Se contará entonces, para el asesinato,
con toda una filmografía inexistente en tu cabeza, cientos de películas que no se
han inventado, o sí; cientos de películas tragadas con devoción al punto del hartazgo,
al punto de ser vomitadas en pequeñas partículas como puzles, prestas a la incomprensión,
a la creación o la malformación de una nueva criatura, un pequeño y horroroso animatronic
harryhausen de Sumatra.
Usted no se adentra en el cine de Molina,
los filmes de Molina se adentran en usted. Penetran como aquel que inocula un virus,
como una daga ponzoñosa o el más elaborado aditamento sexual. Si G. Caín hablaba
del bacilo de Hitchcock, nosotros hablaremos del COVID-Molinator66. Una febril pero
inofensiva cepa, quizás desarrollada en los mismos laboratorios que se camuflan
de mercado negro, entre el tráfico de viejas cintas VHS y nueva carne de murciélago.
Si empieza a sentir su realidad como el
set de una película de bajo presupuesto, donde la luz es sucia y ominosa, los decorados
huelen a sexo y la humedad lo devora todo (la humedad se convierte en un estado
mental), entonces encienda el proyector, no vaya al médico. Es evidente que usted
padece el síndrome del restaurante chino. Y para eso, como para el síndrome de Hitchcock,
aún no hay antídoto.
“Esa soja que tanto le gusta contiene glutamato
monosódico. Vómitos, cefaleas, palpitaciones, opresión subesternal y posible toxicidad
en el sistema nervioso central”. Son palabras del Señor Wong, ese chino mandarín,
menos por su dialecto que por el restaurante habanero homónimo, interpretado por
Luis Alberto García en Molina’s Test (2001). “Alucinaciones, eso padecerá”, continúa
el chino mandarina, un asiático inverosímil como tal, pero perfecto como chino de
película, en la estirpe de los Fu Manchú de Boris Karloff y Christopher Lee, tan
rasgados de ojos como Luis Alberto.
Esta escena de Test parece describirnos
toda una filmografía, nos recuerda aquella propiedad de ciertos objetos que se conoce
como autosemejanza o autosimilitud. Un cuerpo de obras que es exactamente similar
a una parte de sí mismo. Una filmografía fractal que es a la vez fractal de todo
el cine que se admira, que incluye la historia clínica de una patológica cinefilia.
El apocalipsis según Molinator
Aunque lo más cercano a la integración
fuese aquello de la amenaza con un botón rojo que iniciaría una tercera guerra mundial,
esa barbaridad no podía estar más lejos de convertirse en una película de ciencia
ficción o de horror. Incluso la electronuclear inconclusa de Juraguá, los desechos
radiactivos y La Habana plagada de zombis son temas del cine realizado por jóvenes
cineastas después del 2010. En los noventa ya Molina, como buen Terminator, estaba
de regreso para contarnos sobre el apocalipsis.
1993: Cuba se encuentra en plena crisis
económica y Molina se gradúa de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio
de Los Baños (EICTV) con una de las películas de género más novedosas realizadas
hasta la fecha. Molina’s Culpa es la historia de un asesino en serie llamado “el
asesino de los siete cueros”, en representación de los pecados capitales, que se
cosifican en cada cuero de color diferente de los que adornan el mango de un tridente
satánico. Estos colores no se notan, pero se sienten, pues el blanco y negro expresionista
alcanza una textura sinestésica que trasciende la pantalla. El asesino, un curita
temeroso y aparentemente inofensivo, clava el tridente en la cara de sus víctimas,
mientras vaga por las calles de un mundo distópico donde sólo quedan malhechores
y prostitutas, o al menos en el bajo mundo donde despliega su cacería.
