sábado, 7 de agosto de 2021

JOSÉ LUIS APARICIO y KATHERINE BISQUET | Jorge Molina’s Chop Suey o el síndrome del restaurante chino



Puede que se endulce la píldora y se perdonen imperfecciones. O puede que sea todo lo contrario, que partamos al medio (transversalmente) el cuerpo con una katana, el cuerpo del filme o el cuerpo del hombre. El hombre será Molina, el filme será Molina’s, el sable será el amor. Porque sólo se puede sentir el amor que mata por el cine como siente Molina, un Molinator parido en celuloide, devorador de máquinas y violador de auroras estelares.

Se contará entonces, para el asesinato, con toda una filmografía inexistente en tu cabeza, cientos de películas que no se han inventado, o sí; cientos de películas tragadas con devoción al punto del hartazgo, al punto de ser vomitadas en pequeñas partículas como puzles, prestas a la incomprensión, a la creación o la malformación de una nueva criatura, un pequeño y horroroso animatronic harryhausen de Sumatra.

Usted no se adentra en el cine de Molina, los filmes de Molina se adentran en usted. Penetran como aquel que inocula un virus, como una daga ponzoñosa o el más elaborado aditamento sexual. Si G. Caín hablaba del bacilo de Hitchcock, nosotros hablaremos del COVID-Molinator66. Una febril pero inofensiva cepa, quizás desarrollada en los mismos laboratorios que se camuflan de mercado negro, entre el tráfico de viejas cintas VHS y nueva carne de murciélago.

Si empieza a sentir su realidad como el set de una película de bajo presupuesto, donde la luz es sucia y ominosa, los decorados huelen a sexo y la humedad lo devora todo (la humedad se convierte en un estado mental), entonces encienda el proyector, no vaya al médico. Es evidente que usted padece el síndrome del restaurante chino. Y para eso, como para el síndrome de Hitchcock, aún no hay antídoto.

“Esa soja que tanto le gusta contiene glutamato monosódico. Vómitos, cefaleas, palpitaciones, opresión subesternal y posible toxicidad en el sistema nervioso central”. Son palabras del Señor Wong, ese chino mandarín, menos por su dialecto que por el restaurante habanero homónimo, interpretado por Luis Alberto García en Molina’s Test (2001). “Alucinaciones, eso padecerá”, continúa el chino mandarina, un asiático inverosímil como tal, pero perfecto como chino de película, en la estirpe de los Fu Manchú de Boris Karloff y Christopher Lee, tan rasgados de ojos como Luis Alberto.

Esta escena de Test parece describirnos toda una filmografía, nos recuerda aquella propiedad de ciertos objetos que se conoce como autosemejanza o autosimilitud. Un cuerpo de obras que es exactamente similar a una parte de sí mismo. Una filmografía fractal que es a la vez fractal de todo el cine que se admira, que incluye la historia clínica de una patológica cinefilia.

 

El apocalipsis según Molinator


El cine de Molina no se incuba en la diégesis de los acontecimientos regionales, sino que juega con la dinámica de un cine mundial. Cine que corre, a su vez, a la velocidad de lo real, y que, de hecho, también la presupone o diseña. Y el mundo, por ejemplo, ya pasó por dos guerras mundiales, bombas atómicas, súper héroes, colapsos termonucleares, invasiones alienígenas, reencarnaciones, ataques de zombis, revolución robótica, etc. Mientras, en Cuba, seguimos en el Período Especial.

Aunque lo más cercano a la integración fuese aquello de la amenaza con un botón rojo que iniciaría una tercera guerra mundial, esa barbaridad no podía estar más lejos de convertirse en una película de ciencia ficción o de horror. Incluso la electronuclear inconclusa de Juraguá, los desechos radiactivos y La Habana plagada de zombis son temas del cine realizado por jóvenes cineastas después del 2010. En los noventa ya Molina, como buen Terminator, estaba de regreso para contarnos sobre el apocalipsis.

1993: Cuba se encuentra en plena crisis económica y Molina se gradúa de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de Los Baños (EICTV) con una de las películas de género más novedosas realizadas hasta la fecha. Molina’s Culpa es la historia de un asesino en serie llamado “el asesino de los siete cueros”, en representación de los pecados capitales, que se cosifican en cada cuero de color diferente de los que adornan el mango de un tridente satánico. Estos colores no se notan, pero se sienten, pues el blanco y negro expresionista alcanza una textura sinestésica que trasciende la pantalla. El asesino, un curita temeroso y aparentemente inofensivo, clava el tridente en la cara de sus víctimas, mientras vaga por las calles de un mundo distópico donde sólo quedan malhechores y prostitutas, o al menos en el bajo mundo donde despliega su cacería.

