terça-feira, 15 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Álvaro Mutis

OMAR CASTILLO | Los elementos del desastre de Álvaro Mutis

 


En julio de 1953, Editorial Losada, S. A. de Buenos Aires, termina la impresión de Los elementos del desastre del poeta Álvaro Mutis. Así se iniciaba el itinerario público de un libro fundamental para la poesía que por esos años se escribía en Colombia y en los demás países de lengua española. Y si es posible rastrear huellas de otros creadores en los poemas que Álvaro Mutis reúne en este libro, también es evidente que su voz ya ha conseguido un trazo temático y unas atmósferas que le permiten un carácter propio. Lo cual evidencia el diálogo directo que el poeta ha establecido con su tradición, la inmediata y la histórica, tanto en su idioma como en la de aquellos que le son más próximos en la cultura de Occidente.

En este texto circunscribiré mis reflexiones a la lectura de los poemas que componen la primera edición de Los elementos del desastre, libro cuyos significados para la poesía escrita en español, tanto hoy, un día del mes de abril de 2013, como hace 60 años, siguen siendo perturbadores al tiempo que fascinantes, ya en lo abrasador de su contenido, como en las estructuras y el lenguaje en el que fue escrito. Su instante, el eco y el presente que encarnan no cesan en sus revelaciones.

En Los elementos del desastre Álvaro Mutis trae al idioma español palabras y atmósferas que con gran plasticidad se vuelven imágenes tuquias de ofuscamiento y un vigor sudoroso. Palabras y atmósferas engarzadas en ritmos de alucinación y realidades enfermizas. Son imágenes de seres y situaciones que revientan, ofreciéndose como frutos ahítos por ser devorados. El suceder de estas imágenes parece venir del caldo donde un mundo se ha extraviado en su nacimiento mismo, dando paso a ámbitos y significados donde se fundan leyendas y hazañas de azar. De todo lo cual quedan algas, muñones, despojos y otros menesteres que ha dejado la abundancia del desastre y que claman, desde sus montones, ser usados por quienes se entregan al consumo de sus rutinas, al encuentro fortuito del clima donde abastecer sus ansias de vida.

Resulta inevitable, cuando se leen los poemas de Los elementos del desastre, no traer a la memoria histórica las sombras de aquellos personajes que, con sus tramas, alcanzaron a usurpar cualquier idealización humana. Sombras representadas en esos antiguos profetas que, para sus escrituras, se dedicaron a penetrar el instinto humano, las concepciones de sus miedos, el incógnito de su muerte, las albricias de su eternidad, a penetrar con sus estiletes el despavorido sentimiento humano hasta hacerlo susceptible de los elementos con los cuales fundar una fe.

En Los elementos del desastre el poeta señala lo inútil de cualquier idealización humana, lo árido que terminan siendo los dogmas impuestos por ellas. En este punto las voces de quienes han padecido esas idealizaciones se suman y registran en la voz del poeta. Por eso a él no le son ajenos los modos expresivos de estos profetas de la quimera desolada. De ahí que cuando narra el suceder por estos elementos y desastres del devenir humano, los escriba una y otra vez sobre la página como quien escarba el inicio del misterio, los ecos de sus extravíos. La raíz de su estampida.

El poeta escarba las costras acumuladas por la condición humana, y encuentra infecciones e infecciones que narran de jornadas por regiones de “dolor diseminado como el espeso aroma de los zapotes maduros”. La ofensa del miedo vuelta un frío abrasador. Trama de piedras que evidencian la memoria y el prematuro olvido. Maldiciones tejidas en los ojos de los rebaños humanos que pacen en las ciudades hechas coros de alabanza para un dios inútil. Tal cual sucede en el poema “El húsar” o, ¿es en el poema “El miedo”? Palabras, atmósferas e itinerarios parecen repetirse una y muchas veces consiguiendo un remolino de imágenes que logran ofuscar al lector, hasta dejarlo al borde de una realidad “sin pestilencia, pero con la notoria máscara” de un sol que se consume en la ruin memoria de sus artificios y paraísos. La fábula ha quedado en ascuas.

Los poemas de los Elementos del desastre se movilizan en la página como poderosos racimos del habla que arrastra seres y situaciones consumidos entre lo mítico y lo circunstancial de sus existencias. Aun en lo más crispado del abyecto de sus descripciones, las palabras se solventan como provenientes de nítidas raíces. Su escritura se engasta en versículos y prosas que evocan las escrituras sagradas de pueblos sumidos en sus lecturas y comentarios. Pueblos hechos polvo en los delirios y significados atribuidos a tales escrituras. Hasta hacerse víctimas en el silencio vago de su ser escatológico.

El sólo título del libro narra una visión de la realidad. De una manera de aprehender esa realidad. La misma que evidencia un mundo no compacto en sus designios ni en sus leyes. Un mundo roto en sus estructuras y en sus sentimientos. Un mundo sumido en una tautológica letanía de recodos y abismos absurdos. Un mundo plagado, hecho un reguero humano que se encarga de difundir y hacer obedecer las plagas que los consumen, como si de un recuerdo pavoroso se tratara.

