Es obvio que los guatemaltecos no solo sufrimos, que también
pensamos, es más, que también somos capaces de producir una obra compleja. Pongo
como testimonio la enorme cantidad de libros que se publican a pesar de las nefastas
élites que nos gobiernan. Cabe mencionar que de todos los campos del arte, es la
literatura donde nuestra frágil visibilidad se ha visto representada con más fuerza
en el mundo.
En ese aspecto de lo visible y lo invisible, pienso en Centroamérica
como la región más invisible de América Latina. Se subraya cada vez que se enumera
a los artistas y escritores más destacados del habla hispana, es entonces donde
uno dice, ¿será que vivimos en uno de esos remotos destinos del universo que nos
menciona el Libro Tibetano de los Muertos? La anulación de nuestra participación
en la comunidad creativa global obedece claramente a la inexistencia de instituciones
públicas que posean un mínimo de credibilidad y que puedan apostar (cuando tienen
oportunidad) por una selección nacional decorosa, a veces su miopía ha hecho que
se envíen obras propagandistas a festivales, bienales u otros eventos relevantes,
que terminan mostrando el rostro más caricaturizado del país. La enciclopédica ignorancia
de los funcionarios nos expone siempre a esa deformidad cultural llamada folclor.
Pero buscando un espacio para ubicar el inicio de este texto no me queda más que retornar en la memoria a mis primeros acercamientos adolescentes al cine no comercial. Esta experiencia dio inicio (como sucede con cualquier movimiento generacional) alrededor de un sitio y de un gestor. En todo lo que cabe se trata de teatro La Cúpula y el mentor fue Sergio Valdés Pedroni. El lugar es un pequeño recinto dentro de un centro comercial, hoy día en desuso. Valdés le dio un título a su proyecto, Giralunes. La programación era algo inédito, se trataba de ciclos que pasaban una revisión de la obra de Margarethe von Trotta, Glauber Rocha, David Lynch, Andrei Tarkovski, el Free Cinema estadounidense, Ida Lupino, Luis Buñuel (inevitable) y los por entonces extraños inicios de Darren Aranofsky o Gus Van Sant… estamos hablando de 1996. Quizá conversar con Valdés por primera vez fue uno de los más importantes acontecimientos de mi vida, algo que estoy seguro comparto con muchos compañeros y compañeras de mi generación y de las que siguieron. Jamás había conocido a un cineasta, yo era un pintor poeta de veinte años que leía ávidamente y buscaba una voz referencial que me diera las
Quizá el dato más interesante que puedo darle a esta crónica
es el papel que ocupa la Cinemateca de la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Mucho de los archivos fílmicos rescatados por Genaro Cotón y Édgar Barillas son
acaso uno de los aportes para el cuidado del patrimonio nacional más importantes
que se han hecho en los últimos cincuenta años. Los laberintos de la memoria son
tan particulares en Guatemala, que han llevado a estos investigadores de la imagen
a sumergirse en las más extrañas aventuras archivísticas: noticieros, películas
de bajísimo presupuesto, locaciones utilizadas en películas bastante malas, filmes
experimentales… entre varios intentos de crear un cine nacional popular en las décadas
del 40 al 80. Fue precisamente en el Paraninfo Universitario donde pude ver por
primera vez El Silencio de Neto, la película germinal de lo que hoy podemos reconocer
como nuestro cine. La agudeza de Justo Chang y Luis Argueta, perfectamente representada
en su película, le dio un carácter, un sitio y un lenguaje a lo que entonces era
apenas un balbuceo. Valdés fue el puente intergeneracional, Argueta y Chang fueron
quienes abrieron el sendero a lo que puede llamarse cine guatemalteco.
