[…]
en el que no aparecen nuestros nombres.
La
paradoja es esta: una vez llegamos al fondo deseado, a un lugar sin “mito”, nos
disolvemos en las aguas de los sin nombre.
¿Trágico? Quizá para algunos. Pero la propuesta de Rich no deja de ser
consoladora: quienes se atrevieron a indagar serán desconocidos, pero solo para
aquellos que llegan por primera vez al “naufragio”, todavía con su cuchillo
para diseccionar, su libro de mitos para codificar y su cámara para documentar
“al otro”, a lo “ajeno”, a lo “raro”; pero los que descendieron hace tiempo han
encontrado gracias al silencio húmedo, una libertad sin mapas y sin
palabras. Propia.
Los
cuentos de Escudos (1961), Hernández (1975) y Salamanca (1982) hablan de ese
descenso necesario en el que se busca “la cosa misma y no el mito”, “el naufragio y no la historia del naufragio”, esa
indagación a nivel personal o colectivo, la cual puede empezar desde la orilla
femenina, familiar, o salvadoreña, pero a medida que desciende y se explaya,
deja de tener género y nacionalidad para convertirse en inquietante alegoría:
El agua salta y forma figuras monstruosas. Quiere
gritar pero traga agua. Escupe, forcejea. La oscuridad de sus párpados cerrados
y la sensación de la falta de aire mezcladas con el salobre resbaladizo sobre
su cuerpo y su ropa, la hacen pensar en sirenas. Vaya pensamiento inútil,
piensa, ahora que voy a morir. (Jacinta Escudos, “Memorias de una
hidrofóbica”, en Cuentos sucios, San
Salvador, DPI, 1997.)
Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa de
bañarme y estaba asomando los ojos a la ventana de mi habitación cuando, de
pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que miraba en las visiones del
espejo, sino otra yo que conocía y que tenía mucho tiempo de no ver: yo niña. (Claudia Hernández, “Invitación”, en Mediodía de frontera, San Salvador, DPI,
2002.)
Llego a la calle y me paro sobre una línea del camino como un equilibrista. ¿Hay vacío abajo? ¿Si dejo de colocar mis pies, firmes y rectos, uno detrás del otro, caeré? ¿Adónde voy a caer? ¿Por qué nadie más camina conmigo en esta línea delgada y blanca y escucho gritos y escucho ruidos, y veo cosas de colores moverse a mis lados y la vieja que dice que es mi tía abuela dice que son coches que van a matarme? (Elena Salamanca, “La locura”, en Último viernes, San Salvador, DPI, 2008.)
Los
cuentos de estas autoras pueden llegar a ser, más que un timbre de denuncia
sobre la violencia cotidiana, el reflejo de él, de ella, el reflejo suyo, tuyo,
mío: un espejo. Y ya sabemos el atroz y seductor desorden que pueden provocar
los espejos. Las tres han desarrollado estilos literarios propios, pero si algo
tienen sus obras en común es la ácida y tierna mordedura, la angustia diluida
en la cotidianidad más perversa (por ser cotidiana más que perversa), la
sonrisa inteligente e irónica, el silencio que se respira entre líneas, la
“belleza raída”, todo lo cual se sella en la memoria de sus lectores.
El
género del cuento en El Salvador
A partir
de 1929, con O'Yarkandal y luego con Cuentos de barro (1933), Salvador
Salazar Arrué, mejor conocido como Salarrué, comenzó a publicar una serie de
libros de cuentos que lo han entornado como el “fundador del cuento
salvadoreño”. Algunos insisten en que la mayor parte de los cuentos de Salarrué
pertenecen a una vena costumbrista-realista, pero Ricardo Roque Baldovinos,
compilador de su Narrativa completa,
sostiene que no es exacto calificarla como tal ya que no se trata del “típico
relato costumbrista, la visión realista, mimética, del lenguaje que describe la
realidad. Salarrué cambia la relación entre la voz del narrador y la voz de los
personajes, anulando la distancia entre el lenguaje culto y popular. En el
relato costumbrista el narrador siempre se expresa en lengua culta para
describir unos personajes que hablan en lengua popular, que son ignorantes y
hablan mal.” (“Salarrué, la fe de crear”, en El Faro, 8-14 de octubre de 2007).
