Quiero suponer
que debe de referirse, el también autor del Oxford
Dictionary of Slang, a la primera ocasión en que el término fue registrado por
escrito en su idioma. Dónde y en qué contexto no nos lo aclara el estudioso de la
lengua que también en sus entradas incluye la de la “jazzera” palabra jam.
Escribe el autor en la página 307: “Jazz: Words of unknown origin always attract
speculation, and it is hardly surprising that such an unusual and high-profile one
as jazz (first recorded in 1909) shoud have had more than its fair share. Since
the term arose out of the Black English of the southern status of America, most
attention has focussed on trying to pinpoint an ancestor from Africa. And perhaps
the like-liest explanation is that jazz originated in a West African language, was
for a long time a Black slang term in America for -strenous activity-, particularly
-sexual intercourse-, and surfaced in the mainstream English language when it was
applied to syncopated ´Black American music.”
En la página 306 Ayto describe Jam como un verbo aparecido en el siglo XVIII que quiere decir “press tightly together”. Considerando que
en el jazz el jam, el jam session-esa reunión espontánea donde
desde la improvisación y el conocimiento particular los participantes juntos se
“aprietan estrechamente” para desarrollar enérgicamente su música en colectividad
- la definición del término leído por primera vez en la novela de Daniel Defoe,
Robinson Crusoe, cuadra a la perfección. El autor agrega: “It is not known where it came from, but it is
generally assumed to be imitative or symbolic in some way of the effort of pushing”.
Dos años después
de aquel 1909 y muy al sur, sin mencionar específicamente ese vocablo, el autor
argentino Roberto Gache (1891-1966) escribirá en su “Glosario de la fauna urbana”
-impreso en Buenos Aires en 1911- aparentemente sobre algo de la música que más
tarde designarán, con un golpe de voz, las cuatro letras juntas:
Los Estados Unidos, en pleno tren de penetración pacífica, nos han
enviado su música. La hemos escuchado todos en los cabarets y en restaurantes de
moda. Son cinco o seis señores que, en silencio y con aire aburrido, nos miran comer
desde la pequeña y filarmónica altura en que se hallan. Es sin embargo la de ellos
una falsa calma. Porque de pronto, a una señal de su director, estos cinco hombres
de apariencia inofensiva se lanzan en incontenible furia a sacar a cual más todo
el ruido posible de sus instrumentos. En el paroxismo musical. El delirium tremens
de la música.
La palabra “jazz”
no aparecerá tampoco nueve años más tarde, miles de kilómetros al norte, en México,
cuando otro escritor y diplomático como lo fue Gache, Federico Gamboa (1864-1939),
plasme en su diario algo más que sustantivos como “delirium tremens”, “ruido”, “furia”
y “paroxismos para calificar esa música”:
17 de enero de 1920.
Los bailes yanquis --hoy de moda en todo
el mundo--aun más horribles que la música, antiestéticos, deshonestos, brutales:
son el cabaret colándose en el salón, la lascivia abofeteando al idilio de mi tiempo.
Anotemos algo además de la mención que ambos escritores hacen
de la palabra “moda”: el mexicano autor de la novela “Santa” (1903) que en sus memorias
despotrica contra los bailes, establece una diferencia entre los contoneos y lo
que los produce o al menos anima: “los bailes yanquis aún más horribles que la música”;
lo que se oye no es tan espeluznante como lo que se ve o, mejor dicho (nos corregiría
Gamboa), lo que se danza es todavía más horrible que lo que se toca.
El rioplatense Gache escribió sobre eso que desde los Estados
Unidos arribó empleando un verbo interesante: “escuchar”.
Si nos preguntáramos sobre el creciente número de seguidores
de eso que dicen que llegó de arriba del Bravo, sobre las actitudes de los miembros
del público interesado, comenzaríamos probablemente a diferenciar entre los que
bailaban y los que tal vez nada más oían sin levantarse a sacudir el esqueleto en
la pista, los que atendían (en una de ésas críticamente) a eso que con el tiempo
habrá de designarse como contenedor colectivo de distintas propuestas sonoras particulares,
eso que como el dinosaurio de Monterroso al despertar estaba ahí y sigue ahí…”Jass”…
“Jazz” y que, además de ser- dijo el músico Lerdo de Tejada- “música hecha con los
pies para los pies”, fue a partir de la primera vez que sonó y tuvo nombre algo
que definitivamente influyó el quehacer de otros lenguajes artísticos como la plástica,
las artes escénicas y, definitivamente la literatura.