Pienso que el gran logro del movimiento de la posguerra fue abrir
los márgenes de la actitud creativa. Previamente la intención de hacerse artista
era a través de la validación de distintos actores institucionales, políticos, empresariales
y académicos. La ruptura se establece a partir de una autodefinición “soy poeta”,
“soy artista urbano”, “soy músico”, “soy cineasta”. Ese SOY puede que sea el primer
candado que se pudo romper luego de un largo y doloroso proceso de autoexilio y
censura, acaso el más brutal del continente. Es inevitable hablar de este episodio,
cuando fue en las salas improvisadas de la gestión cultural independiente donde
se pudo exhibir Cuando las montañas tiemblan
(Pamela Yates, 1992) o La hija del puma
(Ulf Hultberg y Asa Faringer ,1994), en una época donde la realidad mostrada aún
era algo latente y los aparatos de terrorismo de estado se movían sin la correa
de la seudo-democracia. Mucho de lo que encontramos en estas películas y en las
producciones documentales acerca de la Revolución de Octubre del 44 que realizadas
por investigadores y comunicadores de la USAC, fueron la cantera de la que la mayoría
de creadores actuales, de allí se sustrajo la imagen histórica, la nota al pie,
el código de identidad y el campo de referencias de muchas de las creaciones.
Sería muy impreciso dar una lista de películas que dieron pie al cine guatemalteco del siglo XXI, puedo añadir a los antes mencionados, la enorme relevancia del cineasta y antropólogo Alfonso Porres que, a través del proyecto Luciérnaga, construyó un modesto pero incansable epicentro de actividad audiovisual, no me cabe la menor duda que Porres fue el ancla para que muchos cineastas emergentes o profesionales desarrollaran su trabajo, prestando desde su entrañable solidaridad el equipo que tuviera a la mano para que todo esto se realizara. Siguiendo esta misma apreciación es indiscutible que fue la escuela de cine Casa Comal la primera intención
Volviendo a la memoria, recuerdo que las óperas primas de los
cineastas que desarrollaron su obra con mayor visibilidad en la primera década de
los dos miles se dieron en espacios no propicios: centros culturales con proyectores
modestos, bares, aulas universitarias, pequeños teatrinos… las salas de cine no
fueron ocupadas hasta inicios del dos mil diez. Algunas de las películas fundacionales:
Luis y Laura (Sergio Valdés Pedroni, 2000),
La casa de enfrente (Elías Jiménez, 2003),
El Pájaro Sobreviviente (Luis Urrutia,
2005) y Gasolina (Luis Hernández Cordón,
2008), se construyeron como acontecimientos culturales de mucha relevancia. Su compleja
particularidad radica en esa crítica corrosiva a un sistema donde la violencia es
el eje de una sociedad que pasó de ser reprimida por las armas a ser suprimida por
las medidas aniquilantes que generaron las políticas económicas brutales e inhumanas.
Estas películas son los primeros largometrajes que se involucran en una suerte de
terreno ambiguo entre el documental y la ficción, a la fecha me parecen piezas inclasificables,
propias de un momento sin sedimento histórico y sin tradición cinematográfica como
tal. Quizá uno puede trazar una línea que parte de cada una de ellas y ver su influencia
en las películas que actualmente se realizan. Sus directores pasaron a convertirse
en creadores de culto, entre lo institucional o independiente o entre lo local y
lo internacional, la vena poética simbolista de Valdés o el realismo de Jiménez
o el humor macabro de Urrutia o la iconografía pop de Hernández, son presencias
que hasta el día de hoy están presentes en mucha de la obra que actualmente se realiza,
lo que es comprensible si tomamos en cuenta que muchos de los cineastas que pueden
incluirse en el índice de los más reconocidos técnicos, directores y productores
actuales.
