terça-feira, 15 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Clara Schoenborn

BERTA LUCÍA ESTRADA | La shoah en clave de atena de Clara Schoenborn

 


El 27 de abril 2013, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO), Ediciones Apidama presentó el libro Los Oficios en Clave de Atenea, de la poeta caleña, de origen alemán, Clara Schoenborn, ganadora del XXVIII Concurso Nacional Ediciones Embalaje-Museo Rayo 2011, organizado por el Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo, bajo la égida de Águeda Pizarro. Precisamente, en dicho libro, aparecen los treinta poemas con los que ganó el concurso en cuestión.

     El presente ensayo, La Shoah en clave de Atenea (Ediciones Apidama, 2013) de la poeta colombiana Clara Schoenborn, fue presentado en el Congreso ¿La voz dormida? que se llevó a cabo en abril de 2014 en la Universidad de Varsovia, donde compartí mesa con la Académica y Escritora Carme Riera y este año será publicado por la Maestría de Literatura de UNIOESTE (CASCABEL-BRASIL). También puedo contarles que a raíz de la presentación de Clara Schoenborn en la U de Varsovia una alumna que estaba haciendo la tesis sobre Primo Levi decidió incluirla y hacer una tesis de literatura comparada.

 

Introducción

 

El exorcismo es algo sano. Cauterizar, quemar con el objetivo de sanar. Es como cortar las ramas de los árboles. He aquí mi talento.

 

Louise Bourgeois

 

     He leído el libro Los oficios en clave de Atenea varias veces sin que me canse, y lo que es más importante aún, siempre que hago una nueva lectura es como si fuese la primera vez. Eso es lo que sucede con la buena literatura, no se agota sino que sorprende una y otra vez; siempre hay nuevos descubrimientos, metáforas que pasaron desapercibidas porque estábamos ensimismados en otras que nos habían colmado el intelecto y la emoción; y con la particularidad que todas son igualmente hermosas y llenas de sentido. Y con cada lectura me convenzo más que se trata de un libro excelente; máxime que en poesía, al menos en la poesía colombiana, no se ha tocado ese tema que sólo nos llena de oprobio, como es el holocausto judío, pero también podría ser la imagen de muchos otros holocaustos, incluyendo al colombiano, así nadie lo haya llamado con ese nombre.

     Al analizar el libro hice dos lecturas, pero hay muchas otras, eso es lo que hace de este libro una obra universal. Hay múltiples miradas, es inagotable, es una eterna caja de Pandora. Los candados no son tan herméticos como la poeta creyó haberlos concebido, y eso se lo agradezco; ya que de otra forma no hubiese podido hacer el viaje al centro del huracán que hoy comparto con ustedes.

     Clara Schoenborn me escribió una vez, aludiendo a una alusión que yo había hecho sobre la Shoah en su libro, que la literatura navega por océanos insondables y la mayoría de las veces desconocidos por el autor; a lo que yo agrego: -He ahí la magia de la lectura. Un libro nunca está terminado, siempre es una obra inconclusa, ya que cada lector, y con cada lectura que hace de un mismo libro, realiza su propio viaje y saca sus propias conclusiones. La literatura no tiene verdades reveladas, ni esa es su misión; al menos en lo que se refiere a la gran literatura, a la literatura que sobrevivirá en el tiempo, más allá de todas nuestras expectativas como seres terrenales y finitos. Es ella la que puede otorgarnos la inmortalidad, pero también puede negárnosla. Y digo inmortalidad más allá de escribir nuestros nombres en las nubes que habrán de recorrer las centurias que le esperan a la especie humana.

     Es de anotar que es muy raro que un libro de poemas me produzca un impacto tan absoluto y brutal. Los poemas de Clara Schoenborn me sumergieron en un mundo doloroso, oscuro, turbio; fue el descenso a las tinieblas de un pasado agobiante y lacerante. No en vano la autora es descendiente de un sobreviviente de la Shoah, y gran parte de su familia pereció en los campos de concentración nazis. Supongo que yo no soy la única lectora en confesar su confusión. Al escribir este ensayo no pude dejar de pensar en una de las frases de Louise Bourgeois: “Mis obras son una reconstrucción del pasado. En ellas el pasado se ha vuelto tangible; pero al mismo tiempo están creadas con el fin de olvidar el pasado, para derrotarlo, para revivirlo en la memoria y posibilitar su olvido”. O bien: “Todos los días uno tiene que abandonar su pasado o aceptarlo, y entonces, si no puede aceptarlo, se hace escultor.” A lo que yo le replicaría: o escritora; y en el caso preciso de Clara Schoenborn, POETA, así con mayúscula sostenida.

