domingo, 4 de julho de 2021

JORGE RODRIGUEZ PADRON | Byobu, de Ida Vitale: una existencia ejemplar

 


Comenzaré por confesar la extrañeza que me produjo este libro. Digo el libro en sí mismo, como objeto: entre la pulcritud de su edición y su rústica apariencia; amable al tacto pero de tan raro formato, como si continente y contenido se diluyeran en sus hojas de papel biblia. Todavía hoy, después de leído y gozado, sigue pareciéndome algo más que un libro más, de los tantos “tras que andamos y corremos”. Porque ahora debo añadir, a todo lo anterior, la perplejidad del título: El abc de Byobu (Taller Ditoria. México, 2004). Viniendo –como viene- de la mano y pluma de Ida Vitale (Montevideo, 1923), una escritora a quien he leído durante mucho tiempo y con particular atención, como creo haber reflejado en diversas ocasiones, ese título también me desconcertaba. ¿Qué hace tan singular a este singular volumen, además de la escritura en prosa (sobre la que volveré) y de cuanto digo de su aliño indumentario (nada pobre), para que haya generado en mí una especie de inquietud que no cesa? Puedo decir, así, de primeras, que este abecedario o catón ha sido escrito con voluntad pedagógica, aunque no doctrinal; lo he llamado abecedario, por ser fiel a su título; nada impide, sin embargo, que lo denomine biografía, puesto que aún hay un último reducto de perplejidad: Byobu se erige en pratagonista indiscutible, y no obstante –a lo largo y ancho de estas páginas- hablará por la persona interpuesta de su autora; es más, aparte la extrañeza de su propio nombre, resulta que –como desde el comienzo se nos advierte- “no es claro si [se trata de] un protagonista o dos (…) [si] él es el verdadero protagonista de la historia [o si es] otro que ha usurpado su lugar”. ¿Otro, quién? Porque no está; ni se dice: sólo es la manifestación de una disyuntiva posible. Byobu, nombre compuesto por conjunciones que suman y disgregan al mismo tiempo; palabra de sonidos vocálicos balbuceantes… ¿La raíz etimológica de infantil no nos lleva a la incapacidad para hablar, a la idea de quien aún no posee la palabra y debe madurar para alcanzarla? Diría que éste es el proceso que aquí se sigue, al seguir la peripecia de Byobu.

Pronto viene Ida Vitale en nuestra ayuda, y nos confirma la razón de existencia de tal personaje: “Byobu sabe que él es el expuesto por excelencia” (subrayado, mío). Las cosas empiezan a verse a otra luz: lo importante –y lo grave, lo que carga de dramatismo, de verdad, a este testimonio- es que no estamos leyendo un texto donde se nos cuenta algo sobre alguien; aquí no se añade ni reitera nada sobre el discurrir de determinados sucesos; vamos a entrar, de hoz y coz, en la sustancia de una existencia; y como “la vida no es una línea recta”, no puede el texto –en consecuencia- darnos lección de nada, dejarnos satisfechos con la enseñanza que proporcione; muy al contrario, si la autora se decide a intervenir y toma por la palabra a Byobu, esta criatura suya que entra a tientas en el mundo que lo rodea, es porque ella también tanteará así las posibilidades que la experiencia de un ser lanzado a la vida en tales condiciones (que vienen a ser las de cualquier individuo, si es consciente de serlo) alcanza a desvelar. Más que un personaje –anota Luis Felipe Fabre- Byobu “es un estado de conciencia, una disposición verbal” (vuelvo a subrayar). Ello me da pie para añadir: entonces, Ida Vitale no ejerce aquí de amanuense disciplinada o de simple mediadora; sin una palabra poética bien asentada y madurada en la experiencia y el rigor del poema, cómo aventurarse por tales jardines… Porque si algo queda claro, desde el principio, es que no va a relatarnos “el caso muy por lo extenso (…) [pareciéndole] no tomarle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia” del mismo y de la persona que lo encarna; se trata aquí –si relato fuera, que está por ver hasta dónde- de dar cuenta (que no cuento) del mismo por lo intenso. De ese modo, la estirpe de esta voz narradora no es la misma del anónimo relator que diera razón y verdad a Lázaro de Tormes, sino la de ese otro, bien pertrechado de identidad, Rafael Sánchez Ferlosio, que hizo aparecer la persona y mundo de su Alfanhuí, cuyo santo y seña tan cerca se halla –incluso en la sonoridad del nombre- del Byobu de Ida Vitale.

