las ventanas veo
las semillas que aún no revientan y ya piensan en el fin el túnel me enseña la voz aprendo a usarla cómo será la voz es negra es india es blanca el túnel es la destrucción lenta el viaje es la mezcla entre sombras y luces
entre paredes y ventanas no veré el sol
de la voz pero el viaje ha comenzado[1]
Este fragmento del poema Parpadeos del incendio, es
el punto de inflexión y reflexión de esta escritura, el lugar donde se quiebra
y se observa. En Parpadeos del incendio se narra, de un modo velado, un
accidente de tránsito. Pero esto no es sino la simbolización de un suceso más
importante: el cambio que el sujeto realiza, desplazándose hacia otras vías de
recepción del mundo. Luego de que ocurre el accidente, de cuyos detalles nunca
nos enteramos, es que empieza el verdadero viaje, ese en el que las semillas
que aún no revientan ya piensan en el fin, ese donde las ventanas del túnel
permiten cosas, visiones, ese túnel-garganta del cual emerge una voz
transfigurada.
Cabría imaginarse que en toda poética hay una invitación al
viaje; un texto que, sin importar en qué momento de la vida del autor sea
escrito, sirve para conminar al lector a adentrarse en esa red significante que
llamamos obra. Como L’Invitation au voyage de Baudelaire, nos asegura
que, si realizamos el viaje, hallaremos un lugar donde
Tout y parlerait
À l’âme en secret
Sa douce langue natale.[2]
Esa lengua natal que, a la postre, es lo que tienta todo el
que escribe. Aquel fragmento perteneciente a El alcohol de los estados
intermedios, transcrito más arriba, es la invitación al viaje de la obra de
Mendía: nos ofrece un puerto de salida, un pasaje, una puerta, una vía. Nos
indica el camino a tomar para penetrar en el universo significante de la
autora, de manera que podamos instalarnos allí, aprender esas señas secretas,
íntimas que, para ella, constituyen una lengua materna.
Los libros de Mendía están hechos de retazos, breves golpes
de texto en medio de lo blanco. Se trata de una prosa desgajada, agujereada,
repleta de hoyos por donde uno puede asomarse, rendijas hacia el más allá de la
página. Esta modalidad textual, a medio camino entre el verso y la prosa
compacta, muchas veces sin signos de puntuación o mayúscula, responde a una
necesidad interna de esta escritura: hallar(se) en lo que ella misma denomina
un estado intermedio. La lógica es lapidaria: para poder encontrar y dar cuenta
de los estados intermedios de la percepción, las grietas por donde es posible
atraparlos al vuelo, es necesario que la trama textual de los libros sea
intermedia a su vez, sin responder a órdenes formales externos –sólo a su
propia ley.
Este viaje, como podría esperarse, es interminable. Se trata
de una travesía donde no hay principio ni fin, donde todo es intermedio, punto
de fuga. Como dice uno de los apartados de las líneas blancas son los poemas
del asfalto, del libro La silenciosa desesperación del sueño:
el auto marca la pauta aunque el asfalto es más largo
se podría decir infinito
pero el infinito es un estado intermedio[3]
Como las líneas blancas sobre la opacidad del asfalto,
aquello que busca la poética de Mendía se atrapa de modo intermitente. Sólo a
veces se deja entrever: se trata de una experiencia que, por inclasificable,
por fugaz, nunca puede ser consignada enteramente. De ahí esa suerte de
inversión efectuada en este texto: el estado intermedio es llamado infinito
–lo esquivo por naturaleza se confunde con lo interminable. Mendía lleva a cabo
esta operación conscientemente: busca hacer coincidir los opuestos. Y es que
esos estados intermedios que persigue no obedecen a la lógica de las
separaciones y las definiciones, de los grupos y las normas; antes bien, se
trata de un espacio feroz y minucioso donde estos modos de pensar son
revocados, aunque sea por poco tiempo.
Para lograr dar cuenta de ese hallazgo, de ese lugar anómico
que ha descubierto, esta poética se aboca a la configuración de aquello que
Deleuze y Guattari llamaron una “langue déterritorialisée”, un lenguaje tallado
en la entraña misma de una lengua, pero que no contribuye a sostenerla, sino a
difuminarla, a hacer fluido aquello que de otra forma se tornaría osamenta,
materia verbal fosilizada. Un código particular que, dentro de un entramado
lingüístico establecido, se hace fuga, movimiento, inquietud. Para subrayar el contraste con esa
lengua sostenida por instituciones y dispositivos culturales, Deleuze y
Guattari denominan a este habla singular una literatura menor: “Problème
d’une littérature mineure, mais aussi pour nous tous: comment arracher à sa propre
langue une littérature mineure, capable de creuser le langage, et de faire
filer suivant une ligne révolutionaire sobre? Comment devenir le nomade et
l’immigré et le tzigane de sa propre langue?”[4], se preguntan en Kafka.
