Intentaré
asomarme a la obra de Juan Laurentino Ortiz –a quien muchos poetas jóvenes, lo hayan
leído o no, llaman familiarmente Juanele–
que ocupa una decena de volúmenes, de mediana o breve extensión, a través del escolio
del poema: “Fui al río” (El ángel inclinado, 1938).
Juan
L. Ortiz es una figura emblemática de la poesía argentina. Nació en Puerto Ruiz,
localidad próxima de Gualeguay, en la provincia de Entre Ríos, en 1892, y murió
en Paraná en 1978, a los 86 años. Residió algún tiempo en Buenos Aires en la década
del ‘30, pero ante el ofrecimiento de un puesto estable prefirió volver a Gualeguay
donde ocupó un modesto empleo en el Registro Civil, que luego presidió, y en el
‘42 pasó a vivir en Paraná. Su obra, no muy cuantiosa, fue publicada en ediciones
hoy inhallables, reunidas en antologías y en póstumas Obras Completas por la Universidad del Litoral con el concurso de una
editora de Rosario. Fue maestro de los poetas del ‘40, y en especial de los entrerrianos
Alfonso Sola González, Carlos Alberto Álvarez, Reinaldo Ros, Luis Alberto Ruiz.
FUI AL RÍO
1 Fui al río y lo sentía
2 cerca de mí, enfrente de mí,
3 las ramas tenían voces
4 que no llegaban hasta mí.
5 La corriente decía
6 cosas que no entendía.
7 Me angustiaba casi.
8 Quería comprenderlo,
9 Sentir qué decía el cielo vago y pálido en él,
10 con sus primeras sílabas alargadas,
11 pero no podía.
12 Regresaba.
13 -¿Era yo el que regresaba?-
14 en la angustia vaga
15 de sentirme solo entre las cosas últimas y
secretas.
16 De pronto sentí el río en mí,
17 corría en mí,
18 con sus orillas trémulas de señas,
19 con sus hondos reflejos apenas estrellados.
20 Corría el río en mí con sus ramajes.
21 Era yo un río en el anochecer
22 y suspiraban en mí los árboles
23 y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
24 ¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
He numerado
los versos a los efectos del análisis, y me permito agruparlos en dos partes., tal
vez puedan establecerse 4 versos como transición. La primera persona, sostenida
en todo el poema, nos pone en presencia del sujeto lírico –como suele llamarlo la
crítica literaria– que por mi parte identifico en este caso con el sujeto personal
sin que esto signifique, obviamente, recoger las contingencias empíricas de ese
sujeto. Se trata del sujeto profundo, el yo del poetizar.
Ese
yo habla de su relación personal con el
río, al que convierte en un sujeto designado a través de un complejo imaginario
percibido en el acto de contemplación. Versos 1 y 2: Fui al río, y lo sentía / cerca de mí, enfrente de mí. Ese complejo
abarca río, ramas, corriente, cielo, tiene
atributos y protagoniza acciones de las cuales da cuenta ese yo contemplativo, herido
por la belleza.
Veamos
brevemente esas acciones y atributos:
las ramas tenían voces (3)
La corriente decía (5)
Y aparece
otro sujeto que se fusiona con los anteriores, habla en ellos, el cielo: [Yo quería comprender] lo que decía el cielo vago y pálido en él,
con sus propias sílabas alargadas (versos 9 y 10)
El río
habla, se manifiesta, aunque el hablante no pueda comprender el mensaje que en su
corriente o a través de ella dice el cielo
vago y pálido. Ahora es el cielo el que
habla en el río, y se agrega aún con sus
propias sílabas alargadas, adensándose el peso de ese mensaje incomprensible.
Estos
primeros once versos nos han puesto ante la situación vital que será explicitada
en los 4 versos siguientes, 12 a 15, de tono narrativo/ reflexivo: Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
La pregunta
(verso 13) roza el tema de la identidad personal, insinuándose su transformación.
Y también se nos entregan otras notas que atañen al sujeto lírico: la vaga angustia, y el sentirse solo entre las cosas últimas y secretas. Este verso, que agrega
la soledad, incluye evidentemente una
interpretación y una valoración de aquello que ha generado vaga angustia: las cosas últimas
y secretas.
