I.
Una generación, incluso varias generaciones, leen a
su manera su propio pasado, modificándolo o repitiéndolo en perspectivas, gustos,
desdenes, omisiones. La primera asociación literaria significativa, después de la
independencia, la Academia de Letrán, fundada en 1836 en condiciones extremadamente
precarias por cuatro jóvenes de talento (los hermanos José María y Juan Nepomuceno
Lacunza, Guillermo Prieto y Manuel Tossiat Ferrer), tenía como fin democratizar
la cultura y mexicanizar la literatura. Por así decirlo estaban hartos de la herencia
española y de la poesía, escrita en los tres siglos de la Colonia, hecha, por un
lado, con cantidades anormales de bisutería gongorina, de juegos inanes de salón,
de sonetos a Cristo crucificado, de exaltaciones purísimas a la Virgen María, de
poemas de regalo al desprendido mecenas o a la graciosa mecenas en turno, o por
otro lado, de la herencia artificial de la poesía pastoril escrita por los Árcades,
encabezados por el excelente poeta Fray Manuel Martínez de Navarrete. Sin embargo,
contra lo que pidieran de información, entre los poetas novohispanos habían existido
ejemplos notables –más allá de la altísima cumbre de Sor Juana con sus sátiras y
sonetos de una hondura y ligereza magistrales y su extraordinario poema reflexivo
Primero sueño-, como Francisco de Terrazas (1525- 1600), autor de bellos sonetos,
sobre todo uno, “Dejad las hebras de oro ensortijado”, con su verso final sorpresivo
y terrible; Gutierre de Cetina (1520-1557), lector fervoroso de Petrarca y Garcilaso,
que dejó un madrigal que hemos memorizado todos, “Ojos claros, serenos”, y el cual
no deja de tener una gran familiaridad con otro del romancero español (“Niña erguídeme
los ojos”); Bernardo de Balbuena (1564-1627), con su Grandeza mexicana, que
se editó en 1604, dilatado poema escrito en musicales tercetos que fluyen como el
aire y el agua, pese a un sinnúmero de exaltaciones gratuitas e hipérboles de fantasía,
y por eso mismo, por la gratuidad de la exageración, lo vuelven en varios pasajes
demasiado fatigoso; como Luis Sandoval y Zapata, o Luis de Sandoval Zapata, con
sus poemas entre el amor y la muerte, o si se quiere, ante al amor y la muerte,
y que en los años ochenta del siglo pasado recuperó el investigador universitario
José Pascual Buxó. Si algunos son peninsulares que escribieron en México y su lírica
puede aparecer en la navegación literaria española, no excluye que formen parte
de nuestra tradición, como Juan Ruiz de Alarcón, nacido en Taxco, forma parte asimismo
de la española.
Asombrosa, fructuosamente, a la biblioteca del Colegio
de Letrán, con la anuencia del rector, fue integrándose la inmensa mayoría de las
lumbreras de la época. Un día aun llegó Andrés Quintana Roo, secretario de José
María Morelos en la guerra de Independencia, a quien se le recibió con una aclamación
y con otra aclamación se le eligió ese mismo día presidente de la Academia. Su llegada,
recordaba emocionadamente Guillermo Prieto, fue como “la visita cariñosa de la patria
(Memorias de mis tiempos).