Quedamos, pues, ante una disyuntiva que no hay por qué solucionar: niño o adulto (que tanto monta) este personaje a cuya peripecia asistimos; qué vida la suya, en qué razón se asienta su experiencia. Y es otra pista de aquella doblez irónica que la autora advierte al comienzo. Criatura sin duda inocente, en el mejor sentido (poético) de la palabra: no quien sabe, quien se halla dispuesto a buscar sitio en la existencia, y desvelar así la palabra o discurso en que su experiencia se consuma, a medida que él se consume en ella. Esto último, fundamental. Inocente, también, el modo en que Byobu aborda la memoria, libre de prejuicios, desembarazado de pretextos: no valen referencias de realidad, no se imponen las situaciones anecdóticas, pues lo que aquí se dilucidan son categorías del pensamiento; y ello, como decía, con una exigencia de lenguaje que, por fuerza, tiene que ser poética. Tampoco valdrá aquí escudarse en una divagación filosófica, y menos explicar dicha experiencia, dicha obra, como tal; el lector habrá de aguzar el oído para percibir –también en la densidad del pensamiento- la viveza orgánica de esta disposición verbal. Por seguir con los clásicos, Byobu podría ser un Andrenio que, al paso de su experiencia, se doblara en un Critilo incapaz de acertar con la palabra necesaria cuando se decide a dar testimonio de sus hallazgos que son perplejidades. La poeta acude entonces a paliar semejante carencia; como decía, será ella quien ponga palabra a esa voz, en un intento de clarificar aquella irónica doblez –hasta donde ello es posible, desde luego; porque el caso es que las certezas no son asunto de la poesía: “Recordó que en tiempos anteriores todo era inefable. Mucho de lo que los poetas prodigiosamente decían era primero declarado inefable. Había que convencerse de la imposibilidad de decir”. Importa mucho, en consecuencia, la tercera persona –estricta objetividad- elegida como perspectiva para poner discurso a la sorpresa permanente a la cual Byobu deberá verse enfrentado, a cada paso o tranco de su relato. Perspectiva orientada hacia la memoria y su decir prodigioso, pues siempre nos deja ante el límite de su imposible confirmación verbal: “era de temerse que la próxima estación aparejara, sabe Dios, quizás, reverdecidas flores del mal, pensaba, cauteloso, Byobu”.

He subrayado, la cautela -¿del personaje, de la autora?- en el subjuntivo y en el orden sintáctico donde se detiene, con notoria quebradura, la convicción de afrontar en su plenitud la existencia, en su seguridad la escritura. Nada extraño –ni debe leerse como mero recurso retórico- que la autora dé por sentado que quien la acompañe “en los vericuetos de su invención [tenga] sus ideas claras y que [recurra] a ellas para poner su final al relato”. De nuevo, acude a este término para denominar la forma de su escritura. Como he adelantado, sin embargo, no debemos esperar aquí una horizontalidad discursiva: la línea de la vida no sigue el curso superficial, ordenado de unos hechos; intrincada diversidad la de sus derivaciones, esas “prolongaciones rizomáticas” que adoptan –sin reservas ni rubor- una derrota sugeridora, por alternativas de inseguridad. Si no, para qué una escritura que sobre la escritura discurre, que adquiere forma al tiempo que se piensa (“contarlo en una conversación sin que alguien imagine que inventa”), sin que implique acuerdo previo con testimonio alguno; más bien –ahí reside el riesgo y grandeza de esta experiencia- se desvela la convicción de que “no se requiere verdad a la hora de hacer literatura, buena o mala”. Porque este texto –y conforme avanzamos en su lectura, más claro se hace- no es tanto un relato como una verdadera prueba por la que se decide a pasar quien accede al campo de maniobras del lenguaje y quiere reconocer allí el fuste medular de una experiencia literaria que, como organismo, se desarrolla y madura en el descubrimiento que supone, a cada instante, en cada una de estas secuencias que son apariciones, su propia existencia. 


