Una cuestión que atender, en esa primera
novela, era la condición intermedia a través de la cual la anatomía del lugar se
describía. Se trataba de la estancia municipal, colmada por una luz grisácea sobre
la que flotaba el polvillo de la bosta de los caballos y, en las afueras, la unidad
militar donde se guardaba el armamento anacrónico para una guerra que nunca iba
a suceder, y, unos kilómetros más allá, el balneario, los hoteles, el llamado polo
turístico. Cuando llegaba el momento de nombrar este espacio, el impulso a lo determinado,
al dato concreto, se veía aplacado por una toma de distancia histórica, una tendencia
a la generalización. Esta era la misma nebulosa que se extendía sobre el registro
realista en que la novela era contada. La narración se refería a una situación específica,
en un momento histórico evidente, en un lugar reconocible, pero antes de ceder a
la explicación contextual en que la anécdota se debía reconocer, prefería desatarse
de los límites de interpretación a que esa circunstancia la constreñía: en lugar
de Cárdenas, el Período Especial o los funcionarios del Partido, se decía el pueblo,
los años duros o los hombres fragorosos. Tanto como examen de una experiencia colectiva
verificable históricamente, Los caídos se podía leer entonces a la manera de una
fábula con cierto grado de indeterminación.
Este realismo intermedio, donde lo documental
a punto de ser expresado termina por elidirse, contagiaba de una marcada sensación
de extrañeza el discurso de los cuatro personajes narradores. Una dislocación que
se hacía más profunda en el caso del padre, Armando, acaso por la propia incongruencia
entre la concatenación de los hechos que narraba y el relato ideológico a través
del cual trataba de explicarlos. La incomodidad de Armando a la hora de atravesar
el lugar y la experiencia –su carro sin combustible lo deja varado constantemente
en la carretera entre la casa y el hotel– se iba acentuando a medida que transcurría
la narración, y sólo podía ser compensada en esos recurrentes sueños de velocidad,
donde se desdoblaba en un oscuro chófer que ignora las señales de autostop que le
hacen, a la vera del camino, los maestros de la tradición marxista.
A la vez que se precipitaban los sucesos
que concluirían en la defenestración de su puesto de director, el desapego de Armando
sobre la realidad narrada carburaba progresivamente. Uno podía llegar a pensar que
esta crisis de interpretación degeneraría en una toma de conciencia del personaje
sobre los propios límites de su representación, una explosión que dinamitara los
estatutos fictivos a que la narración se atenía. Pero, en el último momento, Armando
decidía que la única manera de sobrevivir dentro de esos límites impuestos por la
ficción pasaba por la suspensión de la búsqueda de sentido: “Las grandes catedrales
filosóficas y justicieras deben seguir en su lugar, y nada que suceda en las oficinas
les concierne”.
El lugar original, donde los cimientos
fictivos se remueven, terminaba por quedar inexplorado, su reconocimiento se mantenía,
en esta primera novela, como un desiderátum: “Ahora que tengo tiempo libre he pensado
volver a la última calle del pueblo, rondar lo que fue mi casa”. Ese “estoy aquí
y veo” (o lo que es casi lo mismo: “estoy aquí y recuerdo”), según Ricardo Piglia
consustancial al tiempo del registro lírico, que suponía la confrontación con la
región natal, y presumiblemente hubiera abierto la narración a otro orden de reflexión
metaficcional, no terminaba de suceder. La dimensión fictiva de la novela debía
por tanto entenderse, en el límite de la convención, como cifra de lo político a
partir del discurso de la pérdida de sentido, la imposibilidad de vínculos y la
incomodidad para reconocerse en el espacio, por parte de las cuatro voces protagónicas.
En realidad, más allá de aquellos indicios de disonancia, el problema de Los caídos
se planteaba en términos estrictos que acababan siendo respetados.
2 | El lector que comienza a repasar Falsa guerra, la segunda
novela de Álvarez, publicada también hace unas semanas por Sexto Piso, puede sospechar
que se encuentra sin reservas ante el clásico relato de peripecias. Si la incapacidad
de las voces de Los caídos para acontecer en el espacio resultaba notoria, en las
primeras páginas de Falsa guerra los personajes sufren la ansiedad del kilometraje.
El Adolescente, protagonista de una de las historias, recorre en un párrafo el trayecto
que lo lleva del Distrito Federal mexicano a caer “en el embudo de la Florida”;
Freddy Olmos recuerda, unas páginas más adelante, cómo hizo a pie los últimos kilómetros
del camino accidentado desde las afueras de la ciudad de La Habana hacia el aeropuerto.