Salarrué
también escribió cuentos teosóficos, místicos y fantásticos. Por lo tanto,
Baldovinos, en su ensayo “Salarrué, la religión del arte” (Istmo Editores,
2001) llama la atención sobre la necesidad de ahondar en la complementariedad de las dimensiones
realistas y fantásticas del autor. Es decir, antes de figurarnos a priori a un Salarrué
“costumbrista-realista-histórico” separado de un Salarrué
“esotérico-orientalista-fantástico”, más bien deberíamos intentar comprenderlas
como dos partes que completan una línea de pensamiento. Baldovinos propone que
el interés de Salarrué por el pensamiento místico oriental y por la cultura
popular tradicional responden a una honda inquietud: su rechazo al proceso de
“modernización” de la sociedad salvadoreña.
Y es en
este acertado punto que señala Baldovinos que me interesa detenerme: el rechazo de los escritores hacia un
estado de cosas, en el contexto de la modernidad, y cómo viven sus personajes
el desencanto que ese estado y su devenir les provoca. En otras palabras, sus capacidades artísticas
como seres humanos para crear un mundo literario y reinventar una realidad, no
de un solo color, sino de varios matices, punzantes, mágicos, absurdos. Ahí están los cuentos de Álvaro Menen
Desleal, José María Méndez, Melitón Barba, Ricardo Lindo, David Escobar
Galindo, Ricardo Castrorrivas, Horacio Castellanos Moya, Rafael Menjívar Ochoa,
Jacinta Escudos, Claudia Hernández, Elena Salamanca, Ana Escoto, Alberto
Pocasangre, entre otros.
Antes de
detenerme en la obra de Escudos, Hernández y Salamanca, y sin ánimo de separar
la creación literaria en géneros (hombres y mujeres), pues el talento no lo
tiene, es importante detenernos brevemente en la trayectoria de las cuentistas
salvadoreñas, en general, ya que prácticamente han sido olvidadas por la
historia oficial y no se puede negar que en estas como en aquellas aparecen una
serie de temas en común, sobre todo en lo que se refiere al cuerpo femenino
desde una óptica crítica e inconformista.
Willy O.
Muñoz tiene el mérito de haber rescatado del olvido a Josefina Peñate y
Hernández (1902?-1935), autora de una colección de cuentos titulada Caja de Pandora (1930), en la que se
superan el realismo y el costumbrismo salvadoreños para darle cabida a la vida
urbana, sobre todo a la forma en que opera el sistema patriarcal sobre la mujer
citadina. Peñate y Hernández trató temas
modernos y transgresores para la época, como el aborto, el divorcio, el
incesto, los hijos fuera del matrimonio, la falta de independencia económica de
las mujeres, etc.
Por
ejemplo, en su cuento “La que nunca fue virgen”, la protagonista, Carmela, ha
sido rechazada por su prometido porque aparentemente no es virgen; ante ese
rechazo, Carmela reflexiona: “¿Por qué se nos exige pureza, por qué, si
nosotros al marido no le pedimos nada semejante, si llega enlodado y pervertido
al tálamo? […] ¿Por qué todas las mujeres no nos rebelamos para formar una
casta de hombres escogidos, una era nueva que sea más humana, más racional y
más justa? ¿Por qué el talento, el alma, la belleza espiritual de una mujer
pueden pasar inadvertidas o manchadas, tan solo porque físicamente está desposeída de un falso encanto? […] ¡Vanitas,
vanitas de ese animal puntilloso que se llama hombre! ¡Vanidad loca que le lleva a creer que entre
los muslos de una hembra tiene eso sagrado, eso alto que se llama HONOR! No importa: yo seguiré mi camino donde la
estulticia humana ha arrojado el más grande jirón de sombra...!” El cuento
cierra con una imagen del abismo tal si fuera una boca que le abre sus puertas
al alma de Carmela. ¿Suicidio?
