sábado, 7 de agosto de 2021

RICARDO ALBERTO PÉREZ | Ángel Ramírez, en el jardín de los de a pie

 


En el Arte Cubano Contemporáneo pocas experiencias preservan el enigma y a la vez la frescura que exhibe la obra de Ángel Ramírez, esta desentraña formas diversas, y eficaces de resistir a la erosión; cuestión visceral para un artista que ha elegido lidiar con materias que la realidad le oferta. En su caso el reto ha sido enfrentarse a una realidad para nada convencional; por la complejidad que presenta, y también por su tendencia a contaminarse y enriquecerse con el absurdo, y lo surreal. Una experiencia irrepetible, que en definitiva multiplica el valor de su crónica.

Nacido en La Habana en 1954, y graduado en el Instituto Superior de Arte en 1982, su trabajo reconoce en la colisión de sentimientos encontrados la energía suficiente para ponerlos a dialogar, y sustraer de ese intercambio la esencia de una acción creativa. De esa manera la esperanza, la ilusión, la utopía, y el entusiasmo, se las tienen que ver con el desencanto, la desilusión, la desesperanza, y la distopía. Un puntual campo de batalla en el que ha sido determinante el empuje de una insondable capacidad lúdica.

Muchas de sus piezas son metáforas que exigen lecturas profundas, ya que interviene un lenguaje simbólico donde ocurre la constante traslación de significados de un contexto hacia otro. En los aciertos de dichas traslaciones parece afianzar su rango conceptual; la capacidad, y por qué no, la necesidad de expresar, de convertir dicha expresión en una poética cuyos códigos logran un personalismo que seduce al espectador.

Abordamos un recorrido de casi cuatro décadas, tiempo que contiene momentos dramáticos en la historia de un país. En su gesto no hay cómo separar una cosa de la otra; porque esa complicidad que se establece entre lo personal y lo colectivo, es lo que conforma un espacio narrativo apto para captar a profundidad la naturaleza de cada uno de los fenómenos.

Rememoremos el Ángel Ramírez de la década de los ochenta, cuando el grabado le sirvió de soporte para concretar la mayoría de sus piezas, en un tiempo donde el humor, la ironía, la parodia, y el desenfado predominaban en ellas. Durante todo ese trayecto sobresale por la capacidad de preocuparse mucho más por legitimar en lo que cree, que por figurar en algún de tipo de clasificación, o rango otorgado por los críticos. Dicha postura parece haberle conferido una serie de libertades que no dejan de influir en las constantes evoluciones de su trabajo.


En los noventa todo cambia para nosotros bruscamente, y en ese escenario de carencias y privaciones, Ángel decide ir sustituyendo el grabado por la pintura hasta que como él dice, desde ese humor visceral que en casi todo momento lo acompaña: “le cogí el gusto a la pintadera”. De esa plenitud transitó hacia la pasión por lo tridimensional, apoyándose entre otras cosas en la imaginería que le había aportado el grabado, el lenguaje de la calle y la imagen múltiple dentro del todo. 

Una zona de dicha pintura se acopla a los desechos, les ofrece la posibilidad de adquirir una nueva vitalidad. En esa conjunción se desatan relaciones insospechadas, que le permiten crear personajes icónicos capaces de remitir a diversos estados de ánimo y atmósferas. En buena lid logra conciliar sus inquietudes éticas y conceptuales con aquello que tradicionalmente identificamos como belleza; sobre todo me refiero a piezas que con frecuencia fusionan varios lenguajes (pintura, escultura, instalación, y grabado). En ese sentido me gustaría destacar algunas como: Solar La Batalla (2004) Ada y Eva (2005), y Lo que le cuelga (2012).

Desde ese quehacer ocurre un descubrimiento de la materia que desemboca en agudas reflexiones. Procesos que proyectan una estética que no discrimina, e incorpora el flujo de lo desactivado. Objetos que han perdido parte de su utilidad, y pertenecen a una pureza que, como nunca antes, se puede explotar. Es la materia que va quedando a los márgenes (otra vez la riqueza de las periferias), la que detecta y consigue integrar a una nueva versión de los acontecimientos.

En el empaste de los más disimiles elementos consigue esa contundencia que nos recuerda la energía de creadores de la magnitud de Ansel Keifer: él como ellos posee el don de renovarnos, de alguna manera, el significado de la palabra paisaje, teniendo este un referente inapelable en el plano de lo real, y alcanzando la magia de lo sólido, que sometido a la intensidad de las ideas consigue una liquidez absolutamente poética.

Acercarse a cada una de las fases del descubrimiento de dicha materia es un ejercicio de lucidez para poder explorar, sin muchos equívocos, las paredes interiores de un circuito social que fue prometido de un modo, y se ha concretado de una manera casi totalmente opuesta, generando en su zona pensante, disturbios tan sutiles que aún no parecen dañar a la estructura.

En sus obsesiones, las figuras medievales encuentran una contemporaneidad sorprendente, el halo opresivo que de una forma u otra sugieren, se nos vuelve familiar y vigente. Ese episodio medieval es una especie de réplica con la que excava en algunas incidencias que podrían sorprendernos en cualquier momento. Junto a estos símbolos más visibles, introduce otros que lidian en un mismo espacio de significación, entre ellos encontramos la barba, que poseen no por casualidad, muchos de sus personajes, y que él parece relacionarla con el tiempo, ese que transcurre indiscriminadamente y a su paso nos deja una alarma contundente.