Así se explica, también, la peculiar estructura de este libro. Y aquí traigo a colación lo que vengo advirtiendo acerca de que su contenido sea o no un relato, y hasta dónde puede entenderse como tal. Porque se concibe como una suma de diversos fragmentos que son grados diferentes de la intensidad con que se manifiesta la peripecia; y cada uno de esos textos parte, además, de la reflexión existencial que un acontecimiento provoca, para sumarse de esa manera al conjunto sin perder su particular unidad e independencia como tal fragmento. Por otro lado, la forma precisa que la autora le da supone un encuentro entre testimonio e invención que se miran cara a cara en singular diálogo, diálogo que instaura un doble recorrido, doble ritmo, para que circulen –respectivamente- acción y pensamiento: dependiente, la primera, del protagonista y su tiempo en tanto eje de una peripecia; referido el segundo, por su parte, a la irrupción de aquella tercera persona y a la estrecha vinculación por ella establecida con el presente de la escritura. En su voz repercute entonces aquella acción, volcada en la incertidumbre de no saber quién habla exactamente, a quién corresponde la verdadera responsabilidad de este discurso. O quizá sí lo sabemos, y el asunto radica en que no podemos prescindir de ninguna de las dos laderas por donde discurre este tratado o breviario, imprescindible ya para ese otro individuo concurrente a la peripecia que sería el lector, implicado, como Ida Vitale lo quiere, en la dramática secuencia de los acontecimientos, y desvelador –por sí mismo- de las sugestivas iluminaciones a las que, de modo sorpredente, se abre siempre este discurso.

Ante todo esto, me digo: no puedo afirmar, unilateralmente, la condición de relato para este libro. Aunque así sea aludido por la autora, en más de una ocasión, debo poner –como mínimo- un acento de duda al reconocer la existencia de una vivísima contaminación poética que, por medio de lo explicado, otorga personalidad propia a esta escritura y al conjunto de esta obra. Tampoco podría contentarme con decir prosa, sin matizar sus peculiaridades en este sentido: lo que aquí anda en juego, como venimos observando, es la maduración del vivir y del conocer a través de una palabra necesaria para decirla; sobre todo, frente a la pérdida mayor irreparable, “la del misterio, que se ha esfumado sin ganancia para nadie”. Y por ahí llego a la ineludible responsabilidad que hoy nos asiste de atender a una aventura de escritura como la que Ida Vitale afronta al darnos cuenta de la peripecia de Byobu. Hablo de hoy, pero no pienso en el estrecho espacio de la actualidad; me refiero al vuelco histórico que nos ha precipitado en el umbral de este milenio recién estrenado. Y he dicho ineludible responsabilidad, porque, para entendernos en este tiempo y mundo cuyos exégetas se afanan en repetir que el discurso y valores que venían sustentando la existencia del individuo y la cohesión de la sociedad ya no sirven, no creo que haya otro lenguaje sino el de la poesía. Fijémenos, si no, en un síntoma característico: aquellos mandamases del pensamiento y de la moral proscriben toda quiebra y sobresalto derivados de las preguntas cuya respuesta sigue siendo el enigma que tensa la dimensión existencial del individuo (como queda en evidencia a cada paso de Byobu y ante la certeza de Ida Vitale de no poder decirlo de otra manera que no sea radicalmente poética), y se afanan en defender el predominio de las livianas certidumbres del lenguaje impuesto por la sociedad de la información: anécdotas que distraigan y que tan buena avenencia muestran con las coyunturas de la actualidad. En la escritura literaria de referencia, sigue soslayándose lo fundamental: que nunca el individuo ha dejado de habitar esa “crisis solar de encrucijadas” (Pedro García Cabrera) en donde el ser es y se justifica. Ciencia y conocimiento –entendidos al revés, como ahora sucede; identificados con poder y posesión- no cerrarán jamás ese hueco de carencia en que nos debatimos (en donde Ida Vitale ha situado a este personaje suyo, entrañable precisamente por su fragilidad), en donde afrontamos de verdad la existencia porque damos la palabra al entregarnos sin condiciones.

