sexta-feira, 27 de agosto de 2021

MARCO ANTONIO CAMPOS | Hablan las máscaras (Poesía mexicana)

 


I.

Una generación, incluso varias generaciones, leen a su manera su propio pasado, modificándolo o repitiéndolo en perspectivas, gustos, desdenes, omisiones. La primera asociación literaria significativa, después de la independencia, la Academia de Letrán, fundada en 1836 en condiciones extremadamente precarias por cuatro jóvenes de talento (los hermanos José María y Juan Nepomuceno Lacunza, Guillermo Prieto y Manuel Tossiat Ferrer), tenía como fin democratizar la cultura y mexicanizar la literatura. Por así decirlo estaban hartos de la herencia española y de la poesía, escrita en los tres siglos de la Colonia, hecha, por un lado, con cantidades anormales de bisutería gongorina, de juegos inanes de salón, de sonetos a Cristo crucificado, de exaltaciones purísimas a la Virgen María, de poemas de regalo al desprendido mecenas o a la graciosa mecenas en turno, o por otro lado, de la herencia artificial de la poesía pastoril escrita por los Árcades, encabezados por el excelente poeta Fray Manuel Martínez de Navarrete. Sin embargo, contra lo que pidieran de información, entre los poetas novohispanos habían existido ejemplos notables –más allá de la altísima cumbre de Sor Juana con sus sátiras y sonetos de una hondura y ligereza magistrales y su extraordinario poema reflexivo Primero sueño-, como Francisco de Terrazas (1525- 1600), autor de bellos sonetos, sobre todo uno, “Dejad las hebras de oro ensortijado”, con su verso final sorpresivo y terrible; Gutierre de Cetina (1520-1557), lector fervoroso de Petrarca y Garcilaso, que dejó un madrigal que hemos memorizado todos, “Ojos claros, serenos”, y el cual no deja de tener una gran familiaridad con otro del romancero español (“Niña erguídeme los ojos”); Bernardo de Balbuena (1564-1627), con su Grandeza mexicana, que se editó en 1604, dilatado poema escrito en musicales tercetos que fluyen como el aire y el agua, pese a un sinnúmero de exaltaciones gratuitas e hipérboles de fantasía, y por eso mismo, por la gratuidad de la exageración, lo vuelven en varios pasajes demasiado fatigoso; como Luis Sandoval y Zapata, o Luis de Sandoval Zapata, con sus poemas entre el amor y la muerte, o si se quiere, ante al amor y la muerte, y que en los años ochenta del siglo pasado recuperó el investigador universitario José Pascual Buxó. Si algunos son peninsulares que escribieron en México y su lírica puede aparecer en la navegación literaria española, no excluye que formen parte de nuestra tradición, como Juan Ruiz de Alarcón, nacido en Taxco, forma parte asimismo de la española.

Asombrosa, fructuosamente, a la biblioteca del Colegio de Letrán, con la anuencia del rector, fue integrándose la inmensa mayoría de las lumbreras de la época. Un día aun llegó Andrés Quintana Roo, secretario de José María Morelos en la guerra de Independencia, a quien se le recibió con una aclamación y con otra aclamación se le eligió ese mismo día presidente de la Academia. Su llegada, recordaba emocionadamente Guillermo Prieto, fue como “la visita cariñosa de la patria (Memorias de mis tiempos).

