terça-feira, 17 de agosto de 2021

CARLOS CAÑAS DINARTE | Cultura salvadoreña: del desencanto a la esperanza y viceversa

 


Dentro de ese El Salvador de la segunda década del siglo XXI, la cultura salvadoreña evidencia la existencia y configuración de un pueblo curioso y dinámico, que ahora se debate entre la supervivencia económica, la migración y diversos tipos de violencia, de las que se han ocupado, en sus escritos, los pocos novelistas y cuentistas que se encuentran desarrollando dicho género narrativo, como Manlio Argueta, Claudia Hernández, Horacio Castellanos Moya, Carmen González Huguet y otras personas más.

Junto con tradiciones y costumbres religiosas y gastronómicas, cuyos fundamentos se remontan a las antiguas culturas del maíz –adoradoras del sol, la luna, las fuerzas telúricas, etc.-, El Salvador del presente también evidencia los rumbos constantes a los que decenas de años de migraciones lo han conducido. Así, no resulta extraño que muchas personas no extrañen los espacios públicos, porque la mentalidad consumista -derivada en gran parte de las remesas familiares recibidas de Estados Unidos y otras partes del mundo- los hayan trocado por enormes centros comerciales y otros espacios privados y cerrados, pequeñas ciudades diseñadas para que la vida transcurra en burbujas de seguridad, mientras la dura realidad existente azota fuera de esos muros, aunque se trate de disfrazarla mediante los más variopintos planes duros de tratamientos policiales y militares.

Sin embargo, esas mismas remesas familiares y esos centros comerciales que han surgido en las últimas décadas han configurado un nuevo país, “un nuevo nosotros”, como muy bien lo definió uno de los Informe Nacional de Desarrollo Humano, promovido por la Comisión Nacional de Desarrollo Sostenible y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Y esa nueva configuración nacional entraña la aceptación de que El Salvador actual es un estado transnacional, donde cerca del 25% de su población radica en Estados Unidos, Australia, Canadá, Italia, Suecia, Suiza, Francia y muchas otras naciones de este planeta cada vez más globalizado y mundializado.

Así, la migración ha causado fuertes impactos en el ser, quehacer, sentir y pensar del pueblo salvadoreño. De hecho, los más de cinco mil millones de dólares anuales que ingresan al país en concepto de remesas familiares han transformado, de lleno, no sólo las estructuras familiares, sino que han provocado tendencias y nichos de mercado sin precedentes en la cultura nacional, antes tan tradicional y ahora tan llena de elementos globalizadores. Si no, cómo podría explicarse la presencia constante de disc jockeys extranjeros y otros artistas internacionales, quienes acuden a los escenarios salvadoreños atraídos por el dinero circulante y la disposición de la juventud urbana salvadoreña a acudir a largos espectáculos de música electrónica. Para el caso, la discoteca inglesa Ministry of the Sound estableció por algún tiempo su sede centroamericana en la ciudad capital de San Salvador. Y no lo ha hecho por mera casualidad en esta tierra, cada vez más poblada por surfistas internacionales, que llegan a las costas salvadoreñas atraídos por la creciente fama de las playas de El Zunzal y El Zonte, que, según el juicio de los especialistas en la materia, son de las mejores zonas mundiales para practicar tan soleado deporte. A eso, desde 2021 a esa realidad se une la entrada en vigencia del criptoactivo digital bitcóin, que durante casi tres años tuvo como primeros laboratorios sociales a esas playas nacionales, agrupadas ahora bajo Surf City, nombre genérico creado por el aparato propagandístico gubernamental.

Esas mismas remesas familiares han provocado fuertes cambios culturales en los territorios locales, en los 262 municipios que son la base más fundamental del Estado nacional salvadoreño. Derivado de ese impacto, muchas poblaciones de la zona rural hoy exhiben rótulos de bienvenida en inglés, sus calles ostentan nombres de personajes extranjeros, sus tiendas venden productos comerciales importados y sus jóvenes hablan spanglish, bailan rap, hip hop, perreo y reguetón y lucen vestimentas nativas del Bronx o Los Ángeles, a la vez que sueñan con llegar a tener 18 años, para así obtener el pasaporte que les permita salir de sus tierras para marcharse hacia el american life style, la nueva tierra prometida donde mana leche, miel, panqueques, Nike, Adidas, Fila y donde suenan Sony, BMG y otras compañías discográficas más, junto con las más modernas plataformas digitales de música, como Spotify, Apple Music y otras.