Leo la conclusión a la que llega Ida Vitale –por “coherencia interna”, dice ella misma- tras el seguimiento alerta de la peripecia de este Byobu que ha echado al mundo: “Resistirse lleva a ser un miembro inane de la sociedad. Pero en ésta pesan cada vez más la inmoralidad sin ideas, la solidez estulta y los que le conceden el dominio y los pequeños listos que destinan la liga de su listeza a conseguir sus pequeños propósitos”. Una vez leída, me pregunto si lo que oigo no será una voz que apuesta por sacudirse esa resignación habitual, disfrazada de fidelidad al tiempo, a su mera contingencia, como si fuera el compromiso mayor (aunque nos sabemos carentes y frágiles, hacemos como si no); si compromiso, lo es apenas con la realidad que nos circunda, con sus circunstancias: una moral social ciertamente disminuida; teme alcanzar los aledaños de toda individualidad resistente, a la que se moteja de inane para centrar sus aspiraciones en una deriva mucho más complaciente. Una vez leída esa conclusión, me resulta tan claro el recto proceder de la palabra de Ida Vitale, que hasta redundante sería subrayar aquí la cuidadosa intención con que elige el adjetivo, su abierta ironía (esos “pequeños listos” y sus “pequeños propósitos”), para que la contundencia del juicio venga a ser absoluta, precisamente orientado a dejar en evidencia aquella ambición sólo utilitaria e interesada. Por eso, Byobu, con su tenacidad sin pausa, queda ante las situaciones que él mismo contribuye a generar con su marcada y singular curiosidad existencial. Su empeño, siempre, verse (reconocerse), a medida que vive (y se dice) la experiencia. Por eso, es perplejidad la reacción del sujeto, y sugerencia la voluntad de su palabra; interrogantes, en fin, ante un mundo que también (y sobre todo) son “los conocimientos sin importancia: pequeños saberes, condenados a desaparecer al no abundar quienes gusten de compartirlos".

¿Desaparecer del relato o de la existencia que busca sentido? Porque lo realmente complejo es esa necesaria e implícita participación o comunión que pocos se deciden a asumir. Pequeños, sí, estos saberes; pero en absoluto simples; más bien, todo lo contrario, pues en ellos arraigan las más complejas relaciones, las cuestiones decisivas que se hacen patentes en los límites de lo coyuntural. De ahí que no se hallen previstas de antemano, que surjan a medida que la peripecia avanza, que provoquen ese estado de incertidumbre gracias al cual la experiencia se abre siempre a una continuidad y queda ante el abismo de su posible demasía. Ida Vitale ha seguido (o ha conducido, más bien) a su personaje hasta esa frontera última -siempre penúltima, como se verá-, lugar en donde “tras erradicar lo que de veras mata, la horrible, pequeña, cotidiana angustia, se creyó desafectado de la muerte. Quizá, cuando llegara la hora, despertaría, sin saberlo, en ella, en el tiempo del no tiempo”. Debelación de la historia, pues; y de la narración, en consecuencia: ambas se quiebran, y en el hiato abierto, se instaura un decir poético. De ahí el debate implícito en esta escritura: ¿una poeta que se aventura por la prosa, o una prosa dispuesta como cauce para el poema? Lo curioso, a mi entender, es que no se excluye ninguna de las dos opciones; que Ida Vitale plantea una adelgazada (precisión y exactitud propias de su palabra poética) relación orgánica con la escritura, una forma en permanente diálogo consigo misma: gesto, oralidad, expresión (energías del poema) en una escritura que se cumple como racionalización de tanta complejidad: “Con eso Byobu, por hoy, siente también más aire en su conciencia minuciosa”.

