terça-feira, 1 de junho de 2021

ANDRÉS LAGUNA-TAPIA | (Anti)postales cochabambinas

 



El ser humano construyó ciudades para vivir en sociedad, para gozar de los principales beneficios de la vida en comunidad: protección, cooperación, compañía. Pero, lamentablemente, los problemas del vivir junto a otros pueden ser, cuando menos, desalentadores. Desde hace miles de años construimos y reconstruimos, imaginamos y reimaginamos, expandimos y fortalecemos urbes que se extienden a lo largo y ancho del planeta, tienen diferentes características, son habitadas por rostros múltiples, y son tan complejas como seductoras y atemorizantes. Hemos construido espacios en los que pretendemos sentirnos protegidos de los peligros que nos acechan y de la soledad, pero esos mismos lugares también esconden las amenazas más variadas. Como su par primigenio, la jungla de cemento está llena de riesgos. Las ciudades son contradictorias, las hemos construido a imagen y semejanza de nuestras dinámicas sociales. Las ciudades modernas, las ciudades burguesas, fueron forjadas en torno a los principios de la democracia, del libre mercado, del desarrollismo positivista y del racionalismo iluminista. Es decir, construimos estructuras sobre promesas de progreso, igualdad, libertad y fraternidad, pero esos juramentos resultaron ser autoinmunes. En cuanto se formularon se comenzaron a vulnerar y se convirtieron en una forma de amenaza. Pero, más allá de su naturaleza contradictoria, de su condición paradójica, la ciudad moderna es seductora, quizás porque en ella laten, en ella habitan, Ciudad esmeralda, Bartertown, y otros espacios intermedios. Son la proyección de las mentes más brillantes, afiebradas y/o perversas de nuestra historia, son la materialización de la estratificación de los grupos humanos, de nuestras complejas y poco equitativas formas de organización. Muchos nos hemos enamorado de sus luces y no pocos nos hemos achicharrado al acercarnos demasiado a ellas.

Algunas se parecen entre sí, pero obviamente todas son singulares. Evidentemente, no he estado en todas las ciudades del mundo, pero cada una de las que conozco me ha revelado algunos de sus encantos y, a partir de esa serie de experiencias empíricas, intuyo que todas los tienen. Algunas seducen a primera vista, de manera fácil e inmediata. Pueden ser incuestionablemente bellas como Venecia o Brujas, magnéticas como Ámsterdam o Florencia, vertiginosas como Buenos Aires o México DF, con duende como Sevilla… y podríamos seguir. Pero, lo cierto es que también hay ciudades que parecen esconder sus encantos, necesitan de tiempo, requieren de la paciencia y la disposición de sus visitantes para develar sus mejores secretos. Por ejemplo, he escuchado a muchos decir que Bruselas es una ciudad fea, sin mucho para hacer y ofrecer. Por lo general, esa es la opinión de los que estuvieron de paso por la ciudad en la que nacieron casi por casualidad Julio Cortázar y Claude Lévi-Strauss, que Osvaldo Soriano odió en el exilio, en la que pintó René Magritte, en la que imaginó sus mejores viñetas Hergé y en la que pasó sus últimos años Yves Froment, ese Sileno de tantos lectores y cinéfilos.

Siguiendo con esas proposiciones, también debemos reconocer que hay ciudades que son más fotogénicas que otras. Más precisamente, hay ciudades que tienen más lugares fotogénicos que otras. Para confirmarlo basta revisar la carpeta de imágenes de las vacaciones de nuestros allegados. Hay ciudades de postal o, en un lenguaje más contemporáneo, instagrameables. Son los destinos más frecuentados por las hordas de turistas. Y por la imaginación de los desafortunados que no pueden costearse los periplos. Nueva York, París, Londres, Tokyo, Roma, Barcelona, Pekín y Dubai (¡ay!), entre tantas otras, son los escenarios de millones de imágenes que se agolpan en la memoria colectiva de la humanidad. Son los banalizados lugares comunes del turismo, recuerdos clichés que, de alguna forma, también han sido mitificados, magnificados o, incluso, imaginados por el cine. Son piezas importantes de una cultura global casi uniformizada, masificada, homogenizada, que ha sufrido un tratamiento de los esteroides de las redes sociales.