¿Locura? En cualquier caso, el final
alude al pathos en una sociedad
opresora y androcéntrica.
Entre las
salvadoreñas que han incursionado en el cuento también se encuentran Eugenia
Valcácer, seudónimo de Eva Alcaine de Palomo (1899-2001), conocida por su
cuento “Botija”; Leda Falconio (1905-1981), autora de dos colecciones de
cuentos, Un europeo en el trópico
(1955) y Cuentos de tierra y mar
(1974); Matilde Elena López (1919-2010), cuyo cuento “El muro”, antologado en
diversas ocasiones, se detiene en la alienación y en cómo esta se puede
convertir en soledad mezquina; Mercedes Durand (1933-2000), autora de Juego de Oüija (1971); y Claribel Alegría
(1924), que incluyó una serie de viñetas y cuentos cortos en Luisa en el país de la realidad
(1987).
Jacinta
Escudos desde el principio se inclinó por una trayectoria cuentística no solo
de denuncia de un status quo por
medio del desencanto, sino también por una trayectoria de gran rigor. Claudia
Hernández y Elena Salamanca también se decidieron por esa búsqueda. Cuando se
las lee, salta a la vista que no solo son buenas escritoras de cuentos sino
también grandes lectoras de cuentos:
¿Mary Shelley? ¿Poe? ¿Lovecraft? ¿Faulkner? ¿Quiroga? ¿Arreola? ¿Borges?
¿Cortázar? ¿Calvino? ¿Monterroso? ¿Virgilio Piñera? ¿Clarice Lispector?
¿Carver? ¿Bellow? Me parece que sí. Y muchos más autores, seguramente. En los
cuentos de ellas hay rigor, limpieza de ripio, pero también talento acariciado
por ese dolor creativo que implica dar luz a personajes en un ambiente propio,
confeccionarles una voz, un descenso, una afirmación, una perdición, y en tan
solo algunas páginas. Pareciera que han sido fieles al “Decálogo del perfecto
cuentista” de Horacio Quiroga, el cual, a pesar de haber sido citado hasta
rayar, resulta relevante ya que, además de ser uno de los primeros intentos en
Hispanoamérica por delinear una poética del cuento, su precisión continúa
siendo contemporánea. Por ejemplo:
VII
No
adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un
sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color
incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma
a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra
cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos
pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela
depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
X
No
pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia.
Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de
tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la
vida del cuento.
En una
reciente entrevista publicada en Internet por Avión de Papel, tu televisión literaria, Claudia Hernández resumió
así la singular fuerza del cuento: “Escribo cuento. La naturaleza de este
género literario es la misma que la naturaleza humana, en él, la fuerza más
bruta y la ternura más sublime conviven sin dañarse la una a la otra.” Ahora
bien, ¿por qué el cuento es una narración con una fuerza singular?
Esa
fuerza, según Edgar Allan Poe, se enfatiza por medio de una de las características
fundamentales del género cuentístico: la unidad
de efecto. En su ensayo “Tale Writing – Nathaniel Hawthorne” (publicado en Godey's Lady's Book, en noviembre de
1847), texto clásico mejor conocido por el sencillo título de “Hawthorne”, Poe
propone por primera vez una teoría del cuento, a propósito de la obra del autor
de Twice-Told Tales (1837):
Si se me pidiera que designara la clase de
composición que, después del poema tal como lo he sugerido, llene mejor las
demandas del genio, y le ofrezca el campo de acción más ventajoso, me
pronunciaría sin vacilar por el cuento en prosa tal como lo practica aquí Mr. Hawthorne. Aludo a la breve narración cuya lectura insume
entre media hora y dos. Dada su
longitud, la novela ordinaria es objetable por las razones señaladas en
sustancia. Como no puede ser leída de
una sola vez, se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la
totalidad. Los sucesos del mundo
exterior que intervienen en las pausas de la lectura, modifican, anulan o
contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro. Basta interrumpir la lectura para destruir la
auténtica unidad: el cuento breve, en cambio, permite al autor desarrollar
plenamente su propósito, sea cual fuere.
Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la
voluntad de aquél. Y no actúan
influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o la interrupción.
Así, las
descripciones simbólicas, las relaciones entre los personajes, la concentración
de la acción, el universo de los cuentos, eran diseñados por Poe en función de
ese efecto de lectura. Al ser el cuento
una narración breve, que goza de un alto grado de intensidad, la unidad de efecto se convierte en una fuerza
singular, es decir, se enfatiza la sorpresa, lo inesperado, el camino
impredecible que puede tomar un relato en tan solo dos o tres líneas: el golpe
certero que conmueve o desmorona a los lectores, pero que en ningún caso deja
indiferentes. La unidad de efecto
conlleva a otras dos características del cuento: primero, un diseño estructural que tenga en cuenta
los efectos posibles sobre el lector, y segundo, la creación de un mundo ficticio. De aquí deriva el valor que Poe, Cortázar,
Quiroga, etc., le otorgaron a la intensidad y a la brevedad del cuento.
Poe dejó
el desenlace para el final. Faulkner quiso darle una vuelta de tuerca y mostró
en alguna ocasión, al inicio del cuento, el final de la historia. Lo que importa es, según el autor de “Smoke”
(1932), cómo se narra la historia, no
su final. En cualquier caso, el cuento literario es un género relativamente
joven en Occidente; antes lo que había eran leyendas, cuadros de costumbres, relatos
fantásticos y de hadas populares, pero no movidos exactamente por un propósito de creación artística que
implicara estructura, unidad de efecto, intensidad y brevedad, ficción,
etc. El cuento se empezó a afianzar como
género literario respetable hasta en el siglo xix,
sobre todo gracias a Poe (antes el cuento era visto como el “pariente pobre” de
la novela). Baudelaire, fascinado por los cuentos del bostoniano, se entregó en
cuerpo y alma a traducirlos al francés.
En 1953, fue Cortázar quien tradujo a Poe al castellano (y hasta llegó a
creer que Baudelaire era el doble de Poe); el autor de Bestiario (1951) también formuló declaraciones teóricas sobre el
cuento. En fin, mucho podríamos escribir sobre la historia del cuento literario
y su fascinante propuesta estética.
Tres cuentistas
contemporáneas
Jacinta Escudos escribe
novela, crónica, cuento, ensayo y poesía. Ha publicado varios libros de
cuentos: Contra-corriente (1993), Cuentos sucios (1997), Felicidad doméstica y otras cosas
aterradoras (2002), El diablo sabe mi
nombre (2008) y Crónicas para
sentimentales (2010). El deseo, el
cuestionamiento de las costumbres burguesas, la violencia, la repulsión y lo
absurdo se dan la mano para configurar una obra narrativa de gran altura. En sus cuentos, casi siempre las
protagonistas no cesan de interpretar, “siempre el vicio de pensar”, como en
“Dos cavernas unidas, ¿hacen un beso o forman un túnel?” (Cuentos sucios).
Ya el
título de ese cuento nos anuncia a una protagonista que cuestiona, algo que
tiene que ver con qué tan traicioneras pueden llegar a ser las percepciones. Penélope, la protagonista, reflexiona que “no
es el tiempo el que pasa, somos nosotros” durante una mañana del periodo de
posguerra dedicada a “la más refinada pereza”.
Al poco tiempo, recibe la visita de su amigo Dante, paranoico,
frenético, quien le comunica que “la policía secreta anda suelta por toda la
ciudad y están desfigurando el rostro de todos los que trabajaron con ellos, a
cuchilladas, para que no sean reconocidos por sus víctimas mientras duren los
procesos contra los criminales de guerra.”