Más. Que, como hemos explicado, se contradice la sucesión narrativa y el texto se nos da fragmentado y la distancia entre sus partes provoca disonancias y distorsiones en esta peripecia que no se proyecta en continuidad. Sólo asistimos a los momentos de los encuentros que, si pueden ser dramáticos, evitan todo patetismo, a fuerza de un trabajo minucioso, y siempre contrario, de la expresión: anacolutos y yuxtaposiciones en la sintaxis; aliteraciones por medio de las cuales el texto vibra y respira, zafado del simple orden gramatical (“Byobu concluye que deberá empezar por terminar. Terminar de terciar entre desastres, de intentar atemperar las trepidaciones de tranvías cuyos trayectos lo ignoran. Deberá desistir de tibias transacciones desastrosas”); léxico, dije ya que muy preciso, y contrario siempre al esperado de la significación; ritmo que no busca, en modo alguno, el orden agradable de la melodía. De tal manera, con estas claves, queda en evidencia una escritura que puede parecer prosa, pero cuya linealidad narrativa se verá contestada siempre por una indiscutible razón poética, en donde se enredan los caminos bien trazados que todo relato requeriría para ser tal.


Más, aun. La lectura de los tres últimos fragmentos de este abecedario, antes del tranco final (“Pensamientos propios”), puede resultarnos muy reveladora; en ellos se resolverán, y justificarán, las diferentes alternativas o disyuntivas que se han propuesto –a lo largo de esta peripecia- como encrucijadas fundamentales de la progresiva y rara maduración del personaje. Será éste quien llevado, empujado hasta aquí y entusiasmado con la prueba, acabe reconociendo la clave que da sentido a su experiencia existencial. Los títulos hablarán por sí solos: aceleración de la historia, nos advierte el primero de ellos. El relato se contradice o, mejor, queda en entredicho al contrastarse con la sucesión utilitaria de la historia, cuando se afrontan las “urgentes informaciones que día a día cambian” el panorama de la realidad, cuando no se puede negar la multiplicación aburrida de lo idéntico que, aun orquestada como novedad, no pasa de ser una estrategia –muy propia de nuestra sociedad de la comunicación de masas- para dejar sin efecto lo que pudo haber sido importante y, a base de repetirlo sin tregua, de abundar tercamente en una supuesta enjundia, se lo vacía de contenido. Consciente de tal situación, este individuo resistente que es nuestro protagonista, oye y acata con “admiración cariñosa” las propuestas de los expertos: ese asombro. Inmediatamente, sin embargo, marca distancia y se pregunta cómo es posible haber perdido (o siquiera debilitado) “el respeto que siempre le han merecido los viejos tiempos, que prepararon estos de hoy”. Dócil, sí; pero nunca inerme ante la historia, este individuo; descubre que, sin memoria no podrá hablarse de civilización: desconfiado ante el progreso, piensa en (y se pregunta reiteradamente por) “nuestra miseria moral actual”, a la vista de “río indistinto que arrastra las miserias difundidas e impuestas por el Poder Unico, ya plasmado e indiscutible”, que se ha atrevido a proscribir al individuo como referente y hace lo imposible porque éste se sienta cómodo (y hasta feliz, porque no escatima retóricas) diluido gregariamente en el grupo, satisfecho con ese juguete maleable y manipulable en que ha venido a dar la condición democrática de la sociedad, tan distante hoy de lo que en realidad quiso ser. Ese poder sólo quiere sumar ciudadanos que consuman –incluso cultura, ideas- y no vérselas con individuos que piensen, capaces de preguntarse por su condición de tales.

La palabra es aún de Ida Vitale. Pero en estos últimos fragmentos (y de modo particular, a partir de éste) queda muy claro que la autora indaga en el interior de su personaje, que saca a la luz lo que Byobu piensa, y ella misma establece su propia reflexión a través de la notoria inquietud que muestra su criatura literaria: ironía otra, fruto de esa doblez constitutiva, que corta e interrumpe el discurso de una manera mucho más flagrante ahora. Se comprende así que, en el segundo de estos textos, “Pereza”, nos demos de bruces con una tensión contraria y mucho más exigente que la anterior. Se trata de la pregunta del no retorno, de la última reacción del resistente, convencido de no ceder. Incluso si atendemos a su extensión, “Pereza”, apenas unas pocas líneas, se sitúa en abierto contraste con el texto precedente. Pero, sobre todo, en la intensidad que, como señalamos desde el principio, es la base de sustentación de toda esta escritura. “¿Qué es esto? –piensa Byobu- ¿una reflexión que se pierde en nebulosa o una nebulosa que llega, atraída por el vacío que se disfraza de reflexión?”. Y de ahí, un salto radical: fragmentación mayor de la realidad, casi estallido nuclear, para quedar en ese inquietante vacío opuesto a la nada. La poeta, lo mismo que su personaje, inquiere ahora: “¿Sin más al zen?”. Una pregunta que es suspensión y corte abrupto –una vez más- del discurso. Una retracción, si queremos ser precisos; un movimiento inspiratorio: se oye el encogimiento que genera. Tras larga pausa, en la página que sigue, aparecerá “un señor que, al pie de un semáforo, empedernido, oprime el botón amarillo, tal como está indicado”. Ahora, el asombro puede ser nuestro: ¿cómo la exigencia esencial de antes viene a dar –todavía- en esta situación cotidiana…?

