entre la obra de arte y su contemplador,
la distancia que permite el goce, puede
presentarse la cuestión acerca de
si está viva la obra o está muerta.
THEODOR W. ADORNO
Petrogrado, 15 de junio de 1920: el ojo del huracán, el epicentro de la revolución.
Ese día viene al mundo Vladimir Kibalchich, el futuro pintor Vlady. Rusia sale victoriosa
de la guerra civil: uno tras otro, el Ejército Rojo derrota a los generales blancos
y a las potencias enemigas. En la ciudad conquistada, miles de personas se encuentran
en armas; hay hambre, muerte y destrucción, pero también la fe inquebrantable en
un mundo nuevo, libre de explotación y opresión.
El recién nacido es hijo de Victor Kibalchich, mejor
conocido como Victor Serge, ex presidiario, anarquista recientemente adherido al
Partido Bolchevique, fundador de los servicios de prensa de la Internacional Comunista,
y de Liuba Rusakova, traductora y estenógrafa adscrita a la oficina de Grigori Zinoviev.
¿Vladimir en honor a Lenin? No. En homenaje a Vladimir Mazine, ex socialista revolucionario,
ex terrorista, gran amigo de Serge, autor en la cárcel de un libro sobre Goethe
y la filosofía de la naturaleza. Ha muerto en la defensa de Petrogrado.
La pareja reside en el Astoria, el lujoso hotel convertido
en domicilio de revolucionarios, donde convive con los forjadores del nuevo estado.
Muy cerca están lugares icónicos de la epopeya soviética: el Palacio de Invierno,
el Instituto Smolny, alguna vez cuartel general de Lenin, y la Fortaleza Pedro y
Pablo, la cárcel por la que pasaron generaciones de militantes y donde cuarenta
años antes había sido ejecutado al químico Nicolái Kibalchich, el pariente implicado
en el asesinado del zar Alejandro II.
Serge recorre Europa en calidad de agente encubierto:
Berlín, París, Viena, los Balcanes. Liuba y Vlady lo acompañan. El niño crece entre
conspiradores que siguen las reglas estrictas de la clandestinidad, con nombres
falsos y en departamentos ocultos. Los incesantes viajes de la familia no favorecen
su educación formal; raramente frecuenta escuelas, pero respira cultura en varios
idiomas: francés, ruso, alemán. Una foto de principios de los años veinte, tomada
en Viena, muestra a Vlady niño, retratado con algunos colegas de su padre, entre
los cuales se reconoce a Antonio Gramsci.
Leningrado, 23 de abril de 1928. La revolución se devora
a sí misma. El sueño se ha convertido en pesadilla: la Rusa soviética marcha rápidamente
hacia una forma de totalitarismo particularmente despótica e insidiosa. Ese día,
Victor Serge es detenido por primera vez, bajo la acusación absurda de conspirar
contra el poder soviético. El pequeño Vlady asiste la escena, gruesas lágrimas surcan
sus mejillas. Mientras se lo llevan, alcanza a decirle: “papá, no es de miedo de
lo que lloro, es de rabia” (Loya,1966, p. 293).
A Serge se le encarcela por el delito de pensar y, peor
aún, por ser partidario de Trotsky, derrotado por la burocracia que él mismo ha
contribuido a crear. Empieza la persecución contra la familia: Liuba pierde la razón
poco a poco, lo cual afecta terriblemente al niño. Alexander, el abuelo materno,
muere de pena; Olga, la abuela, desaparece en un campo de concentración, igual que
Esther, la hija más chica. Otros integrantes de la familia pasarán décadas en el
gulag.
1920 y 1928: dos fechas emblemáticas. Por un lado la
revolución triunfante y por el otro la consolidación del totalitarismo. En ese mundo
sin evasión posible, el niño Vlady encuentra refugio en la pintura. Cada vez que
puede recorre el museo Hermitage, uno de los mejores del mundo, que se encuentra
a dos pasos de la calle Zeliabova. Lo cautivan las obras de los grandes maestros,
particularmente los renacentistas. Dibuja y dibuja: la correspondencia familiar
está repleta de apuntes a pastel y a lápiz que consignan su vocación tempranera.
La vida y la obra de Vlady son incomprensibles sin esas
dos experiencias fundadoras: la revolución, a cuyos ideales siempre se mantendrá
fiel, y la disidencia encarnada en las figuras de su padre y de Trotsky. La política
será uno de sus fantasmas: la detestará, pero siempre formará parte de sus demonios
interiores. Y la historia, por supuesto. No tanto la historia en general, sino esa
historia tan suya, tan traumática que encontramos plasmada particularmente en los
murales.
Se ha dicho, con razón, que Vlady procede de tres tradiciones:
la rusa, la europea y la mexicana (Taracena, 1974). [1] Él mismo no sabía cómo definirse: “no renuncio a ninguna nostalgia.
Ni al Misisipi de Mark Twain, ni a la pintura italiana, flamenca, tamayesca
(…). [2] No renuncio a ninguna seducción
afectiva, ni al socialismo, ni a las islas griegas de Ulises, ni a los bosques de
Carelia, ni a Michoacán, ni a Temoaya” (Unomásuno,
1984). Lo primordial, escribió el poeta Jorge Hernández Campos (2006), es su
relación carnal con la historia: “para Vlady, la historia ha sido, es, el corazón,
la saliva, la pupila del ojo, la asfixia, el éxtasis, y la huida perpetua de un
Sísifo que quiere escapar de su matriz”.
