OMAR CASTILLO | Los elementos del desastre de Álvaro Mutis
En este texto circunscribiré mis
reflexiones a la lectura de los poemas que componen la primera edición de Los elementos del desastre, libro cuyos significados
para la poesía escrita en español, tanto hoy, un día del mes de abril de 2013, como
hace 60 años, siguen siendo perturbadores al tiempo que fascinantes, ya en lo abrasador
de su contenido, como en las estructuras y el lenguaje en el que fue escrito. Su
instante, el eco y el presente que encarnan no cesan en sus revelaciones.
En Los elementos del desastre Álvaro Mutis trae al idioma español palabras
y atmósferas que con gran plasticidad se vuelven imágenes tuquias de ofuscamiento
y un vigor sudoroso. Palabras y atmósferas engarzadas en ritmos de alucinación y
realidades enfermizas. Son imágenes de seres y situaciones que revientan, ofreciéndose
como frutos ahítos por ser devorados. El suceder de estas imágenes parece venir
del caldo donde un mundo se ha extraviado en su nacimiento mismo, dando paso a ámbitos
y significados donde se fundan leyendas y hazañas de azar. De todo lo cual quedan
algas, muñones, despojos y otros menesteres que ha dejado la abundancia del desastre
y que claman, desde sus montones, ser usados por quienes se entregan al consumo
de sus rutinas, al encuentro fortuito del clima donde abastecer sus ansias de vida.
Resulta inevitable, cuando se
leen los poemas de Los elementos del desastre,
no traer a la memoria histórica las sombras de aquellos personajes que, con sus
tramas, alcanzaron a usurpar cualquier idealización humana. Sombras representadas
en esos antiguos profetas que, para sus escrituras, se dedicaron a penetrar el instinto
humano, las concepciones de sus miedos, el incógnito de su muerte, las albricias
de su eternidad, a penetrar con sus estiletes el despavorido sentimiento humano
hasta hacerlo susceptible de los elementos con los cuales fundar una fe.
En Los elementos del desastre el poeta señala lo inútil de cualquier idealización
humana, lo árido que terminan siendo los dogmas impuestos por ellas. En este punto
las voces de quienes han padecido esas idealizaciones se suman y registran en la
voz del poeta. Por eso a él no le son ajenos los modos expresivos de estos profetas
de la quimera desolada. De ahí que cuando narra el suceder por estos elementos y
desastres del devenir humano, los escriba una y otra vez sobre la página como quien
escarba el inicio del misterio, los ecos de sus extravíos. La raíz de su estampida.
El poeta escarba las costras acumuladas
por la condición humana, y encuentra infecciones e infecciones que narran de jornadas
por regiones de “dolor diseminado como el
espeso aroma de los zapotes maduros”. La ofensa del miedo vuelta un frío abrasador.
Trama de piedras que evidencian la memoria y el prematuro olvido. Maldiciones tejidas
en los ojos de los rebaños humanos que pacen en las ciudades hechas coros de alabanza
para un dios inútil. Tal cual sucede en el poema “El húsar” o, ¿es en el poema “El
miedo”? Palabras, atmósferas e itinerarios parecen repetirse una y muchas veces
consiguiendo un remolino de imágenes que logran ofuscar al lector, hasta dejarlo
al borde de una realidad “sin pestilencia,
pero con la notoria máscara” de un sol que se consume en la ruin memoria de
sus artificios y paraísos. La fábula ha quedado en ascuas.
Los poemas de los Elementos del desastre se movilizan en la
página como poderosos racimos del habla que arrastra seres y situaciones consumidos
entre lo mítico y lo circunstancial de sus existencias. Aun en lo más crispado del
abyecto de sus descripciones, las palabras se solventan como provenientes de nítidas
raíces. Su escritura se engasta en versículos y prosas que evocan las escrituras
sagradas de pueblos sumidos en sus lecturas y comentarios. Pueblos hechos polvo
en los delirios y significados atribuidos a tales escrituras. Hasta hacerse víctimas
en el silencio vago de su ser escatológico.
El sólo título del libro narra
una visión de la realidad. De una manera de aprehender esa realidad. La misma que
evidencia un mundo no compacto en sus designios ni en sus leyes. Un mundo roto en
sus estructuras y en sus sentimientos. Un mundo sumido en una tautológica letanía
de recodos y abismos absurdos. Un mundo plagado, hecho un reguero humano que se
encarga de difundir y hacer obedecer las plagas que los consumen, como si de un
recuerdo pavoroso se tratara.
