sexta-feira, 27 de agosto de 2021

JOSÉ MARÍA ESPINASA | Notas para una cartografía del ensayo mexicano actual

 


Sólo podemos esperar.

¿A qué, a quién?

No sé, solo esperar.

 

El género ha gozado en los últimos cien años de una salud muy buena en México. Nombres como Alfonso reyes, Julio Torri, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Octavio Paz, Antonio Alatorre, Tomás Segovia, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis son referentes bien conocidos. Sin embargo, a partir de los años setenta el ambiente se enrarece un poco, y si bien autores como Jorge Aguilar Mora, Federico Campbell, Roger Bartra, Héctor Manjarrez o Marco Antonio Campos son brillantes practicantes del género, se produce una deriva hacia, o bien la crítica e historia literaria –Guillermo Sheridan, Evodio Escalante-, o bien hacia la investigación académica, y se abandona su lado más específicamente ensayístico e imaginativo. En las notas siguientes voy a esbozar un posible recorrido por la práctica del ensayo en las últimas décadas y a proponer un listado de los 10 libros esenciales en el género de la generación su8rgida a mediados de los años setenta.

Entre los escritores cronológicamente vinculados se da un caso curioso y tal vez inherente al género: su fragmentación, su condición de piélago: Hugo Hiriart es el mejor ejemplo: conocido como narrador o dramaturgo, sus ensayos son sin embargo fascinantes, hondamente i8maginativos y literarios. Libros como Sobre la naturaleza de los sueños (1995) y El arte de perdurar (2010) son brillantes ejemplos de reflexión creativa entregada al azar y a la libre asociación de ideas, con humor, conocimiento y rigor. En 1980 publicó Disertación sobre las telarañas, que es casi un manifiesto de cómo ensayar en sentido literario (pero también teatral o químico). Extraordinario escritor no es, sin embargo, de los que crean escuela ni fomenta epígonos. Lamentablemente en los últimos años ha publicado muy poco.

Los ensayos suelen tener un espacio privilegiado de comunicación con los lectores a través de las revistas, suplementos y periódicos. Por eso un libro clave para el ensayo mexicano es El centauro en el paisaje. Sergio González Rodríguez (Ciudad de México, 1950-2017) su autor, gana con ese texto el Premio de Ensayo Anagrama en 2008 y es un destacado periodista, editor y cronista del entre siglo. En el libro, desde el título mismo, que juega con la definición de Reyes del ensayo como el centauro de los géneros, y se traza una reflexión sobre su práctica, su presente y su porvenir. De nuevo su autor fue más conocido por sus libros de investigación periodística –Huesos en el desierto, por ejemplo- o por sus narraciones y crónicas que por sus ensayos. Lo caracterizaba una curiosa y paradójica mezcla de gran agudeza reflexiva y cierto rechazo de las temáticas abstractas e intelectuales y derivó hacia un ensayo más de índole social y política en Campo de guerra (2014).

Pura López Colomé (1952) es una reconocida poeta y brillante traductora que ha desarrollado, precisamente a partir de su trabajo como traductora, una labor reflexiva notable. Pensar sobre la traducción es una constante en algunos autores de su generación (Pedro Serrano, Francisco Segovia) como muestra en su libro Imperfecta semejanza. También se ha ocupado de otros temas y autores en Afluentes. La mirada e esta escritora es muy precisa y puntual y suele partir de hechos concretos a los que les da un alcance reflexivo sobre el oficio –de poeta o de traductor- o del alcance de la creación en otras disciplinas. Ella, como varios de los escritores de su generación, se caracteriza por ocuparse más del sentido universal del acto creativo que de su historia y su realidad específica en un momento concreto. En ella, sin embargo, la traducción no se convierte en un tópico sino en un hecho si bien cotidiano siempre renovado. Así, por ejemplo, en su trabajo como traductora de Seamus Heaney “ensaya” tres maneras de traducir para cada texto: en prosa, versión libre, y versión medida. Toda escritura es reescritura y toda reescritura traducción. El oficio lleva inevitable y naturalmente a cuestionarse las ideas convencionales sobre autor y autoría.