Su obra es, entre otras cosas, la expresión plástica
de la obra literaria de Serge, con quien compartió las ideas políticas, el sentimiento
heroico y la dimensión estética. Según Edgar Morin, Serge vive en Vlady; el carácter
indomable de Serge vive por medio de él y se expresa en la pintura (Morin, 2006). Sin embargo, Vlady no era lo que comúnmente se define
un “artista comprometido”, ni tampoco fue un revolucionario a la manera de su padre,
sencillamente porque vivió en otra época: “a mí de la revolución no me tocaron más
que las patadas de Stalin”, le dijo a Leonardo da Jandra (1985). Su pintura difícilmente
podría definirse “militante” y él mismo rechazaba el arte que reivindica sus cualidades
en función de virtudes políticas. Por otro lado, en contraste con la estética marxista
ortodoxa, reconocía el potencial político de la forma estética y de la imaginación
creadora. Como Walter Benjamin, destacaba el carácter revolucionario de la producción
artística no condicionada por el pensamiento dirigido (Benjamin, 2004). “Viví más
la vida de mi padre que la mía propia”, relató en una entrevista. “Mi infancia fue
como la de todos los niños, de dependencia familiar. Pero, así como pude ser hijo
de un panadero, me tocó ser el de un revolucionario ruso, un hombre de gran pulcritud
intelectual, de gran inquietud ética que vivió de acuerdo con sus ideas” (Loya,
1966). No era fácil, sin embargo, ser el hijo de Victor Serge y, por otra parte,
el idilio del revolucionario ruso-belga con el bolchevismo oficial fue de corta
duración. Vlady creció entre perseguidos, casi sin conocer niños.
Fui testigo de la resistencia al
totalitarismo en la antigua Unión Soviética, y de la áspera lucha contra el fascismo
en Europa. Estas peripecias me llevaron a conocer a gente extraordinaria: disidentes,
viajeros, poetas, artistas, escritores y, sobre todo, revolucionarios de los cuatro
rincones del globo. Muchos eran obreros, orgullosos de serlo y conscientes de llevar
un mundo nuevo dentro. Todos eran hombres cultos –incluso eruditos-, casi siempre
autodidactas y diestros en muchos idiomas, a pesar de su condición de trabajadores
manuales. Son seres humanos en vía de extinción. Con el tiempo, algunos se hicieron
famosos; otros ya lo eran; otros más, tal vez la mayoría, se mantuvieron anónimos.
Grabadas en sus caras, todavía leo las angustias y las esperanzas de una época (entrevista de Albertani a Vlady, 1992).
Me impresiona el retrato del escritor rumano Panaït
Istrati que hizo cuando tenía tan sólo ocho años. Las líneas son todavía elementales,
pero ya revelan su enorme talento. Notable es también la serie sobre Volin, el anarquista
ruso, autor de La revolución desconocida (1977).
[3] “La vida no lo había tratado bien”,
me contó Vlady.
Sin embargo, conservaba una vitalidad
descomunal; cargaba con soltura el peso de los años de cautiverio y aguantaba con
serenidad las dificultades materiales que aún le acosaban. Tenía una cara afilada,
ceñida por una barbita entrecana y vestía con gran pulcritud, siempre con chaleco,
saco, corbata y sombrero. Como muchos revolucionarios de ese tiempo (mi padre entre
ellos), no era un bohemio y sus lentes redondos le daban un talante de profesor
o de estudiante envejecido antes de tiempo (Albertani, 1994).
Es conmovedor enterarse de que Vlady conservó esos bocetos
durante toda su vida llevándolos consigo en el largo viaje a través del mundo que
lo condujo a México: Oremburgo, Moscú, Bruselas, París, Marsella, Casablanca, La
Martinica, Santo Domingo, Haití, Cuba.
En 1933, Serge fue detenido por segunda vez y deportado
a Oremburgo, al sur de los Urales; se le acusaba de crímenes imaginarios contra
la revolución. Pasaría los tres años siguientes en esa ciudad de clima infernal
y cielos cristalinos, donde Alexander Pushkin había ambientado su famosa novela,
La hija del capitán. Vlady y Liuba obtuvieron
el permiso de acompañarlo; Liuba regresó pronto a Leningrado para dar a la luz a
Jeannine, la segundogénita, mientras que Vlady se quedó tejiendo con su padre una
relación de complicidad y gran cercanía espiritual. Serge mismo era un acuarelista
aficionado, detectó el talento de su hijo y lo estimuló. Fue en Oremburgo donde
Vlady hizo sus primeras acuarelas: autorretratos, retratos de otros deportados (destaca
el de Boris Eltsin, oposicionista, hombre de cultura enciclopédica y mentor de Vlady)
y paisajes teñidos del color de las estepas (Albertani, 2008).
Vlady frecuentaba la escuela secundaria. Escribió Serge:
“hijo de un deportado, inquietaba a los directores comunistas, que llegaban hasta
reprocharle que no se insolidarizase de su padre. Durante un tiempo fue excluido
de la escuela por haber afirmado en el curso de sociología que en Francia los sindicatos
funcionaban libremente. La dirección de la escuela me convocó para reprenderme sobre
«el estado de espíritu antisoviético» que alimentaba yo en mi hijo” (Serge, 2011,
p. 371). Vlady conservó un recuerdo terrorífico de esa escuela, mismo que plasmaría
en uno de sus cuadros más enigmáticos: La
escuela de los verdugos, un óleo sobre tela que inició a pintar en México (1948)
y siguió trabajando toda la vida.