Quiero dejar una breve reflexión acerca del humor/tragedia que
son territorios colindantes en muchas de las creaciones cinematográficas que han
tenido mejor respuesta del público. Un tema complejo de tratar, porque es muy difícil
comprender el avinagrado humor guatemalteco, siempre fronterizo con el deterioro
espiritual, el idealismo ingenuo o, en el peor de los casos, el racismo misógino
y prejuicioso. Los ejemplos más brillantes están claramente representados en tres
películas que nos heredan, desde el humor más delirante e inteligente, algunos de
los personajes más memorables de nuestra narrativa visual: Las Marimbas del Infierno (Julio Hernández, 2010), Aquí me quedo (Rodolfo Espinoza, 2010) y
Puro Mula (Enrique Pérez Him, 2011); esta
trilogía comprende todo ese carácter de fragilidad y audacia que se adentra en la
ironía cruda, pues no pactan con un discurso cinematográfico rector, tampoco con
una lógica dramática, son las contradicciones más profundas que tiene la identidad
mestiza del guatemalteco, pero con un aditivo extraordinario de realismo, acaso
una bien aprendida lección robada mesoamericanamente a Chaplin o Woody Allen o a
los Monty Python. Como parte opuesta tenemos Un presidente de a sombrero (Jimmy Morales, 2007) que parte del lado
obtuso y mediocre de la comedia popular, en la que el indígena, el campesino y todo
lo que puede llamarse “pueblo” no es más que una redundancia de cursilería pseudomoralista
e ignorante, el poder obtenido a través de la reivindicación de estos estereotipos
conservadores a través de la televisión abierta llevaron a su director a la presidencia
en el año 2015, con resultados que lloraremos seguramente por décadas. Así las cosas,
es inevitable mostrar esta parte liminar del cine para comprender la Guatemala contemporánea
en su multiplicidad barroca; una paleta repleta de matices que nos va dejando un
enorme retrato de época a partir de esa forma tan particular de anestesia que cae
entre la comedia y el esperpento.
También es imposible separar el arte de su contexto, la cambiante
permanencia de la poesía es algo más que evidente en obras que fueron construidas
desde lo local hacia lo global, puede que este sea el caso de una de las películas
más importantes de la cinematografía latinoamericana de lo que va del siglo, Ixcanul (Jayro Bustamante, 2015), la enorme
relevancia de la obra de Bustamante parte precisamente al adentrarse en el juego
de espejos de un conservadurismo grotesco, ver sus películas posteriores (Temblores, La Llorona) es comprender el proceso paciente de formación de un cineasta
emancipado del complejo amor-odio que presenta el provincianismo pseudo-cosmopolita
localista, más que proclamar su no-guatemalidad, construye desde sus escenarios
herrumbrosos una enorme fuerza visual y compositiva hasta entonces inéditas en la
región centroamericana. Tratando de obviar los importantes premios y logros internacionales,
César Díaz dirige Nuestras madres, película-pesadilla
que nos habla del lado más drástico de la tristeza: el residuo de la guerra, la
violencia sexual y la búsqueda de la memoria, el día que tuve la oportunidad de
verla confieso que terminé con una profunda contusión interior, un knock out al
alma, una gran película. El tercer creador fundamental dentro de esta línea es Sergio
Ramírez, su largometraje Distancia (2010),
es un potente ensayo acerca de los abismos que existen entre una realidad y otra
dentro de este pequeño fragmento de tierra que llamamos república, este no lugar
ocupado por distintas naciones, idiomas, identidades y búsquedas.
Mi reflexión final es que resulta muy difícil establecer un texto enciclopédico del cine guatemalteco en un espacio tan limitado y sin las condiciones de tiempo para la investigación, revisión y debate. Creo que a lo más que puedo aspirar es a tratar de unir fragmentos de memoria en un orden que parta de las piezas grandes, las esenciales, para luego rodearlo de aquellas que lo complementan dentro del marco amplio y general. Durante décadas la memoria ha sido algo peligroso, censurado y decisivo en Guatemala, el ejercicio de la memoria cultural queda todavía en el campo de la promesa urgente, pero como todas las cosas requiere de un esfuerzo colectivo y sobre todo, de una voluntad tan comprometida como lo ha sido el aporte de los creadores de la dignidad, el pensamiento, los sueños y las transformaciones que sobrevivirán a cualquier derrotero presente o futuro.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 181 | setembro de 2021
Artista convidada: Virginia Tentindo (Argentina, 1931)
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