sábado, 7 de agosto de 2021

CARLOS CELDRÁN | Dramatis persona: José Martí

 


La mitificación de José Martí en el imaginario colectivo de los cubanos, y el uso que de ese mito se ha ido instrumentalizando de manera sistemática, ha impedido durante décadas su teatralización cabal y subjetiva, es decir, su conversión, según la lógica de la ficción, en personaje dramático. Hemos carecido no solo de series y películas sobre momentos de su vida, sino también de las visiones personales de actores que lo hayan encarnado de esta u otra manera. Ha faltado el sedimento desde donde abordar su figura de modo complejo, contemporáneo. Ausencia desconcertante que lo convierte en tema tabú, en asunto patrimonial. El viaje progresivo desde el estereotipo hasta la complejidad de la representación de su imagen no se ha logrado ni dentro ni fuera de Cuba. No hablo de ensayos de fondo, biografías o investigaciones especializadas, sino de la representación ficcional, imaginaria, subjetiva en un escenario o ante las cámaras.

Mientras pasa el tiempo, este vacío se vuelve más ominoso, menos salvable, abrumador. Martí no puede atraparse ni encarnarse. Es un misterio. Su condición no es dramática ni dramatizable. Él es más que todo ello. No existe un Martí, sino cientos. Imposible, por tanto, reducirlo al cuerpo o a la voz de un actor, por muy bueno que sea. Sencillamente no se le creería, tampoco se soportaría. Pasajes de su vida pueden narrarse, ensayarse, pero no representarse desde el agón del teatro, según la introspección sicológica —reductiva para muchos— de la ilusión dramática. Ante esta parálisis, que produce un vacío de proporciones peligrosas, crecen, en los soportes más disímiles, acercamientos idealizadores, sublimadores de su figura, que insisten en su cualidad de santo, mártir, apóstol; homenajes ensamblados con citas entresacadas de sus textos e ilustrados sobre un fondo de fotos suyas, acompañadas —la mayoría de las veces— por la banda sonora al uso para asuntos de orden mayor. La fotogenia de Martí ha sido, sigue siendo, el recurso poderoso del que se valen guionistas y editores. Los ojos insondables, la frente luminosa, la cualidad de posteridad —de autoconciencia de su destino— que desprenden sus retratos son, de hecho, un muro infranqueable.

¿Cómo llegar a Martí entonces? ¿Cómo imaginarlo? ¿Cómo echar la red de la ficción y sacarlo del océano sublimador en que está sumergido para lograr que respire fuera y sea un personaje capaz de ser encarnado por un actor, entendido por otro que lo represente y lo exponga a la mirada del público, es decir, al escrutinio de una representación donde creer o no creer es un reto concreto, preciso, técnico incluso?

Por supuesto, no fue esa la motivación para escribir sobre él. Sin embargo, tuve claro que, de hacerlo, no bastaba la extraña conmoción que cada cosa suya me provoca. No bastaba, si quería que fuera teatro, que funcionara como teatro, donde Martí pudiera ser reconocible dentro de la progresiva lógica de una pauta teatral convincente, agónica, interesante e intensa para el espectador. Un personaje atento a su situación dramática, a su cadena de sucesos internos y externos, delineado de modo tal que su misterio, la cualidad de hombre superior, fuera sopesada, medida en su justa proporción, paso a paso, noche a noche, por un público asombrado de aceptarlo en esta dimensión. Lograr que un actor fuera Martí durante dos horas podía ser un gran exorcismo. Una devolución.

Nunca busqué desmitificar a Martí. La crítica, tras el estreno de Hierro, insistió en ese término para definir lo que buscábamos, pero desmitificar a Martí, hacerlo humano, como se afirmaba, no es más que otro lugar común cuando se habla de él; un elogio generalizador que esconde un grave paternalismo. No quise humanizarlo, quise devolverlo actuado, es decir, asido. Lo cual implicó un esfuerzo, no solo dramatúrgico o de dirección de actores, sino una batalla frente a una tradición apenas existente: la de cómo representarlo. No me interesaba desmitificar a Martí, tampoco sublimarlo. Me sumergí en su vida para someterlo a la maquinaria analítica del teatro y, desde ahí, crear la operación de sentido más intensa posible: que Martí hablara en directo, pensara y lo pensáramos sin intermediarios, sin comentarios, sin comillas ni citas, sin explicativos, expuesto al peligro de la catarsis y de la identificación del público, con el riesgo de fracasar o de triunfar que esa acometida estética conlleva. Martí luchando, noche tras noche, por llenar la sala y lograr el aplauso, la conmoción o el bostezo implacable. Martí enfrentado a batallar por su lugar en el favor de los espectadores.