Pero esas mismas remesas familiares también han provocado que muchas compañías financieras y de otros rubros comerciales tengan dinero disponible para invertirlo en diversos aspectos de la sociedad salvadoreña. De hecho, como parte de los crecientes programas de responsabilidad social empresarial, varios bancos del sistema financiero nacional se han dado a la tarea de financiar publicaciones de libros de lujo, de gran valor estético, pero de escasa circulación –no mayor de tres mil ejemplares- y de alto costo para la mayor parte de la población salvadoreña. Desde luego, esfuerzos como esos merecen elogios y felicitaciones, pero lo ideal sería que esos documentos de gran valor histórico, literario, pictórico y cultural en general estuvieran disponibles para un número más amplio de personas, para que puedan consultarlos por internet o en alguna de las bibliotecas generales, universitarias o escolares existentes.


Dentro de esos mismos lineamientos de responsabilidad social empresarial, algunas empresas aseguradoras han abierto espacios en la ciudad de San Salvador para la exhibición de pinturas, esculturas y otros materiales artísticos. El problema con ello radica en que las posibilidades de acceso a esas muestras de la nueva producción cultural salvadoreña se quedan concentrados en la zona capitalina, sin traspasar las fronteras departamentales y hacer que su presencia llegue hasta poblaciones distantes en los cuatro rumbos cardinales del interior salvadoreño, mucho menos hacia las comunidades salvadoreñas residentes en el extranjero.

En este último sentido, vale la pena destacar los esfuerzos titánicos que han estado desarrollando algunas instituciones privadas y de gobierno por presentar la cultura salvadoreña fuera del territorio nacional, ya que dentro de las fronteras nacionales se cuenta, desde hace algunos años, con escenarios para la proyección artística, conferencias, proyección de películas y demás actividades culturales, áreas que han sido provistas por el Centro de Estudios Brasileños, el Centro Cultural de España, el Centro Cultural de México y otras instituciones de promoción y difusión creadas por diversas misiones diplomáticas acreditadas ante el pueblo y gobierno de la República de El Salvador.

De esa manera, el Museo de Arte de El Salvador (MARTE) -una organización no gubernamental fundada en mayo de 2003 con cerca de dos millones de dólares provistos por lo más granado y selecto de las elites sociales salvadoreñas- se ha trazado planes de trabajo que no sólo han permitido exhibir a Picasso, Rembrandt, Cartier-Bresson y la colección venezolana Cisneros en suelo salvadoreño, sino que se lanzó a exhibir una exposición del caricaturista salvadoreño Toño Salazar en salones de París y otros puntos de Europa, como una apuesta de recordatorio de que la cultura de El Salvador tuvo presencia mundial a inicios del siglo XX y que aún puede aspirar a tener presencia en los grandes escenarios globales. En tiempos más recientes, el MARTE se ha decidido por apoyar iniciativas culturales más contemporáneas, por lo que su recinto ha dado cabida a exposiciones de cómic, interacción de materiales de cine de ficción con las piezas de su colección, videomapping, etc.

Por otra parte, la entidad gubernamental Viceministerio de Atención a las Comunidades Salvadoreñas en el Exterior destinó, durante algún tiempo, recursos para exhibir varias muestras itinerantes de fotografía de los paisajes y elementos culturales de El Salvador en muchos escenarios europeos y norteamericanos, como parte de un plan cultural trazado y diseñado con el propósito de que las personas nacionales residentes fuera de las fronteras patrias no perdieran el contacto con sus raíces, tradiciones, lenguaje y gastronomía. Así, el plan incluyó no sólo la producción masiva de afiches y folletos o la de las exposiciones, sino también festivales gastronómicos, discos compactos con música y elementos multimedia de la historia salvadoreña y hasta un juego de grandes dimensiones, una especie de “monopoly” que se juega con un enorme dado y cuyas preguntas para avanzar sólo pueden ser respondidas por personas conocedoras del ser salvadoreño. Por desgracia, en el presente gobierno, ese tipo de iniciativas han sido cortadas de tajo y no se les ha dado ni continuidad ni se ha visualizado su importancia estratégica trasnacional, en especial en un año crucial como el del Bicentenario de la firma del acta de independencia del 15 de septiembre de 1821.

