quinta-feira, 14 de outubro de 2021

ELISIO JIMÉNEZ SIERRA | Dos movimientos de la Sinfonía trágica de Andrés Bello

 


Palabras al lector

La mano firme del Destino, había trazado los rasgos inconfundibles que iban a constituir los tres momentos culminantes de la vida de Andrés Bello. De esos tres momentos, hemos elegido nosotros los dos más apasionantes, el “Preludio” en Caracas y el “Interludio” en Londres, para desarrollar nuestra sinfonía. El final en Chile, que hubiera sido el último movimiento, el cierre feliz del ensayo, nos pareció demasiado burgués, demasiado sereno, sin rumazones ni sacudidas, como quien se ha refugiado, después de arriesgada navegación, en seguro y abrigado puerto, y por ese motivo no quisimos incluirle en nuestro estudio. Ofrecemos al público lector los dos primeros movimientos, los más dramáticos de la asendereada existencia de nuestro gran polígrafo, a fin de que cada quien tenga la libertad de imaginar el apacible crepúsculo que envolvió al humanista, en sus últimas tardes de Santiago.

 

1. Preludio en Caracas

La vida de Don Andrés Bello puede ser comparada con una sinfonía trágica, con una de esas patéticas sinfonías en cuya trama, como en algunas de Beethoven, se siente pasar a cada momento, imperiosa y actuante, la presencia del Destino.

El preludio se inicia y desenvuelve en Caracas, ciudad natal del polígrafo, desde 1781 hasta 1810: es una especie de Scherzo.

El interludio se realiza en Londres, durante 19 años, y es el más trágico movimiento de toda la Sinfonía.

El final, el Adagio Maestoso, la parte serena, tiene por escenario a Santiago de Chile. Elegimos para este ensayo los dos movimientos de mayor dramatismo: el “Preludio” en Caracas y el “Interludio” en Londres.

Cuando Bello sale de Caracas, se detiene en una vuelta del camino de La Guaira, para contemplarla por última vez. En aquel valle, entre aquellas casas de teja rojiza, quedaban la fábula de su niñez y la historia de su juventud. Treinta años repartidos entre los juegos de la inocencia y las ilusiones y esperanzas de la mocedad. Y dio al panorama un adiós supremo, con una mirada que le nacía de lo más recóndito del corazón.

Caracas era una ciudad primitiva y tristona. El aire estaba impregnado de esclavitud y devoción. Un continuo rumor de campanas deletreaba las Horas, desde maitines hasta completas. En el filo de las esquinas, los faroles comenzaban con la tarde a bostezar. A veces, en el fondo de las casonas —de donde mismo salían las románticas notas del clavicordio doméstico— se oían los restallidos del látigo, esgrimido por la mano del amo o del verdugo asalariado, y los ayes agudos del siervo sin ventura, implorando clemencia.

Esas escenas de repulsiva servidumbre, hubo de presenciarlas Bello en los primeros años de su vida y en el discurso de su juventud. A ellas aludirá conmovido cuando cante la siembra del banano, que no requiere cuidado alguno, que se da en forma casi silvestre, a la manera del olivo paladio de Virgilio en la Geórgica Segunda, consagrado a los beneficios de la Paz.

 

Y para ti el banano

descarga el peso de su dulce carga;

el banano, primero

de cuantos concedió bellos presentes

Providencia a las gentes

del Ecuador feliz con mano larga.

No ya de humanas artes obligado

el premio rinde opimo;

no es a la podadera, no al arado

deudor de su racimo;

escasa industria bástale, cual puede

hurtar a sus fatigas mano esclava;

crece veloz, y cuando exhausta acaba,

adulta prole en torno le sucede.

 

La exótica planta, musa, banano o cambur, quedó estereotipada en el subconsciente infantil de Bello, como único recuerdo agradable y benigno de los obtusos métodos que regían la rudimentaria agricultura de la Colonia.

Ella era la amiga del esclavo, por su ingénita virtud prolífica, que tan presto arraigaba y cundía bajo la caricia amorosa y fecunda del tórrido clima austral. El infortunado labrador la plantaba en hilera a orilla de los bucos rumorosos, en los trechos de empalizada más favorecidos por la humedad, como subsiembra periférica y adventicia, de que le hacía merced la “magnanimidad” del terrateniente “leguleyo y cabildante”.