Lo que salva a estos escenarios es la experimentación singular que cada individuo tiene de ellos. La postal puede ser similar, casi idéntica, pero lo que está detrás y delante de ella siempre es particular. El que la protagoniza, pero ante todo el que la observa, el espectador, experimentan el momento de forma singular. Viajan de manera inmediata al enfrentarse a la imagen. El cine, al ser el arte de las imágenes y del tiempo, es una de las tecnologías que permite esta traslación de la manera más eficiente posible. Con frecuencia recuerdo y parafraseo a Jacques Derrida: ir al cine es la organización inmediata de un viaje. Nos transporta a tiempos y lugares lejanos, permite que plantemos nuestra bandera en tierras que nunca hemos pisado, que reclamemos como propio un territorio en el que nunca hemos estado. Ahí está una parte importante y característica de su magia, pues ni la literatura ni nuestra más poderosa imaginación logran un desplazamiento tan inmediato y lleno de detalles que salen de nuestro control.

Por tanto, no es ninguna novedad asegurar que por generaciones hayamos descubierto ciudades a través de películas. París se nos ha revelado bailando debajo del Pont Neuf junto a Gene Kelly en Un americano en París (1952) de Vincente Minnelli, enamorándonos de una Audrey Hepburn pseudoexistencialista en Funny Face (1957) de Stanley Donen, deseando comprar el Herald Tribune a la Jean Seberg de À bout de souffle (1960), corriendo por los pasillos del Louvre junto a Anna Karina, Sami Frey y Claude Brasseur en Bande à part (1964), ambas de Jean-Luc Godard, rindiéndonos ante el romance de Juliette Binoche y Denis Lavant en Les amants du Pont-Neuf (1991) de Leos Carax, o descubriendo la ciudad desde un departamento y jugando con lo erótico en El último tango en París (1972) y en The Dreamers (2003), ambas de Bernardo Bertolucci. Podríamos hacer exactamente el mismo juego con Nueva York. Woody Allen, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Sidney Lumet, Elia Kazan, Spike Lee y John Cassavetes, entre tantos otros, nos develaron su versión particular de la Gran Manzana.

Aunque nos empeñamos en estropearla, sobre todo por su riqueza natural y cultural, Bolivia es fotogénica, con la ventaja de ser más o menos poco promocionada y masificada. A nivel nacional, La Paz es la ciudad más cinematográfica. Si las urbes son o pueden ser un personaje, la sede de gobierno es uno de los más intensos y frecuentes de nuestra tradición fílmica. Así como también es el más caricaturizado. Entre tantos otros momentos, podemos nombrar la visión exotista de Julien Bryan en el corto La Paz (1942), la comprensión de la ciudad estratificada y moralista de Chuquiago (1977) de Antonio Eguino, los recovecos de la exclusión que recorren los personajes de Yawar Mallku (1969), las postales folclórico-turísticas de American Visa (2005) de Juan Carlos Valdivia (el cineasta que adoptó a Instagram como discurso artístico), la representación nostálgica y melancólica de Hospital obrero (2009) de Germán Monje o ese guateque de la mitología oscura paceña que es Averno (2018) de Marcos Loayza. Incluso el mero anuncio de esa ciudad, que “no deja de brillar, ni en las noches” en el documental El corral y el viento de Miguel Hilari, nos transporta inmediatamente a esa La Paz de cerros de colores y formas extrañas, que tiene solo una calle e infinitas callejuelas, en la que la protesta es una de las formas más normales de interacción social y en la que animales de peluche aleccionan a los ciudadanos en civismo.