Paso a paso, desde la escritura hasta los ensayos, y luego en las funciones de Hierro, buscamos construir un Martí dentro de situaciones elegidas oportunamente, demarcadas, precisas, autosuficientes. Decidí no usar frase alguna extraída de sus escritos para los diálogos. De hacerlo la ilusión de realidad se vendría abajo, dominado el todo por la fuerza de su oratoria y de su léxico de escritor, reconocido y fichado por el público, que durante parte de su vida ha estado familiarizado con ellos. Encontrar, en su lugar, un modo de hablar la norma de nuestro español que desprendiera cierto arcaísmo decimonónico —otra construcción más— y que fuera, a su vez, un tono conversacional, asequible, orgánico.

Siempre tengo a mano la frase de Roland Barthes que cita Susan Sontag en su ensayo sobre el semiólogo francés: «El que habla no es el que escribe, y el que escribe no es el que es». ¿Quién es Martí cuando no habla, cuando no escribe, o mejor, cuando no lo leemos y lo traducimos según sus palabras escritas, según su estilo de presentársenos? ¿Quién es cuando, enfermo, sufre, o cuando cena a solas con su esposa, la escucha, calla o, simplemente, en una pausa oportuna, la evade? ¿Cómo es cuando, colérico, se ve obligado a improvisar ante los otros para lograr convencerlos de lo que piensa? ¿Cómo sería posible representar a un hombre del que recibimos informes y datos unánimes que lo presentan dueño absoluto de los recursos de un carácter único, intachable, predestinado? Lees los testimonios de quienes lo conocieron y te paralizas. No puedes superar esos efectos de empatía que producía. Imposible. En ellos hablan con devoción de sus manos expresivas, de sus ojos ardientes y únicos, de su voz grave y melodiosa, de su elocuencia sobrenatural, de sus respuestas y salidas acertadas, infalibles. También —y esto sí nos ayudó mucho en el trabajo concreto de caracterización— de su inquietud nerviosa: era inquieto y rápido, un «hombre ardilla» lo define Collazo. Y quedas no solo paralizado, también sorprendido de que fuera así, de que tuviera rasgos, manías contradictorias a la quietud que presupones y deduces de su imagen sobreexpuesta.

Sin embargo, lo más constante e intimidante para un actor o para un director que trabaje sobre él es la descripción del efecto sostenido, unánime, de admiración y sortilegio que producía en los demás. Al leer esos recuerdos de quienes lo frecuentaron sabes, al mismo tiempo, que el hechizo que él desprendía sobre ellos, lo que su figura y carácter emanaban, no impidió que algunos de ellos mismos lo maltrataran, lo subestimaran, lo hirieran en lo más profundo e incluso, llegado el caso, lo traicionaran, por lo cual concluyes que esos testimonios sobre su hechizo personal fueron escritos a posteriori, cuando ya los testimoniantes sabían de quién se trataba. Cuando tenían ante sí la dimensión completa del que los acompañó. En su momento estos efectos hipnóticos de su personalidad fueron percibidos, claro está —los que lo oyeron en sus mítines hablan de trance, de lo catártico de escucharlo—, pero en la práctica de la convivencia cotidiana ese efecto hechizante suyo quedaría asumido, registrado y prontamente olvidado o asimilado, es decir, normalizado. Martí llegó a ser reconocido en vida como un guía, un maestro, pero, a la vez, su influjo debió ser neutralizado por el trato cotidiano con los otros que, acostumbrados a él, aceptaban su presencia dentro del estricto intercambio de la comunicación. Hubo también —los menos— quienes, inmunes a su carisma, lo negaron con vehemencia.

Entendimos que representar el resultado de las impresiones descritas en esos testimonios entusiastas era un error, un imposible, un impedimento mayúsculo. Había que concentrarse en las acciones que proponían las escenas con su lógica propia, confiar en las situaciones elegidas, en los procesos de las emociones que las conformaban, en su viaje y evolución ante el espectador, y no atenernos a lo que aquellos que lo conocieron recordaron años después mientras olvidaron describir cómo funcionaba ese influjo en un trato real, ordinario, secuenciado en el paso de los días y mediante la convivencia directa.