Allí crecía y se desarrollaba casi espontáneamente, sin más cuidados que los que podía ofrecerle, en ratos hurtados a las agobiantes fatigas de la jornada, las pobres y rudas manos que habían encallecido en la obra servil. Sus verdes frutos servían de pan al siervo y a su mísera familia, de pan precario y encenizado, como el que lamenta David en su “Oratio pauperis”, de árido pan comido casi a hurtadillas en el interior de la promiscua choza.

Cuando los racimos se tornaban de oro bajo la alquimia del sol tropical, eran codiciado regalo de paladares exquisitos, y entonces la “mano esclava” de que habla don Andrés, veíase en la forzosa obligación de hacer de ellos presente a sus señores.

De esa circunstancia real y vivida, de ese áspero contacto con la barbarie de su ambiente, proviene sin duda el cristiano sentimiento de piedad que anima, como savia indeficiente, la súplica que por los parias de la gleba dirige a la Divinidad:

 

¡Buen Dios! no en vano sude,

mas a merced y a compasión te mueva,

la gente agricultora

del Ecuador, que del desmayo triste

con renovado aliento vuelve ahora,

y otras tantas zozobras, ansias, tumulto,

tantos años de fiera

devastación y militar insulto

aún más que tu clemencia antigua implora.

Su rústica piedad pero sincera

halle a tus ojos gracia: no el risueño

porvenir que las penas aligera,

cual de dorado sueño

visión falaz, desvanecido llore...

 

Aquí Bello echa a un lado la lira que resonó en los palacios de Augusto, para tomar el arpa que David tañía delante del Arca Santa, en los días esplendentes de la gloria de Israel.

 

***

 


Caracas era una capital aldeana. El ambiente era angosto, asfixiante, mezquino. Imperaban la superstición, la amenaza, el temor, la chismografía. Solamente las reuniones en la casa de los Ustáriz interrumpían para Bello, para Bolívar, para los hombres de acción y de pensamiento, aquella tediosa grisedumbre. Allí se conversaba animadamente de política, de literatura. Se declamaban versos. Se tocaba algún instrumento. Allí se soñaba, y se conspiraba. El café de las haciendas vecinas, servido en finas tasas, sobrexcitaba las fibras donde yacían latentes los estremecimientos y las crispaturas de la revolución.

Un día de mayo de 1799 la grave modorra se vio sacudida por un desgraciado suceso: el ajusticiamiento del guaireño José María España. La plaza mayor de la apacible ciudad fue el teatro de tan cruento suplicio. La sevicia reinante, representada en Guevara Vasconcelos, quiso que los niños de Caracas presenciaran la repugnante escena. Si fue para escarmiento, la lección resultó contraria a sus propósitos: muchos de aquellos párvulos guardaron hasta hombres en el fondo de sus corazones, como acre sedimento de aquella infamia, un odio invencible al imperialismo español.

Ahorcado España, su cabeza, como la de un león, fue enjaulada y colgada, junto con sus otros miembros descuartizados, en diversos parajes del litoral guaireño.

La sombra de aquel cadáver amoratado, pendiente del trágico madero de la horca, siguió columpiándose por muchas y largas noches sobre el insomnio de los pacíficos habitadores de Caracas, como una pesadilla tenida despierto.

Las mujeres, sobre todo, apretujadas tras las celosías, creían ver a medianoche, en el pavor de la calle solitaria, moverse “un bulto indefinible sobre una manta levantada por unos hermanos y tirado por vil caballo”. Algunas llegaron hasta asegurar que también se oían los pasos medrosos del caballejo, los cuales resonaban tan lúgubres “como si el animal estuviera encasquillado”.

Mientras esas cosas sucedían, los ojos negros y penetrantes de un joven algo menor que Andrés Bello, velaban febriles en el silencio de su habitación, frente a la plaza de San Jacinto: era el joven Simón Bolívar que, desvelado en su lecho, meditaba en la sangre vertida por su hermano guaireño, que era la sangre de todo el pueblo venezolano, humillada por el despotismo.