El pobre diablo, luego de ser abatido por
una banda de drugos molinianos (entre los cuales gura el propio director), es salvado
y curado por una puta a quien luego estrangula y deja tirada con el típico tridente
marcando el cadáver. El crimen, para el curita obsesionado con el cuerpo desnudo
de Cristo, es la redención de su propia culpa. Así exime al mundo de sus pecados
originales y de aquellos pecadores que lo han hecho aquear. El universo de Culpa,
cruce del ADN de Buñuel con el de Juan Orol, está resuelto en una escenografía extravagante,
más para el cine nacional producido hasta el momento que para el propio escenario
cubano.
Si bien las calles habaneras no tenían,
en ese nivel al menos, la misma concentración de crimen, sí adquirían la atmósfera
apocalíptica de la miseria, el hambre y la corrupción. Aunque lo más cercano a un
homicidio fuesen varias puñaladas en una trifulca de carnaval o el típico crimen
de pasión, el nihilismo pornomisérico de la muchedumbre daba para la auténtica creación
de un serial killer tropical. Al parecer, nunca fue suficiente la encerrona psicológica
para que se desatase alguno, puesto que siempre se tiende en Cuba a tener un vecino
o un chofer de guagua psicoanalista, presto a escuchar y dar consejos, que te exonera
de todos tus problemas, que detiene el tridente antes de entrar en la carne.
Molina escapa de toda esa subtrama tercermundista,
de toda esa realidad “de cierta manera” cubana. Sus historias son recortes empalmados
de las historias del cine. Sus películas tienen el sabor de lo not home made. Aunque
sí hechas en casa, de manera independiente, Molinator se las ingenia para crear
productos de excepción. Sus aliens son tan sugestivos como sus mundos distópicos.
Sus personajes actúan o se resguardan en pequeños espacios encerrados, claustrofóbicos.
Afuera no hay mundo posible, los personajes entran en guerra con ellos mismos y
de la atmósfera que los rodea se inere, entonces, la consistencia de los exteriores
inexistentes.
“La raza humana ha sido casi exterminada.
El enemigo ya está entre nosotros. La gente se comportaba de manera extraña, vomitando
un líquido viscoso de color rosado. Después, la desolación. Ahora yo, Hast Du, soy
parte –creo– de algunos sobrevivientes con la responsabilidad de iniciar una nueva
era, o ser las víctimas de la mayor tragedia enfrentada por la humanidad”. Hast
Du o Yuri, como también le llamaban, por el primer hombre que viajó al espacio,
decide guarecer a una muchacha que huye de los alienígenas. Así comienza Molina’s
Solarix (2006), entre sospechas y fugas introspectivas, alimentadas por deseos y
fantasías mutuas. Los náufragos de lo real deciden tener sexo desaforadamente, sobre
todo cuando descubren lo que la excitación provoca en los aliens. Los voyeurs del
espacio exterior explotan en una masa viscosa durante el éxtasis del orgasmo.
Hast Du propone hacer un video pornográfico
y enviarlo al resto de los sobrevivientes para que sigan su ejemplo y así acabar
con la invasión. El sexo es la solución a todos los males. Si antes en Culpa, era
causa malévola, un quiste necesario de erradicar, aquí el sexo es antídoto para
la sobrevida. En todo caso, el elemento sexual (explícito) siempre ha estado en
todas las películas de Molina, ya fuese para el bien o para el mal. La ciencia
ficción en Solarix, esta suerte de relectura triple-x de Tarkovski, se resuelve
con pequeños elementos (trastos) recolectados, en una atmósfera desolada, grisácea,
sucia, llena de sudoraciones y cruzada por el sopor del encierro.
El apocalipsis transcurre así en un interior
cargado de histeria. Es la solución que le da Molina a ese otro que nos habita,
el otro caótico y despiadado que se libera de vez en cuando, ese Mr. Hyde. Las películas
molinianas tienen esa capacidad para desdoblarse y contener las dos caras, los deseos
más bizarros y las realidades más perturbadoras. Aunque nunca se sabe con claridad
qué contienen, lo cierto es que cada elemento se potencia, cada referencia al cine
de género clase B, al cine de culto, a la pornografía, al noir, a cada monstruo,
cada artilugio, cada tareco. Molina crea un cine rico en calorías, proteínas, vitaminas.