Si hasta aquí los dos ejemplos puestos –Sergio González Rodríguez y Pura López Colomé- vienen de contextos alejados –la poesía y el periodismo- el puente lo traza un narrador que ha cultivado con singular fortuna el periodismo y la traducción, Juan Villoro (1956). Conocido como cronista y novelista su labor reflexiva es sin embargo notable y tiene un papel central en el ensayo mexicano de las últimas décadas. En alguna ocasión, hace ya mucho tiempo, al menos 25 años, dije que el mejor texto del narrador Juan Villoro era un ensayo: su prólogo a los aforismos de Lichtemberg publicados por el FCE.Y ahora sigo pensando que libros como Efectos personales, De eso se trata o La utilidad del deseo son libros notables, representantes de la buena salud del género ensayístico en México. Villoro, es natural, concibe la práctica ensayística con una estructura narrativa, retrato de un escritor o descripción de la lectura de un libro, que transforma en personaje o en anécdota llena de ideas e intuiciones. Su talento de cronista le permite tener sentido del humor sin renunciar a la profundidad reflexiva ni al cuestionamiento crítico. Su fama va más allá de nuestras fronteras y es uno de los escritores de su generación más conocido fuera de las fronteras mexicanas.


En Villoro es evidente que, si bien puede tocar temas de la política o la sociología, el deporte o el espectáculo, nunca abandona el tono literario. Un ensayista como Fernando Escalante Gonzalbo, cinco años más joven, fundamente sociólogo y politólogo, de buena pluma, se acerca a la reflexión literaria en un libro notable, La mirada de Dios. Estudio sobre la cultura del sufrimiento, (México, 2000). Es una lástima que su vocación académica lo haya llevado por caminos menos vinculados al ensayo literario (aunque hay que mencionar su inteligente descripción de la situación de la industria editorial en el ensayo A la sombra de los libros, 2007). El ensayo político en México tiene una presencia y un público lector, al contrario de los ensayistas literarios y es hace que tenga un mayor número de practicantes, pero salvo caso como Escalante Gonzalbo, no tiene calidad literaria. Es distinto el mundo de los historiadores, un buen ejemplo Javier Garciadiego, que ha trabajado mucho sobre Alfonso Reyes- que suele tener mayor calidad.

Autores como Reyes o como Paz son a la vez una piedra de toque y un tópico del ensayismo. La bibliografía sobre ellos es abundante (véase mi texto “Lecturas de Octavio Paz” en Para una política del texto) y agrupa una serie de historiadores y críticos literarios que han documentado su vida y fijado la historia de sus obras la mayoría de las veces, sin embargo, de una manera más bien convencional y distante de los textos y distantes también de la llamada critica genética. Vale la pena mencionar algunos de ello, a veces muy diferentes entre sí: Adolfo Castañón, Guillermo Sheridan, Evodio Escalante, Víctor Manuel Mendiola, Pedro serrano y Cristopher Domínguez Michael. Este último un caso excepcional, fuertemente crítico, no pocas veces polémico, intenta una exhaustiva revisión de la literatura mexicana a lo largo de su historia. Otro crítico literario de carácter historicista, que tuvo un inicio muy brillante, fue José Joaquín Blanco con su Crónica de la poesía mexicana (1977), que ha tenido varias reediciones.

Domínguez Michael (1962) inicio como reseñista justo a principios de los años ochenta y mostró un enorme talento como ensayista literario que con el tiempo se fue decantando a su trabajo como historiador de la cultura mexicana. Y como biógrafo, con dos libros muy brillantes, sobre Fray Servando Teresa de Mier y sobre Octavio Paz. Ha conservado, sin embargo, su interés en otras lenguas, y entre sus libros en esta dirección hay que destacar el reciente Ateos, esnobs y otras ruinas y por dar a conocer figuras heterodoxas, raros o fuera de la tradición, y con un dilatado viraje de sus posiciones juveniles de izquierda a su actual concepción, claramente de derechas. No es el único y es un buen representante de la marcada tendencia historicista de la crítica literaria predominante entre nosotros. La otra tendencia, la que se ocupa menos de la causalidad y más de la casualidad, y a la que no le cuadra del todo el término impresionista, tiene una presencia más secreta.