     El libro Los oficios en clave de Atenea es un parto permanente, que no termina, un parto agónico, doloroso, pero que se niega a dejar la existencia. ¿Acaso la vida no es un eterno alumbramiento?

     Al leer la poesía de Clara Schoenborn siempre hay una doble, triple o cuádruple lectura. Podemos leer cada poema separadamente, también podemos leerlos armando un inteligente rompecabezas, o bien es una nueva cábala que nos invita a descifrar sus más recónditos secretos. En Los oficios en lave de Atenea encontramos poemas esparcidos en versos a todo lo largo del libro. Es el caso del tema recurrente de la muerte; y se podría decir lo mismo de los espejos.

     En el poema que abre el libro, Preámbulo – Regreso de Atenea, encontramos a la eterna Eva transformada en Atenea o en Loba, elementos que veremos a lo largo de la exposición. Su lectura nos sumerge en la recuperación de la memoria:

 

he regresado

 con mis números de fuego,

a borrar el tiempo

que olvidó la sal.

 

     La sal que todo lo carcome no pudo hacer nada contra el tiempo, el tiempo de la diosa virgen y guerrera, la diosa que nació de la cabeza de Zeus, su hija preferida, su bien amada. La diosa que no bajó la cabeza ante ningún hombre, que no se arrodilló ni pidió perdón. Por eso somos sus hijas, nos hemos caído millones de veces y siempre nos volvemos a levantar. Si hemos sido prostitutas o reas, despertamos como ingenieras o poetas. Nos levantamos “seduciendo los candados”, rompiendo grilletes, gritando hasta el delirio para luego recuperar la cordura.

     Los versos a los que acabo de hacer alusión, “he regresado/con mis números de fuego, /a borrar el tiempo/que olvidó la sal”, tienen también otra connotación, otra lectura, nos remontan a La Biblia, más exactamente al Antiguo Testamento; me refiero a la esposa de Lot, la que no tiene nombre, ¿para qué -se preguntarán algunos- si de todas formas pertenece a su marido? Es la mujer olvidada luego de ser convertida en estatua de sal, por haber querido saber y ver lo prohibido. Una clara alusión al conocimiento que desde siempre nos ha sido negado. No obstante, a pesar de la sal que todo lo carcome, seguimos ¡Firme(s) como semilla/florezco (florecemos) en las municiones”, porque ni la guerra puede borrarnos de la faz de la tierra. Por eso dice: “Búscame justo ahí/en tu costado izquierdo”, somos eternas Evas condenadas a errar por siempre lejos del paraíso, en un “espejismo” con “las manos estirándose/para revivir los muertos… donde no cesan los faros”. El libro es una permanente hoguera, fuego que consume todo, pero también purifica e ilumina. Y luego dice: “He regresado/ Mírame/Estoy/detrás de todos los espejos/refractada entre infinitos, /ven/que juntas como serpientes/somos mucho más/que una mitad”. Ya no somos el costado de Adán, existimos por nosotras mismas, y gracias al espejo nuestra imagen se vuelve infinita, imperecedera. En otras palabras, este libro recoge la historia del pueblo judío, y sobre todo es la historia de la humanidad –de todos los pueblos y de todos los tiempos- o bien ha sido un grupo migrante o desplazado; siempre ha estado en pos de la tierra prometida, buscando un lugar donde cultivar, echar raíces, criar una familia en situación digna, una tierra que aleje el hambre y el miedo.

 

I parte – Oficios en caída libre

Las mujeres somos dadoras de vida, y además de poseer un útero podemos parir palabras, somos doblemente escritoras, damos a luz otras vidas y damos a luz la historia y la poesía.