Todo se escucha
en el silencio
fue, además de un programa que por años conduje, produje y musicalicé
en Radio Educación, un libro que, con portada original del artista plástico Jazzamoart,
publiqué en 1987. Editado por las universidades de Zacatecas y Sinaloa y la independiente compañía
Alebrije, el volumen estaba compuesto por una selección de poemas y fragmentos de narrativa escritos sobre, desde
o alrededor del blues y el jazz y sus creadores. El tiraje de mil ejemplares se
agotó, ya adquirido de mano en mano, ya vendido después de los recitales poético-musicales
que, acompañando mi voz, saxofón y armónica, con distintos
compañeros jazzistas (Hector Infanzón al piano, Emiliano Marentes o Manuel Viterbo
a las guitarras, Agustín Bernal o Juan Cristóbal Pérez Grobet al contrabajo, Toni
Cárdenas o Hernán Hecht a la batería, etcétera), dimos por México, Estados Unidos y Canadá.
Casi
todos los textos fueron escritos por autores hispanoamericanos. Con Carol Dunlop
(1946-1982), compañera de Julio Cortázar y coautora con él de Los autonautas de la cosmopista –libro
del cual tomé el fragmento que habla, entre otros, de los pianistas estadunidenses
Jelly Roll Morton (1885-1941), Fats Waller (1904-1943) y Duke Ellington (1899-1974)–, las únicas excepciones
fueron la japonesa-canadiense Kasuko Shiraishi (1931) con el poema “Mi Tokio” –traducido
por Atsuko Tanabe y el poeta Sergio Mondragón– en el que se menciona
al baterista afroamericano Max Roach (1924-2007) (“Oh lluvia de sonidos en la cima
del arte”) y el senegalés Leopold Sedar Senghor (1906-2001) y su poema “A Nueva York” –traducido por Miguel
Ángel Flores (“Dios que con una risa de saxofón creó el cielo y la tierra en seis días”).
Decidí
entonces que esa literaria historia para ser oída se acomodara con laxo criterio
cronológico y estilístico comenzando con blueseros como la
cantante Bessie Smith (1898-1937), los cantantes y guitarristas presentes alguna vez en México
B.B.King (1925), Muddy Waters (1915-1983), John Lee Hooker (1917-2001) y Jimmy Rogers (1924-1977) y el bajista cantante Willie Dixon (1915-1992),
quien también hizo temblar en desenfreno al público chilango, esto es, de la ciudad
de México: los exdefeños. Los textos son, entre otros, de poetas como Efraín Huerta
(1914-1982), José Carlos Becerra (1936-1970), Miguel Ángel Galván, Víctor Manuel
Cárdenas, Herman Efraín Bartolomé, José de Jesús Sampedro y Sergio Mondragón. Luego del blues sigue el leído
concierto con las primeras expresiones y los protagonistas del jazz que hemos, por pronta convención, de llamar
clásico. Aquí, en escritos de Cortázar, del narrador zacatecano-poblano Juan Gerardo
Sampedro, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, el catalán Salvador Espriú o el poeta
chihuahuense-michoacano Gaspar Aguilera, hallamos nombres que van de Jelly Roll, Satchmo (1910-1971) y Fats Waller a Duke Ellington y el vibrafonista Lionel Hampton (1909-2002).
Están ahí también, mencionados lo mismo por Fernando del Paso que por el estridentista
Kin-Ta-Ni-Ya, el defeño Carlos Chimal, los españoles J.M. Alvarez y Félix Grande, el chileno Antonio Skármeta, el
poeta mexicano Samuel Walter Medina o la peruana Blanca Varela (1926-2009), los
nombres de los saxofonistas Ben Webster (1909-1973), Lester Young (1940-1979) y Johnny Hodges (1907-1970), las cantantes Billie
Holiday (1915-1959) y Ella Fitzgerald (1918-1996) y el baterista estadunidense Kenny Clarke (1914-1985).