Uno de los casos más llamativos es el narrador, poeta y cineasta Daniel González Duelas, que ha desarrollado una extensa obra ensayística con estudios monográficos sobre los cineastas Georges Melies y Luis Buñuel, o muy puntuales, como sus estudios sobre Julio Cortázar, y también ensayos de gran libertad asociativa como Las visiones del hombre invisible (1988) y sobre todo El libro de nadie, que mereció el Premio Iberoamericano de Ensayo Casa de América-Fondo de Cultura Económica (España). Lamentablemente el libro tuvo poca circulación tanto en México como en España y no se conoció en otros ámbitos de nuestra lengua y es hoy día muy difícil de encontrar. La curiosa mezcla que hace entre sus principales vocaciones, la literatura y el cine, le da una personalidad muy propia y perfectamente reconocible. Ha trabajado también interesantes entrevistas-ensayo con diferentes autores y ha sido editor entre otros textos de la obra reunida de Antonio Porchia. Si bien el ensayo es un género de solitarios requiere de un contexto colectivo y un margen de diálogo. González Dueñas es un caso extremo de trabajo en soledad, pero no en aislamiento, y su obra a pesar de sus características casi secretas tiene lectores.

Otro practicante del ensayo literario es Francisco Segovia. Conocido como poetas cuenta también con una notable obra narrativa, y varios libros de ensayos que cuentan entre lo mejor del género: Retrato hablado, SobreEscribir, Detrás de las palabras y Jorge Cuesta, la cicatriz en el espejo. El autor de Canto a un Dios mineral es un referente para los escritores de su generación. Sobre él han escrito libros y estudios, Evodio Escalante, Verónica Volkow y Jesús Martínez Malo. Segovia, sin embargo, no se interesa –o no solo- en la biografía de la persona, aunque la conozca, sino en lo que habla en el texto, o en la pintura, o en el hecho antropológico, o en la puesta en escena o en la traducción. Su paleta temática es muy amplia y su manera de ensayar sobre los temas muy libre y atractiva. Es curioso que, si bien se puedan asociar a veces ciertos elementos estilísticos y preocupaciones temáticas entre algunos ensayistas de la generación, no hay ni de lejos una “escuela” ni métodos comunes entre ellos más allá de la libre asociación. Esa es en cierta forma la mejor herencia de una tradición que viene de El arco y la lira, Poética y profética y Disertación sobre las telarañas.


Diferente es el trayecto de ensayistas que vienen de la formación filosófica, como Ignacio Díaz de La serna, que sin embargo son claramente literarios y con una voluntad de heterodoxia e iconoclastia. De allí que se haya ocupado de autores extraños y en parte malditos, como George Bataille (a quien ha antologado y traducido) y que haya asumido proyectos de carácter borgiano, como El planisferio de Morgius Cancri (Enciclopedia universal). Es importante señalar que la filosofía como disciplina universitaria tiene, a partir de los años ochenta, una refrescante línea de trabajo, casi siempre de origen nietzscheano, y que se ocupa de asuntos como la bioética y la filosofía de la ciencia, la ontología y el arte con una clara deriva entre niveles y conceptos. Pienso que en esa corriente más filosófica que literaria, hay que mencionar a autores como Carlos López Beltrán (sobre asuntos de la ciencia), Crescenciano Grave Tirado, Rebeca Maldonado o Manuel Lavaniegos, con el antecedente inmediato de Jorge Juanes, Héctor Subirats y Mercedes Garzón, pertenecientes a la generación anterior. No se ha constituido, por fortuna, ni una “nueva filosofía mexicana” ni se ha insistido en la ontología de lo mexicano. Díaz de la Serna puede encontrar para su heterodoxia antecedentes en la obra de Juan García Ponce y en la de Julián Meza, de quien su libro Cándidos y tartufos, publicado a fines de los ochenta, así como su enseñanza en el aula, son claves para romper con la rigidez de la academia marxista.