1933 es el año de la gran carestía: padre e hijo casi
se murieron de hambre. Comían sopas de col agria y hacían colas en la nieve de 24
y hasta 48 horas para que les repartieran pan. Vlady se enfermó de escorbuto, pero
curiosamente, no tenía un mal recuerdo de Oremburgo:
lo que
todavía no alcanzo a entender es por qué la deportación se quedó en mi memoria como
una época luminosa. Los cielos eran verticales e insólitamente altos en las estepas
y las temperaturas extremosas: hasta 45 grados en verano, y menos 45 en invierno.
En julio, el calor era tan intenso que las dunas de arena a un lado del río Ural
parecían incendiarse. En diciembre el cielo asumía violentos tonos de azul cobalto
y la blancura de la nieve cegaba los ojos. Entonces los rayos del sol iluminaban
las estepas como hilos de seda colgantes de la inmensa cúpula del cielo (Albertani, 1993).
En abril de 1936, Serge obtuvo la autorización de regresar
a Europa occidental, junto a su familia. El milagro se había logrado gracias a las
ruidosas protestas de los militantes libertarios en Francia y a las gestiones de
Romain Rolland, directamente con Stalin. Convertido en un partidario entusiasta
del régimen estaliniano después de haber regateado su apoyo a la revolución en la
etapa inicial, el autor de Juan Cristóbal
no tenía la menor simpatía por Serge. Era un compañero de ruta del comunismo y estaba
convencido de que el escritor hacía más “daño” preso en la URSS que libre en Europa
occidental. Se equivocaba, probablemente, pero su gestión logró lo que, de otra
manera, hubiese sido imposible. “Nos salvamos por el azar, pero el azar de la lucha”,
escribió Vlady en un texto retrospectivo (Vlady, 1997, p. 58). Sin perder tiempo,
ya que Stalin podía cambiar de opinión en cualquier momento, los Kibalchich –Victor,
Liuba, Vlady y Jeannine– viajaron a Bélgica, el único país que aceptó recibirlos.
Cargaban en sus maletas unas cuantas pertenencias, algunos manuscritos de Serge
que fueron secuestrados en la frontera y los dibujos de Vlady que se salvaron milagrosamente
y que en la actualidad se encuentran resguardados en el Centro Vlady de la Universidad
Autónoma de la Ciudad de México.
Despojado como sus padres, de la ciudadanía soviética,
el joven artista pasó a engrosar las filas de los apátridas que vagaban de un lado
a otro del planeta en busca de refugio. El encuentro con Bruselas fue sorprendente. Narra Serge:
delante
de las tiendas, nos deteníamos, mi hijo y yo, inexpresablemente conmovidos. Los
pequeños escaparates rebosaban de jamones, de chocolates, de pan dulce, de arroz,
de frutas inverosímiles, naranjas, mandarinas, plátanos. ¡Aquellas riquezas al alcance
de la mano, al alcance del desocupado de un suburbio obrero, sin socialismo ni plan! (Serge, 201, p. 392).
¿Qué dejaban en la llamada patria del socialismo? El
hambre y la miseria, ciertamente, pero también el recuerdo imborrable de familiares,
disidentes y deportados que desaparecieron en las purgas. Serge continuó con la pluma
su batalla donquijotesca contra el totalitarismo soviético y Vlady emprendió un
camino paralelo a través de la pintura. Había estallado, mientras tanto, la guerra de España y, tras un
intento fallido de alcanzar el frente (¡en bicicleta!), el joven se desempeñó en
tareas de solidaridad, junto a otros revolucionarios de tendencia libertaria.
A principio de 1937, Serge obtuvo el permiso de establecerse
en París, lo cual dio un nuevo giro a la experiencia artística de Vlady. Cuando
visitó la Exposición Internacional quedó
subyugado por Vincent van Gogh. Y es que el pintor flamenco encarnaba la pasión
por el color, misma que en adelante sería una de las obsesiones de Vlady. Frecuentó,
por un tiempo, las academias Paul-Colin (Rens, 2006) y La Grande Chaumière, [4] sin embargo, la verdadera universidad
de Vlady fue el museo del Louvre en donde pasaba jornadas enteras tomando apuntes
y copiando las grandes obras clásicas.
Frecuentó a Aristide Maillol, el famoso escultor que
lo impresionó por el realismo y la sensualidad de sus estatuas. Una joven de gran
belleza y notable cultura, Dina Vierny, entonces novia de Vlady, era la modelo del
artista. En los cafés de Montparnasse encontró a los surrealistas: André Breton,
Oscar Domínguez, Benjamín Peret, Victor Brauner, Wilfredo Lam, André Masson, entre
otros. Fue el inicio de una relación ambivalente y borrascosa, en la cual Vlady
fue influenciado por Serge, quien no era partidario del surrealismo. En los Diarios, Serge definió a esa corriente una
“rebelión completamente fallida” y expresó juicios severos sobre Breton, aunque
mantuvo relaciones solidarias con él y los otros integrantes del movimiento (Serge,
2012). El escritor no compartía la pasión surrealista por el marqués de Sade y cuestionaba
la escritura automática preconizada por Breton (Serge, 1944). En Abrir los ojos para soñar, un texto de 1997
que se puede definir como su testamento pictórico, Vlady (1997) seguía tachando
a los surrealistas de “tigres de salón”. Sin embargo, en otra ocasión admitió haber
tenido una actitud visceral: “hoy, después de haberlo rechazado toda la vida, creo
ser profundamente surrealista” (Albertani, 2001).