     En el poema Escritora, que abre el primer capítulo Oficios en caída libre, somos testigos del regreso de Atenea la virgen, la guerrera, vestida de escritora. No en vano en griego se le dice grafiti, del vocablo grafito, ya que su voz imprime “los vuelos entre abecedarios” y las “alas se empapan en los partos”, y luego salen convertidas en barcos hacia la luz, hacia la libertad, hacia la independencia que rompe los candados y las cadenas que la sociedad patriarcal ha sembrado a todo lo largo de nuestra eterna errancia, sin saber que siempre encontraremos una “desembocadura”.

     En Adolescente habla de la niña que todas llevamos dentro: “desempaco mis maletas/todos los días/ todos”; recordándonos que somos migrantes perpetuas, que no poseemos nada porque nada nos han dado. Poseemos lo que nos hemos ganado con nuestras propias manos; por eso en Hechicera vemos la “fascinación/por hundir mis dedos/ en la abotonadura de la realidad”. Y nuevamente en Adolescente “ante cada una/ de mis sucesivas muertes” y luego “en el centro de mi tierra/crece un herbolario”, desarrolla los dos temas que son el eje de su creación poética: el alumbramiento y la muerte. Este eje es, en realidad, una serpiente que se muerde la cola, es el mito del eterno retorno. Con esos versos Clara Schoenborn nos remite al herbolario secreto de nuestros úteros y ovarios.

     Y en Revolucionaria vemos a la mujer que pare la muerte: “Tanto puño contenido/ en tu cementerio de embriones”. La muerte nos pone trabas, edifica murallas, pone cerraduras, cierra candados: “¡Pero mira esa sangre en las puertas!/¡Esos vuelos tan inútiles!”. Y nos remite nuevamente a la loba que nombraba en su primer poema: “son placenta de colmillos/que gritan por ácido”.

     En Hechicera encontramos a la escritora transmutada en este nuevo oficio. Entre las dos “abotonan la realidad”. Entre las dos construyen el mundo, el cosmos, el universo; nada existiría sin ellas, sin ELLA, escritora-hechicera, hechicera-escritora, inventora de palabras, inventora de potajes mágicos. Por eso dice: “No estaré ahí/ cuando mires/ pero sí/cuando creas”.

     E inmediatamente, en Lesbiana, “Al fin he decidido/ la libertad de las fisuras”, puesto que los dedos que desabotonan la realidad también abren las fisuras; así la grieta amenace el cosmos; no importa, ella sabe como repararlo. De ahí que en Bruja leamos: “Voy a recolectar/ todos los ojos con grietas” y “en los techos/se reconstruyen/mis vísceras. La escritora-hechicera-bruja, conocida también como la saga, de sage, la sabia. No en vano la partera se llama en francés sage-femme: “Ninguna hoguera logrará nunca/apartar el diagnóstico del fuego/-tan justo en su ley”. La mujer alumbra la verdad en el universo, gracias a ella la tierra sigue girando y los astros no se consumen y siguen alumbrando. Y en Sacerdotisa: “Comprendes que el incienso/alcanza siempre la claridad”.

     En Amante, “internaré mi ombligo/un mapa de saliva”, nos recuerda al cosmos atado con un hilo invisible, un enorme cordón umbilical convertido en senda sagrada, en guía. Luego: “Todo aquí es principio/y también retorno,/en los jugos de esta muerte/ voy a revivir”: Vemos a Grethel retornando a la casa paterna, en este caso al hogar materno -no en vano en francés se dice foyer, de feu, fuego-, y el foyer es también la chimenea; lugar sagrado que nos calienta en las frías y largas noches hibernales. No hay que olvidar que anteriormente era también el lugar donde se preparaban los alimentos y que en ninguna otra parte de la casa había fuego y mucho menos calefacción. En las regiones campesinas e indígenas sigue siendo la habitación donde se reúne la familia; al menos en la regiones de clima frío. Es la casa que cada una de nosotras ha construido, así haya vendavales que de cuando en cuando la derriben. También puede ser un refugio al revés, una trampa ladina que nos engulle. No en vano Louise Bourgeois decía: “Cuando se experimenta el dolor, uno se puede enclaustrar con el fin de protegerse. Pero la seguridad de la guarida puede también ser una trampa”. Y Primo Levi, en su libro Si esto es un hombre, dice: “En esta Ka-Be, paréntesis de relativa paz, hemos aprendido que nuestra personalidad es frágil, que está mucho más en peligro que nuestra vida; y que los sabios antiguos, en lugar de advertirnos “acordaos de que tenéis que morir” mejor habrían hecho en recordarnos este peligro mayor que nos amenaza”.