Antes
de que nosotros otorguemos a esta experiencia un carácter místico o sobrenatural,
el poeta adelanta su propia evaluación: se encuentra solo ante cosas últimas y secretas.
Ha sido netamente definido un horizonte mistérico, casi de carácter ritual, no racionalmente
explicable.
En la
segunda parte sobreviene una intensificación, puntualizada narrativamente con el
adverbio o locución adverbial de pronto.
Entramos ahora en el centro del poema (16-24) y me permito considerarlo así no solamente por su acceso pleno
a la experiencia, sino por el visible paso del verso a un ritmo regular que le confiere
musicalidad y fuerza expresiva: De pronto
sentí el río en mí
Corría en mí
Con sus orillas trémulas de señas
Con sus hondos reflejos estrellados
El sujeto
río y el sujeto que lo contempla son ya
uno y el mismo:
sentí el río en mí, / corría en mí
dicen
dos versos breves, heptasílabo y pentasílabo, rimados en i tónica como los versos
de la primera parte; y los dos que siguen –endecasílabo y alejandrino- complementan
la afirmación:
con sus orillas trémulas de señas,
con sus
hondos reflejos apenas estrellados.
La intensidad
poética de la estrofa culmina en los dos endecasílabos siguientes, que marcan el
clímax del poema:
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer.
complementados
por el verso 22: y suspiraban en mí los árboles,
en que el ritmo cambia y la intensidad desciende. Un análisis más afinado deberá
destacar la rima en i tónica que también es interna al verso.
Llegamos
a los dos últimos versos del poema, formados ambos por hemistiquios de siete sílabas,
armoniosamente conjugados, que hacen un cierre de clásico equilibrio, enfatizado
por el tono exclamativo:
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba
un río, me atravesaba un río!
También
anotamos, en el penúltimo verso, el retorno de la rima en i tónica, de la primera
parte del poema, lo cual otorga al conjunto un aire de canción.
Juan
L. Ortiz ha logrado comunicar, con transparencia que impide aceptar categorías retóricas
como las de sujeto poético intermediario,
las instancias de una experiencia sensible, afectiva y valorizada que podría ser
asimilada a una experiencia mística, pues se trata de una fusión con la naturaleza
en un acto de particular entrega que se produce –para nuestra lectura- en el ámbito
del Ser.
Referencias
a la afectividad intencional en el pensamiento de Max Scheler y María Zambrano
Como
sabemos, el tema de la afectividad tiene larga data en el ámbito de la filosofía
occidental. Empédocles habla del amor como fuerza que precede a todo, y análoga
intuición puede hallarse en otros filósofos presocráticos, aunque apelen a imágenes
metafóricas. Hemos mencionado ya que luego Platón pondrá en boca de Sócrates, -oblicuamente,
como una tácita complementación de su racionalismo- la Filosofía del Amor y la Belleza,
atribuida a Diotima, mujer de Mantinea, quien misteriosamente se la habría transmitido.
[1]
Plotino,
Dionisio y San Agustín prolongaron esa corriente de pensamiento siempre presente,
aunque relegada a un segundo plano, en la Filosofía occidental. Prevaleció una razón
socrática, mediada por la lógica aristotélica, que fue incorporada al cristianismo
por la Escolástica. Sin embargo en el propio Santo Tomás, según lo ha estudiado
Julio R. Méndez aparece esa filosofía del amor. Por su parte Pascal, en tiempos
de Descartes, [2] hablaba de las razones del corazón, contraponiendo al esprit de géometrie el esprit de finesse.
Pero
–nos atrevemos a asentar de algún modo lo que hemos aprendido de grandes maestros-
ha sido la fenomenología de Edmund Husserl la llamada a desarrollar finalmente una
teoría total de la Razón orientada hacia una absoluta responsabilidad práctica.
En el pasaje final de su Krisis expuso
Husserl cómo la fenomenología, al elevarnos sobre la razón ingenua, relaciona y
complementa entre sí los distintos tipos de razón en una única razón, con aspectos
tales como la Razón Teórica, Práctica, Estética, Volitiva.