Haciendo un ejercicio de sinceridad, creo que podríamos asegurar que Cochabamba es una ciudad que esconde su encanto, es muy modestamente fotogénica. Eso se ha hecho evidente desde la explosión urbanística, desde la proliferación de edificios altos y feos, y después de sufrir a una seguidilla de autoridades cuando menos incompetentes. Cotidianamente, se está destruyendo el espíritu de un pueblo que no supo hacer la transición a ciudad. Los llajtamasis nos vanagloriamos de la clima y de nuestras comiditas, argumentamos que este es el auténtico paraíso en la tierra, pero tenemos pocas postales espectaculares. Recordemos uno de los himnos no oficiales de la ciudad de los años 1980, “Cochabamba, mágica ciudad”. En esta canción, Denis Lacunza, con esa voz de crooner criollo que lo caracteriza, pregunta: “Oh Cochabamba / oh Cochabamba / ¿Cuál es tu mágico secreto? ¡Dímelo!”. Más adelante sigue: “¿Serán tus calles, será tu gente? / ¿O tal vez algo que mis ojos no ven? / ¿Cuál es el mágico secreto que escondes? ¡Dímelo! / Oh Cochabamba, mágica ciudad”. Luego dice, en las estrofas menos conocidas de la canción: “La torre Eiffel en París / Los rascacielos de New York / Tú no los tienes, Cochabamba”. Y se vuelve a preguntar: “¿Cuál es tu encanto? ¡Dímelo!”. Después de un breve razonamiento, concluye: “Todo romance es Venecia / Todo misterio es Estambul / Mas nadie sabe Cochabamba, cuál es tu encanto… dímelo”. No tenemos construcciones monumentales bellas o imponentes, esta no es una ciudad romántica, ni mucho menos misteriosa. Pero es nuestra ciudad y, sí, debe tener algo de magia, que es lo que nos hace permanecer o volver, pues según el discurso de Lacunza, nadie sabe cuál es su encanto. ¿Serán las calles, será la gente? Las calles están bastante descuidadas y la gente… si nos guiamos por la percepción que tienen de nosotros el resto de los bolivianos, mejor ahorrarnos comentarios. Por mi parte, reafirmo lo que apuntaba en párrafos anteriores, si uno le presta paciencia y esfuerzo, encuentra en Cochabamba lugares que merecen ser fotografiados, guardados en la memoria e inclusive idealizados, no son monumentales, son entrañables. Basta hacer un repaso de la obra de Rodolfo Torrico Zamudio, el Turista, ese indiscutible maestro de la fotografía nacional.

Cinematográficamente, el registro de la Llajta ha sido mucho más reducido que el de La Paz. Aunque existen documentos rodados en formatos de celuloide caseros e importantes obras en video, son poquísimas las películas estrenadas en salas comerciales que estén ambientadas en Cochabamba. Por ejemplo, recuerdo haber visto en una muestra de cine “huérfano” dos registros de la primera mitad de siglo XX, ambos recordaban la condición liminal de Cochabamba, un territorio que no deja de ser rural, pero que no llega a ser urbano. En el primero, un grupo de jóvenes, seguramente de clase acomodada, se distraen en un balneario. En el otro se mostraba un festejo de carnaval en la plaza 14 de septiembre. Imagino que en la época quienes podían acceder a equipos de registro cinematográfico pertenecían a la burguesía local. Por tanto, la Cochabamba que se nos muestra es esa que niega la existencia del extrarradio, la que construyó su imaginario en torno a la Prefectura, la Alcaldía, la Catedral y al Club Social.