Penélope supone que “aprovecharán para desfigurarle el rostro a
cualquiera, no sólo a sus exmiembros sino también a todos sus enemigos. Pero me parece que exageras”, le dice a su
amigo. Dante encuentra consuelo en la
“sonrisa dispuesta a la prudencia” de su vieja amiga Penélope y se acuesta
junto a ella en la cama; en ese momento se besan por primera vez:
...las
lenguas se reconocen, curiosas, viejos animales ahora entrelazados, saboreando
sus texturas, excitados, ¿no has visto a
los peces besadores, esos de color rosado que se besan en los acuarios con sus
labios gruesos, O profunda, absoluta, exacta, boca contra boca?, besos de
pez con ojos abiertos, besos de Penélope con ojos cerrados que no mira ni sabe
lo que hacen las manos de Dante, ella piensa en los peces rosados, los peces al besarse ¿también intercambian
los sabores de sus lenguas?
La escena
erótica-poética queda interrumpida por el impredecible y estupendo final:
Penélope
…escucha
sonidos que ya no tendrá tiempo de descifrar porque entonces siente un latigazo
de fuego y algo húmedo en la mejilla derecha, abre los ojos para descubrir el
filo de un cuchillo a milímetros de su nariz, el acero brillante pringado de
sangre y una mueca torcida en la boca de Dante, una mueca que parece sonrisa, y
la lengua del hombre rozándole la mejilla, lamiéndole la sangre, flotando desde
el aire de su boca como un atrofiado tentáculo de pulpo.
Hay otros
ejemplos en los que también se aprecia la unidad de efecto en los cuentos de
Escudos. Uno de los mejores es
“Costumbre pre-matrimoniales” (Cuentos
sucios), un satírico relato sobre las expectativas de aquellas mujeres
jóvenes que anhelan ante todo casarse con su amante de turno. Claudio lleva a su amante a conocer a su
madre; la chica va ilusionada, pensando ya en un futuro matrimonio, con una
suegra que la “recibirá sonriente y serán buenas amigas”. Pero se decepciona cuando descubre una casa
oscura y pequeña y a una vieja vestida de negro. El cuento adquiere una vuelta inesperada
cuando, después de cenar y ver juntos la televisión, la madre anuncia que se va
a dormir:
–Claudio tiene la costumbre de acostarse a mi
lado hasta que yo me quedo dormida.
Supongo que no le molestará acompañarnos.
La muchacha mira a Claudio, incrédula, y él
comienza a desamarrarse los zapatos.
–Anda, quítate los zapatos, será rápido –le
dice él sonriente.
Ella, un poco turbada, obedece. Entonces Claudio procede a acostarse, siempre
en medio de las mujeres. A su derecha
tiene a la madre y a su izquierda a su amante.
Toma la mano de la madre y la mano de la amante y se las pone sobre el
pecho. […] La muchacha está fastidiada por completo y
cambia de parecer: no, no podría vivir así su vida de casada.
–Buenos días niña. ¿Cómo durmió?
–Bien, muy bien.
La vieja sonríe.
–Sí, todas dicen lo mismo. Claudio siempre trae a sus novias a comer y
luego dormimos los 3 sobre la cama. Y yo
los escucho mientras hacen el amor. Así
me siento revivir, me hace recordar buenos y lejanos tiempos. O dígame, ¿acaso no me miro rejuvenecida esta
mañana?
Claudia
Hernández tiene publicados cuatro libros de cuentos: Otras ciudades (2001), Mediodía de frontera
(2002), Olvida Uno (2005) y De fronteras (2007). La Prensa
Gráfica
le publicó en periolibro titulado La
canción del mar en junio de 2007. Su obra se
caracteriza por un estilo minimalista y concentrado; asimismo, en algunos
cuentos la oralidad llega a tener un lugar preponderante, hasta el punto que
las voces de los personajes y del narrador pueden llegar a desplazarse en un
abrir y cerrar de ojos gracias a la anulación de comillas o de la cursiva:
Ahora que, si les gustás –y a esos les gustan
casi todas–, insisten hasta que se cansan.