Pero estas intuiciones iniciales muy pronto se revelarán descaminadas.
Falsa guerra está compuesta por series
narrativas intercaladas y, en cierto modo, conectadas entre sí, que se agrupan en
dos epígrafes (“Vidas modernas I” y “Vidas modernas II”), divididos, al centro,
por un relato bisagra (“Interludio”), que cuenta en dos partes (“Berlín” y “Aldea
rural”) la huida y regreso a la Isla como turista de un disidente político. La anécdota
que articula la dependencia entre las series de “Vidas modernas” está, como se ha
dicho, en efecto relacionada con el retrato coral de personajes exiliados que se
definen por la condición que Álvarez ha descrito como ese limbo “del que sale de
un lugar y un tiempo y todavía no ha caído en el otro”.
Tal parece que, en esa naturaleza parcial,
los personajes de “Vidas modernas” se hacen conscientes de la maleabilidad de la
representación y el lenguaje. Nunca están muy seguros del sentido de lo que dicen
y escuchan; sus parlamentos tienden a la abstracción y se colocan de manera enfática,
como ya sucedía en el plano de la representación en Los caídos, en un punto de encuentro
entre lo documental y lo indeterminado. Cuando la sustancia del lugar que habitan
y el sentido de su trayectoria se va tornando insoportable, los protagonistas de
“Vidas modernas” comienzan a percibir señales extrañas –la marca de una pisada en
el techo, la sombra cancerígena, el choque de la camioneta con un bulto que en principio
no se logra precisar, el contenido irradiante de las mochilas, la energía de un
chicle–, lo que en ocasiones se extiende al ambiente general de la trama – como
es posible comprobar en la distorsión histórica de la serie del trebejo Rodríguez–.
Este tono de extrañeza, que se podría leer como el de la irrupción ambigua de lo
fantástico en la narración de Falsa guerra, en realidad está más profundamente vinculado
a la investigación acerca de los estatutos de lo fictivo que había quedado interrumpida
en el proyecto de Los caídos.
“Intentó adquirir conciencia del lugar
en que se encontraba, aunque esa conciencia ya estuviera adquirida”, se dice enfáticamente
de Barbero, un personaje para el cual la resolución narrativa, en la que termina
asesinando a un cliente en medio de un corte de pelo, supone no tanto una respuesta
a la crisis de su interpretación de la Historia, como una forma de refrendar la
sensación de inconsistencia de lo real que padece con intensidad. En un primer momento
de la anécdota de Barbero, la extrañeza del lugar premigratorio (ese pueblo natal
sobre el que luego volverá la narración en el “Interludio”), apuntalada por el ambiente
borroso que provee el humo (“un parche pegado al cielo”) exhalado de la fábrica
de ron, hace que el personaje tome conciencia de la naturaleza fictiva del espacio
que habita y se sienta tentado a su transformación. A la manera de un artífice deciente,
Barbero intenta implantar en el lugar y la conciencia de los otros el accidente
de un río en el pueblo donde nunca ha habido otra cosa que una presa. Pero, más
allá de estos amagos creacionistas y del reconocimiento de la convención, personajes
como Barbero, Elis, el trebejo Rodríguez o el Instrumentista, nunca alcanzan la
entidad suficiente para, a la manera del Brausen de La vida breve, modificar las
reglas del registro en que les ha sido dado transcurrir o escapar hacia otro menos
opresivo donde estas puedan ser modificadas a su conveniencia.
En este sentido, las series narrativas
de “Vidas modernas” (con excepción de la que se titula igual que la novela) pueden
ser entendidas como relatos ejemplares – puesta en escritura de esa tensión entre
la referencia y lo indeterminado, el lugar conocido y el anónimo, la salida y el
regreso a un origen, el dato y la abstracción— que tematizan las distintas posibilidades
de crecida y, a su vez, los diques infranqueables en que el flujo del registro realista
está contenido. En relación con Los caídos, Falsa guerra es una novela menos compacta
o, lo que es lo mismo, más arriesgada y abocada al error, en que la historia muestra
las costuras y desvela los mecanismos a través de los que funciona el laboratorio
de la escritura. Es la bitácora de la descomposición de un registro que, para los
propósitos de esta poética, se ha comenzado a volver insuficiente. “La literatura
parecía ser ese movimiento y ese extravío que no podían nunca componerse” –se dice
en la serie “Falsa guerra”, a la que volveremos más adelante– “como una catedral
que solo debía rendirle culto al dios de la equivocación”.