En verdad la negación de la herencia española y la búsqueda de las raíces prehispánicas mexicanas eran, por varias razones, en alto grado sólo una quimera o muy buenas intenciones: de hecho, en el México de 1836 y, con un pueblo en su gran mayoría analfabeta, había pocas bibliotecas y librerías y los jóvenes poetas estaban tan exiguos de dinero que apenas podían comprar libros y revistas, y lo que podían leer, además de lo editado en nuestro país, eran publicaciones llegadas sobre todo de España. Reproducían artículos prestigiosos de esas revistas –o traducidos de publicaciones francesas, inglesas o aun alemanas- en sus propias revistas. Seguían leyendo a los poetas del siglo de oro y del romanticismo españoles y también se acercaban a los ingleses y franceses: no sólo en los años treinta, sino a lo largo de todo el siglo XIX, Lord Byron y Victor Hugo pasaron en nuestro país con una llamarada o como lava volcánica, y representaron modelos príncipes para Marcos Arróniz, el joven poeta trágico, que escribió el mejor poema del segundo romanticismo (“Zelos”, así con zeta), el neoclásico Manuel José Othón, en cuyos versos enérgicos sentimos toda la fuerza de las montañas y del sol abrumador del desierto, y el fogoso Salvador Díaz Mirón, a quien en su tiempo algunos consideraron el igual, y a veces superior (así lo juzgaba Othón), de Rubén Darío. Pero después de la Independencia los poetas empezaron a escribir sobre asuntos mexicanos, incluyendo de manera abierta, ya sin censura, poemas políticos y en menor medida eróticos, y aun en la segunda mitad del siglo, se seguía hablando de expresión nacional. Me atrevería a decir, si no yerro, que entre 1821 y 1850, varios de los poemas más representativos, contra quienes suelen reprobar el tema, son los escritos por Andrés Quintana Roo, Sánchez de Tagle, Francisco Ortega, o por los jóvenes del primer romanticismo, como Ignacio Rodríguez Galván, cuya “Profecía de Gautimoc” -redactada supuestamente entre el 15 y el 27 de septiembre de 1937, o sea, los aniversarios del inicio y la consumación de la Independencia-, le pareció a Marcelino Menéndez y Pelayo la mejor pieza de nuestro primer romanticismo, y Fernando Calderón, que en “El sueño del tirano” retrató sangrientamente a Antonio López de Santa Anna, nuestro dictador de opereta. Asimismo no podemos hacer a un lado al inolvidablemente aflictivo “México 1847”, de Manuel Carpio, que es también una crítica y una autocrítica dolorosísimas motivadas por la pérdida de más de medio país después de la guerra injusta con Estados Unidos, o algunas coloridas piezas de Guillermo Prieto, con entrañable sabor popular del Romancero. En buena parte del siglo XIX, al menos hasta el fusilamiento de Maximiliano en 1867, México estuvo atrozmente marcado por invasiones injustas, salvajes tajos territoriales, ocupaciones ominosas, feroces guerras intestinas, dictaduras, gobiernos interinos, anarquía, asonada tras asonada... El país se hacía y se deshacía. Un aprendizaje desgarrador y desolador, que aún no termina entre nosotros, del federalismo y la democracia. Con respecto a nuestra lírica, hemos escrito desde hace tiempo que el XIX fue menos de poetas que de poemas, y quien mejor lo supo advertir fue José Emilio Pacheco, que antologó con gusto y conocimiento la poesía de aquel apasionante y complejo siglo.


Con la recuperación, en la década de los diez del siglo XX, sobre todo por el grupo de los ateneístas, de las artes coloniales, y luego, en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, con la sistemática traducción de la poesía y la literatura prehispánicas, la perspectiva ha cambiado. La poesía mexicana debe verse como un todo. Son tan nuestros los poemas escritos en castellano como los ideados en náhuatl, maya o zapoteca, y estoy aun por creer que, si bien la conocemos a base de las beneméritas traducciones de Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla, la escrita en lengua náhuatl es la más bella poesía en conjunto que se escribió en occidente en el siglo XV. Esplendieron entonces las flores y los cantos de Nezahualcóyotl, Cuauhcuatzin, Ayocuan, Tecayehuatzin y Axayácatl. Cuando en 1967 Miguel León-Portilla compiló la lírica náhuatl y publicó Trece poetas del mundo azteca, los lectores se encontraron con un código lingüístico y un orbe de símbolos de una belleza que no se había visto antes y que habían permanecido ocultos por centurias como perlas en su concha. Sin embargo, pese a ser intensamente nuestras, las piezas se leen en traducción. No hay, no creo que haya un solo poeta mexicano importante que lea fluidamente el náhuatl, ni siquiera Rubén Bonifaz Nuño, que lo estudió un tiempo con el propio León-Portilla. El caso de Carlos Montemayor es otro: ha tenido ante todo el gran mérito de ser un incesante divulgador. Leer los poemas traducidos del náhuatl o del maya o del zapoteco tiene las limitaciones que existen cuando leemos poemas de otros idiomas. Desde luego, las lenguas latinas no guardan para un hispanohablante los mismos secretos o laberintos que las germánicas, eslavas, bálticas, árabes, africanas u orientales; las dificultades son crecientes de una a otra, y más cuando la escritura es otra, y aún más, cuando algunas de esas escrituras están basadas, no en palabras sino en signos. La diferencia que sentimos con traducciones de las lenguas indígenas respecto de las de otras lenguas, es que no las hablamos, pero las sentimos en el cuerpo, el corazón y el alma, y percibimos cuán profundamente en ese universo verbal se encuentran las raíces de donde venimos.