Son siempre así. ¿Hasta con
vos? No cree. Su prima le sonríe a todo el mundo; ella
no. Los empleados no hallaban cómo
hablarle. Pasaron al menos ocho días
antes de que uno de los cocineros le ofreciera llevarla a casa. Por supuesto, lo rechazó, no porque creyera
que quería algo con ella, sino porque no tenía ganas de estar acompañada. Tomé el metro y me fui a Coney Island. La chica a quien relevo en la caja me dijo
que me ayudaría a sentirme mejor. (“La han despedido de nuevo”, en Olvida uno).
Su técnica
y su estilo recuerdan a los cuentos del noruego Kjell Askildsen: la forma en
que selecciona con precisión pequeños acontecimientos solo aparentemente nimios e insignificantes, el lenguaje limpio y
austero, la mirada despiadada y eficaz: a los lectores no les queda otra cosa
que permitir que actúe su imaginación. En los cuentos de Claudia Hernández, el
efecto radica no solo en el desarrollo de las acciones sino también en la
lógica de lo extraño en universos cotidianos: “Que a uno le haga falta un brazo
es incómodo cuando se tiene un rinoceronte”, nos dice en “Las molestias de
tener un rinoceronte” (Mediodía de
frontera). Y si hay crueldad en alguna historia, en ese universo deja de
ser crueldad para convertirse en otra cosa, como en “Hechos de un buen
ciudadano i y ii” (también de Mediodía de frontera). Un
hombre encuentra el cadáver de una mujer en su cocina; pone un anuncio: “Busco
dueño de cadáver de muchacha joven”, etc.; alguien acude a llevarse el cadáver
para darle “santo entierro” a otra mujer cuyo cuerpo no aparece, solo así se
tranquilizará la familia, por lo que al final se trata de una noble causa; el
hombre sigue recibiendo llamadas de otras personas con cadáveres ajenos que
aparecieron en sus casas; el hombre resuelve hacerse cargo de los cadáveres; su
medida (desconocida por los demás) es atroz pero resulta satisfactoria para el
colectivo ya que soluciona el problema; el hombre es condecorado como
“ciudadano meritísimo”. Si nos limitamos
a ver a ese personaje en su ambiente, ese hombre es sin duda un “buen
ciudadano”: está en un lugar donde prima la angustia, la desesperación, la
violencia; el Estado de Derecho resulta ser algo ilusorio y, al no existir una
ley sólida que se haga cumplir, el bien y el mal tampoco se distinguen, solo se
visualiza la muerte y lo que es cómodo e incómodo para los habitantes. Estos,
pues, no dudan en apoyar al hombre porque necesitan que alguien se haga cargo
del “muerto”, es decir, del problema. Este es sin duda uno de los mejores
cuentos en español sobre la esquizofrenia colectiva en un cruento país.
Elena
Salamanca escribe cuento, novela y poesía.
Su obra cuentística aparece en
Último viernes (2008), Daguerrotipo (2009) y Peces en la boca (2011). La voz de Salamaca sacude porque es tierna y
mordaz a la vez, casi como si la ironía se disfrazara de caramelo para obligar
a los lectores a adentrarse en un ambiente donde una dulce fruta en realidad es
una agria cebolla:
Estaba royendo la última galleta, y, crac-crac-crac, ¡mi diente! Me vi al espejo. El diente quebrado. El diente de adelante, el de la sonrisa. El diente de sonrisa de ratona que seduce.
Entonces acabará mi suerte:
[…]
Ya no seré una devoradora de hombres.