 

2. Fray Cristóbal de Quesada

Cristóbal de Quesada había nacido en Cumaná, la ciudad oriental que tantos prohombres ha dado a Venezuela. Se ignoran muchos detalles de su vida. Poseía una cultura superior a su medio, aun a su hora americana. Su espíritu, disconforme y enemigo de la rutina, abarcaba lo universal. En otras circunstancias hubiera sido un humanista, no sólo en el sentido de la erudición clásica, pero también de la tolerancia. De todos modos, en él hay algo de mágico, que cautiva la imaginación.

Cuando lo hallamos de preceptor del joven Andrés Bello, en la recoleta paz del Convento mercedario, es porque ya está de regreso de sus tumultuosas aventuras. Bello lo evoca en sus pláticas de Chile, que pudiéramos llamar tusculanas, diciendo que “era un sabio lleno de gracia y de tolerancia”.

Ordenado levita, se despoja de los hábitos sacerdotales, para vestirse los pantalones de la bohemia literaria, y lanzarse al azar de las calles y de los caminos, en pos de la aventura. Era seguramente un hombre de ardorosa imaginación y temperamento apasionado. Quizá para él no se habían hecho las tediosas penumbras ni la soledad reglamentada de la clausura. En este sentido, el Padre Quesada es como un precursor de Carlos Borges.

Además de los graves volúmenes de filosofía tomística, leería el pintoresco fraile, en el apartamiento de su celda, otros libros menos aristotélicos, menos ahogados en la campana pneumática del escolasticismo medieval. Libros traídos por los buques de la Compañía Guipuzcoana. Libros que Francisco de Miranda, el también pintoresco conspirador de bota jacobina y zarcillo en la oreja, enviaba desde Europa a sus amigos de Caracas. Libros prohibidos por la Iglesia y por el Gobierno.

Catador exquisito, Quesada saboreaba con delectación aquellos añosos vinos que Horacio atesoraba en su quinta de la Sabina, deleitoso refugio de las masas, para regalar con ellos el paladar exigente de sus protectores y amigos:

 

Beberás del templado

caleno con el cécubo espumoso

que yo tengo guardado.

 

 ***

 

El vino que tendremos en la mesa

entre Minturno se crió y Sinuesa,

y fue en tonel guardado

de Tauro en el segundo consulado.

 

Lo cierto es que un día, haciendo dejación de su carácter sacro, de los óleos con que estaba ungido, del sello occipital de la tonsura, tomó el camino de Santa Fe de Bogotá, acaso caballero en una mula, a la manera de los galantes arciprestes hispanos.

En Bogotá se granjea con su sabiduría la confianza del Virrey de Nueva Granada, y llega a ser su secretario. Amunátegui, en su biografía de Bello, no declara quién era. Pero Enrique Bernardo Núñez, cronista de la ciudad de Caracas, supone con mucha veracidad histórica, que pudo ser don Antonio Caballero y Góngora, o don José Expoleta.

Es más probable, en nuestro sentir, que fuera el primero. La manera como Quesada se reintegró a la Orden, al ser descubiertos su nombre y verdadero estado, sin que sufriera castigo o vejaciones de parte de sus superiores, sugiere a las claras que el delicado asunto lo tomó en sus manos el hábil representante del rey en la República de la Nueva Granada, quien además de virrey, era también arzobispo. Este sagaz político y activo prelado, que más tarde obtuvo en España el capelo cardenalicio, conocía muy bien el corazón humano, y como se le imputaba en Bogotá cierto delito, cuya sospecha continúa indisipada por la Historia, no se mostraba remiso a perdonar o disimular los yerros del prójimo, y menos aún los de un hombre tan versado en letras humanas y divinas, como el que hasta ayer había sido su idóneo secretario, bajo el nombre supositicio de Carlos de Sucre.

Quesada volvió a Caracas, y reingresó al Convento, donde lo vemos convertido en maestro de Bello.