     Y luego, en el poema Adúltera, Clara Schoenborn nos recuerda:

     1. “Cuánto duele el lodo/ cuando lo retiene una cadena”; haciendo alusión al peso del pasado, que nos hace eternas exiliadas en nosotras mismas.

     2. “Al buscar en mi destierro/con las lágrimas de un arenal”. Al igual que las mujeres-casa de Louise Bourgeois llevamos nuestra casa a cuestas; así transitemos por senderos áridos, desolados, sombríos, ajados, llenos de ranuras, estériles; y luego, en un acertado verso, “Esta sed/ que ansía reflejar inundaciones”. La lectura de estos poemas nos enfrenta a un mundo sensible del cual no se habla, pero que está allí: el hogar. Dicho en otras palabras el territorio que cualquier especie animal protege y defiende. En él se abriga, en él ama y en él sufre. La casa puede ser vista, o vivida, como un remanso o como una prisión. Recuérdese que durante milenios la mujer estuvo aislada de la sociedad, recluida en un gineceo, sin permitírsele espacios para la expresión estética.

     3. Para finalmente tirar amarras en un “nido verde”, donde podemos volver a alumbrarnos a nosotras mismas. Lo que me lleva nuevamente a pensar en Louise Bourgeois y en sus arañas. La araña teje y teje incansablemente, si su tela se rompe, ella vuelve y la teje. Eso es lo que hace Clara Schoenborn con su poesía, teje y teje la historia de su pueblo, de su familia; e incluso teje la historia reciente de Colombia. La historia de los más de tres millones de desplazados que van con su casa a cuestas, reparando y olvidando, reparando y recordando, reparando para no morir, reparando para sobrevivir. Todos necesitamos de nuestros recuerdos, como decía Louise Bourgeois: “ellos son nuestros documentos”. Y si traigo a colación esta frase es porque Clara Schoenborn hurga en el pasado. Un pasado desconocido para ella. Es un libro que trata de buscar respuestas a las pesadillas y a los miedos que acecharon las noches de millones de judíos encerrados en oscuras barracas. Bucea en los recuerdos de su pueblo, se interroga y busca respuestas; aunque sepa que ellas apenas si existen. Es como si se penetrara en terrenos pantanosos, en arenas movedizas, y se temiera a cada instante que la tierra termine por tragarnos. El pasado regresa una y otra vez, como una pesadilla que nos impide respirar. Tal vez por eso Primo Levi decía: “Cuando se está trabajando se sufre y no queda tiempo para pensar: nuestros hogares son menos que un recuerdo. Pero aquí (aludiendo a los campos de concentración) tenemos todo el tiempo para nosotros: de litera a litera, a pesar de la prohibición, nos visitamos, y hablamos y hablamos. El barracón de madera, cargado de humanidad doliente, está lleno de palabras, de recuerdos y de otro dolor. Heimweh, se llama en alemán este dolor, es una bella palabra y quiere decir “dolor de hogar””.

     En Menopáusica, la edad dorada, temida e incomprendida, nos damos cuenta que “el espejo tenía fronteras” y que si bien ya no parimos otros seres, si nos damos a luz a nosotras mismas: “Tendré que cuidar a esta recién nacida/ y la inventaré grande,/ahora que soy diosa”. Una nueva alusión a Atenea,y por supuesto a la Dama del Lago, diosas dormidas y acurrucadas en el fondo de nuestros úteros; por lo que sentimos como sus dátiles desgranan uno a uno los óvulos infecundos, hasta agotarlos, con lo que nos otorgan la libertad.