Desde la academia, pero con una perspectiva más libre, hay que destacar la labor de Liliana Wienberger y de Carlos Pereda, nacida la primera en Argentina, el segundo en Uruguay, pero ambos ya pertenecientes a nuestro contexto reflexivo desde hace muchos años. Ambos ganaron el Premio de ensayo convocado por la editorial Siglo XXI, hoy ya cancelado. Y en el caso de Weinberger no sólo es una notable practicante del ensayo, sino que ha hecho del género un motivo de reflexión y mapas históricos evolutivos con textos como El ensayo, entre el paraíso y el infierno y Pensar el ensayo. En este último se traza una genealogía de sus usos y prácticas en México, aunque no llega a tocar a las generaciones más recientes. Quien quiera ubicarse en el desarrollo ensayístico de México y Latinoamérica debe recurrir a estos libros.

La convergencia de pensamiento literario y prácticas conceptuales de origen filosófico va a marcar la evolución de autores más jóvenes, como Salvador Gallardo Cabrera (1963), quien deliberadamente borra las fronteras entre ambos campos y se avoca a una escritura ensayística que podríamos calificar, aunque el calificativo sea demasiado manido, como experimental. Destacado poeta, en sus textos se puede ver la huella de las lecturas de pensadores como Gilles Deleuze o Paul Virilio. En su libro Sobre la tierra no hay medida (2008) situaría yo un punto de inflexión del ensayo más reciente. El texto allí no sólo es un vehículo del pensamiento, una transcripción, sino que piensa desde su misma textualidad, su forma y causalidad azarosa, a manera de afinidades electivas, entre pensadores de diferentes épocas o intereses.

Ernesto Lumbreras (1966) ha frecuentado un género curioso: las monografías sobre autores –como José Clemente Orozco, Ramón López Velarde o Malcom Lowry, las tres premiadas (y no tiene las características de un escritor para concursos)- disfrazadas de estudio académico, pero profundamente penetradas por la libertad del ensayo. Por ejemplo, desde el título de su libro sobre el muralista La mano siniestra de José Clemente Orozco hará sonreír al lector, no sólo por la condición siniestra de su pintura sino por el íncipit del libro –“Orozco era zurdo”, precisamente la mano que pierde en un accidente de juventud. Su método, más cercano al del historiador, por ello mucho más lineal que el de Daniel González Dueñas, le permite sin embargo una condición narrativa adecuada y se leen con fluidez. Su sentido del humor ayuda mientras que a veces su voluntad de documentar los datos se vuelve farragosa y la rescata el lirismo poético de otros pasajes.

Escritores que han llamado la atención como poetas han publicados libros de ensayos muy atractivos. Es una tendencia histórica que los poetas cultiven más –y mejor- el ensayo que los narradores. Entre ellos vale la peno destacar a dos mujeres: Tedy López Mills, con una curiosa y muy personal reflexión sobre Mallarme, La noche en blanco y Silvia Eugenia Castilleros, con Entre dos silencios, por cierto su primer libro, brillante ejemplo de escritura fragmentaria. A su vez, aunque más cerca de la crónica, son notables algunos libros de Ana García Bergua, más conocida como novelista. Si insisto tanto en que la mayoría de las veces el ensayo es una práctica deliberadamente marginal y a la sombra de otro género, más visible ante los lectores, es porque eso refuerza su condición excéntrica

Un par de autores diez años más jóvenes, Luigi Amara (1971) y Gabriel Bernal Granados (1973) y hoy cada uno con más de diez libros en su haber –de poesía, narrativa, ensayo y escritura fragmentaria, son hoy por hoy los más brillantes y visibles de una nueva generación de ensayistas mexicanos. Bernal, en una obra amparada bajo la protección de Paul Valery y marcadamente interesada en las artes plásticas -recientemente (2021) ha publicado una fascinante monografía sobre Leonardo da Vinci, en donde el gran creador renacentista le sirve para articular una meditación sobre una tentación plenamente moderna: la de lo inacabado. La obra –maestra, diría Balzac- inconclusa, borrada o destruida, abandonada en términos de Valery, que representa una angustia peculiar de una sociedad de la que los dioses se han marchado y nos han dejado en la orfandad del sentido.


