Junto con tradiciones y costumbres religiosas y gastronómicas, cuyos fundamentos
se remontan a las antiguas culturas del maíz –adoradoras del sol, la luna, las fuerzas
telúricas, etc.-, El Salvador del presente también evidencia los rumbos constantes
a los que decenas de años de migraciones lo han conducido. Así, no resulta extraño
que muchas personas no extrañen los espacios públicos, porque la mentalidad consumista
-derivada en gran parte de las remesas familiares recibidas de Estados Unidos y
otras partes del mundo- los hayan trocado por enormes centros comerciales y otros
espacios privados y cerrados, pequeñas ciudades diseñadas para que la vida transcurra
en burbujas de seguridad, mientras la dura realidad existente azota fuera de esos
muros, aunque se trate de disfrazarla mediante los más variopintos planes duros
de tratamientos policiales y militares.
Sin embargo, esas mismas remesas familiares y esos centros comerciales que
han surgido en las últimas décadas han configurado un nuevo país, “un nuevo nosotros”,
como muy bien lo definió uno de los Informe Nacional de Desarrollo Humano, promovido
por la Comisión Nacional de Desarrollo Sostenible y el Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD). Y esa nueva configuración nacional entraña la
aceptación de que El Salvador actual es un estado transnacional, donde cerca del
25% de su población radica en Estados Unidos, Australia, Canadá, Italia, Suecia,
Suiza, Francia y muchas otras naciones de este planeta cada vez más globalizado
y mundializado.
Así, la migración ha causado fuertes impactos en el ser, quehacer, sentir
y pensar del pueblo salvadoreño. De hecho, los más de cinco mil millones de dólares
anuales que ingresan al país en concepto de remesas familiares han transformado,
de lleno, no sólo las estructuras familiares, sino que han provocado tendencias
y nichos de mercado sin precedentes en la cultura nacional, antes tan tradicional
y ahora tan llena de elementos globalizadores. Si no, cómo podría explicarse la
presencia constante de disc jockeys extranjeros y otros artistas internacionales,
quienes acuden a los escenarios salvadoreños atraídos por el dinero circulante y
la disposición de la juventud urbana salvadoreña a acudir a largos espectáculos
de música electrónica. Para el caso, la discoteca inglesa Ministry of the Sound
estableció por algún tiempo su sede centroamericana en la ciudad capital de San
Salvador. Y no lo ha hecho por mera casualidad en esta tierra, cada vez más poblada
por surfistas internacionales, que llegan a las costas salvadoreñas atraídos por
la creciente fama de las playas de El Zunzal y El Zonte, que, según el juicio de
los especialistas en la materia, son de las mejores zonas mundiales para practicar
tan soleado deporte. A eso, desde 2021 a esa realidad se une la entrada en vigencia
del criptoactivo digital bitcóin, que durante casi tres años tuvo como primeros
laboratorios sociales a esas playas nacionales, agrupadas ahora bajo Surf City,
nombre genérico creado por el aparato propagandístico gubernamental.
Esas mismas remesas familiares han provocado fuertes cambios culturales en
los territorios locales, en los 262 municipios que son la base más fundamental del
Estado nacional salvadoreño. Derivado de ese impacto, muchas poblaciones de la zona
rural hoy exhiben rótulos de bienvenida en inglés, sus calles ostentan nombres de
personajes extranjeros, sus tiendas venden productos comerciales importados y sus
jóvenes hablan spanglish, bailan rap, hip hop, perreo y reguetón y lucen vestimentas
nativas del Bronx o Los Ángeles, a la vez que sueñan con llegar a tener 18 años,
para así obtener el pasaporte que les permita salir de sus tierras para marcharse
hacia el american life style, la nueva tierra prometida donde mana leche, miel,
panqueques, Nike, Adidas, Fila y donde suenan Sony, BMG y otras compañías discográficas
más, junto con las más modernas plataformas digitales de música, como Spotify, Apple
Music y otras.