De modo tal se había encariñado el docto latinista con su inteligente discípulo, que cuando éste juzgó concluidas las lecciones, fray Cristóbal le pidió que permaneciera algún tiempo más en el Convento. Esto demuestra la soledad, y hasta la incomprensión, que rodeaba al ex-secretario del virrey y arzobispo neogranadino. El joven aprendiz de latinidad, a pesar de la diferencia de edades, era su amigo y confidente. Bello era discreto, y por lo mismo es seguro que conoció muchos e interesantes detalles de la vida mundana de Quesada. Y si nunca se le oyó comentarlos en privado, mucho menos podía esperarse de él que lo hiciera en forma pública.

Esa actitud reservada de Bello habla muy en alto de la austeridad de su carácter, de la nobleza de sus sentimientos. Pero ello es que la posteridad se siente un poco defraudada ante la discreción y el silencio del discípulo, el único que podía haber arrojado un tanto de luz en la vida de su mentor.

Hablando un humanista brasileño de los contrastes que se observan entre la vida y la obra de Salustio, el ilustre egregio historiador sabino, émulo de Tito Livio, hace notar que el más largo capítulo de la historia del hombre, y quizás el más interesante, es el de sus inconsecuencias. Este pensamiento es aplicable al padre Quesada, pero lo es más todavía el de don Juan Valera, sobre aquello de que los hombres no harían nada digno de recordación, si no se entregaran de vez en cuando al Demonio.

Bello a su vez sentía grande afecto por aquel hombre triste y asendereado. Condescendió con su deseo, y prolongó, sólo por complacerlo, su estancia en el claustro. Poco tiempo después el mercedario fallecía. A la sazón estaba traduciendo la epopeya de Virgilio; y la muerte, al cortar así, con su inexorable fatalidad, el aliento de una vida consagrada a las más hidalgas funciones del pensamiento, truncaba también, de paso, el hilo precioso de aquel homérico Libro V de la Eneida sobre los juegos fúnebres en memoria de Anquises, padre de Eneas, libro que se inicia en la alta prora de la nave que parte de la ribera de Cartago hacia lo desconocido, y desde la cual Eneas contempla con asombro, rodeado de sus compañeros, los trágicos resplandores de la hoguera que devora el hermoso cuerpo de la reina de Dido.


La nave en que viajó el buen fraile llevaba por piloto, no el fiel y vigilante Palinuro, cuyos ojos permanecían siempre clavados en las constelaciones, para escrutar en ellas los azares y las mutaciones del Destino, sino al viejo y zarrapastroso Caronte, de rostro hirsuto y emaciado; su mirada relampaguea un poco estrábica, como la de los búhos sorprendidos por las claridades antelucanas; la sucia barba se le amontona a lo largo del pecho como cardaduras y desechos de lana. Su barca, ennegrecida por la humedad y por el tiempo, se desliza como un fantasma sobre las leteas aguas del Olvido.

 

Cuélgale de los hombros rota y vieja

con un nudo su túnica enlazada;

con tardas velas y un varal maneja

el ferrugíneo barco en que traslada

los muertos: es su edad, si bien anciana,

vejez propia de un Dios, recia y lozana.

 

Allí, nube de imágenes libera,

cuantos dejan del suelo las mansiones

vuelan sobre la fúnebre ribera:

austeras madres; nobles campeones;

vírgenes que en su dulce primavera

segadas fueron...

 

Entre aquellos pasajeros de la herrumbrosa barca de Caronte, iba el padre Quesada: noble campeón del clasicismo venezolano, y maestro de Don Andrés Bello.

Por una misteriosa coincidencia, no extraña por lo demás en la vida de los grandes hombres, años más tarde el destino de Bello lo induciría a zarpar desde los muelles de La Guaira hacia horizontes ignorados, de donde jamás regresaría a Venezuela. “Tengo todavía presente —escribía el polígrafo en el declinar de su existencia—la última mirada que di a Caracas desde el camino de La Guaira. ¿Quién me hubiera dicho que era en efecto la última?.”

 

3. Interludio en Londres

Después de un largo día neblinoso, pasado entre apagados manuscritos y libros polvorientos, Bello sentíase triste y fatigado.