Una película nacional tremendamente exitosa y popular a nivel nacional, que construye su discurso a través de clichés genéricos y regionales, que su propuesta tiene justamente mucho de postal turística es ¿Quién mató a la llamita blanca? (2006) de Rodrigo Bellott. Sin duda, esta es una de las películas nacionales más vistas y recordadas por el gran público y, curiosamente, se nutre de los elementos más recurrentes del imaginario nacional. Cada vez que los Tortolitos, los personajes protagónicos, llegan a una ciudad, en un breve montaje se nos muestran sus monumentos más conocidos y sus imágenes más típicas. Ese puede ser un recurso para situar geográficamente, de manera muy rápida, al espectador. También sirve para construir un discurso identitario, basado en signos y/o símbolos que buscan definirnos. Ese es recurso muy utilizado en el cine y la televisión estadounidenses, por ejemplo, basta que nos muestren al Empire State, a Central Park o a Times Square, para saber que estamos en Nueva York. Pero el grave peligro de este tipo de herramientas radica en la uniformización del discurso, por tanto, de los referentes. En nuestro caso, preguntémonos, ¿Cochabamba se limita a ser el Cristo de la Concordia, el Prado, la Plaza Principal y la torre de la Catedral? ¿Podemos asegurar, como suele hacer Ramón Rocha Monroy, que el Prado es el corazón de la ciudad?

Una ciudad siempre es muchas ciudades a la vez. Por el mismo hecho de estar estratificada y, ante todo, por ser experimentada por diferentes individuos, toda unidad urbana es también una multiplicidad. Eso es algo que lo confirman los que han sabido registrar de manera audaz a Cochabamba. Los monumentos y las postales sirven para perpetuar el discurso y el imaginario del orden establecido, no para representar las experiencias singulares de los individuos y de los colectivos que no detentan el poder de las ciudades. Por tanto, ese conjunto de postales que vemos en La llamita blanca, cuando los Tortolitos llegan a la ciudad, que nos sitúan fácil y rápidamente en el territorio, son imágenes que terminan siendo estériles, poco representativas de lo que verdaderamente es Cochabamba o de lo que puede ser Cochabamba para las múltiples singularidades que la habitan y que la configuran.


Si aceptáramos que el Prado es el corazón de la ciudad y si reconocemos que la Plaza 14 de septiembre es el centro administrativo y de concentración de poder, debería llamar la atención que sean pocas las películas que tengan escenas o secuencias importantes en esos escenarios. De hecho, al menos en las últimas décadas, en esos espacios solo recuerdo imágenes de protesta o de manifestaciones, pienso en películas como También la lluvia (2010) de la española Iciar Bollaín o Ríos de hombres (2010) del mexicano Tin Dirdamal y poco más. No parecen ser lugares propicios para las relaciones vitales, sino para manifestarse en contra del poder, del orden establecido. Si esas postales son el corazón de la ciudad, al menos desde una perspectiva cinematográfica, los cochabambinos estamos fuera de ese centro, marginados o automarginados. Algo que también puede resultar curioso es que tampoco hay un registro importante de lo que muchos sociólogos consideran que es el verdadero corazón y pulmón de la ciudad: La Cancha. En algunos filmes, sus personajes van ahí o a sus inmediaciones para hacer algo específico, muy de pasada. Pienso en Berto, en Lo más bonito y mis mejores años (2005), que va a la avenida Barrientos en busca de llantas a medio uso, o en el documental Diario de piratas (2012), en el que la señora Virginia Torrico se dirige a una zona que parece ser el mercado La Paz para vender la mercancía que trajo de Chile. A pesar de ello, el mercado más importante de la región, que define la condición de comerciante del cochabambino promedio, no ha inspirado una o muchas historias que puedan nutrir a la ficción cinematográfica nacional. Quizás la carencia sea de nuestro cine y de nuestros realizadores, que no han sabido retratar al espacio más complejo y fundamental de la ciudad. Aunque muchos reconozcan que la economía funciona gracias a la Cancha, para los directores de cine, ya sea por una cuestión generacional, de extracción social o de sensibilidad, ese es un territorio meramente funcional, que parece no contribuir a su imaginario.