Pero esas mismas remesas familiares también han provocado que muchas compañías
financieras y de otros rubros comerciales tengan dinero disponible para invertirlo
en diversos aspectos de la sociedad salvadoreña. De hecho, como parte de los crecientes
programas de responsabilidad social empresarial, varios bancos del sistema financiero
nacional se han dado a la tarea de financiar publicaciones de libros de lujo, de
gran valor estético, pero de escasa circulación –no mayor de tres mil ejemplares-
y de alto costo para la mayor parte de la población salvadoreña. Desde luego, esfuerzos
como esos merecen elogios y felicitaciones, pero lo ideal sería que esos documentos
de gran valor histórico, literario, pictórico y cultural en general estuvieran disponibles
para un número más amplio de personas, para que puedan consultarlos por internet
o en alguna de las bibliotecas generales, universitarias o escolares existentes.
En este último sentido, vale la pena destacar los esfuerzos titánicos que
han estado desarrollando algunas instituciones privadas y de gobierno por presentar
la cultura salvadoreña fuera del territorio nacional, ya que dentro de las fronteras
nacionales se cuenta, desde hace algunos años, con escenarios para la proyección
artística, conferencias, proyección de películas y demás actividades culturales,
áreas que han sido provistas por el Centro de Estudios Brasileños, el Centro Cultural
de España, el Centro Cultural de México y otras instituciones de promoción y difusión
creadas por diversas misiones diplomáticas acreditadas ante el pueblo y gobierno
de la República de El Salvador.
De esa manera, el Museo de Arte de El Salvador (MARTE) -una organización
no gubernamental fundada en mayo de 2003 con cerca de dos millones de dólares provistos
por lo más granado y selecto de las elites sociales salvadoreñas- se ha trazado
planes de trabajo que no sólo han permitido exhibir a Picasso, Rembrandt, Cartier-Bresson
y la colección venezolana Cisneros en suelo salvadoreño, sino que se lanzó a exhibir
una exposición del caricaturista salvadoreño Toño Salazar en salones de París y
otros puntos de Europa, como una apuesta de recordatorio de que la cultura de El
Salvador tuvo presencia mundial a inicios del siglo XX y que aún puede aspirar a
tener presencia en los grandes escenarios globales. En tiempos más recientes, el
MARTE se ha decidido por apoyar iniciativas culturales más contemporáneas, por lo
que su recinto ha dado cabida a exposiciones de cómic, interacción de materiales
de cine de ficción con las piezas de su colección, videomapping, etc.
Por otra parte, la entidad gubernamental Viceministerio de Atención a las
Comunidades Salvadoreñas en el Exterior destinó, durante algún tiempo, recursos
para exhibir varias muestras itinerantes de fotografía de los paisajes y elementos
culturales de El Salvador en muchos escenarios europeos y norteamericanos, como
parte de un plan cultural trazado y diseñado con el propósito de que las personas
nacionales residentes fuera de las fronteras patrias no perdieran el contacto con
sus raíces, tradiciones, lenguaje y gastronomía. Así, el plan incluyó no sólo la
producción masiva de afiches y folletos o la de las exposiciones, sino también festivales
gastronómicos, discos compactos con música y elementos multimedia de la historia
salvadoreña y hasta un juego de grandes dimensiones, una especie de “monopoly” que
se juega con un enorme dado y cuyas preguntas para avanzar sólo pueden ser respondidas
por personas conocedoras del ser salvadoreño. Por desgracia, en el presente gobierno,
ese tipo de iniciativas han sido cortadas de tajo y no se les ha dado ni continuidad
ni se ha visualizado su importancia estratégica trasnacional, en especial en un
año crucial como el del Bicentenario de la firma del acta de independencia del 15
de septiembre de 1821.