En verdad la negación de la herencia española y la búsqueda
de las raíces prehispánicas mexicanas eran, por varias razones, en alto grado sólo
una quimera o muy buenas intenciones: de hecho, en el México de 1836 y, con un pueblo
en su gran mayoría analfabeta, había pocas bibliotecas y librerías y los jóvenes
poetas estaban tan exiguos de dinero que apenas podían comprar libros y revistas,
y lo que podían leer, además de lo editado en nuestro país, eran publicaciones llegadas
sobre todo de España. Reproducían artículos prestigiosos de esas revistas –o traducidos
de publicaciones francesas, inglesas o aun alemanas- en sus propias revistas. Seguían
leyendo a los poetas del siglo de oro y del romanticismo españoles y también se
acercaban a los ingleses y franceses: no sólo en los años treinta, sino a lo largo
de todo el siglo XIX, Lord Byron y Victor Hugo pasaron en nuestro país con una llamarada
o como lava volcánica, y representaron modelos príncipes para Marcos Arróniz, el
joven poeta trágico, que escribió el mejor poema del segundo romanticismo (“Zelos”,
así con zeta), el neoclásico Manuel José Othón, en cuyos versos enérgicos sentimos
toda la fuerza de las montañas y del sol abrumador del desierto, y el fogoso Salvador
Díaz Mirón, a quien en su tiempo algunos consideraron el igual, y a veces superior
(así lo juzgaba Othón), de Rubén Darío. Pero después de la Independencia los poetas
empezaron a escribir sobre asuntos mexicanos, incluyendo de manera abierta, ya sin
censura, poemas políticos y en menor medida eróticos, y aun en la segunda mitad
del siglo, se seguía hablando de expresión nacional. Me atrevería a decir,
si no yerro, que entre 1821 y 1850, varios de los poemas más representativos, contra
quienes suelen reprobar el tema, son los escritos por Andrés Quintana Roo, Sánchez
de Tagle, Francisco Ortega, o por los jóvenes del primer romanticismo, como Ignacio
Rodríguez Galván, cuya “Profecía de Gautimoc” -redactada supuestamente entre el
15 y el 27 de septiembre de 1937, o sea, los aniversarios del inicio y la consumación
de la Independencia-, le pareció a Marcelino Menéndez y Pelayo la mejor pieza de
nuestro primer romanticismo, y Fernando Calderón, que en “El sueño del tirano” retrató
sangrientamente a Antonio López de Santa Anna, nuestro dictador de opereta. Asimismo
no podemos hacer a un lado al inolvidablemente aflictivo “México 1847”, de Manuel
Carpio, que es también una crítica y una autocrítica dolorosísimas motivadas por
la pérdida de más de medio país después de la guerra injusta con Estados Unidos,
o algunas coloridas piezas de Guillermo Prieto, con entrañable sabor popular del
Romancero. En buena parte del siglo XIX, al menos hasta el fusilamiento de
Maximiliano en 1867, México estuvo atrozmente marcado por invasiones injustas, salvajes
tajos territoriales, ocupaciones ominosas, feroces guerras intestinas, dictaduras,
gobiernos interinos, anarquía, asonada tras asonada... El país se hacía y se deshacía.
Un aprendizaje desgarrador y desolador, que aún no termina entre nosotros, del federalismo
y la democracia. Con respecto a nuestra lírica, hemos escrito desde hace tiempo
que el XIX fue menos de poetas que de poemas, y quien mejor lo supo advertir fue
José Emilio Pacheco, que antologó con gusto y conocimiento la poesía
de aquel apasionante y complejo siglo.
II.
Después de traducir cosa de treinta y dos libros de
poesía por casi cincuenta años, queriendo ser lo más fieles a los múltiples sentidos
y a las múltiples músicas de las lenguas fuente, estamos del todo convencidos de
que es imposible la inmensa mayoría de las veces recobrar todo el orbe original
de un poema. Llámesele versión, traslado o aproximación, lo que queda del poema
no es del todo el poema primigenio. Lo único que nos resta por hacer es que nuestras
versiones, sean, como dicen los franceses, no sin alguna inexactitud, bellas
infieles. En el mejor de los casos una traducción es una aproximación inmediata
o lejana, o si se quiere, otro poema. No conozco un solo caso –hablemos, por ejemplo,
de grandes paradigmas del XIX, Leopardi, Baudelaire y Whitman, o del XX, Montale,
Perse y Eliot- en que todos los sonidos y sentidos, sugerencias y ambigüedades,
murmullos y musitaciones, balbuceos y susurros, onomatopeyas y exclamaciones, ecos
y resonancias, golpeteos rítmicos y juegos verbales, pausas y silencios, desintegración
lingüística y tonalidades de colores, estén rescatados íntegramente. A veces un
blanco, una coma o una sola letra, ya se añada o se borre, evitan que se logre la
equivalencia.
Cuando le dije a José Hierro en mayo de 1993 que algo
de su poesía desolada me hacía pensar en algún Pessoa, repuso una de las cosas más
atractivas que he oído. Vale la pena, aun si larga, transcribir buena parte de la
cita. De un lado, Hierro negaba toda influencia de la traducción: “Aunque para nosotros
sea relativamente fácil leer portugués, en la traducción se pierde la última resonancia
de la palabra, {no sólo en la traducción de esa lengua}, sino en toda la poesía
traducida. Creo que a mí me ha influido todo, una larga tradición, menos los poetas
que hablan otra lengua, incluso uno como Pessoa, cuya lengua es tan próxima.” Para
luego dudar de que la poesía en traducción sea poesía: “Ahora hay muchos adoradores
de Cavafis, como en mis tiempos se adoraban a Rilke y a Eliot. He leído a Cavafis
en traducciones, y me digo: 'Ese señor debe ser un gran poeta', todo está muy bien
hecho pero no sé si lo que leo son poemas. Lo sé porque me lo han dicho los demás,
pero no soy capaz de corroborarlo por mí mismo. No alcanzo a percibir la magia verbal.