Aunque la urbe en sí misma esté totalmente ausente, una de las películas que pretende definir un aspecto de gran relevancia de lo que se considera que es lo “cochabambino”, es Airamppo. Semilla que tiñe. Escrita y codirigida por Miguel Valverde (el tortolito de ¿Quién mató a la llamita blanca?) y Alexander Muñoz, es el gran esfuerzo por contener toda la magia, el poder, la locura y la vida de las fiestas que se celebran en el valle cochabambino y que, inevitablemente, están bañadas por la chicha. Airamppo es un homenaje a la milenaria bebida de maíz, a la festividad de un pueblo, a la cultura de una región y, a su vez, es un gesto de nostalgia por una vida que está desapareciendo, más cercana al mundo rural del siglo pasado, que al mundo hiperconectado en el que vivimos. La cinta es coral, gira alrededor de cuatro personajes, el alcalde de Totora (Carlos Soriano), una joven cholita (Carmen Julia Luján), un pseudohippie paceño (Israel Saavedra) y un gringo de no muy buenas intenciones (Joel Harvey). Ellos, a partir de sus estructuras particulares, de su singularidad, experimentan una versión distorsionada del festival de la cultura de Totora, a veces idealizada, a veces distorsionada. En Airamppo, más que intentar narrar una historia estructurada, se busca retratar la esencia de la fiesta, de la embriaguez, del ser/estar junto a la chicha, con todo el desorden, los excesos y los peligros que eso implica. En sus momentos más logrados, Airamppo contiene la esencia de la celebración de los valles de Cochabamba, del ser y del quehacer de los “chupadores diurnos”, descritos y anhelados en la mitología que construyeron el Ojo de Vidrio y el Urbano Campos. Una realidad que hoy día parece haberse diluido.

Seguramente, el retrato urbano de la ciudad de mayor factura para mi generación es, la ya mencionada, Lo más bonito y mis mejores años de Martín Boulocq. En esta cinta, la ciudad es un personaje más, tal vez no interviene tanto, ni es tan importante como el trío de amigos compuesto por los personajes interpretados Roberto Guilhon, Juan Pablo Milán y Alejandra Lanza, ni tan importante como el viejo Volkswagen en el que se desplazan y que puede representar la carta de salvación para uno de ellos, pero es esencial para la cinta. Los personajes se relacionan, hablan, discuten, sufren, se divierten, viven, en una ciudad que les ofrece calles, caminos, en los que pueden buscar su destino. Les permite desempeñar sus monótonas tareas, desplazándose por más o menos complejos circuitos, que parecieran recordarles que los caminos de salida están dinamitados, hechos polvo. Algo más que llama la atención es que ya bien comenzado el siglo XXI, la ciudad sigue siendo liminal, lo rural sigue presente en ella. Por ejemplo, cuando los protagonistas van en busca del yatiri y se someten a ritos no propios de la modernidad, o cuando rápidamente se desplazan a territorios no tocados por el pavimento.

En Lo más bonito y mis mejores años la ciudad se convierte en una suerte de prisión existencial o al menos en una suerte de laberinto del que los personajes no pueden escapar, como si fueran minotauros adormilados y debilitados. Haciendo referencia a lo que decía antes, los personajes jamás pasan por los lugares de “postal” de la ciudad, la Plaza Principal y el Prado no son el escenario de sus vidas. Las calles que transitan podrían ser las de cualquier otra ciudad pobre del mundo –llenas de huecos y parches-, si no fuera por ese río decadente que marca, que distingue, que singulariza, ese río que los obliga a cruzar puentes que no llevan a ningún otro lado más que a la misma ciudad. La Cochabamba de esos jóvenes es descolorida y melancólica, parece estar medio despoblada, daría la impresión que irradia sopor. De alguna forma, el paisaje urbano es también una especie de reflejo del paisaje interno de ese trío de amigos que cargan con una suerte de desesperanza, que parecen haber sido derrotados mucho antes de librar la batalla final. En su tercera película, Eugenia (2017) la ciudad tiene un tenor similar, pero esta vez es el espacio de escape para la protagonista (Andrea Camponovo), uno que tampoco lleva a ningún lugar verdaderamente mejor. Al final, Cochabamba es una suerte de callejón sin salida, pues Eugenia se topa con una sociedad que es igual de asfixiante que la Tarija de la que salió. Pero ella no es una pieza más del paisaje. Al menos, en la serie de secuencias en las que Eugenia se disfraza de la guerrillera Tania, de Tamara Bunke, se convierte en una figura que resalta en medio de lo banal e incomoda. Es una anomalía en una ciudad que necesita de ellas.