Nunca será un cine insípido, que deje indiferente. Sus películas tienen el acabose
de un mundo a punto de descuartejingarse, aunque preservan la sustancia, como diría
mi abuela, que levanta muertos.
Síndrome de Scottie
Ese día definitorio, en medio del surco,
sintió una fuerza ominosa abalanzándose a su espalda. Al girarse, alcanzó a vislumbrar
un bicho maligno, una viuda negra. Molina huyó del monstruo ayudándose de un empujón.
Quizás fue su mente saturada de cine negro, o tal vez fuera un espejismo vil de
la insolación, pero Molina tardó en comprender que había rechazado a su recién conquistada
noviecita. Ella venía a sorprenderlo con un beso bucólico y la febril imaginación
de su amado la transformaba en súcubo. Este sería quizás el embrión de una posterior
galería de mujeres fatales que un ya maduro Molinator grabaría en video o celuloide.
Es también en los detalles horrorosos de
esa anécdota que se pudiera prefigurar La Habana de Molina’s Mofo (2008), una variante
reptiliana de la urbe en el no tan lejano 2027. Vuelve Hast Du, alter ego del cineasta,
ahora recién salido de la cárcel donde cumplió condena por un viejo atraco. El saldo
de ese robo es un saco de dinero y una amante muerta. Hast no logra reajustarse
a la vida civil, valora el suicidio. El fantasma de Rachel se le aparece en todas
partes y lo ha dejado impotente. Incluso cree verla en las telenovelas en blanco
y negro de su televisión.
Es a través de ese aparato, entre folletín
y folleteo, donde descubre el anuncio de Mofo, una suerte de arlequín de reality
show, de Mefistófeles con habilidades para el mercadeo. Mofo le ofrece la solución
a su problema vital, viril. Será capaz de proveerle el orgasmo más sublime a cambio
de su vida, la perfecta comunión entre Eros y Thánatos. Le es obsequiada una criatura,
batracio ignoto o harryhausen de Sumatra, que será la encargada de recolectar su
élan en el momento del éxtasis. Luego de escarceos sexuales infructuosos, Hast encuentra,
gracias también a su televisor, una réplica de su añorada Rachel (nombre real de
la actriz y de la replicante femme fatale en Blade Runner). Ella es Aida María Rodríguez,
oriunda de Palma Soriano en la provincia de Santiago de Cuba, tierra natal de nuestro
director.
Es de suponer que Hast la rapta. Sólo así
podría superar su “síndrome de Scottie”, nombrado de esa forma por el personaje
de James Stewart en Vértigo, ese que busca a la misma mujer en todas las mujeres,
hasta que se la inventa. La única cura a la impotencia cotidiana es la imaginación
creadora, parece decirnos Molinator. La invención que hace de la realidad su Frankenstein,
un experimento obsesivo donde la única válvula de escape es acceder a la otredad
de la representación. Asistimos al poder de la imagen sublimada, usualmente a través
de un televisor, que parece conectarnos al inconsciente, a otras dimensiones de
este mundo.
En el caso de Claudio Franco (¿pariente
de Jess?), un telescopio es el dispositivo para esta colisión. Desde este puede
espiar el planeta Marte, masturbarse con posibles avistamientos de su musa, Aurora
Invencible Estelar, la excelsa heroína de un viejo serial intergaláctico. El decorado
que lo rodea es tan árido como el planeta rojo, conserva los elementos escenográficos
más elementales, pues el mundo de Claudio es teatral y precario, como el de aquellas
películas sci- de los cincuenta o algunos experimentos del cine de arte contemporáneo.
Este filme podría llamarse Molina’s Dogville pero se llama Molina’s El hombre que
hablaba con Marte (2009).