 

II.

Después de traducir cosa de treinta y dos libros de poesía por casi cincuenta años, queriendo ser lo más fieles a los múltiples sentidos y a las múltiples músicas de las lenguas fuente, estamos del todo convencidos de que es imposible la inmensa mayoría de las veces recobrar todo el orbe original de un poema. Llámesele versión, traslado o aproximación, lo que queda del poema no es del todo el poema primigenio. Lo único que nos resta por hacer es que nuestras versiones, sean, como dicen los franceses, no sin alguna inexactitud, bellas infieles. En el mejor de los casos una traducción es una aproximación inmediata o lejana, o si se quiere, otro poema. No conozco un solo caso –hablemos, por ejemplo, de grandes paradigmas del XIX, Leopardi, Baudelaire y Whitman, o del XX, Montale, Perse y Eliot- en que todos los sonidos y sentidos, sugerencias y ambigüedades, murmullos y musitaciones, balbuceos y susurros, onomatopeyas y exclamaciones, ecos y resonancias, golpeteos rítmicos y juegos verbales, pausas y silencios, desintegración lingüística y tonalidades de colores, estén rescatados íntegramente. A veces un blanco, una coma o una sola letra, ya se añada o se borre, evitan que se logre la equivalencia.

Cuando le dije a José Hierro en mayo de 1993 que algo de su poesía desolada me hacía pensar en algún Pessoa, repuso una de las cosas más atractivas que he oído. Vale la pena, aun si larga, transcribir buena parte de la cita. De un lado, Hierro negaba toda influencia de la traducción: “Aunque para nosotros sea relativamente fácil leer portugués, en la traducción se pierde la última resonancia de la palabra, {no sólo en la traducción de esa lengua}, sino en toda la poesía traducida. Creo que a mí me ha influido todo, una larga tradición, menos los poetas que hablan otra lengua, incluso uno como Pessoa, cuya lengua es tan próxima.” Para luego dudar de que la poesía en traducción sea poesía: “Ahora hay muchos adoradores de Cavafis, como en mis tiempos se adoraban a Rilke y a Eliot. He leído a Cavafis en traducciones, y me digo: 'Ese señor debe ser un gran poeta', todo está muy bien hecho pero no sé si lo que leo son poemas. Lo sé porque me lo han dicho los demás, pero no soy capaz de corroborarlo por mí mismo. No alcanzo a percibir la magia verbal. No, no es como usted dice si uno es menos o más intelectual o vitalista, objetivo o subjetivo; si yo leo Residencia en la tierra me estoy enterando poéticamente. Pero si un libro semejante me lo traducen al inglés o al alemán, yo no me entero. Veo sólo palabras. ¿Qué ocurriría si a César Vallejo me lo dan en traducción? No me entero de nada. En cambio si leo: “Me viene hay días una gana ubérrima, política,/ de querer, de besar al cariño en sus dos rostros...”, me fascino, me informo verdaderamente. Voy a decirle algo que quizá le suene extraño. A mí me da la impresión de que César Vallejo es un indio andino, cuya lengua es otra, y quien ha aprendido la lengua de los conquistadores y se expresa en ella pero no la domina. ¿Qué pondría yo en su lugar? Nada. No se puede (...) Permítame una comparación. La traducción es como una pareja que está viendo una película. De pronto llega un tercero que se coloca en un asiento entre los dos jóvenes. El de en medio es como un trasmisor. El joven le pide: 'Dile que la quiero mucho', y el de en medio le dice a la chica: 'Dice que te quiere mucho'. Y así van diciéndose palabras de amor, que de ese modo se vuelven grotescas”.