Bernal ha escrito ensayos, mas allá de su fascinación por lo inacabado, de gran redondez en libros como Anotaciones para una teoría del fracaso, de sintomático título, en el que los temas y autores tratados con un sutil arte de retratista le sirven para crear un autorretrato. Sin duda, y eso estaba ya en Montaigne, el ensayista se mira en el espejo y quiere describirse en ese hecho mismo de reconocerse/desconocerse que significa la modernidad. Algo similar ocurre con los textos ensayísticos de Luigi Amara. Uno de sus libros lleva por título, también muy significativo, Teoría el aburrimiento, y otro más, Los disidentes del universo. Sin embargo, por debajo del nihilismo que recorre la obra de ambos ensayistas, el lector percibe una esperanza, o mejor, una espera. Porque el desencanto no es necesariamente desesperanza sino revelación. A diferencia de Francisco Segovia, Daniel González Dueñas o Salvador Gallardo Cabrera, Amara y Bernal no piensan –no creen- que todavía el sentido resida en el texto. Pero la diferencia entre pensar y creer se anula en parte y así todo pensar se resuelve en espera.

En ese rango de edad, nacidos a fines de los 60, principios de los 70, destacan también autores que practican el ensayo de forma muy personal, a veces tienden a la crónica o incluso al panfleto, en otras al apunte de lectura. Entre ellos, sin que pueda ocuparme con mayor detenimiento de ellos, hay que mencionar a León Plascencia Ñol (1968) Julián Herbert (1971), Luis Jorge Boone (1977 y Heriberto Yépez (1974). Termino con una escritora de la siguiente década: Marina Azahua, nacida en 1983 y una de las voces más visibles actualmente, con dos libros publicados, Treinta ensayos mínimos ante el vacío (2013) y Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia (2014).Probablemente nos enfrentemos, además, a dos vías de difusión del ensayo de imaginación. Por un lado aquellos que escribe aun o todavía para el soporte del papel, y aquellos otros que lo hacen para las redes. Cambia todo aunque, al menos por un tiempo, puedan convivir y darse en ambos soportes e incluso de una manera mixta. Lo curioso es que ambas tendencias crean cofradías. Por ejemplo, en el terreno de la web, los cada vez más frecuentes grupos colectivos en los que autores comparten sus textos con lectores interesados (algo similar a lo que eran las revistas académicas). En otros lugares he reflexionado sobre lo que se pierde, sobre todo el funcionamiento colectivo de las revistas en papel como espacio de reflexión a medio camino entre el cuarto propio y la plaza pública: la mesa de redacción.

 Casi ni sería necesario decirlo: este rápido mapa se traza desde una práctica de lectura que considera al ensayo un género literario. No se le lee para aprender o educarse, encontrar argumentos para defender una idea o su contraria, sino para vivir entre ellas su diálogo o su mutua ignorancia. Se leen los ensayos, pues, como se lee un libro de poemas o una novela, como se ve un cuadro o se escucha una sinfonía, se trata de una disposición ante ellos. Habrá quien pueda trazar un mapa totalmente distinto: con otros libros y otros autores en el mismo tiempo y geografía. Pero tal vez la conclusión no sería tan distinta: el ensayo mexicano vive un buen momento, aunque tenga pocos lectores. Es esta condición de lectura lo que determina la lista que se tuvo como objetivo desde el principio: doce libros de ensayos recomendados al lector:

 

Por orden cronológico

SobrEescribir, Francisco Segovia, 2002.

El libro de nadie, Daniel González Dueñas, 2003.

Pensar el ensayo, Liliana Weinberg, 2007.

De eso se trata, Juan Villoro, 2008.

Los disidentes del universo, Luigi Amara, 2013.

Sobre la tierra no hay medida, Salvador Gallardo Cabrera, 2008.

El planisferio de Morgius Cancri, Ignacio Díaz de la Serna, 2014.

Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia, Marina Azahua, 2014.

Imperfecta semejanza. Meditaciones y diálogos en torno a la traducción poética, Pura López Colomé, 2015.

La mano siniestra de José Clemente Orozco, Ernesto Lumbreras, 2016.

Anotaciones para una teoría del fracaso, Gabriel Bernal Granados, 2016.

Retrato, personaje y fantasma, Christopher Domínguez Michael, 2017.

 


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Número 179 | setembro de 2021

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