La visión del joven pintor empezaba a tomar forma, pero
fue interrumpida bruscamente por la llegada de los nazis a París, el 14 de junio
de 1940. Vlady, que cumplía veinte años el día 15, no sólo era hijo de “comunistas”,
sino que era judío por parte de su madre. El día 10 del mismo mes, Serge, su nueva
compañera, Laurette Séjourné, Vlady y Narcis Molins i Fábrega –militante del POUM,
el partido comunista disidente de España (Albertani, 1993; Serge, 1940)– emprendieron
la fuga hacia el sur. Liuba, quien por entonces había perdido la razón, estaba internada
y era atendida por Gaston Ferdière, el médico de los surrealistas. Murió mucho tiempo
después, en una clínica psiquiátrica de Aix-en-Provence (1984), donde Vlady pintó
de ella retratos desgarradores.
Los fugitivos llegaron a Marsella, tras una trayectoria
zigzagueante y con los nazis cada vez más cerca. [5] Se refugiaron, junto a Breton, Remedios Varo, Benjamin Peret, Victor
Brauner y otros artistas, en la Villa Air-Bel, una casona a las afuera de Marsella
que había rentado para ellos Varian Fry, un valiente activista norteamericano que
salvó a cientos de personas en la convulsionada Francia de Vichy (Sullivan, 2008;
Fry, 2008; Gold, 1980). Vlady dibujaba todo lo que miraba y, para ganarse la vida,
trabajaba como obrero en la cooperativa de dulces Croquefruits, junto al actor Sylvain
Itkine [6] y al escritor Jean Malaquais,
quien retrataría a Vlady y Serge en una novela, Sin visado (Malaquais, 2014).
El 24 de marzo de 1941, padre e hijo se embarcaron en
el buque Capitain-Paul-Lemerle, un viejo mercantil destartalado con ocho camarotes
y un cargamento de 200 prófugos que zarpó con rumbo a la Martinica, colonia francesa
de allende el mar para la cual no se necesitaba visa. Serge impartía conferencias
y organizaba mesas redondas sobre la guerra, el fascismo y los problemas del momento.
El ambiente era tenso: hubo motines y huelgas de hambres a bordo, ya que los pasajeros
temían que el capitán les entregara a los nazis.
El 5 de septiembre de 1941, después de vagar por el
Caribe en espera de visas de tránsito que no llegaban y pasar por un campo de concentración
(en la Martinica) y una cárcel (en Cuba), Victor Serge y Vlady aterrizaron en la
Ciudad de México, vía Ciudad Trujillo (Santo Domingo), Puerto Príncipe, La Habana
y Mérida. En el aeropuerto Benito Juárez los esperaban Bartomeu Costa Amic y Julián
Gorkin del POUM (Albertani, 2010). Para Vlady empezaba una nueva etapa de la vida.
Lo primero que vi –narra– fueron
los murales de Rivera y Orozco; la dimensión de sus trabajos, no en pequeñas galerías
entre esnobs y todo esto, como la pintura surrealista que estaba llena de pequeñeces,
de tigres de salón. Y de repente ves que Diego dibuja la gente en los mercados,
esta relación inmediata, ambiental, y que adentro tiene todo el prestigio del Renacimiento,
toda la pintura del siglo XV. Y que Orozco sobrepasa de manera impresionante todo
el expresionismo alemán, menudo, tímido. Todo esto me lleva a otro mundo (…). Lo
que en México descubro con mayor convicción es mi profundo apego al Renacimiento
(…). Es en definitiva esta estética la que más incide en la formación de mi criterio (da Jandra, 1985).
El círculo se cerraba: Vlady que se había iniciado en
la pintura en los museos Hermitage y Louvre, volvía a nacer en el México de los
muralistas. Y se puso manos a la obra. En el invierno 1941-42, junto a Iván de Negri,
otro joven artista, pintó su primer fresco en un club situado en el paraje conocido
como Molino de Bezares, camino a Toluca. [7]
Las formas revelaban una clara influencia de Orozco, pero el tema giraba en torno
a los fantasmas de Vlady: el caos, multitudes en marcha, la revolución traicionada,
hombres rotos, hombres vencidos, hombres delirantes. Serge anotó en su diario:
Vlady ya es un artista formado,
lleno de imágenes vistas y pensadas que sabe exteriorizar. Las dos terceras partes
del trabajo lo ha realizado él: casi quince metros de largo por entre tres y cuatro
de alto, toda la sección alta del muro. Está dibujado con fuerza, los colores son
ricos y variados, la visión es caótica y abundante, con unidad interna (Serge, 2012).
La obra molestó al gobierno mexicano y, por supuesto,
a los comunistas, ya que Vlady había pintado un Stalin simiesco, con una gran soga
en el cuello. El momento no era propicio para bromas: el 22 de mayo de 1942, México
declaró un estado de guerra contra Italia, Alemania y Japón, en alianza con Estados
Unidos, Inglaterra y la Unión Soviética. [8]
Resultado: el fresco fue borrado, antes de que los dos jóvenes pudieran terminarlo.
La primera mención que encontré de él en la prensa nacional,
un artículo firmado por Lumo Reva, en Revista
de Revistas, en los que relata su encuentro con Vlady en París, antes de la
llegada de los alemanes (Reva, 1943). En este mismo año, el joven pintor se sumó
a Socialismo y Libertad, un grupo integrado por exiliados antitotalitarios que buscaba
realizar una síntesis entre las diferentes tendencias del movimiento obrero y, junto
a Josep Bartolí, fue uno de los principales ilustradores de la revista Mundo, órgano del grupo (Albertani, 2008a).
Pintor,
escenógrafo y magnífico dibujante que ejerció una notable influencia sobre nuestro
artista, Bartolí es autor, junto a Molins, de una obra desgarradora sobre los campos
de concentración de Francia, de los cuales ambos habían sido huéspedes (Bartoli
y Molins i Fábrega, 1944). Vlady entabló también relaciones con Leonora Carrington y Remedios Varo, dos pintoras surrealistas
quienes, además, le intrigaban porque pintaban al temple.