Todo aquel poema del Mío Cid, monótonamente rimado en una lengua informe y ruda, del cual se levantaba el polvo del tiempo como frío soplo de tumba; toda aquella pesada Crónica de Turpín, donde estaban encerradas, como en una coraza gótica, las sombras de Carlo Magno y de Rolando; la turbia niebla del anochecer londinense; el grito burlón de un ave acuática hacia los vagos confines del Támesis: todo le producía cansancio, ansiedad, desazón.

Con los cuadernos de apuntes en el bolsillo de la raída casaca, había salido aquella tarde del Museo Británico en Great Russell Street, y atravesando las húmedas calles, orladas de pálidos resplandores, entró pesaroso en su casa, tiró sobre la mesa de trabajo el haz de cuadernos tejidos de menuda letra enrevesada, y se dejó caer en un sillón.

En su casa reinaba la pobreza. Ella comunicaba cierto tinte de frialdad a las desnudas paredes de su habitación, se interponía como mezquino límete entre el espíritu sediento y la fuente preciosa del libro dónde calmar la sed. Su biblioteca, que debía ser rica más que cualquiera otra, era no obstante escuálida. Esto constituía para Bello, más que la falta de carbón en el invierno, exasperante humillación. El más modesto de los artesanos dispone de los instrumentos de trabajo que requiere su oficio. El sabio en cambio, el hombre de letras, se ve casi siempre constreñido por la penuria a tomar de prestado y por breve tiempo todo aquello que en rigor de justicia le debiera en propiedad pertenecer.

Francisco de Miranda poseía en su biblioteca de Grafton Street raras joyas de bibliografía. Allí figuraba la invalorable colección de clásicos que había donado al atrevido conspirador el Obispo de Amberes, allí también la que le había legado, antes de envenenarse, Duchatelet, el infortunado girondino. Hermosas ediciones de literatura medieval se mezclaban con los autores griegos y latinos. Cuántas veces, durante las cordiales tertulias con Sara Andrew, que había quedado en Londres al cuido de los hijos, mientras Miranda tentaba su última aventura en tierra venezolana, Bello ponderó la dicha que significaba el ser poseedor de libros semejantes. El humanista caraqueño acariciaba con devoto amor los preciosos volúmenes de su leyendario coterráneo, de aquel hombre que lucía en la oreja una armella de oro: el zarcillo con que los grandes capitanes de Europa condecoraban a los oficiales que se distinguían en la guerra por una señalada acción...

Recostado en su silla de vaqueta, oía como en sueños los ruidos de la inmensa ciudad. Balumba de carruajes. Rumor de marejada humana, y el ruido característico de los puertos en la solemnidad del anochecer. Nunca, como ahora, se había sentido tan forastero, tan hijo de otro cielo más puro y de otra lengua más armoniosa, nunca tan cruelmente desterrado, en medio de la vasta City. Ahora como nunca comprendía, en su desoladora dimensión, los lamentos de Ovidio, los desgarradores sollozos que el exilado cantor de los Amores lanzaba en vano desde el fondo de un mar siempre hostil y tenebroso, añorando la riente luz de Roma. Fragmentos de Las Tristes, leídas allá en su dorada juventud, en compañía de Fray Cristóbal de Quesada, acudían, como un reproche, a su memoria:

 

Quum subit illius tristissima noctis imago,

Quae mihi supremum tempus in urbe fuit:

Quum repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui,

Labitur ex oculis nunc quoque gutta meis.

 

Y, sobre todo, aquellos versos de suprema despedida, que parecen, por su dramático acento, el adiós de un condenado al último suplicio:

 

Jamque morae spatium nox praecipitata negabat...

Quid facerem? Blando patriae retinebar amore...

Ter limen tetigit; ter sum revocatus: et ipse

Indulgens animo pes mihi tardus erat.

Saepe, vale dicto, rursus sum multa locutus;

Et quasi discedens oscula summa dedit...

 

Sus amigos, sus coterráneos, sus discípulos, ¿habíanlo olvidado? Sus cartas dirigidas a Bolívar, a Revenga, y a otros, imploraban en tono elegíaco. En ellas confesaba su miseria, tal alarmante, que ya frisaba la mendicidad: “Carezco de los medios necesarios... Mi constitución se debilita; me lleno de arrugas y canas, y veo delante de mí, no digo la pobreza, sino la mendicidad”.