     Y en los versos “me zambullí en otros tejidos/…/y me hice a su imagen y semejanza/aún cuando ignoraba/el motivo de las migraciones”. Es la capacidad que tenemos las mujeres de reinventarnos a nosotras mismas, somos una y todas, un espejo y mil espejos; una galería de lunas donde se refleja la misma figura y al mismo tiempo muta en otras miles y nos hace eternas, por lo que nos sorprendemos ante nosotras mismas una vez hemos logrado la libertad, “en estas mañanas fugadas de ciclos”.

En Inmigrante leemos: “Ha sido este silencio/la sustancia de mi viaje”.

     Por eso en el poema que lleva ese título, Guerrera, leo algunos apartes que me permiten construir otro poema con versos ya leídos. Es el rompecabezas del que hablaba al principio; es el libro que da lugar a muchos otros libros, a muchas otras lecturas. Es como si Los oficios en clave de Atenea fueran un infinito patchwork que nos permite crear, crear y recrear; donde no hay nada terminado. Leamos el poema que he recreado teniendo en cuenta únicamente los versos de Clara Schoenborn:

 

Sólo yo conozco

esa antigua fundición de cadáveres (Poema Guerrera)

Es mi arco un prisionero

obligado a ser verdugo

a esparcir su metalurgia

entre golpes de muerte (Poema Cazadora)

Tanto puño contenido

en tu cementerio de embriones (Poema Revolucionaria)

En los jugos de esta muerte voy a revivir (Poema Amante)

Para exorcizar en ellos (ellas)

mi propia muerte (Poema Guerrera)

y por ello se hace más denso

el silencio del mundo (Poema Cazadora)

 

     Recreando este poema pienso, inevitablemente, en Los Esclavos de Miguel Ángel, las soberbias esculturas en las que el artista se sumió por espacio de cuarenta años, y que habían sido encargadas para el mausoleo de Julio II. Miguel Ángel imprimió una de las características de su estilo, al menos del estilo que adoptó en su etapa de madurez, el estilo de non finito; lo que les da un aura de terribilità, que nace de la desmesura física, descomunal, de esos hombres que aunque apenas están emergiendo de la piedra ya poseen una fuerza emocional que avasalla a cualquier espectador; lo que ha llevado a muchos críticos del arte a hablar de “la tragedia de la escultura”. Por lo que yo retomo esas palabras y hablo de la tragedia de la poesía de Clara Schoenborn.

     Por eso estoy convencida que aunque Clara aún no había nacido cuando en los campos de exterminio nazi murieron alrededor de siete millones de judíos, sin contar los tres millones de zíngaros y los varios miles de homosexuales, su libro, Los oficios en clave de Atenea, bien podría formar parte de la compilación de recuerdos de muchos de los sobrevivientes de Auschwitz, me refiero a “Excavaciones: supervivientes-recuerdos-transformaciones”, el libro que hace poco fue publicado bajo la dirección de Susanne Urban y que recoge las respuestas que muchos de los sobrevivientes dejaron inscritas en un formulario que debieron llenar a comienzos de la década de los cincuenta; lo que demuestra que a pesar del horror recién vivido las víctimas ya habían comenzado a bucear en los recuerdos para no perder la memoria ni caer en el abismo de la locura. Este libro y El oficio en Clave de Atenea tienen en común el rescate de la memoria colectiva; al mismo tiempo que es una forma de contar la historia de otro modo, la historia personal y la colectiva, a los nietos y bisnietos; y por supuesto, al resto de la humanidad. Primo Levi lo resumió así: “Sabemos de dónde venimos: los recuerdos del mundo pueblan nuestros sueños y nuestra vigilia, nos damos cuenta con estupor de que no hemos olvidado nada, cada recuerdo evocado surge ante nosotros dolorosamente nítido”.