La opera prima de Boulocq influyó de manera transcendental a la otra gran película sobre la ciudad de Cochabamba: El olor de tu ausencia de Eddy Vásquez. El filme muestra una urbe llena de sombras, de polvo, de contaminación, de basura, de chatarra y, lejos de parecer un vergel, es una ciudad que se yergue de manera más o menos improvisada, en la que sus instituciones prometen y ofrecen muy poca cosa a sus habitantes. Pero, tampoco es justo asegurar que la Cochabamba que nos muestra Vásquez es apocalíptica y horrenda, no está deformada por su cámara, simplemente no es la ciudad que nos ofrecen los spots turísticos, ni mucho menos es la que describen los ideólogos de la cochabambinidad criolla clasemediera. Es una ciudad desconocida para muchos, en especial y justamente, para el cine boliviano. Se concentra en la zona sur, los páramos periurbanos irrumpen en el paisaje y en el imaginario del espectador, se muestran como son: una parte importante de la vida cotidiana de muchos cochabambinos, pero que otros cochabambinos, los que hacen más ruido, desconocen por completo. La ciudad en sus facetas menos conocidas, trilladas y difundidas, en una extensión mucho mayor a la que estamos acostumbrados, es uno de los grandes personajes de la película, es el reflejo de lo que tienen dentro los otros tres personajes principales, así como lo era en Lo más bonito y mis mejores años. Y, a pesar de todo, a pesar de la chatarra, el polvo, la basura y la contaminación, la ciudad de El olor de tu ausencia tiene una incuestionable e inefable belleza. La visión de la urbe de Vázquez es desde el amor, pero no está despojada de una implacable crítica y autocrítica. Sus protagonistas son tres, Snake (Roberto Guilhon), un migrante que acaba de volver de los Estados Unidos y que está dispuesto a hacer lo que sea para encontrar seguridad económica sin tener que volver a irse, el segundo es Deko Bazura, un joven punk que cree vivir bajo las premisas radicales de la contracultura a la que pertenece, y el último es Chriss (Cristhian Vásquez), un muchacho de escasos recursos económicos que está terminando el colegio, pero que ya es padre y por eso decide migrar a España. De una u otra forma los tres personajes son marginados, excluidos, en constantes escenas de la cinta vemos que para ellos el centro de la ciudad está vetado, prohibido. La Cochabamba oficial les es absolutamente ajena. El Prado y la Plaza no son sus espacios de representación. A partir de El olor de tu ausencia, podemos asumir que la ciudad tiene más de un corazón y uno, que late potente, es la avenida Suecia.