Ninguna de esas cartas, donde el desterrado príncipe de las letras americanas mostraba sus harapos, obtenía respuesta. Las disensiones políticas (conceptuadas por Humboldt en su carta al Libertador, como la mayor de las calamidades que podían afligir a las nuevas Repúblicas), comenzaban a ensordecer los ánimos, a minar las recientes instituciones republicanas, fundadas sobre lágrimas y sangre. Colombia empezaba a disolverse. El sacro nudo que atara la ley se iba rompiendo por los mutuos recelos, “indignos de patriotas y de hermanos. ¿Quién oiría las lamentaciones del proscrito de Albión, ni quién acudiría a remediarlas?

En tanto, afuera, la noche se adensaba, embadurnada por el hollín de los buques, por el polvillo de carbón y el humo de las fábricas. Y las tinieblas septentrionales de la flemática metrópoli, por cuyas estrechas calles la multitud se agitaba en constante vaivén sin fijar la atención en nada, eran como la sombría imagen de su porvenir.

Pensando en los amigos de otro tiempo, volvieron a su mente los días de la niñez. Caracas se le apareció entonces como visión de encantamiento. Las hondas y apacibles casonas de amplios zaguanes, faroles en las arcadas, jazmines, limoneros y granados en los patios de rojo ladrillo, fueron desfilando por su imaginación. A todas conocía por un detalle de sus fachadas, por un árbol asomado lánguidamente sobre los muros, por el saledizo de una ventana, y hasta el nombre de los dueños de cada una afloraba espontáneamente a su evocación.

De pronto, el corazón le dio un vuelco: pasaba su casa de Las Mercedes. Sí, era su casa natal esta que ahora se le aparecía. El umbral tan conocido; los alares de rosada teja; los corredores, el patio con la risa veraniega de los granados. En el fondo de una habitación, junto a un gran lecho de roble, oraba su madre ante un retablo de la Virgen. Aquella mujer humilde, entristecida, era su madre... Casi no la reconocía, porque él la consideraba siempre joven, graciosa y sonriente, como cuando lo esperaba, a su regreso de la escuela, sentada bajo los naranjos, en el silencio del mediodía. Conocía ella sus pisadas, y apenas lo sentía llegar, le tendía los brazos, y él corría, jadeante de felicidad, a sus rodillas, y le besaba las manos, la frente, los ojos...


Ella tuvo para él seguridad de asilo, si la tormenta rugía en torno, si lo ahogaba el aire letal de la incomprensión. De su regazo había salido, y a su regazo volvía en busca de refugio cada vez que los hombres lo herían. Era, simplemente, su madre, y él, para ella, nunca fue el literato, ni el político, ni el diplomático, sino el hijo. Mucho había sufrido con las infamias de la política. La calumnia y la insidia llegaron hasta deslizar su nombre en la tela de juicio de los traidores a la patria. Y en muchos de los que se decían sus compañeros llegó a sorprender las sesgas miradas de la sospecha. Solamente los ojos de su madre, firmes y limpios, confiaron en su integridad, en su inocencia: los mismos ojos que lloraron de infinita pesadumbre al verlo partir hacia lo desconocido, adivinando acaso su secreto designio de no regresar jamás... “Lee estos renglones a mi adorada madre, dile que su memoria no se aparta jamás de mí, que no soy capaz de olvidarla y que no hay mañana ni noche que no la recuerde: que su nombre es una de las primeras palabras que pronuncio al despertarme y una de las últimas que salen de mi labio al acostarme, bendiciéndola tiernamente y rogando al cielo que derrame sobre ella los consuelos que tanto necesita”.

Todas aquellas casonas patriarcales, incluida la suya, fueron destruidas para siempre por una convulsiva explosión de la tierra. Ya nada quedaba de ellas, de su primigenia arquitectura. Mediocres y apresurados alarifes las reedificaron de manera tosca y diferente, cegando las soñadoras ventanas, reduciendo el área de los frescos patios, colocando una fea alzaprima donde antes se elevaba una esbelta columna.