Tiene su razón: se trata del límite, cruce para entrar en el yo. Una columna de luz entorpece el paso. A la quietud perezosa que nos proporcionó aquellas preguntas, sucede la movilidad sin pausa del tráfago urbano, en este cruce del semáforo. El individuo, ahí, entre su afán y necesidad de cruzar, de ser, y el límite en que se ha visto sorpresivamente detenido: “todo reclama obediencia y la logra”. Un simple y anodino gesto, con la pretensión –ingenua, tal vez- de romper el gregarismo circular que lo rodea, y lograr así, de una vez por todas, “el inmediato suceder de lo antojado”. El asunto, en consecuencia, es ya responsabilidad total del sujeto; no se siente amparado por la palabra que Ida Vitale ha propuesto como relación. Porque se trata de un diálogo al desnudo –al borde mismo de esta acera- entre el díscolo y quienes obedecen (o la autoridad que impone la norma); entre aquellos que no duermen complacidos bajo semejante tutela, y optan por el “rumbo de moverse al libre capricho”, y el reglamentado ir y venir de gente y tráfico por la ciudad. ¿Por qué la explícita metáfora de la ciudad? Será bueno cotejar su uso aquí con el propio de los años veinte-treinta del pasado siglo (aquella extrañeza deshumanizada); o ponerla frente a la trivialidad sin inventiva de lo cotidiano de la cual se nutre la escritura anodida y repetitiva de hoy –incluso la escritura poética-, con la rutinaria coartada de la fidelidad al tiempo y de una voluntad testimonial. El escenario urbano, aquí, tan sólo sugerido, o sobreentendido; interesa en tanto espacio de referencia para ese alzamiento del individuo, un “incongruente peatón”. Preciso el adjetivo, una vez más, para manifestar la rareza y discordancia del ser en ese medio, la inoportunidad de su acción. Consciencia plena, sin duda, de lo que allí sólo él debe decidir: “refractario esencial –añade entonces Ida Vitale-, sabedor del estatuto casi proscrito en que lo coloca la calle, escenario alzado para la actuación de otros”. Subrayo, para que no pase inadvertido lo importante: esencialidad y sabiduría, bien distinta e inoportuna, frente al neutro proceder de los sinrostro, figurantes apenas en la banal teatralidad para la que se reclama toda la atención, a fin de ocultar o distraer lo que de verdad importa.


Esta indagación, poética porque es existencial, nos deja, de esa manera, en el centro neurálgico del asunto; hacia él proyecta su luz la palabra de Ida Vitale (y ya, sin transición casi, la de Byobu): la pregunta definitiva, ante la perplejidad de esta “columna sin ningún estilo, que culmina en una agresiva combinación de colores”. Lo fácil, y tantas veces visto, hubiese sido quedar en la confrontación entre la mayor o menor humanidad del acontecimiento; lo sabido, limitarse a subrayar la alienación “ante las máquinas que gobiernan y los gobiernos-máquinas, perfectamente aceitados”. Aquí, sin embargo, el asunto, por verdaderamente poético, aunque deba mucho a lo que decimos, resulta mucho más complejo. Recordemos que ya se ha pasado sobre la servidumbre a la aceleración de la historia; que la ciudad no es una metáfora directa, fiel al significado que se conoce; que la soecidad, en fin, se concentra –gregaria- en esa “actuación de otros”. Aquí, por encima de todo eso, como decía: el paso decisivo, último, de la existencia del ser en su totalidad; pero manco de palabra aún, que por eso la consigue descubrir y dominar a partir de ahora, consciente ya de haber madurado: sabe que le es imprescindible cuando “mira ensimismado el futuro lentísimo”. Unica razón ésta del debate y diálogo que Byobu ha venido encarnando; del salto decisivo a su destino como individuo a quien sólo le falta voz para completar su personalidad. En una levísma anécdota, recordada casi al biés, nuestro personaje empieza a ver claro cuál sea la palabra, quién la tiene, o puede tenerla, en el límite último alcanzado: “un personaje (…) vendía en los autobuses, con aire muy digno, a cambio de lo que los pasajeros ofrecieran a voluntad, una hojita impresa: Estos son pensamientos propios”.