Como puede deducirse, en ese “nuevo nosotros” que es El Salvador del primer
cuarto del siglo XXI hay una búsqueda constante y un intento de reafirmación de
las identidades nacionales y locales, cada vez más amenazadas por los avances de
la mundialización y la globalización.
Por ello, resulta interesante que muchas asociaciones no gubernamentales,
grupos privados y municipios se hayan dado a la tarea de fundar pequeños museos,
muchos de los cuales superan sus severas limitaciones presupuestarias y de personal
especializado para abordar áreas específicas de la cultura salvadoreña, como ocurre
con la Academia Salvadoreña de la Historia –que cuenta ya con una biblioteca de
cerca de 10 mil volúmenes y diversos servicios tecnológicos de punta-, el Museo
de la Miniatura –diseñado para recopilar, investigar y presentar una visión de las
artesanías de barro, elaboradas en la norteña zona de Ilobasco- y el Museo de la
Palabra y la Imagen –destinado a ser un gran depósito y centro de investigaciones
sobre la guerra civil salvadoreña (1979-1992), así como asiento de los archivos
fílmicos nacionales y de los acervos documentales de prominentes intelectuales como
la feminista Prudencia Ayala, el pintor y escritor Salarrué y el escritor revolucionario
Roque Dalton-.
Desde fines de la guerra, las zonas urbanas de San Salvador, Santa Ana, San
Miguel y otras localidades han visto la consolidación de varios proyectos de universidades,
cuyas presencias han contribuido a abrir otros espacios a la cultura salvadoreña,
a los que debe sumarse también los abiertos por diversos bares y restaurantes de
esas ciudades. De esa manera, el consumo de bebidas y comidas ha sabido ser combinado
con exposiciones periódicas de pintura o fotografía, o bien, exhibiciones de música,
mimos, teatro y marionetas, que resultan de grato interés para las personas nacionales
o extranjeras que se acercan a La Ventana, Photo Café, La Luna, El Atrio, La Galera
u otros espacios más.
Durante los últimos años, el país ha apostado por enormes inversiones en
obras públicas, en infraestructura esencial para lograr la anhelada conectividad
con el mundo globalizado. Se han destinado miles de millones de dólares en esas
actividades. Esos esfuerzos de conexión e integración también debieron ir acompañados
de grandes proyectos de inversión en el área cultural, en especial si el gobierno
nacional y la empresa privada deseaban apostarle al crecimiento económico por las
diferentes vías del turismo. Pero no fue así. Lo cierto es que mucho se quedó en
un turismo vacío de contenidos culturales, que no es atractivo para nadie en ninguna
parte del mundo, por lo que resulta paradójico que otras instituciones le apuesten
fuerte a las investigaciones sobre las identidades salvadoreñas, mientras que el
presupuesto de la principal institución estatal destinada a la cultura y las artes
no ve un incremento presupuestario desde hace mucho, por lo que sus fondos anuales
no llegan ni a los veinte millones de dólares anuales, el 90% de los cuales se destina
al pago de las planillas salariales, mientras que el resto se orienta a grandes
proyectos de evidencia pública, como excavaciones arqueológicas o paleontológicas
en las zonas central y occidental del país. Mientras, las labores de promoción de
la economía naranja y las megaediciones de literatura infantojuvenil han pasado
a manos de otras entidades del gobierno.
Por otra parte, la existencia de planes gubernamentales de integración regional,
latinoamericana y mundial han provocado importantes cambios en la legislación salvadoreña
destinada al área cultural, para acomodarla a las nuevas reglas globales de propiedad
intelectual y marketing de las artes, las ciencias y la cultura. Sin embargo, hasta
el momento no se ha considerado la posibilidad de contar con una estrategia nacional
y planes específicos orientados al sector cultural de El Salvador, por lo que puede
ser que de forma nominal exista una entidad rectora y facilitadora de la cultura
salvadoreña con rango ministerial, pero que no tiene poder de decisión en cuanto
a los que otras secretarías y subsecretarías de Estado hacen en cuanto a ese mismo
terreno o en otros que, al fin y al cabo, terminan afectando positiva o negativamente
a las personas y grupos dedicados a la producción cultural salvadoreña.