Tras
ello viaja el lector desde la literatura al bebop,
al cool y a sus alrededores: los saxofonistas
Charlie Parker (1920-1955), Gerry Mulligan (1927-1996), Cannonball Adderley (1928-1975) o Yusef Lateef (1920), los trompetistas
Dizzy Gillespie (1917-1993) y Miles Davis (1927-1996),
el contrabajista Charlie Mingus (1922-1979), el pianista Thelonious Monk (1917-1982),
en líneas melódicas y estructuras armónicas de Cortázar, su compatriota
Néstor Sánchez, el panameño Roberto Fernández Iglesias, el chileno Hernán Lavín
Cerda, el colombiano Eduardo García Aguilar o los mexicanos Paco Ignacio Taibo II,
Jaime Augusto Shelley y Héctor Manjarrez.
Accedemos
finalmente, John Coltrane (1926-1967) mediante “lenta catarata en ascenso hacia
la brisa” (en palabras de Juan Gustavo Cobo Borda), al free jazz, con un ilustrativo
epígrafe tomado de José Emilio Pacheco: “No son la música del pasado, son el estruendo”.
Vienen escritos de Jomi García Ascot, Chimal, Evodio Escalante, la poeta Marcela
Campos, etcétera, que citan a los saxofonistas Ornette Coleman (1930), Archie Shepp
(1937) y Eric Dolphy (1928-1964), a los pianistas Sun
Ra (1914-1993) y Amina Claudine Myers (1943) y al argentino Leandro Gato Barbieri (1934), uno de
los pocos jazzistas nacido al sur del Bravo cuya presencia al sax inspira la pluma
de los antologados. Al final, tras leer un poema sobre el pianista Keith Jarret
(1945) de Mónica Mansour y otro sobre el saxero
noruego Jan Garbarek (1947), escrito por el también saxofonista mexicano Alejandro
Folgarolas, del capítulo 17 de la Rayuela
de Cortázar es que tomo la (nunca) conclusión: “Y el jazz es como un pájaro
que migra o emigra o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que
corre y se difunde (...) es inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente
indiferente a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una nube sin fronteras, un espía
del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes,
de abajo...”
La
relación blues-jazz-literatura es más que clara desde los años veinte- en 1926 aparece
el primer poemario de Langston Hugues, The
Weary Blues–, pero es a fines de los cincuenta y en los sesenta, cuando surge una nueva actitud
de los propios creadores afroamericanos ante el nacionalismo negro, ante la negritud,
que las figuras del jazzista y del bluesero cobran un
distinto significado. Por su genio, su espontaneidad, su talento natural, su inatrapable
capacidad de improvisación tanto en la música como en la vida, el creador de jazz como personaje literario se convierte en algo
que se contrapone al arquetipo del engañado, manipulado clasemediero trepador cuyas
aspiraciones son las de pasar desapercibido en lo que se puede acomodar, con enormes
sacrificios, en los rincones que le da el american
way of life. El bluesero, por su parte, es reivindicado como la figura
portavoz de la memoria colectiva, de la sabiduría popular, el folclor negro jamás
arrebatado a pesar de todos los embates. Maya Angelou escribió: “Si fuéramos un
pueblo más dado a revelar secretos, levantaríamos monumentos y celebraríamos sacrificios de nuestros poetas,
pero la esclavitud nos curó esa debilidad. Sin embargo, será suficiente decir que
sobrevivimos, en exacta relación con la dedicación de nuestros poetas (incluyendo
predicadores, músicos y cantantes de blues)”.
No
exagero si afirmo que abrevar en la literatura de Baldwin,
Wright, Ellison Melvin Kelley o John A. Williams, es una experiencia paralela a
la de empaparse con la polirritmia de Sun Ra, Bill Dixon (1925), Ornette, Cecil
Taylor (1933), Albert Ayler (1936-1970) y los demás protagonistas
negros del jazz de improvisación libre y colectiva surgido a partir de la revisión y reivindicación de papel del afroamericano en
la historia de la cultura popular estadunidense (tema que tocado es, desde Canadá,
por Ajay Heble en Caer en la que
no era, jazz, disonancia y práctica
crítica). La reacción, acaso sin tal toma de distancia reflexiva, había comenzado
desde los años de posguerra donde el bop
devuelve a sus creadores originales el control creativo de su música. Este fenómeno
–el desarrollo del bebop en los cuarenta–
hace también que un buen número de otros artistas, en desacuerdo con lo que el sueño
americano es una vez despiertos, fije su atención en figuras como el guitarrista
Charlie Christian (1916-1942), Monk, Dizzy, Miles, los contrabajistas Mingus y Oscar Pettiford (1922-1960) y, sobre todo, Charlie
Parker. Necesariamente –como bien lo ha apuntado el estudioso poeta José Vicente
Anaya–, una antología sobre el blues y el jazz en relación con la literatura estadunidense no puede dejar fuera textos de
autores de la generación beat.