1947 fue un año importante. El pintor se casó con Isabel
Díaz Fabela, quien sería mucho más que una esposa. Isabel fue “la tierra de Vlady”,
escribió Bertha Taracena: primero lo sostuvo económicamente, con su generoso trabajo
de enfermera, más tarde trabajando en galerías de arte, fundando algunas, colaborando
en otras (Taracena, 1974). El 17 de noviembre Serge murió de un ataque cardiaco,
en un taxi. Vlady dibujó las manos de su padre en el lecho de muerte (reproduciéndolas
después en un grabado), mientras que la máscara mortuoria la realizó el escultor
catalán Víctor Trapote, también autor de bustos de Vlady y Bartolí. [9]
Julián Gorkin narra que cuando enterraron a Serge, él
fue quien llenó la hoja para la inhumación y cuando llegó al rubro de la nacionalidad
le puso “apátrida”, lo cual era. El director de la empresa funeraria alegó que no
se le podía enterrar si no tenía una nacionalidad. “Llamé a Vlady. –¿Qué nacionalidad
hubiera elegido tu padre de poder elegir?– La española, me dijo sin vacilar. El
escritor ruso-belga-francés Víctor Serge está enterrado en México en el Panteón
Francés con la nacionalidad española” (Gorkin, 2001). Fue una muerte prematura,
antes de cumplir los 57 años y en pleno trabajo de creación literaria. Vlady y sus
amigos siempre pensaron que no fue una muerte natural, pero la documentación que
resguarda el Centro Vlady acredita que Serge sufría de graves padecimientos del
corazón. Aunque la hipótesis del asesinato no puede descartarse (la policía secreta
soviética empleaba venenos que provocan la muerte por infarto), tampoco se puede
acreditar, entre otras razones porque no se hizo la autopsia.
El escritor alcanzó todavía a conocer la primera exposición
importante de su hijo, que se había inaugurado el 12 de noviembre en el Instituto
Francés de América Latina (IFAL) y fue reseñada por los principales periódicos de
la ciudad (Rens, 2006, pp. 69-70). Aquel joven polémico ya no era un principiante,
sino un artista experimentado. “La pintura de Vlady obliga a pensar”, escribió su
amigo Iván de Negri (1947), al reseñar la exposición en el primer número de Crónica Ilustrada. “Sus óleos son dramáticos,
colmados de evidencia y esplendor”, reviró Lázaro Suvillaga, pseudónimo del escritor
y poeta salvadoreño Gilberto González y Contreras.
En ese mismo año de 1947 apareció en Chile una segunda
serie de Mundo, bajo la dirección de Pierre
Letelier. Vlady participó en los primeros números enviando dibujos y textos inéditos
de Serge, sin embargo, no estuvo de acuerdo con la nueva línea burdamente anticomunista
y pronorteamericana de la revista y rompió a principios de la década de 1950.
En adelante, uno de sus compromisos sería promover la
publicación de las obras inéditas de su padre –en primer lugar, las Memorias de un revolucionario, uno de los
grandes libros de literatura testimonial del siglo XX–, las cuales, en ocasiones,
el artista acompañaba con sus dibujos. Es importante destacar este aspecto poco
comentado de la vida de Vlady, porque Serge lo motivó no sólo ética y políticamente,
sino también estética y creativamente.
En 1949 el artista recibió la nacionalidad mexicana,
gracias a su matrimonio con Isabel. Acto seguido, viajó a Europa en donde se quedó
un año, especialmente en España, con el objetivo de estudiar a fondo el Museo del
Prado. Necesitaba establecer una relación carnal
con los cuadros y captar su lógica profunda, más allá de la imagen. En particular,
quería comprender a el Greco y a Velázquez, pero se topó también con Goya. Fue un
enamoramiento a primera vista y el motivo de una reflexión: “me di cuenta que me
faltaba el origen de todo esto” (da Jandra, 1985). A ese origen llegaría pronto: la escuela veneciana,
lo cual, con el tiempo, se volvería una especie de obsesión. Otro descubrimiento
importante fue el libro de Max Doerner, Los
materiales de pintura y su empleo en el arte, que le ayudó a comprender mejor
las técnicas antiguas (Doerner, 1994).
En octubre de 1952, junto con Alberto Gironella, Héctor
Xavier y Josep Bartolí, Vlady fundó la Galería Prisse, ubicada en su casa de la calle Londres número 163, en la Zona Rosa
de la Ciudad de México (Nelken, 1952). La galería exhibía a los jóvenes que no comulgaban
con la ortodoxia nacionalista, el realismo socialista y la llamada Escuela de Pintura
Mexicana. Explica Bartolí: “en la Prisse se reunía hacia 1952 una nueva generación
de pintores que estaban en contra de la leyenda de los tres grandes, quienes hacían
y deshacían el mundo de la pintura. Claro, ya se había muerto entonces Orozco, quedaba
Rivera y, naturalmente, Siqueiros, los cuales se dedicaron a atacarnos. Había una
cuestión de fondo político. Siqueiros nos acusaba de abstractos, cuando en realidad
había un abismo entre nosotros y la abstracción” (Eder, 1981).
La galería permaneció abierta sólo un año y, aunque
no fue un éxito comercial, se convirtió en sitio de reunión de pintores, poetas
e intelectuales independientes, quedando como un hito en la historia del arte mexicano.