No, no es como usted dice si uno es menos o más intelectual o vitalista, objetivo
o subjetivo; si yo leo Residencia en la tierra me estoy enterando poéticamente.
Pero si un libro semejante me lo traducen al inglés o al alemán, yo no me entero.
Veo sólo palabras. ¿Qué ocurriría si a César Vallejo me lo dan en traducción? No
me entero de nada. En cambio si leo: “Me viene hay días una gana ubérrima,
política,/ de querer, de besar al cariño en sus dos rostros...”, me fascino, me
informo verdaderamente. Voy a decirle algo que quizá le suene extraño. A mí me da
la impresión de que César Vallejo es un indio andino, cuya lengua es otra, y quien
ha aprendido la lengua de los conquistadores y se expresa en ella pero no la domina.
¿Qué pondría yo en su lugar? Nada. No se puede (...) Permítame una comparación.
La traducción es como una pareja que está viendo una película. De pronto llega un
tercero que se coloca en un asiento entre los dos jóvenes. El de en medio es como
un trasmisor. El joven le pide: 'Dile que la quiero mucho', y el de en medio le
dice a la chica: 'Dice que te quiere mucho'. Y así van diciéndose palabras de amor,
que de ese modo se vuelven grotescas”.
¿Renunciar a la traducción porque no es exactamente
lo que se halla en el original? Todo lo contrario. Si la poesía, a través del infinito
caudal de imágenes y de metáforas, es una transformación del mundo, la traducción
es una transformación de esa transformación para hacer nuevos mundos verbales. El
poema traducido debe leerse ante todo como poema y después podrá cotejarse qué tan
fiel o infiel se ha sido con el original de la lengua fuente. A su manera una traducción
también puede ser una obra de arte. En esa vía, se halla una mina de piedras preciosas
de riqueza insospechada.
Hay aun un caso especial que no deja de causarme un
admirativo asombro. Al igual que Paul Valéry rehizo múltiplemente su gran poema
“El cementerio marino” hasta la versión final, desde 1986 Pacheco ha elaborado múltiplemente
los Cuatro Cuartetos de T. S. Eliot. El propio Eliot sugería que cada generación
debía traducir a sus clásicos; Pacheco ha traducido al mismo clásico innumerables
veces en el tiempo que dura una generación.
Por fortuna en México, en el siglo que nos dejó, hubo
poetas que alzaron palacios verbales con sus traducciones como Alfonso Reyes, Octavio
Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Tomás Segovia, Ulalume González de
León, Guillermo Fernández y José Emilio Pacheco. Cierto: unos buscaron más la traducción
literal, otros, una traducción más libre, otros, más el espíritu del poema, pero
lo que un lector agradece es la creación de bellos árboles verbales que acaban siendo
un bosque.
Al menos unos seis u ocho más, después de ellos, han
seguido ardua y fecundamente la ruta. México puede envanecerse de haber tenido en
el siglo anterior y en lo que va de éste uno de los más notables conjuntos de traductores
en lengua española.
III.
Desde los años sesenta, Octavio Paz escribió que la
modernidad está marcada por el signo del cambio y ha creado, en base a la ruptura
de la tradición, la tradición de la ruptura. Yo creo que eso habla mucho sobre Paz,
pero no en general de la poesía latinoamericana, y menos,
tal vez, de la mexicana. Salvo José Juan Tablada, los estridentistas y el propio
Paz, no veo una verdadera presencia, menos una mínima continuidad, de las vanguardias
en la poesía escrita en México en el siglo XX. ¿Cuáles? Por ejemplo, veo en López
Velarde un poeta mucho más novedoso en su trabajo por sus insólitos hallazgos con
el adjetivo, la rima y el verbo, por su magia verbal, que lo hecho por la gran mayoría
de los que se atrevieron, o creyeron atreverse, a descubrir brechas novedosas, sin
darse cuenta de que repetían incansablemente lo ya repetido, o dicho de un modo
coloquial, remojaban la misma ropa. Muchos de ellos se jactaron, aquí o en otros
países latinoamericanos, aun sin haber logrado una obra que valiera medianamente
la pena, de la pertenencia a tal grupo o a tal ismo como si eso les diera
entrada privilegiada a un paraíso inmediato.