Claudio padece el mismo síndrome que Hast,
pero en su caso la esquizofrenia es doble, pues su mujer fetiche es personaje de
cción. Sólo en esos predios, en sus rebuscados y enloquecidos resquicios, podrá
inventarla. Por eso este corto está hecho de retazos de otras películas y de retazos
de cartón. Por eso desfilan en sus imágenes un enano karateca, una vieja ninfómana
gaucha, dos detectives de casaca roja que parecen enfermeros de manicomio y un bar
tropical-gangsteril con el nombre de Frutas del Cagney. Es una constante operación
de travestismo, no sólo intergenérico sino literal, pues coloca en varios personajes
el atuendo futurista de Aurora. Incluso en el mismo Claudio, quien termina por encarnar
su fetiche, por ocupar el lugar de su obsesión.
¿No es así el mecanismo, vampírico y subyugante,
de todas las pasiones? ¿No es esa la tragedia gozosa del cinéfilo, cuando encarna
en su mente la imagen, en su cuerpo la obsesión?
Chinerías de Palma Soriano
El glutamato monosódico no tiene un sabor
notable en sí mismo, sino que potencia los sabores de otras sustancias. En la dosis
exacta, equilibra y armoniza la mezcla más descabellada. Ese es el sabroso regusto
moliniano, la especia única y activa entre los insulsos condimentos de su especie.
Su sazón se extiende a películas posteriores, a veces con un simple acto de presencia,
en eso que Néstor Díaz de Villegas ha dado en llamar “continuo hollywoodense”. ¿No
son las mejores secuencias de Juan de los Muertos (2011) absolutamente molinianas?
¿No son todos los personajes de Molina, en obras propias y ajenas, siempre el mismo
tipo? Una extensión juguetona de su proyección como personaje de la vida.
Molina’s Test podría ser una metáfora,
una fábula terrible sobre el amor que extiende su corrosiva moraleja a nuestra ingenuidad
cinematográfica. El cine cubano entra, como la pareja inocente, en el sinuoso bosque
moliniano. Sólo buscan diversión, una dulzona y mítica posada donde poder recordar
tiempos mejores. No imaginan el desvío, el siniestro detour. En una suerte de moli-horror-picture-show,
los recibe un oscuro universo de películas, the stuff that dreams (and nightmares)
are made of. Lo real se dinamita, se pervierte y trastorna.
Molinator pone lo cubano a prueba. Al terrorismo
de lo nacional, a la tiranía del realismo sucio folklorista, opone la subversión
del cine, el imperio de los sentidos y la imaginación, la exuberancia de los referentes
y las atmósferas. Un verdadero ajiaco cultural donde se dejan caer diversos tipos
de opiáceos y alucinógenos. Incluso se vale, para esta parodia o desmontaje de la
saturación ficcional centrohabanera, de uno de sus gurús sincréticos, el escritor
Pedro Juan Gutiérrez.
El laberinto moliniano nos lleva al límite,
nos induce a bailar tap en los extremos. Expone ante nuestro cine su propia falsedad
e hipocresía, su falta de libertad y amor, pues este desconoce el costado cruel
y terrible de la vida, el Mr. Hyde de nuestra realidad bipolar (esa que, en sus
pobres representaciones, va del idilio a la pornomiseria). La parejita de Test ha
decidido ignorar, como nuestros cineastas, y todos salen cambiados de la experiencia.
Nunca serán los mismos. ¿Podrán alguna vez superar esta prueba?
Molina es un viaje del que el cine cubano aún no regresa, aunque intente negarlo como simple pesadilla. Su cine es la silueta de una dama de Shanghái –más por el teatro pornográfico ya extinto que por la ciudad del Lejano Oriente–, que deja su embrujo en este tropical chinatown y su casa de espejos.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 177 | agosto de 2021
Curadoria: Reina María Rodríguez (Cuba, 1952)
Artista convidado: Ángel Ramírez (Cuba, 1954)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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