El paraje distante es la aldea rural, cierta parcela lejos de todo. No hay prueba
alguna de su existencia, y, por tanto, resulta verdaderamente inaudito encontrarse
aquí […] Vuelve entonces a mirar con deleite la calle larga y remota, el cielo oscuro
y agitado, el palacete sin pintar del hombre pobre, sabiendo que nadie más puede
retratarlo, que se encuentra en un entorno improbable e inverosímil, a salvo de
la visita de los demás. Solo esa especificidad fantasmagórica puede volverlo singular
y corpóreo. Hay que escapar de un sitio así para llegar a él.
Esta escena codifica la posibilidad de
una apertura a formas de narración del yo, para las que se muestran como un continente
obsoleto los que han sido hasta ahora los modos de esta obra. Falsa guerra ensaya
diferentes registros de lenguaje y modalidades narrativas, y de todo ello sale airosa
–en momentos, como el de la serie narrada por El Fanático, con notable maestría–,
pero encuentra su alineación en el ambiente fictivo que la organiza y en el que
está contenida su propuesta de lectura. La segunda novela de Álvarez puede entenderse,
desde esta perspectiva, como un entrenamiento en los terrenos del error, una preparación,
a través de la puesta en juego de ciertas preguntas a las que solo el devenir de
la escritura puede dar respuesta, para el visionado de nuevas formas de la experiencia.
Tengo noción de Carlos Manuel Álvarez, como aquel
que dice, desde siempre. No podría armar si alguna vez nos presentaron. Estudiamos
el preuniversitario, con un curso de diferencia, becados en la misma escuela vocacional
(de cuya decadencia se habla en las páginas de Falsa guerra). Luego, comenzamos
a vivir La Habana, separados por la altura de uno pisos, en la misma residencia
universitaria. Ahí compartimos amigos, intercambiamos en ocasión algún texto del
otro, cruzamos saludo en el elevador defectuoso, aunque nuestros mundos en realidad
nunca terminaron de cruzarse. Somos lo más parecido a eso que llaman los sociólogos
del ambiente literario “miembros de la misma generación”. Últimamente, por haber
sido arrastrados a exilios similares, hemos establecido algo así como un vínculo,
que se ha materializado en encuentros espaciados y grupos de chat.
De esa zona del yo que se trata de resguardar
para la literatura, de esas oquedades de la persona, se comienza a enriquecer la
escritura de Carlos Manuel Álvarez, como pudiera comprobar quien lea de corrido
la serie narrativa homónima al título de la novela. Los fragmentos agrupados bajo
el rótulo “Falsa guerra” ofrecen una clave de lectura del relato y son, a la vez,
el testimonio de su descomposición. En ellos ocurre la escena de redacción de la
novela y la cavilación sobre el futuro de una obra, en pasajes contaminados por
el residuo de lo biográfico y lo ensayístico. Son el testimonio extremo, mediante
la travesía mental del personaje que está a punto de escribir el texto que en efecto
leemos, del desapego como condición necesaria para el origen del acto de escritura.
La prosodia de una psiquis es anotada, y sus accidentes anuncian la probabilidad
de una transformación, en lo adelante, para el punto de vista narrativo. Por demás,
del tono nihilista de estas páginas (que, en cierto sentido, le da continuidad a
lo que ya se advertía en algunos pasajes del Diego de Los caídos), no se tenía noticias
en la narrativa cubana probablemente desde el relato terminal de Guillermo Rosales.
Será apasionante atender al rastro que
abre la serie “Falsa guerra” en las realizaciones posibles de una obra en desarrollo.
Su continuidad tendrá que ver con los modos que encuentre Carlos Manuel Álvarez
de traducir en literatura la trama de sí y las maneras de relacionarla con la convención
narrativa que, hasta este punto, había animado su imaginario. Para beneficio del
lector, quisiera terminar con un fragmento donde la demolición de ese registro y
el avistamiento de un yo, que se refracta a través del lente empañado y anticlimático
de la distancia histórica, tienen lugar:
Yo me estaba inventando un cronograma particular, pero que solo podía sostenerse en el movimiento, el movimiento entendido como cierta adicción a la inconstancia y el sacrificio, y no en el cultivo deliberado del afecto continuo a alguien específico, sea una comunidad, una persona o una idea, salvo la idea enfermiza de la escritura y nuestras mutuas y constantes expresiones de odio y castigo.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 177 | agosto de 2021
Curadoria: Reina María Rodríguez (Cuba, 1952)
Artista convidado: Ángel Ramírez (Cuba, 1954)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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