¿Con que dientes voy a morderlos, masticarlos? (“Sonrisa de ratona”, Peces en la boca)
Los
personajes literarios de Salamanca también viven en un lugar infectado por la violencia,
pero la forma en que la viven se desarrolla desde una propuesta más individual
y personal, menos colectiva; de esta forma, la división entre el espacio
público y privado se diluye en sucesos del día a día: “Esta foto será la que
aparecerá en la noticia de los periódicos y los telediarios para que puedan identificarme,
ir por mí a una morgue, enterrarme. Es lo único. Yo no quiero morir seria. Ni
infeliz. Yo sonrío para la foto. Para la muerte.” (“ID”, Peces en la boca). Además, las mujeres de Salamanca, asfixiadas en
entornos represivos, lloran, sin temor al ridículo, sin tragedias, porque es lo
que se hace cuando la tristeza es implacable: “La mujer mordió la rosa. Le supo
a cebolla. Lloró.” (“El jardín”, Peces en
la boca). A veces en sus cuentos
suceden cosas mágicas y la búsqueda de la belleza y la libertad (en solitario)
adquiere proporciones metafóricas:
La mujer se tapó los ojos con las manos y se
levantó. Echó a caminar, el polvo formó
un remolino que se elevó al cielo. La
mujer levantó la cara y vio en el cielo un agujero que comenzó a chupar todo lo
que podía: las hojas, los pájaros, el polvo.
–Regrese a la casa, se la va a llevar el norte
–gritó el hombre.
La mujer siguió caminando.
–¡Regrese! –volvió a gritar el hombre.
Cayeron unas gotas. Plateadas, largas, delgadas.
Y el hombre sintió que algo bajaba por su
mejilla, tal vez una lágrima, tal vez la lluvia.
Eran peces.
(“La
lluvia”, Peces en la boca)
Pudimos
conversar con Elena Salamanca hace unos meses y nos adelantó algunas de sus
obsesiones a la hora de escribir:
1. Cómo me criaron mis abuelas.
El catolicismo. Escribo sobre los mitos sobre la feminidad, sobre las
tradiciones y las creencias. Los santos y sus historias fantásticas. Porque me
criaron con miedo a que los ángeles me contaran el cabello, con miedo a la
vela-hueso del día de muertos, con devoción hacia las imágenes pero no hacia
Dios. 2. Sobre mis enfermedades. Soy hipoglucémica y he estado escribiendo
sobre el azúcar. El azúcar que causa olvido, el temor al pie diabético, el
temor a la ceguera ocasionada por el azúcar.
Francamente me pasa eso, no puedo evitarlo. Algún día pasarán esos
temas, supongo. 3. Mis fijaciones
históricas. A veces hay procesos o
momentos históricos que me conmueven tanto que pienso y repienso sobre ellos.
Como las primeras fotografías, el mito de las tres manos de Santa Tecla.
En Peces en la boca hay un apartado
titulado “Cuando yo era medieval” y en este Salamanca se detiene en el mito de
Santa Tecla que tanto le obsesiona. Los cuentos sobre cómo la criaron sus
abuelas (“Crecí en un matriarcado de mujeres que enviudaron jóvenes y nunca se
volvieron a casar”, asegura) y sobre su enfermedad (el cuento titulado “El
olvido” es estremecedor) aparecen en su más reciente manuscrito: La familia o el olvido, aún inédito. [1] Sin embargo, algunos de los cuentos
que lo conforman aparecerán en octubre de 2011 en la revista digital Big Sur de Argentina; mientras que “La
Purísima” se publicará en la revista Ars
(Nº 2, última época). En “La enhebradora de agujas” queda sellada su
complicidad con las mujeres de su familia: “Cuando la abuela se quedó ciega,
fui nombrada enhebradora de agujas. […]
Entonces mi abuela tenía 60 años, y yo diez. Han pasado diez años, y las
dos tenemos 70.” En “La sábana”, Salamanca resume el destino del cuerpo
femenino y su valor en una sociedad católica y supersticiosa, y lo hace por
medio de referencias a la menstruación, la virginidad y la menopausia: “Una
mujer que ya no mancha no puede verse al espejo porque ya no es hermosa. Una
vez al mes no se inflamará su boca y no se iluminarán sus ojos con el brillo
extraño que la anuncia lista para el deseo. Ya no habrá en ella nada flor, nada
naturaleza, nada vida. La encerrarán en el cuarto de bordado y le pedirán que
haga sábanas nuevas para las preciosas, para las jóvenes, para las vírgenes.”