Por desgracia, sólo el silencio responde a esa interrogante, puesto que hasta
un producto gastronómico tradicional como la pupusa corre el peligro de obtener,
un día de estos, un registro de origen ante la Organización Mundial del Comercio,
pero a favor de un particular y no del grupo humano salvadoreño en su conjunto.
Para quienes pudieran haber estado en El Salvador de hace varias décadas,
el país hoy les resulta irreconocible y, para algunos, quizá hasta grotesco. Bajo
la influencia cultural hegemónica de Estados Unidos y, en menor parte, de México,
las personas salvadoreñas han adoptado nuevas costumbres, tradiciones, habla y formas
de ver el mundo y encarar la realidad. Sin embargo, los grandes problemas nacionales
como la pobreza, las violencias, la marginación y la exclusión de grandes sectores
son varios de los puntos pendientes en la agenda nacional, en la que la cultura
aún tiene mucho que decir y aportar, siempre y cuando se le brinden las oportunidades
y espacios necesarios.
Para combatir la criminalidad y agresividad vigentes en la sociedad salvadoreña
del primer cuarto del siglo XXI, no basta con medidas represivas que ya han demostrado
su ineficacia, por más dureza que se les imponga. Desde luego, quizá sobre decir,
aquí y ahora, que para ayudar a construir un nuevo país es necesario abrirle las
puertas a la inversión en cultura, educación, salud y otros puntos de la apuesta
social para un futuro sostenible y de grandes proyecciones en los años venideros.
Con la firma de los Acuerdos de Paz, El Salvador buscó entrar en una fase
de crecimiento económico de cara al mundo globalizado, lo que significó una revitalización
de la actividad cultural, que se vio apoyada por fuertes erogaciones de la empresa
privada y del gobierno, lo que permitió el surgimiento de nuevas voces dentro de
las letras nacionales. En la actualidad, las más altas autoridades del gobierno
se han dedicado a denostar y mancillar el legado de los acuerdos de paz y han llegado
a tildar de patrañas y situaciones de intereses particulares los graves sucesos
de violaciones de derechos humanos vividos durante la guerra. Estelas de odio y
de denigración se han vertido desde los medios de comunicación y las redes sociales
en contra de esa negociación difícil que puso fin a doce años de conflicto armado.
Lo curioso es que muchas de las personas que se han expresado en contra de ese proceso
de pacificación ni siquiera habían nacido cuando la guerra finalizaba.
Si las expresiones culturales y literarias de la época bélica salvadoreña
se centraron en las producciones emanadas de talleres literarios organizados en
universidades o en los frentes de guerra, estas nuevas voces de la literatura nacional
son productos de carreras universitarias, lecturas personales, residencias en el
extranjero y apoyos familiares. En esas voces, el compromiso social de los escritores
y autoras del pasado ha dado paso a un desencanto generacional frente al quehacer
político y económico (manifiesto en frases coloquiales como “este no fue el país
que nos merecemos después de que se peleó una guerra”), pero también a una vuelta
a la semilla, a una visión retrospectiva y casi melancólica de la realidad vigente,
donde la poesía levanta su mano para expresar sus cantos de intimidad y personalidad
individual, incluso a través de medios tecnológicos avanzados como las páginas web,
los blogs, las redes sociales, los podcasts, todo unido a la publicación literaria
tradicional de libros y revistas, muchas veces bajo el sello de la autopublicación
cartonera, de presupuestos y alcances limitados.