Como puede deducirse, en ese “nuevo nosotros” que es El Salvador del primer cuarto del siglo XXI hay una búsqueda constante y un intento de reafirmación de las identidades nacionales y locales, cada vez más amenazadas por los avances de la mundialización y la globalización.

Por ello, resulta interesante que muchas asociaciones no gubernamentales, grupos privados y municipios se hayan dado a la tarea de fundar pequeños museos, muchos de los cuales superan sus severas limitaciones presupuestarias y de personal especializado para abordar áreas específicas de la cultura salvadoreña, como ocurre con la Academia Salvadoreña de la Historia –que cuenta ya con una biblioteca de cerca de 10 mil volúmenes y diversos servicios tecnológicos de punta-, el Museo de la Miniatura –diseñado para recopilar, investigar y presentar una visión de las artesanías de barro, elaboradas en la norteña zona de Ilobasco- y el Museo de la Palabra y la Imagen –destinado a ser un gran depósito y centro de investigaciones sobre la guerra civil salvadoreña (1979-1992), así como asiento de los archivos fílmicos nacionales y de los acervos documentales de prominentes intelectuales como la feminista Prudencia Ayala, el pintor y escritor Salarrué y el escritor revolucionario Roque Dalton-.

Desde fines de la guerra, las zonas urbanas de San Salvador, Santa Ana, San Miguel y otras localidades han visto la consolidación de varios proyectos de universidades, cuyas presencias han contribuido a abrir otros espacios a la cultura salvadoreña, a los que debe sumarse también los abiertos por diversos bares y restaurantes de esas ciudades. De esa manera, el consumo de bebidas y comidas ha sabido ser combinado con exposiciones periódicas de pintura o fotografía, o bien, exhibiciones de música, mimos, teatro y marionetas, que resultan de grato interés para las personas nacionales o extranjeras que se acercan a La Ventana, Photo Café, La Luna, El Atrio, La Galera u otros espacios más.

Durante los últimos años, el país ha apostado por enormes inversiones en obras públicas, en infraestructura esencial para lograr la anhelada conectividad con el mundo globalizado. Se han destinado miles de millones de dólares en esas actividades. Esos esfuerzos de conexión e integración también debieron ir acompañados de grandes proyectos de inversión en el área cultural, en especial si el gobierno nacional y la empresa privada deseaban apostarle al crecimiento económico por las diferentes vías del turismo. Pero no fue así. Lo cierto es que mucho se quedó en un turismo vacío de contenidos culturales, que no es atractivo para nadie en ninguna parte del mundo, por lo que resulta paradójico que otras instituciones le apuesten fuerte a las investigaciones sobre las identidades salvadoreñas, mientras que el presupuesto de la principal institución estatal destinada a la cultura y las artes no ve un incremento presupuestario desde hace mucho, por lo que sus fondos anuales no llegan ni a los veinte millones de dólares anuales, el 90% de los cuales se destina al pago de las planillas salariales, mientras que el resto se orienta a grandes proyectos de evidencia pública, como excavaciones arqueológicas o paleontológicas en las zonas central y occidental del país. Mientras, las labores de promoción de la economía naranja y las megaediciones de literatura infantojuvenil han pasado a manos de otras entidades del gobierno.

Por otra parte, la existencia de planes gubernamentales de integración regional, latinoamericana y mundial han provocado importantes cambios en la legislación salvadoreña destinada al área cultural, para acomodarla a las nuevas reglas globales de propiedad intelectual y marketing de las artes, las ciencias y la cultura. Sin embargo, hasta el momento no se ha considerado la posibilidad de contar con una estrategia nacional y planes específicos orientados al sector cultural de El Salvador, por lo que puede ser que de forma nominal exista una entidad rectora y facilitadora de la cultura salvadoreña con rango ministerial, pero que no tiene poder de decisión en cuanto a los que otras secretarías y subsecretarías de Estado hacen en cuanto a ese mismo terreno o en otros que, al fin y al cabo, terminan afectando positiva o negativamente a las personas y grupos dedicados a la producción cultural salvadoreña.