El pobre diablo, luego de ser abatido por una banda de drugos molinianos (entre los cuales gura el propio director), es salvado y curado por una puta a quien luego estrangula y deja tirada con el típico tridente marcando el cadáver. El crimen, para el curita obsesionado con el cuerpo desnudo de Cristo, es la redención de su propia culpa. Así exime al mundo de sus pecados originales y de aquellos pecadores que lo han hecho aquear. El universo de Culpa, cruce del ADN de Buñuel con el de Juan Orol, está resuelto en una escenografía extravagante, más para el cine nacional producido hasta el momento que para el propio escenario cubano.

Si bien las calles habaneras no tenían, en ese nivel al menos, la misma concentración de crimen, sí adquirían la atmósfera apocalíptica de la miseria, el hambre y la corrupción. Aunque lo más cercano a un homicidio fuesen varias puñaladas en una trifulca de carnaval o el típico crimen de pasión, el nihilismo pornomisérico de la muchedumbre daba para la auténtica creación de un serial killer tropical. Al parecer, nunca fue suficiente la encerrona psicológica para que se desatase alguno, puesto que siempre se tiende en Cuba a tener un vecino o un chofer de guagua psicoanalista, presto a escuchar y dar consejos, que te exonera de todos tus problemas, que detiene el tridente antes de entrar en la carne.

Molina escapa de toda esa subtrama tercermundista, de toda esa realidad “de cierta manera” cubana. Sus historias son recortes empalmados de las historias del cine. Sus películas tienen el sabor de lo not home made. Aunque sí hechas en casa, de manera independiente, Molinator se las ingenia para crear productos de excepción. Sus aliens son tan sugestivos como sus mundos distópicos. Sus personajes actúan o se resguardan en pequeños espacios encerrados, claustrofóbicos. Afuera no hay mundo posible, los personajes entran en guerra con ellos mismos y de la atmósfera que los rodea se inere, entonces, la consistencia de los exteriores inexistentes.

“La raza humana ha sido casi exterminada. El enemigo ya está entre nosotros. La gente se comportaba de manera extraña, vomitando un líquido viscoso de color rosado. Después, la desolación. Ahora yo, Hast Du, soy parte –creo– de algunos sobrevivientes con la responsabilidad de iniciar una nueva era, o ser las víctimas de la mayor tragedia enfrentada por la humanidad”. Hast Du o Yuri, como también le llamaban, por el primer hombre que viajó al espacio, decide guarecer a una muchacha que huye de los alienígenas. Así comienza Molina’s Solarix (2006), entre sospechas y fugas introspectivas, alimentadas por deseos y fantasías mutuas. Los náufragos de lo real deciden tener sexo desaforadamente, sobre todo cuando descubren lo que la excitación provoca en los aliens. Los voyeurs del espacio exterior explotan en una masa viscosa durante el éxtasis del orgasmo.

Hast Du propone hacer un video pornográfico y enviarlo al resto de los sobrevivientes para que sigan su ejemplo y así acabar con la invasión. El sexo es la solución a todos los males. Si antes en Culpa, era causa malévola, un quiste necesario de erradicar, aquí el sexo es antídoto para la sobrevida. En todo caso, el elemento sexual (explícito) siempre ha estado en todas las películas de Molina, ya fuese para el bien o para el mal. La ciencia ficción en Solarix, esta suerte de relectura triple-x de Tarkovski, se resuelve con pequeños elementos (trastos) recolectados, en una atmósfera desolada, grisácea, sucia, llena de sudoraciones y cruzada por el sopor del encierro.

El apocalipsis transcurre así en un interior cargado de histeria. Es la solución que le da Molina a ese otro que nos habita, el otro caótico y despiadado que se libera de vez en cuando, ese Mr. Hyde. Las películas molinianas tienen esa capacidad para desdoblarse y contener las dos caras, los deseos más bizarros y las realidades más perturbadoras. Aunque nunca se sabe con claridad qué contienen, lo cierto es que cada elemento se potencia, cada referencia al cine de género clase B, al cine de culto, a la pornografía, al noir, a cada monstruo, cada artilugio, cada tareco. Molina crea un cine rico en calorías, proteínas, vitaminas. Nunca será un cine insípido, que deje indiferente. Sus películas tienen el acabose de un mundo a punto de descuartejingarse, aunque preservan la sustancia, como diría mi abuela, que levanta muertos.