¿Cómo propios, si vienen “flotando en la universal correntada”? Abatido este último obstáculo, Byobu se decide y sale, desprejuiciado, sin ayuda, a pesar de “las frecuentes desazones que padece por encontrar palabras que él tenía or cultivadas y recogidas en huerto propio” y que, no sin asombro, ve medrar mejor “en lo ajeno”; será entonces cuando tome, por fin, la palabra, nos deje oír su propia voz, en esta navegación hacia el futuro lentísimo que sabe su destino, a través del presente de la oralidad, una vez agotado el tiempo de la simple inmanencia de la historia. Palabra propia, voz, oralidad no disimuladas con cautela alguna, que no buscan ya un medium en quien ampararse. Una experiencia personal también de escritura; la perspectiva ahora es de la primera y segunda personas, asumida con todas sus consecuencias: subjetividad expuesta y reflexión más arriesgada, pues no queda en las bien abastecidas despensas de la explicación. Al contrario: la unidad textual es la que se fragmenta ahora (“páginas calladas: anillos de duelo”) en distintos grados de intensidad; imágenes del tiempo como instantánea vibración (viento, holografía, fantasma, con el sentido primero de lo que aparece); espacios del ser y su negación (jardín, espejos, donde se asienta “la infinita niebla del ser que nos vigila”); la palabra, al margen de su significado, como aparición o transfiguración también (“modo de organizar el tumnulto interior, de estar mejor que solo, callado”), y sin complacerse en “el uso impuro a cuyo automatismo agamuzado nos habituamos” (como un guante, sí; y seguimos): se trata, a fin de cuentas, de no rehuir el abismo que, como cauterio, nos abren con su resplandor poético (“tejido de cicatrización tras el que todos andamos sin saberlo”).

Podríamos decir que –sin distancia ya, sin aquella doblez irónica que proponía la perspectiva de la tercera persona– la voz adopta un tono más sentencioso y asertivo, que cuando trata de rebelarse cae en el ingenio de la greguería…Tengamos, sin embargo, en cuenta que este discurso del final no se origina ya en la inocencia; crece en él la certeza siempre limitada que el saber (y la escritura) de la poesía concede al sujeto que en ella se abisma porque se arriesga a comprender lo velado por ese otro lenguaje, opaco, que continúa en manos de sus secuestradores… En cualquier caso, la de Byobu es una palabra resistente; y para resistir a la existencia sumisa con que hoy se nos hace comulgar, y es rueda de molino. Estas frases, fragmentos que se desprenden del pensamiento, de la reflexión final y de las sucesivas preguntas precedentes. Ya no está la autora para poner orden y concierto; al personaje se le ha hecho visible el acabamiento de la existencia, no como simple final y nada, sino como precipitación en esa demasía que pide ser aún habitada por la palabra (“Será, no lo ofrecido sino lo que de ello aceptes, tu reserva final”). No la muerte; “morimos habiendo descubierto antes el error de nuestro termómetro”. Aquella situación ante el semáforo se reproduce ahora, al final, en una frase última, interrogativa también, aunque nos quede la sospecha de si el tono en que Byobu la pronuncia no será el de una retórica aseveración de la certeza única de la existencia, vislumbre mayor que la palabra poética nos concede y que nos deja, una vez más, en la quietud del asombro: “¿Hacia dónde corremos, los que estamos tan quietos?”. No se ha encogido, tímida o cautelosa, la escritora al poner punto final aquí, con esa frase: su personaje, definitivamente expuesto, culmina así una existencia ejemplar.


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