¿Qué proceso interno, emocional, asociativo, elegir con el actor —otra vez un espléndido Caleb Casas— durante los ensayos para construir en escena a un hombre con esos antecedentes y esos deslumbrantes efectos sobre sus conocidos? ¿Qué comportamiento, entre tantos a mano, fijar que comunicara verosimilitud, realidad, sin obligarnos a representar el vaciado del hombre grande —un resultado previsible y aburrido— y sin tener, a su vez, que renunciar a entregar esa «cantidad hechizada» que lo acompañaba?

Elegí situaciones pequeñas, colaterales, de su biografía. Lo pequeño salvaría de lo grande, de lo mayor, o lo explicaría mejor sin pisar en falso. Con Martí pisas en falso a cada momento: te estás atreviendo con lo irrepresentable. Puedes deslizarte, al menor descuido, en la escultórica representación de la Historia. Elegí los años de Nueva York, en particular los que van de 1885 a 1892. Elegí espacios cerrados, pisos de alquiler pequeños, fríos, oscuros, donde vivió transitoriamente; interiores amortiguados por el invierno o el verano de la gran ciudad. Sus muchas habitaciones casuales, la oficina de Front Street, el hostal itinerante de los Mantilla. Años de poca actividad política. Acaba Martí de romper con Gómez y Maceo en disputa más que conocida. Rompe también con su esposa, que regresa a Cuba con el hijo. Padece, sufre, escribe. En ese compás la esposa retorna y vuelve a partir, esta vez bajo el signo de la traición y el escándalo —pide ayuda al cónsul de España en Nueva York y literalmente escapa a Cuba llevándose al hijo— mientras él se entrega a la lucha por la independencia. Evité los sucesos mayores, los escenarios públicos que marcaron la conciencia de los cubanos, las tribunas en Tampa y Cayo Hueso, los mítines en Nueva York y Filadelfia, los encuentros definitivos con figuras relevantes. Evité los marcos de gran formato de su vida para encontrarlo en cama, yacente, en su pequeña oficina debatiendo ideas con allegados, o encerrado en una habitación en Tampa con su supuesto asesino. Pasajes menores que permitieran un encuadre para observarlo de cerca, sin presiones ni paradigmas con los que medirlo, y donde, dejándolo ser él, minucioso, íntimo, fuera capaz de encontrar, teatralmente hablando, la relajación.


La fábula elegida para Hierro tuvo mucho de novela sicológica, con sutil acento chejoviano: lo que no se dice es más potente que lo dicho. Los secretos morales, los supuestos e intrigas sobre su vida quedan apenas velados en el subtexto, en lo entredicho. El montaje es un estudio de comportamientos alumbrado casi con candilejas —su leve sabor old-fashion cinematográfico—, un susurro entre bastidores. En el claroscuro de las relaciones íntimas, el infierno confesional se despliega cercano al tono del cine de Bergman. Sobre todo en los pasajes matrimoniales donde la temperatura entre marido y mujer llega al desgaste, a la imposibilidad, al desencuentro más desolador. Lejos de los focos cenitales de la Historia, el espectáculo es un relato menor que casi fisgoneamos: las desavenencias, los desacuerdos, las confesiones a la amiga (¿amante?) que la fiebre produce, los celos, el desamor. La fractura entre lo público y lo privado. Y también lo público, la ética, su magisterio, en lo privado, en lo no registrado, en lo perdido en los sustratos de la existencia. En ese espacio ferozmente íntimo —como lo calificara Raquel Carrió, dramaturga y teatróloga— repercuten los sinsabores de la brega épica, pero amortiguados por la penumbra y la penuria, la moralidad tenaz y reprimida de seres que intentaron ser lo mejor que podían, sin alcanzar conciliación ni sosiego.