En la
fenomenología de la afectividad creo que podemos hallar algunos elementos para la
comprensión de la experiencia poética de Juan L. Ortiz. Los trabajos de Roberto
Walton y sus exposiciones en las reuniones mensuales del Centro de Estudios Filosóficos
“Eugenio Pucciarelli” nos han ayudado a comprender el abanico que se abre a partir
de Husserl y más allá de éste en relación con la afectividad (Gemüt). A la tesis de una Razón unitaria
le suceden posiciones que han destacado la existencia de una intencionalidad emocional,
antepuesta a la Razón cognoscente.
Para Martin Heidegger es una disposición afectiva
la que nos abre al mundo, pero no atribuye a esa disposición un carácter intencional.
[3] En su conferencia ¿Qué es la filosofía? se refiere básicamente
al temple de ánimo (Stimmung) tal como se ha dado en diferentes
épocas. La Filosofía habla en tanto corresponde al llamamiento–asignación del Ser
del ente. En el corresponder, escucha la voz (Stimme). Lo que se nos asigna como voz del Ser determina nuestro “corresponder”.
Quiere decir “estar determinado”- être disposé-
a partir del Ser del ente. El corresponder es necesariamente y siempre, no casualmente,
un corresponder acorde. Es una disposicionalidad
y solo sobre la base de la disposicionalidad -Gestimheit- el decir del corresponder recibe su disposición, su determinación.
En tanto acorde y determinado, ge-stimtes,
el corresponder se da esencialmente en el temple de ánimo. [4]
Scheler
se ha referido especialmente a la afectividad intencional que diferencia a ciertos
grados de experiencia de otros que son meros estados afectivos. Según este filósofo
es limitativo reducir la intencionalidad al campo intelectual, pues existen contenidos
intencionales que, aunque alejados de los actos plenamente significativos, no dejan
de ser objeto de la intuición esencial. De ellos, ciertamente, no puede predicarse
ni la inteligibilidad racional ni el carácter lógico. Esas esencias son consideradas
por Scheler valores, y son para él tan
válidos como las esencias descubiertas por la intuición intelectual. Despliega un
sistema de valores articulados jerárquicamente en cuyo seno lo moral consiste justamente
en la realización de un valor positivo sin sacrificio de los valores superiores
que culminan en los valores religiosos.
Como
ha señalado Walton, a la primacía de los valores del lado del objeto corresponde
la primacía del amor del lado del sujeto. Siempre el amante precede al conocedor y
no existe ningún dominio del ser cuya
investigación no haya conocido una fase extática.
Max
Scheler sostiene que toda percepción, volición
o pensamiento se funda en una experiencia emocional. Entre ellas el amor es el acto primigenio. Antes de ser
un ens cogitans o un ens volens, el ser humano es un ens amans. “Por tanto es siempre el amor
el que nos despierta para conocer y querer” dice Scheler. En Ordo Amoris afirma que el [6]
amor es el acto que procura conducir a cada cosa a su perfección de valor. Por
eso el amor es un devenir, un crecer hacia
la protoimagen de las cosas que está puesta en Dios. En doble movimiento se
produce la salida hacia lo amado, con su impulso hacia su perfeccionamiento, y el
incremento en el valor de lo amado en el sujeto que ama. Se ponen de manifiesto
posibilidades axiológicas aún ocultas en el objeto. Por eso dice Scheler que “el
amor contribuye a afirmar esa tendencia a su perfección que existe en los objetos
que le rodean”. [7]
Tienen
primacía los actos emocionales, y luego
los actos espirituales. El amor está en
el centro de los actos espirituales. En todos los casos se produce una fase empática con anterioridad a una fase de extraposición. Scheler recuerda la doctrina
platónica según la cual el Eros significa
el paso del no-ser al ser. El amor permite llegar de la carencia a la plenitud (Poros y Penía). El amor está sometido a una doble determinación. Por un lado,
en esa doctrina, no precede sino que sigue al conocimiento. La consecuencia teológica
sería que la divinidad griega es objeto
y no sujeto co-actuante. Solo son capaces de amar los philosophoi, los amantes de la Sabiduría.