Entre otras muchas influencias particulares, el jazz fue clave en su sensibilidad (la escritura automática
de Kerouac se explica en los saltos que daba entre la asociación de ideas musicales y literarias siguiendo, a su entender, las técnicas
de improvisación de Bird,
de Dizzy, del infravalorado saxofonista blanco Lee Konitz (1927). La resultante,
según una frase de Ginsberg, era una “prosodia espontánea bop” donde sin obstáculos
fluían desde la mente, para ser plasmadas en el papel, las más secretas ideas personales.
Los beat escribían
para ser oídos además de leídos, así que el paso lógico e inmediato era el de acompañarse
en sus lecturas por jazzistas, el de incorporar su literatura al jazz de la misma manera
en que querían incorporar el jazz y el hedonismo de la improvisación jazzística a su literatura.
El
universo es amplio y rico en ambos idiomas, desde los acercamientos al jazz de los
estridentistas mexicanos en los veinte y treinta, a lo que han hecho escritores
posteriores como Aguilera, Mansour, Fuentes, Gutiérrez Vega, Del Paso, Martínez
Sarrión, la uruguaya Mercedes Rein, los colombianos Cobo Borda y Jaramillo Agudelo, el duranguense Ricardo Hernández
o Alberto Blanco.
Pensemos,
por ejemplo, en textos escritos en inglés como los dedicados a Billie Holiday por
Michael Ford o Frank O’Hara, sumados a los de Blanca Varela o el colimense Víctor
Manuel Cárdenas. Hay homenajes a Satchmo
lo mismo de Carpentier que del chileno Gonzalo Rojas, el catalán Salvador Espriú
o los estadunidenses Norman Wienstein y el crítico de jazz metido a novelista Nat Hentoff. Recordemos a
Parker en lo escrito por Owen Dodson o por Félix Grande; sírvanos la mención del
saxofonista que inspiró a Julio Cortázar su personaje Johnny Carter en “El perseguidor”
para señalar que este relato fue recogido por la antologadora estadunidense Marcela
Breton en el libro Hot and Cool
(Jazz Short
Stories), publicado en Nueva York en 1990. ¿Y cómo no incluir al crítico
de jazz y novelista Rafi Zabor (1946) con su intrigante, estupenda El oso vuelve a casa donde el saxofonista
genial es precisamente un plantígrado con problemas existenciales?
La
nueva antología incorporará también a los escritores nacionalizados canadienses
Michael Oondatje (1943), autor de Coming
Through Slaughter, novela basada en el cornetista Buddy Bolden (1877-1931), y Josef Skvorecky (1924-2012), autor del libro
El saxofón bajo (las desventuras
del jazz bajo
el nazismo):
Exhalé
suavemente... Soplé en la embocadura, mientras deslizaba los dedos por las llaves;
lo que emergió de aquella panza, grande como una bañera, fue un sonido cruel, hermoso
e infinitamente triste.
Mucho
más hay. Basta querer oír, leer: ¿Dónde termina Todo se escucha en el silencio?... ¿Dónde y cuándo la música, ese “melancólico alimento”,
grita Traveler en Rayuela,
“para los que vivimos de amor”?
NOTA
Una versión de este
texto salió en La Jornada Semanal el 9 de mayo del 2010 y otra, corregida y aumentada
en mi libro Pluma en mano (entre blues y jazz) de Ed. Turner.2018.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 179 | setembro de 2021
Artista convidado: Saúl Kaminer (México, 1952)
Curador convidado: José Ángel Leyva (México, 1958)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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