Pronto viene Ida Vitale en nuestra ayuda, y nos confirma la razón de existencia
de tal personaje: “Byobu sabe que él es el
expuesto por excelencia” (subrayado, mío). Las cosas empiezan a verse a otra
luz: lo importante –y lo grave, lo que carga de dramatismo, de verdad, a este testimonio-
es que no estamos leyendo un texto donde se nos cuenta algo sobre alguien; aquí no se añade ni reitera nada sobre el
discurrir de determinados sucesos; vamos a entrar, de hoz y coz, en la sustancia
de una existencia; y como “la vida no es una línea recta”, no puede el texto –en
consecuencia- darnos lección de nada, dejarnos satisfechos con la enseñanza que
proporcione; muy al contrario, si la autora se decide a intervenir y toma por la
palabra a Byobu, esta criatura suya que entra a tientas en el mundo que lo rodea,
es porque ella también tanteará así las posibilidades que la experiencia de un ser
lanzado a la vida en tales condiciones (que vienen a ser las de cualquier individuo,
si es consciente de serlo) alcanza a desvelar. Más que un personaje –anota Luis
Felipe Fabre- Byobu “es un estado de conciencia, una disposición verbal” (vuelvo a subrayar). Ello me da pie para añadir:
entonces, Ida Vitale no ejerce aquí de amanuense disciplinada o de simple mediadora;
sin una palabra poética bien asentada y madurada en la experiencia y el rigor del
poema, cómo aventurarse por tales jardines… Porque si algo queda claro, desde el
principio, es que no va a relatarnos “el caso muy por lo extenso (…) [pareciéndole]
no tomarle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia” del
mismo y de la persona que lo encarna; se trata aquí –si relato fuera, que está por
ver hasta dónde- de dar cuenta (que no
cuento) del mismo por lo intenso. De ese modo, la estirpe de esta voz narradora
no es la misma del anónimo relator que diera razón y verdad a Lázaro de Tormes,
sino la de ese otro, bien pertrechado de identidad, Rafael Sánchez Ferlosio, que
hizo aparecer la persona y mundo de su Alfanhuí, cuyo santo y seña tan cerca se
halla –incluso en la sonoridad del nombre- del Byobu de Ida Vitale.
Quedamos, pues, ante una disyuntiva que no hay por qué solucionar: niño
o adulto (que tanto monta) este personaje a cuya peripecia asistimos; qué vida la
suya, en qué razón se asienta su experiencia. Y es otra pista de aquella doblez
irónica que la autora advierte al comienzo. Criatura sin duda inocente, en el mejor sentido (poético) de
la palabra: no quien sabe, quien se halla dispuesto a buscar sitio en la existencia,
y desvelar así la palabra o discurso en que su experiencia se consuma, a medida
que él se consume en ella. Esto último, fundamental. Inocente, también, el modo en que Byobu aborda la memoria, libre de
prejuicios, desembarazado de pretextos: no valen referencias de realidad, no se
imponen las situaciones anecdóticas, pues lo que aquí se dilucidan son categorías
del pensamiento; y ello, como decía, con una exigencia de lenguaje que, por fuerza,
tiene que ser poética. Tampoco valdrá aquí escudarse en una divagación filosófica,
y menos explicar dicha experiencia, dicha obra, como tal; el lector habrá de aguzar
el oído para percibir –también en la densidad del pensamiento- la viveza orgánica
de esta disposición verbal. Por seguir
con los clásicos, Byobu podría ser un Andrenio que, al paso de su experiencia, se
doblara en un Critilo incapaz de acertar con la palabra necesaria cuando se decide
a dar testimonio de sus hallazgos que son perplejidades. La poeta acude entonces
a paliar semejante carencia; como decía, será ella quien ponga palabra a esa voz,
en un intento de clarificar aquella irónica doblez –hasta donde ello es posible,
desde luego; porque el caso es que las certezas no son asunto de la poesía: “Recordó
que en tiempos anteriores todo era inefable. Mucho de lo que los poetas prodigiosamente
decían era primero declarado inefable. Había que convencerse de la imposibilidad
de decir”. Importa mucho, en consecuencia, la tercera persona –estricta objetividad-
elegida como perspectiva para poner discurso a la sorpresa permanente a la cual
Byobu deberá verse enfrentado, a cada paso o tranco de su relato. Perspectiva orientada hacia la memoria y su decir prodigioso,
pues siempre nos deja ante el límite de su imposible confirmación verbal: “era de
temerse que la próxima estación aparejara,
sabe Dios, quizás, reverdecidas flores del mal, pensaba, cauteloso, Byobu”.