Frente
a ello destaca la experiencia cristiana del amor. Para Scheler existen tres clases
de saber: un saber de dominio, que sería
propio de la ciencia, relacionado con valores vitales, orientado al poderío técnico
sobre la naturaleza. Un saber de esencia,
propio de la Filosofía, que surge de la admiración o el asombro y se destina a la
formación personal, permitiendo reconocer valores espirituales. Y un saber de salvación, que es metafísico, donde
aparece lo sagrado. (Cada uno de esos saberes habría tenido su propio espacio cultural:
el saber de dominio sería lo propio de Occidente, el de esencia de China y Grecia,
el de salvación de la India). Scheler habla de la necesidad de complementación de
esos saberes, mediante la subordinación del saber de dominio al saber de esencia,
y de ambos al saber de salvación.
Por
su parte María Zambrano, que se ha interesado mucho en el pensamiento de Scheler,
habla de un sentir iluminante. Para la
pensadora española “el hombre es un ser escondido a sí mismo”. [8] Alienta la idea gnóstica acerca de una vida
plena y anterior, de la cual el hombre es arrojado a la existencia en el tiempo
y en la tierra. Esa idea ha quedado prefigurada en el mito babilonio del Génesis, que forma parte de la Biblia judía
y cristiana. El hombre padece la escisión con relación a la Unidad, en que se hallan
la fuente de la vida y el conocimiento. Queda la huella de la Unidad, que engendra
la nostalgia, y empieza a ser salvada o restituida por el Amor. Fuerza divina, el
Amor es para María Zambrano el agente de Dios en el hombre, aquel factor que lo
conduce a su verdadero ser.
El amor
no sería un conocimiento noético sino
pático, la afectividad puesta en acto
hacia los otros y hacia todos los seres naturales. El conocimiento racional, al
poner de lado la vida emocional, priva al hombre de su verdadero y completo desenvolvimiento,
y olvida, salvo contadas excepciones (Ortega, Scheler), el ocuparse de la vida y
del alma. Si Scheler [9] vio en la afectividad
el sustrato de la ética, María Zambrano agrega a éste una apertura a la mística
y una consiguiente expresión a través de un lenguaje no racional, o no totalmente
racional, como el lenguaje poético. Wilhelm Dilthey había hablado de la afectividad
[10] como motor de la expresión poética,
señalando que, entre las experiencias rememoradas y expresadas solo cuentan aquellas
que ha seleccionado la afectividad.
La afectividad como vía de la participación cósmica
Luego
de esta breve referencia a la filosofía de Max Scheler y de María Zambrano trataremos
de ahondar en ese sentimiento de participación cósmica que hemos localizado en la
poesía de Juan L. Ortiz. Recordemos que Sigmund Freud ya había hablado de un sentimiento oceánico, sin atribuirle connotaciones
místicas. Pero la constatación de ese sentimiento y toda posible atribución de una
comunión con la naturaleza, supone siempre la aceptación de un nivel no-ordinario
en la experiencia de un sujeto, y también un modo especial de presentarse el mundo
natural, en ciertas ocasiones en que se manifiesta como un sujeto y no como un objeto
ante la conciencia. La conciencia misma que conoce ha cambiado, ha dejado de ser
una conciencia intencional objetivante, cognoscente
dentro de los parámetros de la razón ordinaria, para convertirse en conciencia de
un sujeto amante y contemplativo, dispuesto
a recibir a un sujeto y a ser transformada por éste. Se produce pues una cierta
participación cósmica y acaso mística. Ciertamente cabría ahondar en el paso de
la percepción a la captación espiritual a través del acto contemplativo. La pregunta
que puede formularse es si se trata, fenomenológicamente, de una participación en
el Ser. Admitir que tanto el hombre como otros seres de la naturaleza puedan ser
creaciones o manifestaciones del Ser-Uno nos pondría en relación con la tradición
clásica, y especialmente con una línea que pasa por Plotino, Dionisio y San Agustín.
En este caso no hablaríamos solo de un sujeto que se transforma sino del Ser que
se manifiesta en los fenómenos naturales, como lo afirma la estética metafísica.