Ahí se gestó el núcleo de la llamada Generación de la Ruptura, un movimiento importante
que cambió la percepción del arte en México en la segunda mitad del siglo XX. Pronto,
se les unió un joven de 19 años, entonces desconocido, José Luis Cuevas, y muchos
de los principales pintores de la época: Enrique Echeverría, Lilia Carrillo, Vicente
Rojo, Roger Von Gunten, Fernando García Ponce, entre otros. ¿Qué compartían? La
necesidad de defender la universalidad del arte, como respuesta al dogmatismo del
“no hay más ruta que la nuestra”, de Siqueiros. La crítica Lelia Driben enfatiza
el papel de Vlady entre los maestros y protagonistas del movimiento, como antes
lo habían hecho Bertha Taracena y Jean-Guy Rens (Driben, 2012). Esto es verdad,
pero me parece importante no circunscribir la figura de Vlady a la Ruptura, entre
otras razones porque no fue un movimiento homogéneo, sino más bien una comunidad
de individualidades rebeldes (la definición es de José de la Colina) que compartieron
un tramo de su camino para luego seguir cada uno por su cuenta (Eder, 1981).
Lo cierto es que los rupturistas tenían muy poco en
común, fuera de esa rebelión contra el statu
quo artístico. Bartolí señaló la gran diferencia entre los que, como él y Vlady,
procedían de la experiencia de las grandes revoluciones derrotadas del siglo XX
y los que, como Gironella, Von Gunten y otros pintaban más bien a partir de exigencias
formales. “Lo que hacíamos nosotros era contra esa dictadura [la soviética, nda] que era la degeneración de la revolución
bolchevique, la degeneración del socialismo. Esta era una de las razones detrás
de los ataques de Siqueiros y Diego” (Eder, 1981).
Así las cosas, Vlady siguió desarrollándose como pintor
y como pensador más bien solitario. Siempre preocupado por los aspectos teóricos,
fue precisando sus concepciones:
“el arte es una forma específica
de encarar las exigencias de la vida”, afirmó. “El artista produce sus obras llevado
por el impulso de resolverlas; de otro modo no hay arte (…). Veo más que nada un
deseo de pintar temas de nuestra actualidad, ·pero lo que importa es cómo están
pintados. Muchos pintores no tendrían nada que decir si no pintaran temas autóctonos
(…). Si el pintor es político, por algún lado le saldrá” (Flores Llanas, 1956).
Y a Vlady, en efecto, la política le salía hasta por
los poros. Los sesenta fueron años de intenso trabajo y también de éxito. Por entonces,
el artista era conocido como pintor abstracto y, a pesar de su excentricidad –en
el sentido literal de que se encontraba lejos del centro–, formó parte de la renovación
cultural de la época. Perennemente polémico, desplegaba, junto a la pintura, una
notable veta periodística y filosófica escribiendo, haciendo portadas para la revista
Siempre y editando él mismo la hoja suelta
Carta al lector (11 números entre 1957
y 1962; más una segunda serie con un número único en 1970), [10] a veces en colaboración con el filósofo
Tristán Nava. Vivió un tiempo en Acapulco, donde pintó algunos de sus mejores cuadros:
Pareja nueva, Desnudo isleño, Las tumbas de
van Gogh, Muros de agua y El subyacente. Este último es una interpretación
“abstracta” del Cristo muerto de Andrea
Mantegna.
¿Era un pintor abstracto? Yo diría que no, puesto que
nunca dejó de ser también figurativo, algo que se aprecia especialmente en los cuadernos.
En esos años, Vlady fue elaborando una iconografía centrada en el asesinato de Trotsky,
la cual, de manera ostensible o velada, se aprecia en gran parte de sus trabajos
“abstractos”, figurativos e, incluso, eróticos: un círculo dominado por una “T”
con un brazo más largo. El símbolo aparece de manera reiterada en los cuadernos
y es una estilización del piolet asesino en el momento en que destroza la cabeza
del dirigente bolchevique. De manera que el asesinato de Trotsky figura en el universo
pictórico de Vlady no sólo como un crimen execrable, sino como una catástrofe cósmica,
el fin de un mundo –el mundo de la revolución–, y el principio de otro, bajo el
signo del totalitarismo. El tema se repite en óleos, grabados, acuarelas, dibujos
y en los murales, a veces reducido al trazo que Vlady llama “la onda”, una línea
interrumpida por un medio círculo (Albertani y Vázquez, 2015).
Un ejemplo de lo anterior es el cuadro monumental Magiografía
bolchevique (1967), parte de una serie que, junto a Viena 19 (1973) y
El instante (1981), integra El tríptico
Trotskiano. La Magiografía es “abstracta”, aunque con toques figurativos
y simbólicos (el piolet, la onda), y está pintada con colores en tubo; la segunda,
Viena 19 –por la dirección de la casa de Coyoacán en donde el dirigente bolchevique
fue asesinado–, es una reconstrucción
del delito pintada con técnica mixta. La tercera, El instante –óleo sobre
tela al estilo veneciano–, nos ubica en el momento preciso en que el piolet asesino
de Ramón Mercader destroza el cráneo del viejo bolchevique. Edgar Morin comparó
la potencia del tríptico con la novela Vida
y destino de Vassili Grossman: así como al rememorar los horrores de la batalla
de Stalingrado el escritor soviético se eleva más allá de las perversiones del totalitarismo,
el tríptico “evoca el destino de Trotsky y, al mismo tiempo, por efecto del arte,
lo trasciende, le confiere algo como perennidad” (Rens, 2006).