Atraviesa todo esto la secuencia que ocurre en Tampa en 1892 entre Martí y el joven que intentó envenenarlo al verter ácido en su habitual Mariani, bebida reconfortante que solía tomar. Un guardaespaldas que, pagado, lo traiciona, y con el cual, días después, Martí sostiene un encuentro, a puerta cerrada, donde lo perdona. Reconozco que, siendo muy joven, al leer este pequeño, casi olvidado pasaje de la vida de Martí —él mismo se empeñó en ocultarlo— contado por Jorge Mañach en Martí, el apóstol, sentí una emoción que no olvidé. Aquel joven terminó siendo capitán del Ejército Libertador. Su encuentro a solas con Martí produjo su conversión instantánea. Como Pablo en el camino de Damasco, al oír aquella voz, aquellos argumentos, cayó al suelo y renació convertido en lo que sería en lo adelante. Supe que tenía que crear, inventar, ese diálogo a puerta cerrada que ellos dos sostuvieron ese día en Tampa, pues en ese capítulo casi cristiano, evangélico, de su biografía, se encerraba el impacto que produjo a otra escala en los demás — por otra parte, algo imposible de dramatizar—: la unidad alcanzada entre cubanos, divididos por generaciones y odios acérrimos, ante el hecho de una guerra necesaria para una Cuba con y para el bien de todos. Lo que sucedió a puerta cerrada con ese joven fue un logro pequeño, por tanto dramatizable, actuable, fijado dentro de un arquetipo de larga data: la conversión. El poder espiritual del maestro sobre el discípulo que aún no sabe que lo es, pero que lo descubrirá en segundos. Un arquetipo dramático anclado en la psique del espectador que de golpe esclarece, visibiliza, un punto complicadísimo al abordar a Martí: por qué le llamaron, en vida, maestro. Hay que ver esa cualidad, la del Maestro; sentirla en escena. Entender, sin afectaciones ni efectismos, que de verdad poseía un don determinado para lograr ciertas cosas relevantes en los otros; algo que debes sentir como mismo debes palpar el amor de Romeo por Julieta o la falta de sueño crónica en Macbeth. La conversión del joven asesino funciona como espejo que atrapa un fantasma, un misterio. Hace que veamos una presencia, un carácter que supera las acciones, las frases, los movimientos elegidos; algo inasible que se vuelve corpóreo, posible. Eso que surge de la conmoción que nos asalta al sentir que el joven, de súbito, es otro, renacido por la fuerza que lo conmina a luchar por Cuba, a limpiar ese nombre —nombre que Martí lleva grabado en el anillo de hierro que el joven al inicio ve como locura—, a superar el odio, la apatía, para reconocer que el destino de una posible patria libre está en sus manos. Es el duplicado de la conversión colectiva irrepresentable, inatrapable, que constituyó el esfuerzo mayor al que él entregó su energía, su oratoria y su salud: convertir a los cubanos en cubanos.

Supuse los argumentos tratados en esa conversación a puerta cerrada aquella tarde entre los dos. El más relevante sería el del perdón. Perdón como crecimiento espiritual, desprendimiento del odio para sanar, salvarse. Perdonar no es fácil. La escena insiste en lo duro que es hacerlo cuando todavía hay dolor físico y moral. ¿Cómo dramatizar el perdón sin resultar falso, demagógico, estereotipado, o lo que es peor, manipulador? ¿Por qué, para qué perdonar cuando sentimos que el castigo, o mejor, la justicia, es merecida, incluso necesaria? ¿Por qué sublimar, entonces, el acto de perdonar? Para culminar el proceso riesgoso de esta escena, que bordea lo más delicado de su apostolado, busqué hablar desde mi experiencia personal. Todos tenemos derecho a ser libres de quienes nos han herido, golpeado; impedirles continuar el daño hecho con más rencor acumulado; poder dejarlos atrás para esperarlos en los terrenos justos del combate: el tiempo y la obra. Inmunización y no afectada crucifixión. Imagino que Martí entendió y usó como vía secreta este proceso que la escena expone y aproxima como tesis. Su «no siento odio» tuvo detrás, seguramente, una práctica estoica de un alto grado de perfección.

La escena abre el montaje a otra zona de reflexión sin tener que abandonar lo pequeño, lo colateral, lo que pasa a puerta cerrada. Permite que colisionen en la estructura de la obra lo sentimental, lo marital, con el magisterio y el laboratorio del guía espiritual que fue. Laboratorio vital del que sale su ley del amor, el apostolado como vía de convencimiento colectivo, de posibilidad de inventar un país.

Hierro no es una obra solo sobre Martí, sino sobre el efecto que su voluntad tremenda produjo en los que lo rodeaban, en especial las mujeres, entre ellas su esposa Carmen Zayas Bazán, y su amiga íntima Carmita Miyares. Martí es visto, observado, apoyado y criticado por Carmen y por Carmita, las dos Cármenes de su vida. Sus voces permiten que la novela de su existencia tenga puntos de observación insospechados desde donde atar cabos sueltos acerca del hombre en cuestión. Las mujeres en Hierro tienen la razón en lo que piensan y dicen sobre Martí, pero a la vez están perdidas, borradas de la Historia. Sus razones, sobre todo los reclamos de Carmen —abandonada por el sacrificio inútil, según ella, de su esposo por una causa política—, serán siempre condenadas por la doxa que no acepta que no lo apoyara sin miramientos. Sin embargo, en el teatro su voz cobra otra fuerza. De pronto resulta empática, dolorosa: si la Historia la niega, ante los espectadores es escuchada, atendida. Teatralmente resulta saludable que le diga a Martí lo que le dice de cerca, lo que su sentido común de mujer y de madre exigía: la gloria de la vida común, la de la felicidad doméstica y el bienestar material. En el teatro nadie tiene la razón. Y eso lo entendió en escena Martí, como quizás lo entendió en vida y no nos lo enseñaron.