Por une littérature mineure. No es una pregunta ociosa, incluso décadas después de
haber sido formulada. Todo el que escriba se la formula, tácita o
explícitamente. ¿Cómo dar contorno a una obra cuya textura verbal implique una
genuina revuelta en el seno de su entorno lingüístico? ¿Cómo lograr que se
comprometa exclusivamente con su propio desplazamiento, que se vuelva una
inmigrante permanente, que no pierda en momento alguno su capacidad crítica?
La respuesta que se dan tiene mucho que decir con respecto a
la poética que despliega Gladys Mendía a lo largo de sus libros: “Opposer un
usage purement intensif de la langue à tout usage symbolique, ou même
significatif, ou simplement signifiant. Arriver à une expression parfaite et non formée, une
expression matérielle intense.” Una expresión
perfecta y no formada: no hay contradicción. Esa expresión material intensa no
es una escritura que persiga alguna modalidad de trascendencia, sino que
intenta hacerse inmanente, a la manera de los objetos, de las floraciones
minerales, de las figuras y criaturas del reino animal y vegetal: perfectas y
nunca formadas del todo, sumergidas en un cambio perpetuo. Este uso de la
lengua, intenso, concentrado sobre sí mismo, es lo que consigue Mendía en
textos como Primer peldaño, perteneciente al libro La grita:
las palabras son hielos que ruedan por el suelo antes de ser
charco aguas turbias invaden los
pasillos el incendio en sonoro
parpadeo muestra el doble reflejo no
les puedo decir lo que pasa tal vez si
las abrazo si llevo sus oídos a mi
pecho[5]
Esta escritura sólo puede hablar de sí misma a través de
formas plenamente elementales, sin ulterior finalidad. Formas volátiles,
móviles, que se niegan a ser situadas: el hielo que rueda por el suelo, el
charco, las aguas turbias, la intermitencia del incendio. Y aún así, no basta,
no puede bastar: se descubre perpetuamente abierta, reacia a los cotos y las
definiciones, y por ello confiesa: en realidad, para comunicar lo que esta
experiencia escritural atisba, sería necesario un contacto estrictamente
material, corporal: el abrazo, el oído en el pecho.
La grita es un
libro que participa doblemente de esa cualidad menor a la que aluden Deleuze y
Guattari: es una obra que ha tallado su nicho dentro de otra, la de Teresa de
Ávila –la cual, por derecho propio, posee una singularidad radical, tanto con
respecto al ámbito lingüístico de su tiempo como al nuestro. Reescribe,
entonces, la voz de Teresa de Ávila; se apropia de ella, la renueva y
homenajea, hace que la sangre de ambas corra por la misma vena. No es un acto
de antropofagia, sino una intensa relación filial. Desde allí intenta
participar al lector aquel estado intermedio que obsesiona la obra entera de
Mendía.
No deja de ser significativo que haya escogido confundir su
voz con otra en este libro. La pregunta por esos estados intermedios corre por
otro interrogante, igualmente urgente: el de la voz. Qué es la propia voz, de
dónde proviene, a dónde va. Qué necesita, qué presagia, qué desea. La voz como
instancia simultáneamente ajena y propia. La voz como herencia y desarraigo.
Así, por ejemplo, en El alcohol de los estados intermedios:
la voz nos esquiva
el mosaico que heredamos hace siglos se resiste generaciones lo expulsan los desplazamientos se construyen por la
ventana escucho la cadencia todos
saben que el alcohol es la voz
la voz es el alcohol del incendio
La voz como mosaico, como collage, como reunión de trozos
dispares, de cadencias cuyo origen desconocemos. La voz como concreción sonora,
perecedera y esquiva de esa lengua establecida –concreción desestabilizadora,
caprichosa, renuente a participar en los ritos de la permanencia: el alcohol
del incendio. La voz, en suma, como encarnación. Ensayando una escritura
material, la poética de Mendía crea para sí un espacio siempre abierto,
indeterminado, perteneciente a lo propio y lo ajeno.