En 1968, Vlady participó en el Salón Independiente y
expuso sus dibujos eróticos en Bellas Artes. He aquí otro componente esencial del
universo vladiano, aun cuando se trata de un erotismo peculiar que, en palabras
de Salvador Elizondo, expresa el drama de la lucha del cuerpo contra la muerte (Vlady,
1971). Mucho tiempo después, Mercedes Iturbe, curadora de la magna
exposición póstuma “La sensualidad
y la materia” (2006), observó que en Vlady el erotismo no
era un tema para darle al espectador placer, hedonismo o algo relajado, juguetón.
Era exactamente lo contrario: una suerte de posesión mística. “En su obra erótica
hay mucha tensión, angustia, hay algo muy contenido que es un conflicto que no tiene
solución” (MacMaster, 2006).
En ese mismo año de 1968, Vlady ganó la beca Guggenheim,
por lo que pasó esa etapa crucial de la historia contemporánea en Nueva York entrando
en contacto con la contracultura y también con el arte pop que le horrorizó. De
regreso a México, dejó de exponer en galerías y rompió con la vanguardia mexicana.
En 1973, emprendió su obra más importante: Las
revoluciones y los elementos, un conjunto muralístico de unos 2,000 metros cuadrados
que pintó prácticamente solo en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada de la ciudad
de México. Temáticamente, el mural es una evocación histórica que pretende “iluminar
el cielo de la utopía” y reivindicar a los disidentes de todos los tiempos. Sin
embargo, la narración no es declarativa, como en el muralismo clásico, sino alusiva,
nutrida de su propia iconografía, símbolos, insinuaciones, mitologías, imágenes
irónicas y en ocasiones oscuras o comprensibles únicamente para el espectador iniciado.
Empezó por la capilla del lado occidental del edifico,
a la que llamó “freudiana”, pintando al creador del psicoanálisis con una cabeza
en forma de martillo, a lado de un Marx azul y abajo de un Edipo pensativo. En la
pared de enfrente plasmó una enorme “Eva retornando al cuerpo de Adán”, mientras
que en los costados moldeó el deseo y la revolución sexual. Siguió con la nave principal
que consagró a las grandes revoluciones sociales (lados oriente y occidente): la
inglesa, la francesa, la rusa, la norteamericana, la mexicana, la cubana (con un
enorme Fidel Castro cabalgando un dinosaurio), las revoluciones volcánicas de Centroamérica
y también las musicales (Vivaldi y John Lennon).
En el atrio, destacan libros encadenados (una alusión
a Boris Pasternak, cuya obra fue censurada en la URSS), los zapatos agujerados de
Victor Serge, que simbolizan su rectitud, porque, siendo un gran escritor, murió
en la miseria, y La inocencia terrorista,
un lienzo monumental en donde el erotismo y la luminosidad del color se entremezclan
con la historia familiar de Vlady. La mujer es una evocación de Teresa Hernández
Antonio, “Alejandra”, una integrante del grupo clandestino Liga 23 de septiembre,
que fue asesinada en Ciudad Universitaria y que Vlady conoció en circunstancias
misteriosas. [11]
Inaugurado el 11 de noviembre de 1982 por el entonces
presidente José López Portillo, el mural no solamente tiene que ver con la historia,
sino que se despliega como narración cromática y como flujo de conciencia, a la
manera de los surrealistas, sus viejos amigos-enemigos. En términos pictóricos,
los frescos al estilo del Cuattrocento
florentino se alternan con telas pintadas al temple y óleo, según los criterios
del Cinquecento veneciano, como la Inocencia y el enorme Cristo andrógino que destaca en la pared
occidental.
Leonardo da Jandra llamó “muralismo total” a esta mezcla
ciertamente peculiar de frescos y óleos sobre tela (da Jandra, 2006: 61-75). Poco
antes de terminarla, Vlady definió su obra como “una reflexión sobre la pintura
y sobre la temática de las violencias de la historia y de los esquematismos de la
política” (Ramírez, 1982). A los críticos que, con algo de razón, cuestionaban su
relación con el régimen príista, les contestaba así: “como pintor, mi obligación
es tratar con los príncipes, con los cardenales, cuya asociación es necesaria para
hacer un arte de proporciones y significados públicos. No me avergüenza admitirlo
ni decirlo. Como pintor, necesito el poder que es grande cuando deja huella de su
paso con el estilo del arte” (Aguilar Mora, 1987).
Sería imposible mencionar, una por una, las miles de
obras pintadas por Vlady y sólo evocaré tres más. Está, en primer lugar, el monumental
Xerxes, representación del rey persa que
invadió a Grecia en 480 a.C. Cuenta la leyenda que cuando una tempestad destruyó
el pontón flotante que había mandado a construir para que sus tropas cruzaran el
estrecho de los Dardanelos, Xerxes ordenó a sus soldados que azotaran el mar. Vlady
pinta así la estupidez del poder; su Xerxes es un cíclope montado sobre un enorme
dragón color de fuego y con patas de ave de rapiña. La segunda obra es el conjunto
de cuatro lienzos que le encargó la Secretaría de Gobernación (Descendimiento y asunción, Luz y oscuridad, Violencias fraternas y El uno
no camina sin el otro), los cuales, una vez más, abordan los temas del poder,
la violencia y la insubordinación.
La referencia a la rebelión neozapatista del lienzo
Descendimiento y asunción en el que destaca
una mujer desnuda con pasamontañas ocasionó un escándalo (MacMasters, 1994). Irreverente
como siempre, Vlady declaró: es “para joder, para hacer polémica”, lo cual, evidentemente,
molestó al gobierno priista de Ernesto Zedillo que optó por no exhibirlos (Vlady,
1997, pp. 107 y 210). Después de una larga polémica, los cuadros acabaron “exiliados”
en el Archivo General de la Nación, lejos de la mirada del gran público.