¿Cómo explicar a sus hijos, que hablaban una gutural lengua extranjera, el hechizo misterioso que la destruida ciudad del Anauco ejercía en su imaginación de desterrado? ¿Cómo aclararles en el idioma de Cervantes, amplio y sonoro como un mar abierto, su nostalgia por aquella ciudad desaparecida, sepultada en sus propios escombros, y sin embargo viva, viva y palmaria, en las retinas demasiado clarividentes de su reminiscencia infantil?...

 

Visión de alegres días que corrieron

sobre mi vida y para siempre huyeron.

 

Sólo el Ávila permanecía de pie, como el buen gigante de los cuentos, ante el derrumbe irremediable del Pasado; sólo él guardaba memoria del paisaje que había servido como de idílica viñeta a la época más dichosa de su vida.

Sus faldas y sus cumbres atesoraban las huellas de Humboldt, la germánica reencarnación del viejo Plinio. Tras esas huellas intrépidas, él había estampado las suyas, incipientes y jóvenes, casi pueriles, como las de Ascanio tras Eneas. Era en enero, en los albores del naciente siglo, que tan fecundo sería para las artes y la ciencia. Los bucarales estaban en flor. Su tendal eritríneo cobijaba los plantíos del Guaire, y a la rica púrpura del toldo prendían los araguaneyes su cálida orla de oro. Por el valle matinal cantaban las paraulatas, respondiéndose. Un olor inconfundible, un olor avileño de Caracas, olor a mestiza joven, flotaba en el ambiente.

Por aquellos días, envuelto en el aura de sapiencia y de prestigio que despedía la presencia del viajero alemán, él anduvo también enamorado “científicamente” de la Naturaleza. Sin cortar las flores silvestres, las examinaba desplegando con cuidado, casi con temor, sus extraños pétalos, custodiados unos de buidas espinas, otros circuidos de afelpados pistilos, y dentro de los cuales zumbaban las abejas de aquel suave Virgilio, cuyas Geórgicas venía conversando y traduciendo con su maestro de latinidad, el docto fraile cumanés Cristóbal de Quesada, en las eruditas veladas del Convento de La Merced. El amable poeta andino había dicho de ellas el más genial elogio, haciéndolas heroinas de la dulzura: gustosas morían bajo el peso de su carga sólo por el amor a las flores y a la gloria de acendrar clásica miel:

 

 Saepe etiam duris errando in cotibus alas

 Attrivere, ultroque animam sub fasce dedere:

 Tantus amor florum, et generandi gloria mellis.

 

Partido que hubo Humboldt de Caracas, él se deshizo de aquella curiosidad, algo postiza y artificiosa, por averiguar la estructura de las plantas, la causa de la luz cenicienta de la luna, de los relámpagos de calor, y purificando en el filtro del ideal literario todo aquel revuelto caudal de conocimientos positivistas, lo niveló por los serenos cauces de la Poesía.

Pero Humboldt era sin duda un hombre inolvidable. Hablaba un lenguaje nuevo al par que antiguo y profundo, como el de Lucrecio, sobre la naturaleza de las cosas. Sus enseñanzas, al igual que las simientes, estaban cargadas de dones ocultos, de latente significado germinatriz. Venía del clasicismo y del Romanticismo, y no obstante era un moderno, amante de la poesía y de la verdad. Sostenía que en los escritos de Colón, sobre todo en los que el Almirante compuso en la senectud, al realizar su cuarto viaje y relatar su maravillosa visión en la costa de Veragua, alienta más poesía, más sentimiento de la naturaleza, que en las novelas pastoriles de Boccaccio, las Arcadias de Sanazzaro y de Sidney, los Salicios y Nemorosos de Garcilaso o la Diana de Montemayor.

La curiosidad del Barón por la flora equinoccial era movida en buena parte por el exotismo, por “la extraña movilidad de la imaginación del hombre, eterna fuente de sus goces y dolores”.