En Lugares y destinos de la imagen, título que dio a
las anotaciones de los cursos dictados en el Collège de France, Yves Bonnefoy
subraya: “La poesía tiene así como motor, en lo más profundo y a pesar de las
innumerables ambigüedades, una experiencia de lo Otro; y no se abandona la
poesía, de hecho se es fiel a ella, cuando uno se ejercita en esa experiencia,
quizás incluso el poema sea la única vía que verdaderamente se le
aproxima.”[6]Esa vía que parece alejar a la escritura de la poesía, llevándola
a zonas de alta tensión interna, donde ya es casi imposible determinar el
género o la finalidad del texto, es la que la lleva al contacto con lo Otro que
es, a la postre, el contacto que alimenta la poesía. Como se ve, no dejamos de
rozar las paradojas. Aquello Otro llama a la poesía a salir de sí, a
inscribirse en registros insólitos, a desterritorializarse.
Solamente así, descolocada, amenazada por la ceguera de la
página, la poesía es fiel a sí misma. Y es que eso Otro, a lo que se refiere
Bonnefoy, bien podría llamarse estado intermedio o, incluso, espacio
inexistente:
el dulce susurro
su azulada voz saturada del veneno del mundo
muestra algunos secretos en este peldaño
manantiales resplandecientes en el desierto
inician nuevas andanzas originarias
pactos secretos en la cima de los adentros
destellos y fragmentos de espacio inexistente
nada nada nada
no les he dicho nada
y se llena el pecho de una grita
de una grita intoxicada que me condena.
Estas líneas, pertenecientes al Sesto Peldaño de La
grita, condensan el conflicto que proviene de intentar dar cabida, en la
propia voz, de esos destellos y fragmentos, de la percepción de esas nuevas
andanzas originarias y esos pactos secretos en la cima de los adentros. Una
grita es un vocerío, una mezcla de diferentes voces: Mendía, justamente, acoge
en su escritura estos susurros, gritos, aullidos, murmullos, discursos,
proclamas, órdenes, gemidos, quejas, palabras dulces y brutales, piedras que
ruedan por la garganta hacia abajo, para luego salir como escritura, como
azulada voz saturada del veneno del mundo.
Esta poética se ejercita en el desmembramiento, en la
multiplicidad, en la trashumancia. La lleva a cabo dentro de sí, pero también
la piensa, no deja de pensarla, como sucede en Voz latinoamérica,
proveniente del libro El tiempo es la herida que gotea (2009),
libro donde se reúnen poemas de libros inéditos:
la voz mosaico la voz
fragmentada la voz muchas voces capas de voces estremecimiento lo cotidiano lo exótico
lo corriente lo exquisito la voz inquieta la voz fuerza la voz queja nuestra voz impura ramificada en tantas
voces por necesidad biológica por adaptación por
lógica por tanteo
por propuesta por entusiasmo sin
teorías con archivos temporales muriendo juntos por la misma bala sin homogeneidad voces
que llaman a lo fértil sin padre voces
de circunstancias descriptivas
arbitrarias elocuentes logran su no finalidad voces
al extremo voces que suben de espaldas al cielo de la
tierra[7]
A pesar de la especificidad del título del texto, podríamos
sustituir el toponímico latinoamérica por cualquier otro y hallar que estas
palabras retienen su validez y su filo. Lo que resaltan, lo que obligan a la
lengua a confesar, es que no hay voz que no sea algarabía y escándalo,
superposición de planos y de estratos, multiplicación de sonidos, acentos,
ritmos, resultado del entrecruzamiento de historias tácitas. Ese estado
intermedio que atisba la poética de Mendía, ese nomadismo de la percepción, es
inconcebible sin este otro desplazamiento, realizado en la lengua. El estado
intermedio, la experiencia de una otredad que imanta esta escritura, solamente
puede encontrarse en la voz que se desmigaja y se reúne, que nos interpela y
llama, que se revela nuestra también, aunque su tono nos sea inaudito.
NOTAS
[1] Gladys Mendía. El alcohol de los
estados intermedios. San Cristóbal, Fundación Editorial El perro y la rana,
2009.
[2]Allí todo hablará / en secreto, al
alma / en su suave lengua natal.
Charles
Baudelaire. Œuvres Complètes. Tomo I. París, Éditions Gallimard, 1975.
[3] Gladys Mendía. La silenciosa
desesperación del sueño. Lima, Paracaídas Editores, 2010.
[4]Gilles Deleuze
y Félix Guattari. Kafka. Pour une littérature mineure. París, Éditions de Minuit, 2013.
[5] Gladys Mendía. La grita. Confusión
de voces. Reescritura de Las moradas del castillo interior de Teresa de Ávila.
Nueva York, Arte Poética Press, 2011.
[6]Yves Bonnefoy, Lugares y destinos de
la imagen. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2007. Traducción de Silvio
Mattoni.
[7] Gladys Mendía. El tiempo es la
herida que gotea. Lima,
Paracaídas Editores, 2009.
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