La tercera obra que me parece importante recordar es
Tatic Samuel, retrato monumental del obispo
de Chiapas, Samuel Ruiz, que, además de remitir a la lucha de los indígenas de México,
tiene que ver con la extraña relación de Vlady con el cristianismo. [12]
Destaco, por último, que Vlady llenó cientos de cuadernos
a lo largo de su vida, una costumbre que adquirió desde niño, gracias a los consejos
de su padre. Algunos son humildes
libretas escolares; otros son verdaderos objetos artísticos finamente encuadernados;
varios más, álbumes de gran formato. En ellos registró todo: un cuadro de Miguel
Ángel, la fisonomía angustiada de un refugiado, el rostro de un interlocutor ocasional,
el busto hermoso de una mujer, un paisaje tropical.
Los temas se transforman: exploraciones hacia adentro
y hacia afuera, búsquedas desesperadas por apresar el mundo, intentos de comprender
y de comprenderse. Las técnicas varían: dibujos a lápiz, pastel, tinta, acuarelas
e, incluso, collages. Página tras página, los cuadernos nos proporcionan la clave
para entender las obras monumentales de Vlady, pero también los grabados, retratos
y autorretratos, o bien, proyectos ambiciosos y nunca realizados, como El abismo, que, a manera de colofón, pensaba
pintar en el piso de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada.
Vlady murió el 20 de julio de 2005 en su casa de Cuernavaca,
en el estado de Morelos, rodeado de unos cuantos amigos y familiares. Vuelvo a la
pregunta inicial: ¿su obra está viva o está muerta? Me parece que el destino del
pintor ruso-mexicano se une al de su padre. Serge fue un gran escritor y no figura
en las historias de la literatura francesa (idioma en el cual escribía), ni en las
rusas (a cuya cultura pertenecía), ni en las belgas (nació en Bruselas), tampoco
en las mexicanas. Y, sin embargo, Serge es hoy, incuestionablemente, un escritor
de culto. Algo parecido pasa con el hijo: un pintor de culto, no suficientemente
comprendido en su época, pero muy apreciado por un puñado de fervientes admiradores.
Ante la crisis de las vanguardias, Vlady volvió a los
fundamentos de la pintura, pero no se limitó a regresar a la tradición, sino que
la reinventó como lo hicieron los grandes artistas de todos los tiempos. Lo que
miramos en sus murales, lienzos, dibujos, acuarelas y grabados es una síntesis admirable
entre arte renacentista y arte postimpresionista, entre realismo y surrealismo,
entre tradición y modernidad. Dicha síntesis fue el fruto de una triple disidencia:
del realismo socialista, del muralismo clásico y del arte comercial. Fue además
el producto de una búsqueda intensa, de esa forma de cultura que deviene carácter,
heredada de su padre. Y fue también la hazaña de un carácter trágico, en el sentido
nietzscheano, un ser único que sufrió y gozó la vida sin regatearle nada.
NOTAS
Claudio Albertani. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
adscrito a la carrera de Historia y Sociedad Contemporánea. Fundador del Centro
Vlady de la misma universidad y su actual responsable.
1. A pesar de algunas imprecisiones, este estudio sigue siendo
actual pues toma en cuenta las múltiples raíces de la obra de Vlady e intenta ubicarlo
en el contexto de la historia del arte.
2. Tamayesca es un neologismo acuñado por Vlady y quiere decir
a la manera del pintor Rufino Tamayo.
3. Volin es el pseudónimo de Vsévolod
Mijáilovich Eichenbaum (1882-1945).
4. La estancia en la Grande Chaumière está registrada en cuaderno n. 2 de
la colección del Centro Vlady: https://cuadernosvlady.uacm.edu.mx/carousel.php?num_cuaderno=2.
5. Véase el trayecto de París
a Marsella en: https://cuadernosvlady.uacm.edu.mx/anexos.php.
6. Sylvain
Itkine (1908-1944) era un militante trotskista y uno de los fundadores de la resistencia
francesa. Murió asesinado por los nazis.
7. Iván De Negri era hijo de Ramón P. De Negri, diplomático, exembajador
de México en España y gran amigo de Victor Serge.
8. Del mural sólo quedan las fotos que se resguardan en el Centro
Vlady y el artículo de Victor Serge.
9. Años después, Trapote, excombatiente
de la revolución española, formó parte del grupo de revolucionarios que apoyaron
al Che Guevara y a Fidel Castro en México (Ruiz, 2012).
10. Véase la digitalización
de la colección completa en: https://portalweb.uacm.edu.mx/uacm/Portals/23/Users/021/45/1045/DIFUSION%20%202018/Marzo%202018/carta%20al%20lector.pdf.
11. Véase
al respecto el documental de Fabiana Medina, Alejandra o la inocencia de Vlady,
México, UACM, 2017.
12. Bajo el título de Zaratustras
en la montaña, en noviembre de 2016, el Centro Vlady expuso Tatic Samuel, junto con óleos, bocetos, acuarelas,
grabados y dibujos de los cuadernos sobre la rebelión zapatista.
Entrevistas
y manuscritos
AGUILAR MORA, M. (1987), “Entrevista
con Vlady”, 7 de julio. Manuscrito inédito. Archivo del Centro Vlady.
ALBERTANI, C. (1992), entrevistas
inéditas realizadas a Vlady en el periodo enero-noviembre.
BALTHAZAR, C. (2008), carta al autor, 6 de julio.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 179 | setembro de 2021
Artista convidado: Saúl Kaminer (México, 1952)
Curador convidado: José Ángel Leyva (México, 1958)
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