En este sentido, cuesta trabajo creer que no puede haber acciones coordinadas en el ámbito gubernamental para permitir la entrada de intelectuales cubanos o venezolanos –por razón de sus regímenes o ideologías-, cuando sí hay apertura para firmar tratados culturales con la Federación Rusa. Además, resulta curioso que se haya suscrito un tratado de libre comercio con Estados Unidos y que en las calles capitalinas haya manifestaciones de protesta de los vendedores de CD y DVD piratas, en momentos en que entraba en vigencia esa legislación internacional que regulaba la propiedad intelectual de marcas y patentes, incluidos los derechos de trademark y copyright vigentes para las películas y música estadounidenses. Frente a esa realidad, resulta patético que delante de las instalaciones de la principal entidad gubernamental encargada de los registros de comercio y de propiedad intelectual operen puestos de ventas de música y video piratas. Ante eso, podemos cuestionar acerca de cómo se encuentra la protección para los derechos intelectuales de la población salvadoreña, incluidos los de propiedad intelectual milenaria o no tangible.

Por desgracia, sólo el silencio responde a esa interrogante, puesto que hasta un producto gastronómico tradicional como la pupusa corre el peligro de obtener, un día de estos, un registro de origen ante la Organización Mundial del Comercio, pero a favor de un particular y no del grupo humano salvadoreño en su conjunto.

Para quienes pudieran haber estado en El Salvador de hace varias décadas, el país hoy les resulta irreconocible y, para algunos, quizá hasta grotesco. Bajo la influencia cultural hegemónica de Estados Unidos y, en menor parte, de México, las personas salvadoreñas han adoptado nuevas costumbres, tradiciones, habla y formas de ver el mundo y encarar la realidad. Sin embargo, los grandes problemas nacionales como la pobreza, las violencias, la marginación y la exclusión de grandes sectores son varios de los puntos pendientes en la agenda nacional, en la que la cultura aún tiene mucho que decir y aportar, siempre y cuando se le brinden las oportunidades y espacios necesarios.

Para combatir la criminalidad y agresividad vigentes en la sociedad salvadoreña del primer cuarto del siglo XXI, no basta con medidas represivas que ya han demostrado su ineficacia, por más dureza que se les imponga. Desde luego, quizá sobre decir, aquí y ahora, que para ayudar a construir un nuevo país es necesario abrirle las puertas a la inversión en cultura, educación, salud y otros puntos de la apuesta social para un futuro sostenible y de grandes proyecciones en los años venideros.

Con la firma de los Acuerdos de Paz, El Salvador buscó entrar en una fase de crecimiento económico de cara al mundo globalizado, lo que significó una revitalización de la actividad cultural, que se vio apoyada por fuertes erogaciones de la empresa privada y del gobierno, lo que permitió el surgimiento de nuevas voces dentro de las letras nacionales. En la actualidad, las más altas autoridades del gobierno se han dedicado a denostar y mancillar el legado de los acuerdos de paz y han llegado a tildar de patrañas y situaciones de intereses particulares los graves sucesos de violaciones de derechos humanos vividos durante la guerra. Estelas de odio y de denigración se han vertido desde los medios de comunicación y las redes sociales en contra de esa negociación difícil que puso fin a doce años de conflicto armado. Lo curioso es que muchas de las personas que se han expresado en contra de ese proceso de pacificación ni siquiera habían nacido cuando la guerra finalizaba.

Si las expresiones culturales y literarias de la época bélica salvadoreña se centraron en las producciones emanadas de talleres literarios organizados en universidades o en los frentes de guerra, estas nuevas voces de la literatura nacional son productos de carreras universitarias, lecturas personales, residencias en el extranjero y apoyos familiares. En esas voces, el compromiso social de los escritores y autoras del pasado ha dado paso a un desencanto generacional frente al quehacer político y económico (manifiesto en frases coloquiales como “este no fue el país que nos merecemos después de que se peleó una guerra”), pero también a una vuelta a la semilla, a una visión retrospectiva y casi melancólica de la realidad vigente, donde la poesía levanta su mano para expresar sus cantos de intimidad y personalidad individual, incluso a través de medios tecnológicos avanzados como las páginas web, los blogs, las redes sociales, los podcasts, todo unido a la publicación literaria tradicional de libros y revistas, muchas veces bajo el sello de la autopublicación cartonera, de presupuestos y alcances limitados.

Dentro de esa visión de lo personal frente a lo social, quizá uno de los hechos literarios más significativos de los últimos años lo constituya la exploración de diversas identidades, como lo evidencia escritoras que han comenzado a crear espacios propios y a definir una obra personal de mayor exigencia, sin recurrir necesariamente a las instancias tradicionales, en su mayoría dominadas y dirigidas por los escritores, y sin supeditarse tampoco a unos cánones definidos también por el sector masculino. Jacinta Escudos, Carmen González Huguet, Roxana Méndez, Miroslava Rosales, Juana M. Ramos, Yessika Salgado y muchas más son expresiones de esa nueva realidad dentro y fuera de las fronteras nacionales.


