El
desconcierto empieza con la estructura. Por comodidad podemos llamarlo novela,
pero el libro acepta ser considerado como una serie de visiones que, en primera
instancia, se superponen de modo caótico y enhebradas apenas por la historia de
una búsqueda. Ésta no sigue una secuencia lineal, sino, más bien, es circular y
recurrente, por lo que, a pesar de que sabemos que el protagonista tiene como
meta encontrar a Ino Moxo, no llegamos a determinar en qué etapa de la búsqueda
nos encontramos. Las escenas, entonces, parecen sucederse no por una relación
de causa a efecto o progresión temporal, sino por la resonancia de una palabra,
un tema, un personaje que actúan a modo de conjuros que convocan a otras
escenas, anteriores o posteriores, cercanas o lejanas, nuevas o ya contadas.
Exteriormente, sin embargo, el libro está dividido en cuatro secciones, cada
una constituida por varias escenas, que no son compartimentos estancos ni
necesariamente siguen un desarrollo cronológico. La última sección nos da la
clave del conjunto porque parece ser el único que está anclado en la realidad
tal como solemos considerarla.
La obra trabaja con
relativamente pocos personajes, caracterizados menos por su singularidad
sicológica o su forma de hablar, que por su jerarquía en el mundo de la
sabiduría ancestral y por las historias que cuentan: los brujos don Javier, don
Hildebrando, don Juan Tuesta; Iván Calvo, Ruth Cárdenas y Félix Insapillo; o
aquellos que forman parte de los relatos de otros, como Fermín Fitzcarrald,
Babalú o el curaca Hohuaté. Todos se ven enriquecidos por los desdoblamientos
que, sabiéndolo o no, experimentan y por su continuo tránsito de una visión a
otra; desdoblamientos que son consustanciales al mundo de la magia y que en la
cosmovisión amazónica son aun más complejos, pues para ella no sólo se desdobla
el hombre en alma y cuerpo, sino en varios hombres, cada uno con su cuerpo y
con su alma. Los personajes, así, aunque sicológicamente sencillos, adquieren
consistencia y misterio.
Podemos decir,
entonces, que Las tres mitades de Ino
Moxo se estructura en tres niveles: el de la búsqueda del encuentro con el
padre-maestro, que parece ser el nivel “objetivo”, hasta que al final resulta
también relativizado; el de los personajes, oscilantes y escindidos, según sus
“personas” o vidas; y el de las visiones, iridiscentes e igualmente imposibles
de asir. Detrás, nutriendo todo, la cosmovisión amazónica y su principio de la
contradicción totalizadora, según el cual las cosas son y no son lo que
aparentan, pues las dimensiones de la realidad son muchas y simultáneas. Para
abarcarlas, uno debe “ver”, esto es, traspasar la capacidad de los sentidos. Un
río, dice uno de los brujos, puede ante nuestros ojos corporales carecer de
agua, porque esa percepción pertenece al espectro de lo visible, pero no de
orillas, y éstas no son dos, sino tres, cuatro, cinco...
La relación del hombre
con los objetos cobra, así, una importancia capital. Para el que “sabe”, ellos
son el vínculo con la totalidad. Los objetos poseen espíritu, contienen fuerzas
positivas o negativas que el brujo domina y potencia. “Igual que los remolinos
son amamantados por serpientes gigantes, así todo vegetal tiene su madre
también. Las despertamos para que aumenten con su cariño las fuerzas de la
cura”, dice don Manuel Córdova. Pero aun los objetos fabricados por el hombre
son el punto de encuentro de las varias dimensiones de la realidad, como el cajón
de Babalú, que sigue sonando, aunque su dueño ya es difunto, e introduciéndose
en el cual su viuda se interna en el mar. Sin embargo, hay objetos
privilegiados, especies de talismanes o puertas hacia el espacio sagrado, en
los que se concentra esa potencia. De esa calidad son el quero que se le
aparece al protagonista en sus “mareaciones”, la piedra negra que da origen al
“agua de la serenidad” o los icaros
que pronuncian los brujos. Pero el vínculo por excelencia con la realidad que
“habita el aire” es la ayahuasca, la soga del muerto, la fuente de las
visiones.
La naturaleza y las
cosmovisiones americanas han sido fuente de inspiración para la literatura
desde tiempos remotos, y en el siglo XX dieron origen a las corrientes de lo
real maravilloso y el realismo mágico. A ninguna, aunque comparte con ellas el
impulso inicial, puede adscribirse Las
tres mitades de Ino Moxo. Para Alejo Carpentier lo maravilloso es observado
desde una racionalidad que establece comparaciones y ordena lo contemplado, en
tanto que para Gabriel García Márquez el prodigio, a pesar de ser asumido como
natural, se proyecta sobre un fondo de normalidad que establece el contraste.
César Calvo, en cambio, concibe lo maravilloso como la subversión total de lo
racional, como un espacio saturado de presencias, paralelo al real, visible
para quien esté dispuesto a verlo e imperceptible para el que se niegue a él,
el tiempo del mito.
Las tres mitades de Ino Moxo, a pesar de su estructuración insólita, mantiene preso al lector porque por debajo de su caos de imágenes, de sus recurrencias y de su regusto por las contradicciones late un fondo de autenticidad y pasión. Pocos libros como éste se han acercado a la selva con la naturalidad que da el conocimiento profundo. La amazonía ha tenido la desdicha
Conocido casi exclusivamente como poeta, César Calvo incursiona por única vez en la narrativa con Las tres mitades de Ino Moxo. El cambio de género, sin embargo, no le ha de haber resultado difícil, pues este libro, que, como dijimos, se resiste a ser considerado novela, resulta, de algún modo, una extensión de su labor poética. El registro de algo tan complejo como una alucinación requería de un trabajo de lenguaje que Calvo, sin exagerar la nota lírica, realiza a gran altura. Gran parte de la fascinación que el libro ejerce sobre el lector deriva de esa elaboración lingüística en la que se combinan la rotundidad y sonoridad del léxico con la cadencia del ritmo y la aparición inesperada de las metáforas. Esa presencia poética no se limita a las descripciones, su ámbito natural, sino impregna los diálogos, los silencios, los giros sorpresivos de la narración. Por eso, quien lea la obra desde la incredulidad, de todas maneras encontrará magia en sus páginas, la magia de un lenguaje que cobra vida propia, de la poesía que, finalmente, es revelación y, a la vez, como quería el Lunarejo, “pompa de palabras”.
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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 176 | julho de 2021
Artista convidada: Susana Wald (Hungria, 1937)
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