He subrayado, la cautela -¿del personaje, de la autora?- en el subjuntivo
y en el orden sintáctico donde se detiene, con notoria quebradura, la convicción
de afrontar en su plenitud la existencia, en su seguridad la escritura. Nada extraño
–ni debe leerse como mero recurso retórico- que la autora dé por sentado que quien
la acompañe “en los vericuetos de su invención [tenga] sus ideas claras y que [recurra]
a ellas para poner su final al relato”.
De nuevo, acude a este término para denominar la forma de su escritura. Como he
adelantado, sin embargo, no debemos esperar aquí una horizontalidad discursiva:
la línea de la vida no sigue el curso superficial, ordenado de unos hechos; intrincada
diversidad la de sus derivaciones, esas “prolongaciones rizomáticas” que adoptan
–sin reservas ni rubor- una derrota sugeridora, por alternativas de inseguridad.
Si no, para qué una escritura que sobre la escritura discurre, que adquiere forma
al tiempo que se piensa (“contarlo en una conversación sin que alguien imagine que
inventa”), sin que implique acuerdo previo con testimonio alguno; más bien –ahí
reside el riesgo y grandeza de esta experiencia- se desvela la convicción de que
“no se requiere verdad a la hora de hacer literatura, buena o mala”. Porque este
texto –y conforme avanzamos en su lectura, más claro se hace- no es tanto un relato
como una verdadera prueba por la que se
decide a pasar quien accede al campo de maniobras del lenguaje y quiere reconocer
allí el fuste medular de una experiencia literaria que, como organismo, se desarrolla
y madura en el descubrimiento que supone, a cada instante, en cada una de estas
secuencias que son apariciones, su propia existencia.
Ante todo esto, me digo: no puedo afirmar, unilateralmente, la condición
de relato para este libro. Aunque así sea aludido por la autora, en más de una ocasión,
debo poner –como mínimo- un acento de duda al reconocer la existencia de una vivísima
contaminación poética que, por medio de lo explicado, otorga personalidad propia
a esta escritura y al conjunto de esta obra. Tampoco podría contentarme con decir
prosa, sin matizar sus peculiaridades en este sentido: lo que aquí anda en juego,
como venimos observando, es la maduración del vivir y del conocer a través de una
palabra necesaria para decirla; sobre todo, frente a la pérdida mayor irreparable,
“la del misterio, que se ha esfumado sin ganancia para nadie”. Y por ahí llego a
la ineludible responsabilidad que hoy nos asiste de atender a una aventura de escritura
como la que Ida Vitale afronta al darnos cuenta de la peripecia de Byobu. Hablo
de hoy, pero no pienso en el estrecho espacio de la actualidad; me refiero al vuelco
histórico que nos ha precipitado en el umbral de este milenio recién estrenado.
Y he dicho ineludible responsabilidad, porque, para entendernos en este tiempo y
mundo cuyos exégetas se afanan en repetir que el discurso y valores que venían sustentando
la existencia del individuo y la cohesión de la sociedad ya no sirven, no creo que
haya otro lenguaje sino el de la poesía. Fijémenos, si no, en un síntoma característico:
aquellos mandamases del pensamiento y de la moral proscriben toda quiebra y sobresalto
derivados de las preguntas cuya respuesta sigue siendo el enigma que tensa la dimensión
existencial del individuo (como queda en evidencia a cada paso de Byobu y ante la
certeza de Ida Vitale de no poder decirlo de otra manera que no sea radicalmente
poética), y se afanan en defender el predominio de las livianas certidumbres del
lenguaje impuesto por la sociedad de la información: anécdotas que distraigan y
que tan buena avenencia muestran con las coyunturas de la actualidad. En la escritura
literaria de referencia, sigue soslayándose lo fundamental: que nunca el individuo
ha dejado de habitar esa “crisis solar de encrucijadas” (Pedro García Cabrera) en
donde el ser es y se justifica. Ciencia y conocimiento –entendidos al revés, como
ahora sucede; identificados con poder y posesión- no cerrarán jamás ese hueco de
carencia en que nos debatimos (en donde Ida Vitale ha situado a este personaje suyo,
entrañable precisamente por su fragilidad), en donde afrontamos de verdad la existencia
porque damos la palabra al entregarnos sin condiciones.