Para cerrar este breve e incompleto repaso sobre la Cochabamba cinematográfica, me gustaría mencionar una cinta que es importante, pero lamentablemente se recuerda y se ve poco. Es un registro realizado esencialmente en el centro de la ciudad, en los espacios que vemos en las postales, los que se supone que son amigables para un turista, en los que reposa el poder fáctico y simbólico: ¡¡¡Nunca más!!! de Roberto Alem, el documental sobre el nefasto 11 de enero del 2007. Gracias a un trabajo de edición notable a cargo de Juan Carlos Gómez, que condensó más de 50 horas de filmación en los más o menos 52 minutos del corte final, ¡¡¡Nunca más!!! nos muestra, en su estado más primitivo y crudo, los sucesos de esa fecha que estará marcada con negro en la historia de Cochabamba, así como los elementos que la antecedieron y la sucedieron. En lo que más acierta el documental es en dejar que la historia en gran parte sea narrada directamente por los protagonistas y por el registro en imágenes de los hechos. Uno escucha y observa a los actores directos, los puede ver actuar en su expresión más repulsiva y visceral. Nos permite entender que los cochabambinos urbanos y los cochabambinos rurales se enfrentaron de manera violenta, porque somos incapaces de resolver problemas históricos, porque somos piezas de los juegos de poder de reyezuelos descabellados, pero también por una incapacidad de aceptar al que consideramos que es el otro. El Prado, la Plaza, las calles del centro de la ciudad, son el escenario de peleas bestiales entre cochabambinos. Lo que permite intuir, que el título de este documental es una falsa promesa, que nuestras imágenes de postal sirven para recordarnos que vivimos en una ciudad estratificada, que no ha dejado de ser excluyente y que tiene una violencia más o menos latente en su configuración y en sus dinámicas cotidianas. Quizás por eso en Wiñay (2018) de Álvaro Olmos, sus protagonistas Sole (Sara Tamayo) y Susane (Marie Soriano) para sobrevivir a las estructuras que hemos construido, fundadas en principios logocéntricos y coloniales, para poder ser plenamente, para descubrirse, para encontrarse tienen que escapar de Cochabamba. Su camino de crecimiento las lleva fuera de la ciudad.

“La ciudad de la eterna primavera”, “el granero de Bolivia”, “la capital gastronómica del país”, llena de “mágico encanto”, esa ciudad que, se supone, es propicia para la vida tranquila y placentera, no es el espacio que nos ha mostrado el cine boliviano, tampoco es la ciudad que hemos experimentado muchos cochabambinos. Eso no quiere decir que no amemos y ocasionalmente disfrutemos de la ciudad en la que vivimos, en la que hemos nacido, en la que hemos construido gran parte de nuestro universo personal. Simplemente, en un ejercicio de honestidad, debemos reconocer que es compleja y contradictoria. Como todas las ciudades del mundo. Eso es algo de lo que nos puede ofrecer el cine estimulante: visiones singulares, personales, múltiples, interpelantes y profundas de un territorio. En este caso específico, eso es lo que nos entrega de Cochabamba. Justamente, eso es lo que una mera postal turística jamás podrá hacer.

 

NOTA

Una primera versión de este artículo se publicó en Canata. Revista Municipal de Culturas, Nº 14, Cochabamba, 2014.

 

ANDRÉS LAGUNA-TAPIA es doctor por la Universidad de Barcelona en el programa “Societat i Cultura”, máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Barcelona, la Universidad Autónoma de Barcelona y la Universidad Pompeu Fabra. Es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” tiene estudios en literatura y antropología en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Libre de Bruselas. Fundó el suplemento cultural La Ramona del diario boliviano Opinión y fue su editor por casi diez años. Junto a diferentes equipos de periodistas, ganó la Medalla “Huáscar Cajías” del Premio Nacional de Periodismo, el Premio nacional de Periodismo en la categoría prensa y, dos veces, el Premio Plurinacional Eduardo Abaroa en la categoría de periodismo cultural. Ha publicado textos sobre cine, literatura, política, medios y filosofía de la tecnología en diferentes libros, journals y medios de comunicación en Bolivia, España, Francia, Ecuador, Estados Unidos y México. Fue programador del Festival Internacional de Cine de Huesca y jurado de distintos certámenes de cine y literatura. Ha sido docente de pregrado y de postgrado en distintas universidades. En la actualidad es docente a tiempo completo de la Universidad Privada Boliviana. Es director del Laboratorio de Investigación en Comunicación y Humanidades (LIComH) de la Universidad Privada Boliviana, sus líneas de investigación están relacionadas con los estudios fílmicos, las industrias culturales y el impacto de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en los fenómenos sociales.



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