En cambio, para él, desde la hierba al samán, toda aquella lujuriante vegetación le era más que familiar: le era casi mimética. Antes que los pomposos y complicados nombres griegos, prefería los nombres aborígenes de la fauna y de la flora, nombres vibrantes y melancólicos como un toque de botuto.

No habrían de ser botánicos sus herbarios, sino filológicos. Sería un Humboldt, un Cuvier de las lenguas. Grandes herbarios polvorientos eran sin duda los manuscritos, pergaminos y códices arrinconados en el Museo Británico, donde vastas familias de palabras, procedentes del fértil tronco latino, corrompidas por una época de incuria y de barbarie, se agrupaban como hojas fosilizadas, como tallos pétreos, como pétalos en desintegración. El, como Cuvier, por una hoja reconstruiría todo un árbol, por un árbol toda una selva: la enmarañada y virgen selva de la literatura neolatina durante la Edad Media.

 

***

 

La mayor satisfacción que le dieron las excursiones al Ávila, como aprendiz de naturalista tras la magia de Humboldt, fue la de regresar a su casa rasguñado por los ñaragatos, arrosetado por las ortigas, oloroso a mastranto, ebrio de viento y sol, chorreando sudor, optimismo, salud. Cuando el revelador de la naturaleza equinoccial llegó a Caracas, ya él había conocido el arcano sobrecogimiento que infunde en el espíritu la soledad inanimada de los bosques impenetrables. En su “Oda al Anauco”, a vuelta de fríos símbolos mitológicos, había hallado de súbito el verdadero tono elegíaco, casi de intimidad personal a la manera de los románticos, para expresar que ha sido tan estrecha su comunión síquica con sus riberas natales, que aun después de muerto, su sombra, escapada del reino del olvido, vendrá a vagar por ellas, como fantasma precito...

Así exploró los aledaños, los parajes, los rincones de Santiago de León, la ciudad de la eterna primavera. Y como la conoció a cabalidad, aprendió a amarla mucho. “Tutto grande amore é figlio d'una grande cognoscenza”: admirable sentencia de Leonardo.

De Caracas su amor se extendió a Venezuela. De Venezuela al continente americano...

Abre un libro de Humboldt que está sobre la mesa, y lée con lágrimas en los ojos, como si aquellas páginas evocativas hubieran sido escritas con el deliberado propósito de conmoverlo:

“Nuestros amigos han desaparecido en las sangrientas luchas que poco a poco han dado libertad a esas lejanas regiones. La casa que nosotros habitáramos no es más que un montón de escombros. La ciudad ha desaparecido. Sobre esos mismos lugares, sobre esa tierra hendida, se eleva con lentitud otra ciudad”.

—¡Otra ciudad! — repite el Desterrado con asombro, como si la catástrofe que destruyó sus Manes acabara de suceder.

Y llora en silencio.

 

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Elisio Jiménez Sierra (Venezuela, 1919-1995). Poeta, ensayista, traductor, editor, periodista y profesor. Cursó el bachillerato en liceos de Carora y Barquisimeto; aprendió griego y latín en biblias y misales, y francés e italiano leyendo autores clásicos y románticos. Laboró en Caracas en la administración pública de varios ministerios, mientras colabora en El Universal y Elite; vivió también en Caraballeda (estado Vargas), donde ejerció como Juez, y en San Felipe, estado Yaracuy, donde fundó la revista Punta Seca. Es autor de una obra poética que incluye los libros Archipiélago doliente (1942), Sonata de los sueños (1950), Los puertos de la última bohemia (1975), Lo que dicen los pájaros (1998) y La aldea sumergida (2006). Es autor de los ensayos Psicografía del padre Borges (1965), De la horca a la taberna, Turbia obra y clara vida de Villon (1994). La Fundación que lleva su nombre continuó editando Viajes con Lovecraft a la ciudad del sol poniente (1997) y Exploración de la selva oscura Ensayos sobre el Dante y Petrarca (2000). Posteriormente sus hijos Ennio y Gabriel Jiménez Emán recogieron sus ensayos en los volúmenes Estudios grecolatinos (2004) y El universo, utopía de Dios (2019) y su producción lírica bajo el título de Obra poética (2019). 



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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO

 























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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 183 | outubro de 2021

Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)

Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

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