El poeta Leopoldo Marechal ha cultivado esa estética, partiendo de San Isidoro de
Sevilla. [11]
Acaso
podrá admitirse con una larga tradición recobrada de distintos modos por Heidegger,
Scheler y Zambrano, la continuidad de los niveles físico y espiritual en toda realidad,
y la posibilidad del sujeto humano de reintegrarse a ella deponiendo su actitud
objetivante. El reconocimiento del acto participativo por la palabra es lo propio
del poeta, y ello hace decir a Martin Heidegger que “el Lenguaje es la casa del
Ser”. Se trata, a su vez, de un nuevo nivel de significación del lenguaje, que emerge
más allá de la intencionalidad del sujeto poético.
La poesía
moderna no ha clausurado su deuda con la tradición espiritual si se considera casos
como los de Valéry, Cocteau, Rilke, Lezama Lima, Marechal, Cortázar, acaso Juan
L. Ortiz. Este poeta hace lugar a las distintas etapas del proceso: disponibilidad
contemplativa, serenidad (Gelassenheit),
transformación del sujeto que contempla en la realidad contemplada, reconocimiento
y valoración de la experiencia, decisión de registrar la experiencia por el lenguaje
y consiguiente valoración de la palabra. La disposición afectiva lo conduce a la
mística, en tanto que la reflexión filosófica le permite dar cuenta, al menos parcialmente,
de aquello que adviene en su experiencia. El acto de escribir no pertenece a la
experiencia mística sino al orden de la práctica espiritual. Por tal razón, como
lo he señalado anteriormente, y pese a mi admiración por el texto, no suscribo la
tesis que sostiene Oscar del Barco sobre la desaparición del sujeto en la poesía
de Juan L. Ortiz. [12] Se trata de un
anonadamiento pasajero del sujeto, que solo es capaz de dar cuenta de esa experiencia
cuando retorna a su estado existencial de ente racional y encarnado.
NOTAS
1 Platón,
El Banquete. 211c-212a, Diálogos III, Fedón, Banquete, Fedro, Traducciones,
introducciones y notas por C. García Gual, M. Martínez Hernández y E. Lledó Íñigo,
Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1992. 2 Julio Raúl Méndez, La filosofía del Amor en Santo Tomás. Estudio
de la Suma contra Gentiles, Buenos Aires, Ed. Sudamericana/Universidad Católica
de Salta, 1990.
3 Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo. Trad. por José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica,
1951, Parágrafo 29.
4 Martin Heidegger, ¿Qué es eso de filosofía?, Trad. de Adolfo P. Carpio, Buenos Aires, Sur,
1960. Citado por el Dr. Roberto Walton en sus exposiciones del CEF.
5 Véase Sánchez-Migallón Granados, El origen del conocimiento moral. Introducción
y edición de Franz Brentano, traducción por Manuel García Morente, Madrid, Real
Soc. E. M. de Amigos del País, 1990.
6 Max Scheler, Ordo amoris, Madrid, Editorial Caparrós, 1996.
7 Véase Max Scheler, Amor, conocimiento y otros escritos, trad. y ed. Sergio Sánchez-Migallón Granados, Madrid, Palabra, 2010. Otras obras de Scheler traducidas al español,
De lo eterno en el hombre, Madrid, Encuentro,
2007, Esencia y formas de la simpatía, Buenos
Aires, Losada, 2004; El puesto del hombre
en el cosmos, Trad. José Gaos (1934), Buenos Aires, Losada, 1990; Gramática de los sentimientos: lo emocional como
fundamento de la ética, Barcelona, Crítica, 2003.
8 Mercedes Gómez Blesa, “Prólogo” a María Zambrano,
Claros del Bosque, Madrid, Fundación María
Zambrano/Cátedra, 2011.
9 María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Buenos Aires, Losada, 1950.
10 Wilhelm Dilthey, Poética, Trad. de Elsa Tabernig, Buenos Aires, Losada, 1945.
11 Leopoldo Marechal, Descenso y ascenso del alma por la Belleza, Buenos Aires, Citerea, 1965.
9
12 Oscar del Barco, Juan L. Ortiz. Poesía y ética, Córdoba, Alción, 1996. Nuestra crítica fue expuesta como “Aproximaciones al tema del sujeto en poesía”. Comunicación a la Primera Jornada de Poetología del Centro de Estudios Poéticos Alétheia, 19-XI-2010.
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