Por el lado masculino, el oficio de escritor se ha ido consolidando en los trabajos de poesía de Otoniel Guevara, Luis Alvarenga, Jorge Galán, Valdimir Amaya, Alberto López Serrano, Noé Lima y muchos más, quienes han incursionado, desde sus respectivas visiones, en el periodismo cultural, la difusión radiofónica, la organización de eventos internacionales de poesía, el sostenimiento de proyectos editoriales alternativos, el ensayo, el cuento, la poesía y la novela infanto-juvenil, con proyección internacional en España, Cuba, Francia, Rumanía, Estados Unidos, Canadá y la región centroamericana. Con esos esfuerzos, la comunidad de escritores de El Salvador ha dado un salto cualitativo en la valoración internacional de su trabajo, ya no sujeto a los vaivenes políticos predominantes en la academia internacional durante las décadas de 1980 y 1990, cuando Centroamérica manaba sangre y lágrimas por doquier.

Lejos de la guerra y de los talleres literarios del pasado, la literatura salvadoreña de los y las jóvenes de la actualidad se centra en el desarrollo de ambiciosos proyectos personales con calidad internacional, lo que les está permitiendo ser escuchados y analizados en otras partes del mundo, con lo que poco a poco se han ido abriendo espacios en suplementos, revistas y recitales de diversas partes del mundo, como los festivales poéticos de México, Granada (Nicaragua) y Medellín (Colombia).

Así, las cosas, no resulta extraño que el Ministerio de Educación y la universidad privada “Dr. José Matías Delgado” hayan puesto en marcha, hace unos años atrás, una Escuela de Jóvenes Talentos en Letras y Periodismo, donde cada fin de semana un grupo notable de jóvenes líderes de diversas comunidades del país se hacen presentes para sujetarse a un pensum elevado y exigente, así como al trato con autoras y autores del país, quienes fungen como docentes o visitantes especiales dentro de esas cátedras, que se constituyeron -hasta su abrupto cierre- en un aliciente importante para la literatura nacional del futuro en un El Salvador que clausuró sus carreras universitarias de literatura, ahora sólo impartidas en la Universidad de El Salvador, donde por hora se imparte una maestría en Cultura Centroamericana y pronto habrá espacios doctorales.

De esa manera, se está produciendo una eclosión de nuevos nombres dentro de las letras nacionales, quienes se han sumergido en sus interioridades para hacer brotar textos intensos e interesantes, sólidos y ambiciosos, con proyecciones hacia dentro y fuera de las fronteras nacionales. Entre las comunidades salvadoreñas residentes en el extranjero también se realizan trabajos igual de interesantes y fuera de serie dentro de sus espacios culturales y universitarios, más allá de sus posibilidades y limitantes por ser “minorías étnicas” en ese gran espectro de las identidades salvadoreñas, cada vez más multiculturales, cada vez más enfocadas en darle una oportunidad a las letras que expresen el nuevo nosotros, en medio de realidades económicas y sociales muy duras, en este tiempo global de pandemia y múltiples incertidumbres vinculadas con el cambio climático, las derivas políticas y belicistas, los reacomodos económicos, los ascensos y descensos de las potencias, etc.

 

CARLOS CAÑAS DINARTE (El Salvador, 1971). Investigador independiente, reside desde 2010 en Barcelona (España). Es autor y coautor de más de 30 libros publicados en ocho países, entre los que destacan Diccionario de autoras y autores de El Salvador (1997, 2000 y 2019), Centuria: los hechos y personajes del siglo XX en El Salvador (1999), Historia de la energía geotérmica en El Salvador (2005), Historia del azúcar en El Salvador (2009), Historias de mujeres protagonistas de la independencia (1811-1814): insurgencia, participación y lucha de las mujeres de San Salvador por lograr la emancipación del Reino de Guatemala (2010), Atlas histórico-cartográfico de El Salvador, 1529-1909 (2012), El Salvador. La historia de sus billetes y los billetes en su historia (2013), El Salvador (guía turística, 2013), Vida y obra del maestro Alberto Masferrer (2014), Rubén Darío en Santa Tecla (en prensa) etc.

 


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Número 178 | agosto de 2021

Curadoria: Juana M. Ramos (El Salvador, 1970)

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