Algo en
común que tienen estas tres cuentistas es que por momentos se detienen en el
cuerpo femenino, el cual les sirve para reflexionar sobre el lugar que este
ocupa en el imaginario masculino, en el ámbito del deseo o, incluso, la
vivencia de la prostitución. Ejemplos de todo lo anterior se encuentran en “Y
todos esos hombres, viéndome” (Jacinta Escudos, Cuentos sucios), “Déjà vu tal vez” (Claudia Hernández, Olvida uno) y “La Purísima” (Elena
Salamanca, La familia o el olvido).
Cada una
de estas autoras merece un estudio literario detenido y profundo. Por ahora, estos pincelazos pretenden
únicamente llamar la atención sobre el arte de su narrativa. Sobre todo, porque
sus protagonistas bucean hacia el naufragio con los pies bien puestos en la
solidez del sustantivo, en el acento del vacío.
NOTA
Artículo originalmente publicado en: Carátula. Revista Cultural Centroamericana, Nº 44 (Octubre-noviembre 2011). http://www.caratula.net/ediciones/44/critica-tpleitez.php
1.
Cuando este artículo apareció en la revista Carátula, en 2011, La familia o el olvido se encontraba
inédito, pero recientemente fue publicado por la Editorial Kalina en 2017.
TANIA PLEITEZ VELA. Doctora en Filología Hispánica
(Universitat de Barcelona), ha sido profesora en la Universitat de Barcelona,
Pompeu Fabra y Autònoma de Barcelona y profesora visitante en la Universidad de
El Salvador, Universidad Iberoamericana (México), Università della
Calabria (Italia) y Bergische Universität Wuppertal (Alemania). Es autora de artículos académicos y ensayos literarios, así como de la biografía Alfonsina Storni. Mi casa es el mar (Madrid,
Espasa-Calpe, 2003). Fue miembro del equipo que compiló la tetralogía La
vida escrita por las mujeres, publicada en 2003 (Barcelona, Círculo de
Lectores) y reeditada en 2004 (Barcelona, Lumen). De 2010 a 2012, se desempeñó
como directora de investigación para elaborar la monografía Literatura.
Análisis de situación de la expresión artística en El Salvador (San
Salvador, Fundación AccesArte, 2012). Es coeditora de dos antologías bilingües
(español-inglés) de literatura salvadoreña: Teatro bajo mi piel. Poesía
salvadoreña contemporánea (San Salvador, Editorial Kalina, 2014)
y Puntos de fuga. Prosa salvadoreña contemporánea (San
Salvador, Editorial Kalina, 2017). Asimismo, ha editado Más allá del
estrecho dudoso. Intercambios y miradas sobre Centroamérica (Granada,
Valparaíso ediciones, 2018), junto a Dunia Gras; y Redes excéntricas.
Poéticas y circulación transatlántica (1985-2018) (Nueva York: Peter Lang,
en prensa), junto a Edgardo Dobry y Dunia Gras. Es miembro del Grupo de
investigación “Intertextos entre el derecho y la literatura” (Universidad San Francisco
de Quito) y del equipo de trabajo del Proyecto de investigación “Condición de
extranjería. Escritoras latinoamericanas, entre América y Europa, en el siglo
XXI” (Universidad del País Vasco y Universidad de Barcelona). Pertenece al
colectivo En Palabras. Relatos migrantes y a la Red Europea de Investigaciones
sobre Centroamérica (RedISCA). Es miembro correspondiente de la Academia
Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y cofundadora de la Red de
investigación de las literaturas de mujeres de América Central (RILMAC). Dirige
el proyecto poético Otro modo de ser. Festival de poetAs y
ha publicado dos libros de poesía: Nostalgia del presente (2014)
y Preguerra (2017).
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 178 | agosto de 2021
Curadoria: Juana M. Ramos (El Salvador, 1970)
Artista convidada: Liza Alas (El Salvador, 1982)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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