¿Renunciar a la traducción porque no es exactamente lo que se halla en el original? Todo lo contrario. Si la poesía, a través del infinito caudal de imágenes y de metáforas, es una transformación del mundo, la traducción es una transformación de esa transformación para hacer nuevos mundos verbales. El poema traducido debe leerse ante todo como poema y después podrá cotejarse qué tan fiel o infiel se ha sido con el original de la lengua fuente. A su manera una traducción también puede ser una obra de arte. En esa vía, se halla una mina de piedras preciosas de riqueza insospechada.


De una cosa estoy convencido: al traducir y al leer traducciones un poeta puede encontrar ideas para escribir un poema o una nueva manera de decir algo distinto en un verso, en una estrofa, en un pasaje. No sabemos cuánto japonés haya sabido José Juan Tablada (si lo supo), o cuánto francés conocieran Díaz Mirón, López Velarde, Xavier Villaurrutia y Alí Chumacero, pero les sirvieron para alzar nuevas casas verbales en la poesía mexicana. No sabemos cuánto influyó en Octavio Paz hacer traducciones en colaboración de idiomas que no conocía (húngaro, sueco, japonés) o en Pacheco traducir desde una estructura plurilingüe de idiomas que tampoco conoció (el polaco o el griego antiguo y moderno), porque sería muy difícil determinar en ocasiones, aun para ellos, qué huella y cómo quedó en poemas suyos. Uno de los escritores latinoamericanos más inteligentes, Ricardo Piglia, decía, refiriéndose en general a la narrativa, pero más específicamente al Ferdydurke “argentino” de Gombrowicz, que las “traducciones tienen una importancia decisiva en la historia de los estilos” (Formas breves); lo mismo podríamos decir en relación a la poesía. Aún más, cuántas veces hemos visto que la influencia no sólo de las buenas, sino de las malas traducciones, cuando se da en un poeta que tiene el genio o el talento, la aprovecha al máximo sin saber cómo llegó y cómo se dio eso. Recuérdese que varios de nuestros mejores poetas no hablaron otra lengua que el español y lo leído de poesía en otros idiomas fue en castellano. Quizá dos ejemplos destacados sean Jaime Sabines y Francisco Hernández.

Hay aun un caso especial que no deja de causarme un admirativo asombro. Al igual que Paul Valéry rehizo múltiplemente su gran poema “El cementerio marino” hasta la versión final, desde 1986 Pacheco ha elaborado múltiplemente los Cuatro Cuartetos de T. S. Eliot. El propio Eliot sugería que cada generación debía traducir a sus clásicos; Pacheco ha traducido al mismo clásico innumerables veces en el tiempo que dura una generación.

Por fortuna en México, en el siglo que nos dejó, hubo poetas que alzaron palacios verbales con sus traducciones como Alfonso Reyes, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Tomás Segovia, Ulalume González de León, Guillermo Fernández y José Emilio Pacheco. Cierto: unos buscaron más la traducción literal, otros, una traducción más libre, otros, más el espíritu del poema, pero lo que un lector agradece es la creación de bellos árboles verbales que acaban siendo un bosque.

Al menos unos seis u ocho más, después de ellos, han seguido ardua y fecundamente la ruta. México puede envanecerse de haber tenido en el siglo anterior y en lo que va de éste uno de los más notables conjuntos de traductores en lengua española.

 

III.

Desde los años sesenta, Octavio Paz escribió que la modernidad está marcada por el signo del cambio y ha creado, en base a la ruptura de la tradición, la tradición de la ruptura. Yo creo que eso habla mucho sobre Paz, pero no en general de la poesía latinoamericana, y menos, tal vez, de la mexicana. Salvo José Juan Tablada, los estridentistas y el propio Paz, no veo una verdadera presencia, menos una mínima continuidad, de las vanguardias en la poesía escrita en México en el siglo XX. ¿Cuáles? Por ejemplo, veo en López Velarde un poeta mucho más novedoso en su trabajo por sus insólitos hallazgos con el adjetivo, la rima y el verbo, por su magia verbal, que lo hecho por la gran mayoría de los que se atrevieron, o creyeron atreverse, a descubrir brechas novedosas, sin darse cuenta de que repetían incansablemente lo ya repetido, o dicho de un modo coloquial, remojaban la misma ropa. Muchos de ellos se jactaron, aquí o en otros países latinoamericanos, aun sin haber logrado una obra que valiera medianamente la pena, de la pertenencia a tal grupo o a tal ismo como si eso les diera entrada privilegiada a un paraíso inmediato.