 

II parte – Oficios en el libro del agua

En el poema Esposa, la fundición de los cadáveres se convierte en “el holocausto del tiempo”. ¿Porqué qué otro elemento, o idea abstracta, desapareció en los hornos crematorios que no fuera el tiempo de todo un pueblo, de una cultura, de una historia, de un pasado, de una tradición? Por eso “los balcones se caen del silencio” y “la caricia” de la esposa “humedece cicatrices”. No las borra, al contrario, las humecta para recordar, per sécula seculórum, a esa enorme cicatriz que lleva la especie humana grabada en su piel: la Shoah judía. El holocausto que ni el silencio ha logrado borrar.

     Los oficios en clave de Atenea es la historia del pueblo judío, de eso no me cabe la menor duda; al menos de una parte de su historia. En este caso preciso la diáspora, el desarraigo, el exilio permanente, la huida en la oscuridad, el miedo ancorado en la memoria colectiva, ya que no se sabe que habrá al final del túnel; a lo mejor “la antigua fundición de cadáveres” o el “verdugo” obligado a “esparcir su metalurgia /entre golpes de muerte”; o bien encerrados en “el vértice exacto/donde los alambres/organizan una luna en traslación,/gesto de raíces/en el holocausto del tiempo”. Y Levi decía: “hemos viajado hasta aquí en vagones sellados; hemos visto partir hacia la nada a nuestras mujeres y a nuestros hijos; convertidos en esclavos hemos desfilado cien veces ida y vuelta al trabajo mudo, extinguida el alma antes de la muerte anónima. No volveremos. Nadie puede salir de aquí para llevar al mundo, junto con la señal impresa en su carne, las malas noticias de cuanto en Auschwitz ha sido el hombre capaz de hacer con el hombre”.

     Y es que la historia es una mujer con cara de fuego que se pierde en las colinas o detrás de los árboles, es esquiva, a veces amante, y en general violenta. Es una trashumante en un paisaje sedentario. Cree partir cuando en realidad es el camino el que avanza. La historia que podría describir el techo de la casa como una tumba, un sepulcro, una laja, un hueco olvidado y enterrado por la luz. Tal vez por eso Levi decía que “sucumbir es lo más sencillo… su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos (ella, la historia), los Muselmänner, los hundidos, los cimientos del campo, ellos (ella, la Historia), la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos (pienso en los miles de desaparecidos de las dictaduras del Cono Sur): se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla”.

     Luego el poema Campesina nos remite a nuestros orígenes, nos recuerda a la saga a la que hacía referencia anteriormente, a la que con sus sabias manos hace parir la tierra y deja su “eco en la semilla”. O bien a la Pastora que canta “toda yo soy una casa”, y que como un caracol lleva su hogar a cuestas, refugiándose de “la sombra de los lobos”. En Madre y sus “ligaduras de cuarzo”, “orfebre de nanas y ríos”, “hada de embriones”, donde las “aguas de su útero son inmortales”, remite inmediatamente a los versos de Gobernante: “sabiduría de tu hogar/acostumbrado a los partos”.

     Este poema nos muestra la otra cara de la mujer sabia que pare en la intimidad de su hogar. Es la mujer que toca el arsenal y se pierde en los “cantos de niebla”. Sólo tiene ases para jugar la partida, al menos eso es lo que cree. ¿Qué riqueza cree que hay en los hornos crematorios, “desolladores del llanto”? Ella sabe que la corriente la espera para seguir las migraciones de los pájaros. Tal vez por eso en Estudiante no olvida su secreto, su “nuevo combate/contra los fosos”.

     Y en el poema Obrera, como en una obra de teatro, “explora el sueño/tras los telones profundos” de “sus pupilas maltrechas”. Ella, y las otras sombras que la acompañan, son “espectros” que se “acoplan/en el olvido y las cadenas”. No hay peor olvido que las cadenas que atan los tobillos.

     La Amiga -léase madre, hermana, vecina, prima, hija, nieta- limpia los cuerpos ennegrecidos por el horno, “desdibuja el hollín”, los saca “de las ruinas” del campo de concentración. Y sobre todo limpia el aire, lo vuelve transparente; por eso descubrimos las ruinas ocultas en el tizne. Por eso pienso nuevamente en Primo Levi cuando leo: “Pero Lorenzo (léase Ana) era un hombre (mujer); su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo (y a las mujeres que han tejido redes) no me olvidé de que era un hombre (no me he olvidado que soy mujer y que pertenezco a la especie humana”.