Carmita fue la devota y también la veladora de un ocultamiento. Muerto Martí, aconsejaba en carta a Gonzalo de Quesada en el momento de donar la correspondencia que poseía: «Cuidado con lo que publica. Usted sabe de lo que le hablo». Carmita es el amor, la cuidadora de Martí, su confidente; la mujer no reconocida, según palabras de Fermín Valdés Domínguez. Sobre ella, y en ella misma, pesa algo que aún nos golpea: la moralina sobre la vida sexual y sentimental de Martí. La hija natural o la hija espiritual de Martí que fuera María Mantilla —hija menor de Carmita— levanta todavía hoy encendidas e inocentes batallas. Intrigas absurdas que obligaron a Carmita, en su momento, a sufrir y callar, y a nosotros a aceptar, en lo adelante, la construcción de un mito sobre vaguedades y generalidades de la intimidad de quien más debíamos conocer y desentrañar. Por eso es importante el lugar que tienen ellas en la obra. Un modo muy del teatro de operar con la vieja verdad de que todo empieza por casa. Limpiar la casa de rumores, de supuestos. Enfrentar los hechos, las divergencias y hacerlos colisionar hasta el enmudecimiento. El teatro nunca es directamente político o ideológico. Cava donde terminan esos territorios para mostrar la perplejidad, lo indecible del comportamiento de sus criaturas.

Hay un momento en Hierro donde Martí recibe en su oficina de Front Street a un enviado de Tampa que viene a mediar en el infausto incidente con el brigadier Enrique Collazo. Recordemos que Collazo, militar de la Gran Guerra, lo calumnia en carta pública acusándolo de aprovecharse de los ahorros de los tabaqueros de Tampa, de no haber luchado en la guerra, de no ser militar, de no tener credenciales para cuestionar a los de la vieja guardia. Recordemos la respuesta de Martí a esa carta, la aclaración de toda una existencia en función de Cuba. Un affaire biográfico más que estudiado que desata, entre los presentes en la escena en cuestión, un debate que termina en riña. Martí interviene y es obligado, conminado, a hablar, a cambiar el tono conversacional por el del tribuno. Un escalón nada más, pero un escalón al fin, justificado por la ira, por la impotencia de ver ante sus ojos la discordia que reinará entre cubanos en otros escenarios mayores que este, pese a su esperanza de un entendimiento colectivo. Antes de llegar a los puños, lo llaman idealista, le aclaran que los militares no lo dejarán en paz a él, que es un civil. Martí, no obstante, insiste en que habrá que aprender a ser libres, a dialogar y a aceptar la opinión contraria, a ser cívicos, plurales.

Es el único momento donde levanta el tono hasta bordear lo oratorio; sin embargo, sigue siendo una discusión entre amigos, no un foro. En la escena, Martí es obligado por la situación a subir la parada, a usar ideas de tribuno para detener lo que no lograría a nivel de la simple conversación. Esto nos permite, por única vez, tratar los argumentos mayores, las palabras definitivas, el despliegue de lo esencial político. Los argumentos que esgrime, la necesidad de ideas y conceptos plurales sobre la nación en ciernes, la tolerancia para con el que piensa distinto, el peligro del militarismo de fondo frente a la civilidad amenazada y cuestionada y el ejercicio de lo que llama política virtuosa hablan veladamente del proyecto de una República imaginada. Es un discurso que, en la escena, logramos que lo tomara por sorpresa; a él, que si de algo sabía era de diplomacia. Se ve, entonces, obligado, por esta lógica dramatúrgica, a romper protocolos y a dejarse llevar. Vuela, se enciende, y la visión que de ahí nace en sus palabras fractura el montaje por su bisagra más secreta: ¿cómo sería la Cuba que ensayó en sus cavilaciones? Un legado que nos sobrevuela. Termino aquí, con ese Martí ficcional que desde su oficina de Nueva York —su cuartel general en 1892— improvisa, apenas, qué República, qué país quiere, sueña, y sospecha ver deshecho, incumplido por la incompetencia de los hombres. 



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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO

 























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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 177 | agosto de 2021

Curadoria: Reina María Rodríguez (Cuba, 1952)

Artista convidado: Ángel Ramírez (Cuba, 1954)

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