El título y el contenido de Los elementos del desastre evidencian decrepitud, sombras intactas, hilachas y olores que infectan al ser humano y a la cultura de Occidente, del mundo. No olvidemos que la primera edición del libro sale en 1953, ocho años después del fin de la Segunda Guerra. Entonces no es raro que el poeta esté impactado por el oxígeno de su tiempo, el mismo que respiran quienes se encuentran con la realidad que ha dejado la catástrofe bélica. La misma que consiguió socavar la intimidad y la colectividad humanas hasta ponerlas en lo más abyecto y mórbido de sus expresiones y comportamientos. Y en medio de las celebraciones por el fin de la guerra, la balanza de la zozobra y el miedo que imponen los aliados tras su triunfo y su nueva redistribución geopolítica del mundo.

Los elementos del desastre surgen desde los enconos que cultiva la metafísica moral de la cultura de Occidente. Metafísica hecha dogma de fe. Hecha tras un reguero de muerte y escombros mantenidos como hitos históricos. Entonces, ¿cómo señalar de pesimista al poeta que nos narra las vicisitudes y hazañas vividas por oscuros seres que se consumen en los pliegues de la realidad? No es pesimista el poeta. No es oscuro. No es morboso. Su visión narra los desastres que arrastra la historia humana. El poeta cumple con su función de ser raíz primitiva, hecha sustancia que se interroga en el habla escrita del poema. Los augures leen en el lomo de los elementos los signos del desastre.

Los poemas de Los elementos del desastre se hunden hasta lo oculto y lo evidente de la memoria que curte la realidad del día y la noche humana. Se hunden recabando un ritmo para la vida, la forma de una pregunta íntima y colectiva que dé sosiego al devenir humano.

En estos poemas asistimos a escenas donde cunden los despropósitos y las inclinaciones humanas dadas a condimentar sus padecimientos con aguas lustrales tomadas del oprobio y de la creencia en un cuerpo inconsútil. Aguas que acrecientan sus recaudos de infamia y conmiseración. Las criaturas de estas escenas viven estancadas en las membranas de un sueño que regresa siempre al sueño en el sueño mismo. Son seres inmersos en la eternidad que los acoge en su quietud, en los sopores de su cotidianidad.

En el poema “El festín de Baltasar” asistimos al decorado de “una antigua secuencia de trajinada memoria”. Secuencia realizándose en la telaraña de un día aciago. Rezo interminable por la boca de la bestia que es consumida en los cobres del alba que llega cargada de implacables y hastiados servidores, los que darán cumplimiento al rito a celebrarse en el cuerpo de Baltasar, en el “olvido que se prepara en el fondo de sus ojos”. En este poema los versículos se acomodan igual a los fragmentos conservados de un fresco, del cual otros se han perdido irremediablemente. Quedando sólo pasajes de la historia que informan. Son versículos arrancados de cuerpos mutilados por el uso y el tiempo, empero sobrevivientes que yacen hacia el olvido.

Con el poema “Los trabajos perdidos”, concluye el ciclo de los 12 que componen los Elementos del desastre. Decir que concluye es arriesgarse a ver en este libro una noción visceral de la existencia, la misma que lo deja abierto a un sinfín de rasgaduras e interpretaciones en un tiempo casi mítico. En un tiempo vuelto un fruto que se marchita próximo a ser semilla. Quizá por eso el poeta dice en sus líneas finales:

 

[…]… el poema está hecho desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y quebradiza de un ave poderosa y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance.

 

Trance al cual asiste el poeta una y otra vez, hasta alcanzar el eco de la estampida donde se fraguan las palabras para el poema. El mismo poema que será siempre otro. Pues parece que el porvenir del poeta es escarbar el encono donde se resuma la infamia toda de la humanidad. “¿El mito perdido, irrescatable, estéril?”.

Sobre la obra poética de Álvaro Mutis se han escrito y publicado notas, ensayos y libros que buscan dar cuenta de sus orígenes literarios, estilo y demás asuntos en su creación. Aquí sólo he querido expresar el impacto que, finalizando la década de 1970, la lectura de Los elementos del desastre significó para mí.

El reconocimiento de una tradición literaria nos permite realizar lecturas con las cuales aproximarnos a la multitud de voces que, en una lengua, en el tiempo, a través de un poema, nos hablan, nos significan.

Cabe anotar que, en la poesía escrita en Colombia, por los años de la primera edición de Los Elementos del desastre, el libro de Álvaro Mutis establece un diálogo con la obra fundacional de José Asunción Silva y la vastedad creadora de León de Greiff, abriendo el espectro de la poesía colombiana a otros ámbitos y experiencias, tanto formales como de estro poético.


 

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