     Luego reencontramos al pueblo nómade, itinerante, que vaga de desierto en desierto; reencarnado en la abuela que colecciona lapislázulis. En eso eterno vagabundaje escuchamos los acordes de un viejo violín que nos narra la travesía. Y en Pastora leemos la continuación del poema de la abuela: “Toda yo soy una casa, /una consigna del sol/ contra la sombra de los lobos”. Ellas representan a todo un pueblo que busca la sombra, el refugio, la cueva donde ocultar el miedo que atenaza su garganta.

     La Abuela, transformada en Feminista, recupera la esencia, se mira en un espejo, y ve su “imagen dislocada” por las mil batallas en las que dejó su cabellera y por las que se cortó un seno, como las Amazonas, y luego renace “liberada de las tumbas”, para encontrar que aún tiene un largo sendero por recorrer.

     La Campesina no olvida que su hermana, “mordaza milenaria”, aún vive “en la cárcel del silencio” y que su “cadalso… no admite ruptura”. Su hermana es nuestra hermana, la hermana de todas; pienso en las hermanas ocultas en una burka o encerradas en el silencio, humilladas y violadas por sus propios padres.

     La Ingeniera nos recuerda que en las ruinas siempre hay piedras para levantar otro hogar; y si no las hubiese la mujer primigenia, que habita en nuestras entrañas, nos cosería de nuevo el útero “para engendrar artilugios/acorazados” y recopilar en él “las memorias” que “deambulan en las calles”.

     En los versos “Soy su aliada,/desde el momento/en que aprendí/ a multiplicar la sal/en las venas”, del poema Médica, vemos una nueva alusión a la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por haberse atrevido a indagar lo oculto, por haberse atrevido a desentrañar el conocimiento guardado en arcanos secretos.

 

III parte – Oficios de Luciérnaga

Oficios de luciérnaga, tercera parte, es un oasis entre tanta tragedia, es el sol que sale en cada amanecer o cuando termina la tormenta. Es un sándalo que hace huir el hedor de los hornos crematorios y que le permite a esa voz colectiva respirar y seguir perpetuándose sin ser ahogada en el lodo del olvido.

     En Gitana reaparece nuevamente la viajera que somos, allí “todos los caminos rezan/ en la longitud de su falda”. En ella lleva oculto el “libro de agua (donde) tiemblan los paisajes” y en él escribe uno a uno los secretos de su pueblo milenario, y en él imprime “letras en la sombra” y su lengua llama al “génesis”. Tal vez por eso en Hada, Clara Schoenborn dice: “qué fácil es descifrar/el reflejo de un horizonte”. Y en el de Artista, “su idioma está hecho/de caleidoscopios”. Y la Maestra “anula el vacío de los interrogantes/y transforma esos vidrios en ventanas”. Y luego se transmuta en Poeta, “sé que el horizonte/también es enigma,/pero quiero/-irremediablemente-/mirar/y mirar”. Por eso tal vez en Bella la poeta nos habla nuevamente de “las ventanas/las que miran por tus ojos”, y su “atuendo/es un coro de tulipanes”. Y la Pintora se enfrentó a “la noche” y “ni la niebla/(pudo)ganarle al puntal de los reflejos”.

     En Musa: “De todas las mujeres estoy hecha,/como las capas de la tierra/de donde brota el milagro. // Nada más búscame en tu memoria/-en ese punto de fosforescencia-y yo te prestaré mi canto de fertilidad/….//…. “en mí cantan en voz alta/todas las hembras/centrifugando los sentidos,/entretejiendo corales,/que luego acomodo en tu cuello,/una/y otra vez”.

     La voz colectiva, a la que hacía alusión anteriormente, se convierte en una sola voz, la voz de todas, la voz de la memoria, el “canto de la fertilidad”.

 

IV parte – Oficios bajo el árbol de invierno

Oficios bajo el árbol de invierno, es el capítulo del exilio, del desarraigo, de la pérdida de identidad, es la brújula extraviada para siempre, el camino sin norte y sin sur, el deambular perpetuo, sin rumbo fijo, ni meta determinada.