 

Síndrome de Scottie


Uno de los pilares fuertes del universo autoral moliniano podría rastrearse hacia el año 1977, en su etapa de becado, durante la época de siembras, al interior de un naranjal. (Pensar aquí la relación entre semen y semilla, pues queremos definir lo moliniano seminal.) Molina no era aún Molinator, sino un niño de 11 años, tímido y raro, que ya había decidido su futuro de cineasta después de impactar con Kurosawa y Los malos duermen bien.

Ese día definitorio, en medio del surco, sintió una fuerza ominosa abalanzándose a su espalda. Al girarse, alcanzó a vislumbrar un bicho maligno, una viuda negra. Molina huyó del monstruo ayudándose de un empujón. Quizás fue su mente saturada de cine negro, o tal vez fuera un espejismo vil de la insolación, pero Molina tardó en comprender que había rechazado a su recién conquistada noviecita. Ella venía a sorprenderlo con un beso bucólico y la febril imaginación de su amado la transformaba en súcubo. Este sería quizás el embrión de una posterior galería de mujeres fatales que un ya maduro Molinator grabaría en video o celuloide.

Es también en los detalles horrorosos de esa anécdota que se pudiera prefigurar La Habana de Molina’s Mofo (2008), una variante reptiliana de la urbe en el no tan lejano 2027. Vuelve Hast Du, alter ego del cineasta, ahora recién salido de la cárcel donde cumplió condena por un viejo atraco. El saldo de ese robo es un saco de dinero y una amante muerta. Hast no logra reajustarse a la vida civil, valora el suicidio. El fantasma de Rachel se le aparece en todas partes y lo ha dejado impotente. Incluso cree verla en las telenovelas en blanco y negro de su televisión.

Es a través de ese aparato, entre folletín y folleteo, donde descubre el anuncio de Mofo, una suerte de arlequín de reality show, de Mefistófeles con habilidades para el mercadeo. Mofo le ofrece la solución a su problema vital, viril. Será capaz de proveerle el orgasmo más sublime a cambio de su vida, la perfecta comunión entre Eros y Thánatos. Le es obsequiada una criatura, batracio ignoto o harryhausen de Sumatra, que será la encargada de recolectar su élan en el momento del éxtasis. Luego de escarceos sexuales infructuosos, Hast encuentra, gracias también a su televisor, una réplica de su añorada Rachel (nombre real de la actriz y de la replicante femme fatale en Blade Runner). Ella es Aida María Rodríguez, oriunda de Palma Soriano en la provincia de Santiago de Cuba, tierra natal de nuestro director.

Es de suponer que Hast la rapta. Sólo así podría superar su “síndrome de Scottie”, nombrado de esa forma por el personaje de James Stewart en Vértigo, ese que busca a la misma mujer en todas las mujeres, hasta que se la inventa. La única cura a la impotencia cotidiana es la imaginación creadora, parece decirnos Molinator. La invención que hace de la realidad su Frankenstein, un experimento obsesivo donde la única válvula de escape es acceder a la otredad de la representación. Asistimos al poder de la imagen sublimada, usualmente a través de un televisor, que parece conectarnos al inconsciente, a otras dimensiones de este mundo.

En el caso de Claudio Franco (¿pariente de Jess?), un telescopio es el dispositivo para esta colisión. Desde este puede espiar el planeta Marte, masturbarse con posibles avistamientos de su musa, Aurora Invencible Estelar, la excelsa heroína de un viejo serial intergaláctico. El decorado que lo rodea es tan árido como el planeta rojo, conserva los elementos escenográficos más elementales, pues el mundo de Claudio es teatral y precario, como el de aquellas películas sci- de los cincuenta o algunos experimentos del cine de arte contemporáneo. Este filme podría llamarse Molina’s Dogville pero se llama Molina’s El hombre que hablaba con Marte (2009).