Leo la conclusión a la que llega Ida Vitale –por “coherencia interna”,
dice ella misma- tras el seguimiento alerta de la peripecia de este Byobu que ha
echado al mundo: “Resistirse lleva a ser un miembro inane de la sociedad. Pero en
ésta pesan cada vez más la inmoralidad sin ideas, la solidez estulta y los que le
conceden el dominio y los pequeños listos que destinan la liga de su listeza a conseguir
sus pequeños propósitos”. Una vez leída, me pregunto si lo que oigo no será una
voz que apuesta por sacudirse esa resignación habitual, disfrazada de fidelidad
al tiempo, a su mera contingencia, como si fuera el compromiso mayor (aunque nos
sabemos carentes y frágiles, hacemos como si no); si compromiso, lo es apenas con
la realidad que nos circunda, con sus circunstancias: una moral social ciertamente
disminuida; teme alcanzar los aledaños de toda individualidad resistente, a la que
se moteja de inane para centrar sus aspiraciones en una deriva mucho más complaciente.
Una vez leída esa conclusión, me resulta tan claro el recto proceder de la palabra
de Ida Vitale, que hasta redundante sería subrayar aquí la cuidadosa intención con
que elige el adjetivo, su abierta ironía (esos “pequeños listos” y sus “pequeños
propósitos”), para que la contundencia del juicio venga a ser absoluta, precisamente
orientado a dejar en evidencia aquella ambición sólo utilitaria e interesada. Por
eso, Byobu, con su tenacidad sin pausa, queda ante las situaciones que él mismo
contribuye a generar con su marcada y singular curiosidad existencial. Su empeño,
siempre, verse (reconocerse), a medida que vive (y se dice) la experiencia. Por
eso, es perplejidad la reacción del sujeto, y sugerencia la voluntad de su palabra;
interrogantes, en fin, ante un mundo que también (y sobre todo) son “los conocimientos
sin importancia: pequeños saberes, condenados a desaparecer al no abundar quienes
gusten de compartirlos".
¿Desaparecer del relato o de la existencia que busca sentido? Porque lo
realmente complejo es esa necesaria e implícita participación o comunión que pocos
se deciden a asumir. Pequeños, sí, estos saberes; pero en absoluto simples; más
bien, todo lo contrario, pues en ellos arraigan las más complejas relaciones, las
cuestiones decisivas que se hacen patentes en los límites de lo coyuntural. De ahí
que no se hallen previstas de antemano, que surjan a medida que la peripecia avanza,
que provoquen ese estado de incertidumbre gracias al cual la experiencia se abre
siempre a una continuidad y queda ante el abismo de su posible demasía. Ida Vitale
ha seguido (o ha conducido, más bien) a su personaje hasta esa frontera última -siempre
penúltima, como se verá-, lugar en donde “tras erradicar lo que de veras mata, la
horrible, pequeña, cotidiana angustia, se creyó desafectado de la muerte. Quizá,
cuando llegara la hora, despertaría, sin saberlo, en ella, en el tiempo del no tiempo”.
Debelación de la historia, pues; y de la narración, en consecuencia: ambas se quiebran,
y en el hiato abierto, se instaura un decir poético. De ahí el debate implícito
en esta escritura: ¿una poeta que se aventura por la prosa, o una prosa dispuesta
como cauce para el poema? Lo curioso, a mi entender, es que no se excluye ninguna
de las dos opciones; que Ida Vitale plantea una adelgazada (precisión y exactitud
propias de su palabra poética) relación orgánica con la escritura, una forma en
permanente diálogo consigo misma: gesto, oralidad, expresión (energías del poema)
en una escritura que se cumple como racionalización de tanta complejidad: “Con eso
Byobu, por hoy, siente también más aire en su conciencia minuciosa”.