     La Mendiga nos recuerda que “No hay hambre/más hambrienta/que el silencio”, y yo añadiría, más hambrienta que la indiferencia. La incomprensión es otra forma de hambruna, la incomprensión que nace de la indiferencia y de la ignorancia.

La hambruna es vista en el poema Vieja como una profunda cicatriz, símbolo de la debacle humana, de la aridez de la tierra que hemos sembrado como especie que todo devora. Este poema es un enorme espejo de aumento que nos muestra “esa cicatriz que cuelga/ de su última arruga” y hace metástasis en Lapidada:

“¡Silencio!/Silencio en el silencio/Silencio antes del silencio/Silencio después del silencio/¡silencio! // para ella el silencio, con su silencio de piedra,/antes de la muerte,/antes de la vida/ // Mujer,/piedra,/muerte/ y silencio/ // Silenciamiento // Silenciada / Silencio.”

     Este poema bien podría acompañar a la Adúltera. Recordemos como en La Biblia se condena la infidelidad femenina con la lapidación, práctica que aún se lleva a cabo en algunos países del África de confesión musulmana; sin que el hombre sea nunca castigado. Para los musulmanes incluso la violación a una mujer es considerada adulterio, por lo que la condena oscila entre la cárcel o su vida; eso depende del país donde la víctima resida.

     La Prostituta se conduele en el “sótano donde atrapó la niebla”.

     En Mutilada la diáspora es vista como una mutilación. ¿Qué es sino la migración obligada una mutilación de nosotras mismas? Cuando se cercenan los orígenes, se cercena lo que más amamos; o sea, la esencia que nos hace seres humanos:

     “En dónde queda/la huella del esqueleto/ si ni siquiera hay cenizas/ en esta demolición?”

     Otra diáspora humana, e invisible, como todas las diásporas la escondemos detrás de los espejos para no contemplar nuestras propias cicatrices. Y si hablo de mutilación es porque pienso en la pérdida de la identidad, de la lengua, de la cultura, en el alejamiento obligado de nuestros orígenes, familia, poblado, casa; es decir, todos los aspectos que nos hacen seres humanos.

     Es el caso de Divorciada, otra forma de exilio, de exclusión, del dolor de ser y no ser, la negación del espejo que rechaza nuestra propia imagen para devolvernos la máscara que no tiene astrolabio, ni bitácora; por eso leemos:

     “No sé como desaprender/el retroceso de los labios/… //… siempre supe/que la suerte no tiene identidad”.

     Por eso en Fea “apela a la oscilación del reloj/la misma que carcome/las campanillas en los espejos”. Y en Discriminada levanta la cara y dice: “Camina entre ese mal olor omnipotente/… // … Confía en los párpados abiertos/y en el giro de la mareas”.

     En los dos últimos poemas, Ciega y Esclava, vemos la condenación eterna que le fue imputada a Eva:

     Ciega:

     “En esta caja me he vuelto compañera/de mis monólogos:/Con ellos descifro/el vuelo del águila, le arrebato/sus tatuajes negros”. No tenemos a nadie, apenas si somos compañeras de nosotras mismas.

     Y en Esclava:

     “¿Qué vives de la sed/ y qué no tienes espejos?”

     El espejo, que antes deformaba, se torna en este poema en una sed ancestral, y la carencia del agua impide el reflejo del rostro que desea mirarse a sí mismo; evita, por lo tanto, el reconocimiento como especie y nos condena al ostracismo perpetuo:

     “No vigiles más/ a esos soles siempre esquivos,/recuerda el collar de ágatas que te arrebataron. // El futuro está hecho/de mucho más que tiempo/ y es por algo que tu roca/suda hoy el estaño”.

     Estos versos, de contenido altamente metafísico, nos recuerdan que como especie que hemos creado Leonardos y Miguel Ángeles o Sor Juanas o Yourcenares, también hemos creado el horno crematorio, la Shoah, pozo oscuro que nos aniquila como especie.



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§ Conexão Hispânica §

Curadoria & design: Floriano Martins

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Fortaleza CE Brasil 2021



 

 

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