La entrada en el siglo XXI, y sobre todo en su segunda década marcan transformaciones notables en la faena de Ramírez, su testimonio sobre la isla se ajusta a las nuevas circunstancias por las que esta atraviesa. Los temas y enfoques se descentralizan de forma bastante visible, y si antes las figuras del poder y otros fantasmas eran los mayores protagonistas, ahora “la gente de a pie” va saturando de una manera u otra los escenarios que fabrica su mente. En este tiempo ha seguido abrazado, con mucho fervor a lo matérico; y a través del laberinto construido a partir de la redención que aporta la memoria, nos convida a interpretar con cautela cada acontecimiento, a descubrir en qué punto estamos situados en relación con la marea, y sus abruptas rebeliones.

Sello de familia (2012) es un punto de esplendor en este nuevo estado de ánimo y de creación; a pesar de todo lo que se ha dicho y se ha escuchado, el individuo existe y se manifiesta por encima de cualquier sublimación del ente colectivo. En dicho sentido esta es una obra puntual y dinámica (compuesta por veintiuna piezas de pequeño formato), que indica hacia la diversidad, una explosión que se manifiesta en nuestro día y nos ayuda a comprender mejor el porqué de las cosas.


Las obras de esta última etapa parecen coincidir en dos cuestiones comunes, la primera en relación a la naturaleza de los títulos elegidos, que se apropian de un lenguaje en esencia proveniente de refranes y frases hechas; que abre a su vez interesantes brechas para la significación. Donde finalmente prolifera una ambigüedad que incorpora a las obras, ampliando el alcance de sus territorios. La segunda cuestión está relacionada con los materiales utilizados; otra vez lo reciclado que se ordena por la manía de quien raspa las superficies en el gesto de tan solo mirarlas; y justo en ese instante decide incorporarlas a una nueva experiencia en la cual tendrán que producir subjetividad.

Hay velas y tengo cocos (2012) es una creación que ejemplifica muy bien un momento crucial y reciente dentro de la obra de Ángel Ramírez, por su extraordinaria capacidad de captar el viraje de una época y sus connotaciones en la vida nacional. Este escueto pregón transformado en un estampido de visualidad resume e ilustra el trasiego de una economía informal a través de la cual salvan el pellejo cada día un número notable de personas. Así confirma categóricamente que todo se vende, esa es la ley; todo se transforma en mercancía. Ese intercambio cínico viene siendo la mugre de este tiempo, la costra, y a la vez lo inevitable; y a través de dicho síntoma aprovecha para referirse a los cambios que se generan en la ciudad en la que habita y también en toda la isla.


En un segmento que también pertenece a su producción de los últimos años el artista hilvana una ciudad trabajada desde el retazo, momentos sustanciosos donde la imaginación construye, o simplemente reproduce intensidades aceptando una hermosa horizontalidad que podría devolvernos el sentido de ser de muchos eventos, y de los seres que los protagonizan. Ese mejunje o fusión de la vida con los objetos, en los que suele engordar la ya mencionada memoria, hace de estas piezas lugares para encontrarse, conversar, aunque la algarabía pretenda dejar trunco el gozo de estar junto al contén; mirar con satisfacción como la luz tensa el lenguaje, y de pronto te roza un cuerpo que no volverás a ver.

Esquinas de La Habana, metamorfoseadas, (Aguacate o Teniente Rey (2014); En Malecón y lealtad hay situación (2014); xilografías que han podido recolectar toda la fluidez en sus contradicciones, y arrendarla para unas imágenes que se empeñan en resaltar lo impredecible, lo que te toca como una aparición, y te convida a percibir aquello que tiende a volverse retórico, por el efecto de la cotidianidad, como una suerte de epifanía.

La apropiación de las flores como el elemento que le sirve para fabricar cada nueva metáfora ocurre deliberadamente a partir de la obra Son para la corona (2012), seguidas entre otras por: De noche y ciego, siego (2012); Traigo de papel las flores (2012); A la una, a las dos, a las tres (2012); Fin de la utopía (2017) y Flores al sol (2017). En este caso el trillado lenguaje de las flores y su simbología sufren un notable cambio en la acción de comunicar; adquieren un altar atípico para que funcionen desde su reverso y a contragolpe, un sitio en el que también va anclar la incertidumbre. Flores tomando el pulso del tiempo, más vinculadas a los contenidos que a las formas. No son festivas, tampoco se puede asegurar que sean fúnebres, más bien están detenidas, congeladas por varias circunstancias, decididas a mostrarse en ese limbo desde el que no renuncian a identificarse como margaritas, geranios, o tulipanes según sea el caso.

Es un momento en el que lo que parecía que iba a ser claro y definido, se enturbia e indefine; una especie de niebla a la que se interpone la luz meridiana que nos toca y que por demás sigue siendo inapelable. Así podemos definir el escenario en el que contemplamos y podemos dialogar con este artista, en verdad un singular demiurgo que en algún momento de cada jornada se asoma a la amplia ventana de su taller, lo cual ratifica que está bien ubicado en el presente, desde donde experimenta las cosas humanas a las que un ser de su rango no puede estar ajeno. 



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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO

 























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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 177 | agosto de 2021

Curadoria: Reina María Rodríguez (Cuba, 1952)

Artista convidado: Ángel Ramírez (Cuba, 1954)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

logo & design | FLORIANO MARTINS

revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES

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