Más. Que, como hemos explicado, se contradice la sucesión narrativa y el
texto se nos da fragmentado y la distancia entre sus partes provoca disonancias
y distorsiones en esta peripecia que no se proyecta en continuidad. Sólo asistimos
a los momentos de los encuentros que, si pueden ser dramáticos, evitan todo patetismo,
a fuerza de un trabajo minucioso, y siempre contrario, de la expresión: anacolutos
y yuxtaposiciones en la sintaxis; aliteraciones por medio de las cuales el texto
vibra y respira, zafado del simple orden gramatical (“Byobu concluye que deberá
empezar por terminar. Terminar de terciar entre desastres, de intentar atemperar
las trepidaciones de tranvías cuyos trayectos lo ignoran. Deberá desistir de tibias
transacciones desastrosas”); léxico, dije ya que muy preciso, y contrario siempre
al esperado de la significación; ritmo que no busca, en modo alguno, el orden agradable
de la melodía. De tal manera, con estas claves, queda en evidencia una escritura
que puede parecer prosa, pero cuya linealidad narrativa se verá contestada siempre
por una indiscutible razón poética, en donde se enredan los caminos bien trazados
que todo relato requeriría para ser tal.
La palabra es aún de Ida Vitale. Pero en estos últimos fragmentos (y de
modo particular, a partir de éste) queda muy claro que la autora indaga en el interior
de su personaje, que saca a la luz lo que Byobu piensa, y ella misma establece su
propia reflexión a través de la notoria inquietud que muestra su criatura literaria:
ironía otra, fruto de esa doblez constitutiva, que corta e interrumpe el discurso
de una manera mucho más flagrante ahora. Se comprende así que, en el segundo de
estos textos, “Pereza”, nos demos de bruces con una tensión contraria y mucho más
exigente que la anterior. Se trata de la pregunta del no retorno, de la última reacción
del resistente, convencido de no ceder. Incluso si atendemos a su extensión, “Pereza”,
apenas unas pocas líneas, se sitúa en abierto contraste con el texto precedente.
Pero, sobre todo, en la intensidad que, como señalamos desde el principio, es la
base de sustentación de toda esta escritura. “¿Qué es esto? –piensa Byobu- ¿una
reflexión que se pierde en nebulosa o una nebulosa que llega, atraída por el vacío
que se disfraza de reflexión?”. Y de ahí, un salto radical: fragmentación mayor
de la realidad, casi estallido nuclear, para quedar en ese inquietante vacío opuesto
a la nada. La poeta, lo mismo que su personaje, inquiere ahora: “¿Sin más al zen?”.
Una pregunta que es suspensión y corte abrupto –una vez más- del discurso. Una retracción,
si queremos ser precisos; un movimiento inspiratorio: se oye el encogimiento que
genera. Tras larga pausa, en la página que sigue, aparecerá “un señor que, al pie
de un semáforo, empedernido, oprime el botón amarillo, tal como está indicado”.
Ahora, el asombro puede ser nuestro: ¿cómo la exigencia esencial de antes viene
a dar –todavía- en esta situación cotidiana…?
Tiene su razón: se trata del límite, cruce para entrar en el yo. Una columna
de luz entorpece el paso. A la quietud perezosa que nos proporcionó aquellas preguntas,
sucede la movilidad sin pausa del tráfago urbano, en este cruce del semáforo. El individuo, ahí, entre su afán
y necesidad de cruzar, de ser, y el límite en que se ha visto sorpresivamente detenido:
“todo reclama obediencia y la logra”. Un simple y anodino gesto, con la pretensión
–ingenua, tal vez- de romper el gregarismo circular que lo rodea, y lograr así,
de una vez por todas, “el inmediato suceder de lo antojado”. El asunto, en consecuencia,
es ya responsabilidad total del sujeto; no se siente amparado por la palabra que
Ida Vitale ha propuesto como relación.
Porque se trata de un diálogo al desnudo –al borde mismo de esta acera- entre el díscolo y quienes obedecen
(o la autoridad que impone la norma); entre aquellos que no duermen complacidos
bajo semejante tutela, y optan por el “rumbo de moverse al libre capricho”, y el
reglamentado ir y venir de gente y tráfico por la ciudad. ¿Por qué la explícita
metáfora de la ciudad? Será bueno cotejar su uso aquí con el propio de los años
veinte-treinta del pasado siglo (aquella extrañeza deshumanizada); o ponerla frente
a la trivialidad sin inventiva de lo cotidiano de la cual se nutre la escritura
anodida y repetitiva de hoy –incluso la escritura poética-, con la rutinaria coartada
de la fidelidad al tiempo y de una voluntad testimonial. El escenario urbano, aquí,
tan sólo sugerido, o sobreentendido; interesa en tanto espacio de referencia para
ese alzamiento del individuo, un “incongruente peatón”. Preciso el adjetivo, una
vez más, para manifestar la rareza y discordancia del ser en ese medio, la inoportunidad
de su acción. Consciencia plena, sin duda, de lo que allí sólo él debe decidir:
“refractario esencial –añade entonces
Ida Vitale-, sabedor del estatuto casi
proscrito en que lo coloca la calle, escenario
alzado para la actuación de otros”. Subrayo,
para que no pase inadvertido lo importante: esencialidad y sabiduría, bien distinta
e inoportuna, frente al neutro proceder de los sinrostro, figurantes apenas en la
banal teatralidad para la que se reclama toda la atención, a fin de ocultar o distraer
lo que de verdad importa.