Desde el regreso al versículo hecho por Walt Whitman,
pasando por el poema en prosa objetivo a la manera de Baudelaire y subjetivo a la
manera de Rimbaud, al vers libre como lo entendían Laforgue y los versolibristas
del siglo XIX, a la nueva arquitectura de la página con “Golpe de dados”, a las
diversas variedades del verso libre, hasta las revolucionarias adaptaciones, por
un lado de los futuristas y de los dadaístas, y por otro, de Apollinaire, Ungaretti,
Tablada y Huidobro en la puntuación, las palabras, la sintaxis y en la estructura
del poema, en América Latina, menos que novedad en las vanguardias, ha habido un
aprovechamiento de las conquistas de las vanguardias. La poesía de la inmensa mayoría
de los vanguardistas de nueva cepa quiso ser nueva y murió o envejeció en poco tiempo.
Buscaron ser ultramodernos y entraron en un hoy refulgente que se volvía pronto
un opaco ayer. La falta de olfato o quizás una insuficiente información no
les sirvió para darse cuenta de lo que se escribió antes. Llamaradas de novedad,
a veces acompañada de escándalo, que se disiparon como un pilar de humo. Odiaban
a los medios de comunicación, pero se valían de ellos, que a su vez los olvidaban
pronto porque dejaban de estar de moda. Sus poemas, si no es una contradicción,
se convirtieron en cacharros artísticos; igual pasó con sus opuestos, los poetas
del llamado realismo socialista, quienes escribieron sobre todo en las décadas de
las dictaduras del comunismo burocrático en la Europa del Este y en Cuba, y que,
por consigna o por convicción, creían vivir en una sociedad perfecta. A su manera
ambos se homogeneizaron: una poesía que gritaba que era nueva y una que se escribía
para que la entendieran todos: ambas terminaron en las covachuelas oscuras de la
historia de la poesía. En algunos libros teóricos de ensayistas o de académicos
universitarios, que imparten o no la cátedra de poesía latinoamericana, tan proclives
a poner etiquetas o a crear esquemas de escuelas y movimientos para señalar periodos,
se ha hablado de los distintos pasos que ha recorrido la vanguardia latinoamericana:
la prevanguardia, la vanguardia propiamente dicha, la postvanguardia, y desde hace
algunos años, el postmodernismo. ¿De verdad? ¿Qué poetas postmodernistas de valía
existen en América Latina y en España? ¿Quiénes son? ¿Quiénes se asumen como tales?
Sin duda a ese paso encontraremos pronto a ensayistas y académicos hablándonos de
neopostvanguardismoneopostmodernismoneoneo.
En una entrevista que le hicieron cuando se despidió
de cónsul en 1943, Pablo Neruda opinó que la poesía mexicana era formalista;
Xavier Villaurrutia dijo otro tanto hacia los años cuarenta en su conferencia “Introducción
a la poesía mexicana”, la cual se publicó póstumamemente en 1951. Tiene una gran
parte de certeza, sobre todo en el momento cuando Villaurrutia lo escribió, pero
formal no quiere decir siempre rigor.
En rasgos generales, salvo excepciones, lo popular dignamente
estético entró poco en nuestra poesía. Si bien predominó en nuestra lírica el habla
coloquial, se mantuvo lejos del grito y la estridencia. En eso los poetas mexicanos
darían la razón a López Velarde, cuando ya en 1916 (“El predominio del silabario”)
rechazaba despreciativamente “la tendencia a situar el vigor poético en la laringe”
y reprobaba a los “Gargantúas del verso [que] se desgañitaban frente a las copas
de ajenjo, pasmando a un auditorio de beodos”. No sé si sea, o haya sido alguna
vez, como decía Villaurrutia, el tono de nuestra lírica “un tono de intimidad, un
tono de confesión”, pero sólo en escasos ejemplos hallamos estéticamente logrados
el estallido de furia o el puñetazo en la mesa, como sería, por ejemplo, en la primera
parte de la elegía de Sabines a la muerte de su padre, cuando el poeta, rabioso
e impotente, manda a la chingada a las lágrimas y a la chingada la muerte y tilda
al Príncipe Cáncer de “Señor Pendejo”.
IV.
Un poema debe ser un objeto hermoso que nunca se entrega
del todo. Dos de los grandes pecados de buena parte de la poesía que se escribió
en el siglo XX son la demasiada oscuridad o la excesiva sencillez. Por un lado,
una poesía hermética o ultrabarroca, y por otro, poemas tan pedestremente cotidianos
que se quedaron innumerables veces como mera prosa. En 1966, al final del prólogo
de Poesía en movimiento, Octavio Paz concluía que en la poesía latinoamericana
y española, la mexicana tenía un sitio dilecto. “Yo sólo podría decir –escribió-
que, entre las ocho o diez obras que de verdad cuentan son mexicanas”. Pasados más
de cincuenta años podríamos hablar de unas doce o quince.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 179 | setembro de 2021
Artista convidado: Saúl Kaminer (México, 1952)
Curador convidado: José Ángel Leyva (México, 1958)
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