Desde el regreso al versículo hecho por Walt Whitman, pasando por el poema en prosa objetivo a la manera de Baudelaire y subjetivo a la manera de Rimbaud, al vers libre como lo entendían Laforgue y los versolibristas del siglo XIX, a la nueva arquitectura de la página con “Golpe de dados”, a las diversas variedades del verso libre, hasta las revolucionarias adaptaciones, por un lado de los futuristas y de los dadaístas, y por otro, de Apollinaire, Ungaretti, Tablada y Huidobro en la puntuación, las palabras, la sintaxis y en la estructura del poema, en América Latina, menos que novedad en las vanguardias, ha habido un aprovechamiento de las conquistas de las vanguardias. La poesía de la inmensa mayoría de los vanguardistas de nueva cepa quiso ser nueva y murió o envejeció en poco tiempo. Buscaron ser ultramodernos y entraron en un hoy refulgente que se volvía pronto un opaco ayer. La falta de olfato o quizás una insuficiente información no les sirvió para darse cuenta de lo que se escribió antes. Llamaradas de novedad, a veces acompañada de escándalo, que se disiparon como un pilar de humo. Odiaban a los medios de comunicación, pero se valían de ellos, que a su vez los olvidaban pronto porque dejaban de estar de moda. Sus poemas, si no es una contradicción, se convirtieron en cacharros artísticos; igual pasó con sus opuestos, los poetas del llamado realismo socialista, quienes escribieron sobre todo en las décadas de las dictaduras del comunismo burocrático en la Europa del Este y en Cuba, y que, por consigna o por convicción, creían vivir en una sociedad perfecta. A su manera ambos se homogeneizaron: una poesía que gritaba que era nueva y una que se escribía para que la entendieran todos: ambas terminaron en las covachuelas oscuras de la historia de la poesía. En algunos libros teóricos de ensayistas o de académicos universitarios, que imparten o no la cátedra de poesía latinoamericana, tan proclives a poner etiquetas o a crear esquemas de escuelas y movimientos para señalar periodos, se ha hablado de los distintos pasos que ha recorrido la vanguardia latinoamericana: la prevanguardia, la vanguardia propiamente dicha, la postvanguardia, y desde hace algunos años, el postmodernismo. ¿De verdad? ¿Qué poetas postmodernistas de valía existen en América Latina y en España? ¿Quiénes son? ¿Quiénes se asumen como tales? Sin duda a ese paso encontraremos pronto a ensayistas y académicos hablándonos de neopostvanguardismoneopostmodernismoneoneo.