Claudio padece el mismo síndrome que Hast, pero en su caso la esquizofrenia es doble, pues su mujer fetiche es personaje de cción. Sólo en esos predios, en sus rebuscados y enloquecidos resquicios, podrá inventarla. Por eso este corto está hecho de retazos de otras películas y de retazos de cartón. Por eso desfilan en sus imágenes un enano karateca, una vieja ninfómana gaucha, dos detectives de casaca roja que parecen enfermeros de manicomio y un bar tropical-gangsteril con el nombre de Frutas del Cagney. Es una constante operación de travestismo, no sólo intergenérico sino literal, pues coloca en varios personajes el atuendo futurista de Aurora. Incluso en el mismo Claudio, quien termina por encarnar su fetiche, por ocupar el lugar de su obsesión.

¿No es así el mecanismo, vampírico y subyugante, de todas las pasiones? ¿No es esa la tragedia gozosa del cinéfilo, cuando encarna en su mente la imagen, en su cuerpo la obsesión?

 

Chinerías de Palma Soriano


Intentar definir lo moliniano (¿o lo molinesco?) como David Foster Wallace hizo con lo lynchiano. Pensar en el chop suey, ese Frankenstein de la comida china-estadounidense, concebido quizás, como cuenta la leyenda, por un astuto cocinero asiático ante el empuje de hambrientos marineros. Todas las sobras a un plato, porque ya estamos a punto de cerrar. Literalmente, trozos mezclados. Pero los filmes de Molina no son un plato que se sirve mejor frío. Nunca la suma de sus partes. Hay un ingrediente especial que da en el punto, ese satori gastronómico que algunos llaman tsumami.

El glutamato monosódico no tiene un sabor notable en sí mismo, sino que potencia los sabores de otras sustancias. En la dosis exacta, equilibra y armoniza la mezcla más descabellada. Ese es el sabroso regusto moliniano, la especia única y activa entre los insulsos condimentos de su especie. Su sazón se extiende a películas posteriores, a veces con un simple acto de presencia, en eso que Néstor Díaz de Villegas ha dado en llamar “continuo hollywoodense”. ¿No son las mejores secuencias de Juan de los Muertos (2011) absolutamente molinianas? ¿No son todos los personajes de Molina, en obras propias y ajenas, siempre el mismo tipo? Una extensión juguetona de su proyección como personaje de la vida.

Molina’s Test podría ser una metáfora, una fábula terrible sobre el amor que extiende su corrosiva moraleja a nuestra ingenuidad cinematográfica. El cine cubano entra, como la pareja inocente, en el sinuoso bosque moliniano. Sólo buscan diversión, una dulzona y mítica posada donde poder recordar tiempos mejores. No imaginan el desvío, el siniestro detour. En una suerte de moli-horror-picture-show, los recibe un oscuro universo de películas, the stuff that dreams (and nightmares) are made of. Lo real se dinamita, se pervierte y trastorna.

Molinator pone lo cubano a prueba. Al terrorismo de lo nacional, a la tiranía del realismo sucio folklorista, opone la subversión del cine, el imperio de los sentidos y la imaginación, la exuberancia de los referentes y las atmósferas. Un verdadero ajiaco cultural donde se dejan caer diversos tipos de opiáceos y alucinógenos. Incluso se vale, para esta parodia o desmontaje de la saturación ficcional centrohabanera, de uno de sus gurús sincréticos, el escritor Pedro Juan Gutiérrez.

El laberinto moliniano nos lleva al límite, nos induce a bailar tap en los extremos. Expone ante nuestro cine su propia falsedad e hipocresía, su falta de libertad y amor, pues este desconoce el costado cruel y terrible de la vida, el Mr. Hyde de nuestra realidad bipolar (esa que, en sus pobres representaciones, va del idilio a la pornomiseria). La parejita de Test ha decidido ignorar, como nuestros cineastas, y todos salen cambiados de la experiencia. Nunca serán los mismos. ¿Podrán alguna vez superar esta prueba?

Molina es un viaje del que el cine cubano aún no regresa, aunque intente negarlo como simple pesadilla. Su cine es la silueta de una dama de Shanghái –más por el teatro pornográfico ya extinto que por la ciudad del Lejano Oriente–, que deja su embrujo en este tropical chinatown y su casa de espejos. 


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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 177 | agosto de 2021

Curadoria: Reina María Rodríguez (Cuba, 1952)

Artista convidado: Ángel Ramírez (Cuba, 1954)

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