Dentro de esa visión de lo personal frente a lo social, quizá uno de los
hechos literarios más significativos de los últimos años lo constituya la exploración
de diversas identidades, como lo evidencia escritoras que han comenzado a crear
espacios propios y a definir una obra personal de mayor exigencia, sin recurrir
necesariamente a las instancias tradicionales, en su mayoría dominadas y dirigidas
por los escritores, y sin supeditarse tampoco a unos cánones definidos también por
el sector masculino. Jacinta Escudos, Carmen González Huguet, Roxana Méndez, Miroslava
Rosales, Juana M. Ramos, Yessika Salgado y muchas más son expresiones de esa nueva
realidad dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Lejos de la guerra y de los talleres literarios del pasado, la literatura
salvadoreña de los y las jóvenes de la actualidad se centra en el desarrollo de
ambiciosos proyectos personales con calidad internacional, lo que les está permitiendo
ser escuchados y analizados en otras partes del mundo, con lo que poco a poco se
han ido abriendo espacios en suplementos, revistas y recitales de diversas partes
del mundo, como los festivales poéticos de México, Granada (Nicaragua) y Medellín
(Colombia).
Así, las cosas, no resulta extraño que el Ministerio de Educación y la universidad
privada “Dr. José Matías Delgado” hayan puesto en marcha, hace unos años atrás,
una Escuela de Jóvenes Talentos en Letras y Periodismo, donde cada fin de semana
un grupo notable de jóvenes líderes de diversas comunidades del país se hacen presentes
para sujetarse a un pensum elevado y exigente, así como al trato con autoras y autores
del país, quienes fungen como docentes o visitantes especiales dentro de esas cátedras,
que se constituyeron -hasta su abrupto cierre- en un aliciente importante para la
literatura nacional del futuro en un El Salvador que clausuró sus carreras universitarias
de literatura, ahora sólo impartidas en la Universidad de El Salvador, donde por
hora se imparte una maestría en Cultura Centroamericana y pronto habrá espacios
doctorales.
De esa manera, se está produciendo una eclosión de nuevos nombres dentro
de las letras nacionales, quienes se han sumergido en sus interioridades para hacer
brotar textos intensos e interesantes, sólidos y ambiciosos, con proyecciones hacia
dentro y fuera de las fronteras nacionales. Entre las comunidades salvadoreñas residentes
en el extranjero también se realizan trabajos igual de interesantes y fuera de serie
dentro de sus espacios culturales y universitarios, más allá de sus posibilidades
y limitantes por ser “minorías étnicas” en ese gran espectro de las identidades
salvadoreñas, cada vez más multiculturales, cada vez más enfocadas en darle una
oportunidad a las letras que expresen el nuevo nosotros, en medio de realidades
económicas y sociales muy duras, en este tiempo global de pandemia y múltiples incertidumbres
vinculadas con el cambio climático, las derivas políticas y belicistas, los reacomodos
económicos, los ascensos y descensos de las potencias, etc.
CARLOS CAÑAS DINARTE (El Salvador, 1971). Investigador independiente, reside desde 2010
en Barcelona (España). Es autor y coautor de más de 30 libros publicados en ocho
países, entre los que destacan Diccionario
de autoras y autores de El Salvador (1997, 2000 y 2019), Centuria: los hechos y personajes del siglo XX
en El Salvador (1999), Historia
de la energía geotérmica en El Salvador (2005), Historia del azúcar en El Salvador
(2009), Historias de mujeres protagonistas
de la independencia (1811-1814): insurgencia, participación y lucha de las mujeres
de San Salvador por lograr la emancipación del Reino de Guatemala (2010),
Atlas histórico-cartográfico de El Salvador,
1529-1909 (2012), El Salvador.
La historia de sus billetes y los billetes en su historia (2013), El Salvador (guía turística, 2013), Vida y obra del maestro Alberto Masferrer (2014), Rubén Darío en Santa Tecla (en prensa)
etc.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 178 | agosto de 2021
Curadoria: Juana M. Ramos (El Salvador, 1970)
Artista convidada: Liza Alas (El Salvador, 1982)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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