¿Cómo propios, si vienen “flotando en la universal correntada”? Abatido
este último obstáculo, Byobu se decide y sale, desprejuiciado, sin ayuda, a pesar
de “las frecuentes desazones que padece por encontrar palabras que él tenía or cultivadas
y recogidas en huerto propio” y que, no sin asombro, ve medrar mejor “en lo ajeno”;
será entonces cuando tome, por fin, la palabra, nos deje oír su propia voz, en esta
navegación hacia el futuro lentísimo que sabe su destino, a través del presente
de la oralidad, una vez agotado el tiempo de la simple inmanencia de la historia.
Palabra propia, voz, oralidad no disimuladas con cautela alguna, que no buscan ya
un medium en quien ampararse. Una experiencia personal también de escritura; la
perspectiva ahora es de la primera y segunda personas, asumida con todas sus consecuencias:
subjetividad expuesta y reflexión más arriesgada, pues no queda en las bien abastecidas
despensas de la explicación. Al contrario: la unidad textual es la que se fragmenta
ahora (“páginas calladas: anillos de duelo”) en distintos grados de intensidad;
imágenes del tiempo como instantánea vibración (viento, holografía, fantasma, con
el sentido primero de lo que aparece); espacios del ser y su negación (jardín, espejos,
donde se asienta “la infinita niebla del ser que nos vigila”); la palabra, al margen
de su significado, como aparición o transfiguración también (“modo de organizar
el tumnulto interior, de estar mejor que solo, callado”), y sin complacerse en “el
uso impuro a cuyo automatismo agamuzado nos habituamos” (como un guante, sí; y seguimos):
se trata, a fin de cuentas, de no rehuir el abismo que, como cauterio, nos abren
con su resplandor poético (“tejido de cicatrización tras el que todos andamos sin
saberlo”).
Podríamos decir que –sin distancia ya, sin aquella doblez irónica que proponía la perspectiva de la tercera persona– la voz adopta un tono más sentencioso y asertivo, que cuando trata de rebelarse cae en el ingenio de la greguería…Tengamos, sin embargo, en cuenta que este discurso del final no se origina ya en la inocencia; crece en él la certeza siempre limitada que el saber (y la escritura) de la poesía concede al sujeto que en ella se abisma porque se arriesga a comprender lo velado por ese otro lenguaje, opaco, que continúa en manos de sus secuestradores… En cualquier caso, la de Byobu es una palabra resistente; y para resistir a la existencia sumisa con que hoy se nos hace comulgar, y es rueda de molino. Estas frases, fragmentos que se desprenden del pensamiento, de la reflexión final y de las sucesivas preguntas precedentes. Ya no está la autora para poner orden y concierto; al personaje se le ha hecho visible el acabamiento de la existencia, no como simple final y nada, sino como precipitación en esa demasía que pide ser aún habitada por la palabra (“Será, no lo ofrecido sino lo que de ello aceptes, tu reserva final”). No la muerte; “morimos habiendo descubierto antes el error de nuestro termómetro”. Aquella situación ante el semáforo se reproduce ahora, al final, en una frase última, interrogativa también, aunque nos quede la sospecha de si el tono en que Byobu la pronuncia no será el de una retórica aseveración de la certeza única de la existencia, vislumbre mayor que la palabra poética nos concede y que nos deja, una vez más, en la quietud del asombro: “¿Hacia dónde corremos, los que estamos tan quietos?”. No se ha encogido, tímida o cautelosa, la escritora al poner punto final aquí, con esa frase: su personaje, definitivamente expuesto, culmina así una existencia ejemplar.
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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 175 | julho de 2021
Artista convidado:
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