El título y el contenido de Los elementos del desastre evidencian decrepitud,
sombras intactas, hilachas y olores que infectan al ser humano y a la cultura de
Occidente, del mundo. No olvidemos que la primera edición del libro sale en 1953,
ocho años después del fin de la Segunda Guerra. Entonces no es raro que el poeta
esté impactado por el oxígeno de su tiempo, el mismo que respiran quienes se encuentran
con la realidad que ha dejado la catástrofe bélica. La misma que consiguió socavar
la intimidad y la colectividad humanas hasta ponerlas en lo más abyecto y mórbido
de sus expresiones y comportamientos. Y en medio de las celebraciones por el fin
de la guerra, la balanza de la zozobra y el miedo que imponen los aliados tras su
triunfo y su nueva redistribución geopolítica del mundo.
Los
elementos del desastre
surgen desde los enconos que cultiva la metafísica moral de la cultura de Occidente.
Metafísica hecha dogma de fe. Hecha tras un reguero de muerte y escombros mantenidos
como hitos históricos. Entonces, ¿cómo señalar de pesimista al poeta que nos narra
las vicisitudes y hazañas vividas por oscuros seres que se consumen en los pliegues
de la realidad? No es pesimista el poeta. No es oscuro. No es morboso. Su visión
narra los desastres que arrastra la historia humana. El poeta cumple con su función
de ser raíz primitiva, hecha sustancia que se interroga en el habla escrita del
poema. Los augures leen en el lomo de los elementos los signos del desastre.
Los poemas de Los elementos del desastre se hunden hasta
lo oculto y lo evidente de la memoria que curte la realidad del día y la noche humana.
Se hunden recabando un ritmo para la vida, la forma de una pregunta íntima y colectiva
que dé sosiego al devenir humano.
En estos poemas asistimos a escenas
donde cunden los despropósitos y las inclinaciones humanas dadas a condimentar sus
padecimientos con aguas lustrales tomadas del oprobio y de la creencia en un cuerpo
inconsútil. Aguas que acrecientan sus recaudos de infamia y conmiseración. Las criaturas
de estas escenas viven estancadas en las membranas de un sueño que regresa siempre
al sueño en el sueño mismo. Son seres inmersos en la eternidad que los acoge en
su quietud, en los sopores de su cotidianidad.
En el poema “El festín de Baltasar”
asistimos al decorado de “una antigua secuencia
de trajinada memoria”. Secuencia realizándose en la telaraña de un día aciago.
Rezo interminable por la boca de la bestia que es consumida en los cobres del alba
que llega cargada de implacables y hastiados servidores, los que darán cumplimiento
al rito a celebrarse en el cuerpo de Baltasar, en el “olvido que se prepara en el fondo de sus ojos”. En este poema los versículos
se acomodan igual a los fragmentos conservados de un fresco, del cual otros se han
perdido irremediablemente. Quedando sólo pasajes de la historia que informan. Son
versículos arrancados de cuerpos mutilados por el uso y el tiempo, empero sobrevivientes
que yacen hacia el olvido.
Con el poema “Los trabajos perdidos”,
concluye el ciclo de los 12 que componen los Elementos del desastre. Decir que concluye es arriesgarse a ver en este
libro una noción visceral de la existencia, la misma que lo deja abierto a un sinfín
de rasgaduras e interpretaciones en un tiempo casi mítico. En un tiempo vuelto un
fruto que se marchita próximo a ser semilla. Quizá por eso el poeta dice en sus
líneas finales:
[…]… el poema está hecho desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y
quebradiza de un ave poderosa y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance.
Trance al cual asiste el poeta
una y otra vez, hasta alcanzar el eco de la estampida donde se fraguan las palabras
para el poema. El mismo poema que será siempre otro. Pues parece que el porvenir
del poeta es escarbar el encono donde se resuma la infamia toda de la humanidad.
“¿El mito perdido, irrescatable, estéril?”.
Sobre la obra poética de Álvaro
Mutis se han escrito y publicado notas, ensayos y libros que buscan dar cuenta de
sus orígenes literarios, estilo y demás asuntos en su creación. Aquí sólo he querido
expresar el impacto que, finalizando la década de 1970, la lectura de Los elementos del desastre significó para
mí.
El reconocimiento de una tradición
literaria nos permite realizar lecturas con las cuales aproximarnos a la multitud
de voces que, en una lengua, en el tiempo, a través de un poema, nos hablan, nos
significan.
Cabe anotar que, en la poesía
escrita en Colombia, por los años de la primera edición de Los Elementos del desastre, el libro de Álvaro Mutis establece un diálogo
con la obra fundacional de José Asunción Silva y la vastedad creadora de León de
Greiff, abriendo el espectro de la poesía colombiana a otros ámbitos y experiencias,
tanto formales como de estro poético.
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