Whitman, Baudelaire, Rimbaud, Ungaretti, Trakl o Celan hallaron nuevas vías y entraron de inmediato en la gran tradición. Las grandes revoluciones son las pequeñas. No se trata a toda costa de ser moderno ni de ser nuevo. Se trata de escribir bien y que lo leído lo sintamos como escrito hoy. Safo, Catulo, Propercio, Villon, Shakespeare, Garcilaso, Quevedo, Lope, Whitman, Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Darío y López Velarde enseñan, al leerlos, mucho más –están más cerca de nuestra sensibilidad e imaginación- que la gran mayoría de los poetas que vivieron en el siglo pasado y en lo que va de éste. Hace casi un siglo, en marzo de 1917, Eliot publicó en la revista The New Stateman su ensayo “Reflexiones sobre el vers libre”, que contiene unas líneas de una extraordinaria actualidad, Eliot dijo con su lucidez característica, hablando sobre todo de la poesía inglesa, pero que puede extenderse a cualquiera de occidente: “Suprimida la rima, el poeta se mira de inmediato ante la barrera de la prosa. Eliminada la rima, fluye de la palabra mucha música etérea que hasta entonces habrá crepitado inadvertida en los dilatados espacios de la prosa. Proscrita toda rima, un gran número de poetastros perderían la peluca. Y esta liberación frente a la rima podría resultar también una liberación de la rima. Liberada de la fatigosa labor de completar un verso cojo, la rima podría aplicarse con mayor efecto allá donde más se necesita. Suele haber en un poema en verso blanco pasajes en que se precisa la rima para conseguir algún efecto especial, para producir una tensión repentina, para una insistencia acumulativa, para un cierto cambio de estado anímico. Pero lo cierto es que en cualquier caso el verso rimado en estrofas no perderá su puesto (...) En lo que atañe al soneto, ya no estoy tan seguro. Pero la decadencia de las estrofas intrincadas nada tiene que ver con la aparición del vers libre. Se había iniciado mucho antes. Sólo en una sociedad bien trabada y homogénea, donde hay muchos que trabajan en los mismos problemas, sólo en una sociedad como las que produjeron el coro griego, la lírica isabelina y las canciones de los trovadores, podría llegarse a la perfección en el desarrollo de esas estrofas. Y en cuanto al vers libre, llegamos a la conclusión de que no se define por la ausencia de estructura formal o de rima, porque hay otras composiciones poéticas que carecen de ellas, ni por la ausencia de metro, puesto que el peor verso puede medirse. Y llegamos a la conclusión de que no existe una división entre verso conservador y vers libre, porque sólo hay versos buenos, malos y el caos”. Es decir, no importa si se hace un poema con metro y rima, o sólo con metro, o se elige el versículo o el verso libre, o si se desarrolla una u otra forma poética, porque una sola cosa importa: hacer una buena tarea. En cuanto al soneto objetaríamos su duda, al menos en castellano, ejemplificando con tres casos de una permanente actualidad: Borges, Pellicer y Alberti.

En una entrevista que le hicieron cuando se despidió de cónsul en 1943, Pablo Neruda opinó que la poesía mexicana era formalista; Xavier Villaurrutia dijo otro tanto hacia los años cuarenta en su conferencia “Introducción a la poesía mexicana”, la cual se publicó póstumamemente en 1951. Tiene una gran parte de certeza, sobre todo en el momento cuando Villaurrutia lo escribió, pero formal no quiere decir siempre rigor.

En rasgos generales, salvo excepciones, lo popular dignamente estético entró poco en nuestra poesía. Si bien predominó en nuestra lírica el habla coloquial, se mantuvo lejos del grito y la estridencia. En eso los poetas mexicanos darían la razón a López Velarde, cuando ya en 1916 (“El predominio del silabario”) rechazaba despreciativamente “la tendencia a situar el vigor poético en la laringe” y reprobaba a los “Gargantúas del verso [que] se desgañitaban frente a las copas de ajenjo, pasmando a un auditorio de beodos”. No sé si sea, o haya sido alguna vez, como decía Villaurrutia, el tono de nuestra lírica “un tono de intimidad, un tono de confesión”, pero sólo en escasos ejemplos hallamos estéticamente logrados el estallido de furia o el puñetazo en la mesa, como sería, por ejemplo, en la primera parte de la elegía de Sabines a la muerte de su padre, cuando el poeta, rabioso e impotente, manda a la chingada a las lágrimas y a la chingada la muerte y tilda al Príncipe Cáncer de “Señor Pendejo”.

 

IV.

Un poema debe ser un objeto hermoso que nunca se entrega del todo. Dos de los grandes pecados de buena parte de la poesía que se escribió en el siglo XX son la demasiada oscuridad o la excesiva sencillez. Por un lado, una poesía hermética o ultrabarroca, y por otro, poemas tan pedestremente cotidianos que se quedaron innumerables veces como mera prosa. En 1966, al final del prólogo de Poesía en movimiento, Octavio Paz concluía que en la poesía latinoamericana y española, la mexicana tenía un sitio dilecto. “Yo sólo podría decir –escribió- que, entre las ocho o diez obras que de verdad cuentan son mexicanas”. Pasados más de cincuenta años podríamos hablar de unas doce o quince.

 


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Número 179 | setembro de 2021

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