segunda-feira, 20 de setembro de 2021

JAVIER PAYERAS | Fragmentos de un espejo roto: cine guatemalteco y posguerra

 


Quizá lo mejor para hablar de cine en Guatemala sea comenzar desde cero. Mejor aún, hablar desde este yo tan complejo y tan evanescente pero que al final hace una confluencia con de la vida de muchos. Mi espejo roto es también la memoria fragmentada de otros. Así me queda la crónica como única posibilidad para acertar en este texto.

Es obvio que los guatemaltecos no solo sufrimos, que también pensamos, es más, que también somos capaces de producir una obra compleja. Pongo como testimonio la enorme cantidad de libros que se publican a pesar de las nefastas élites que nos gobiernan. Cabe mencionar que de todos los campos del arte, es la literatura donde nuestra frágil visibilidad se ha visto representada con más fuerza en el mundo.

En ese aspecto de lo visible y lo invisible, pienso en Centroamérica como la región más invisible de América Latina. Se subraya cada vez que se enumera a los artistas y escritores más destacados del habla hispana, es entonces donde uno dice, ¿será que vivimos en uno de esos remotos destinos del universo que nos menciona el Libro Tibetano de los Muertos? La anulación de nuestra participación en la comunidad creativa global obedece claramente a la inexistencia de instituciones públicas que posean un mínimo de credibilidad y que puedan apostar (cuando tienen oportunidad) por una selección nacional decorosa, a veces su miopía ha hecho que se envíen obras propagandistas a festivales, bienales u otros eventos relevantes, que terminan mostrando el rostro más caricaturizado del país. La enciclopédica ignorancia de los funcionarios nos expone siempre a esa deformidad cultural llamada folclor.

Pero buscando un espacio para ubicar el inicio de este texto no me queda más que retornar en la memoria a mis primeros acercamientos adolescentes al cine no comercial. Esta experiencia dio inicio (como sucede con cualquier movimiento generacional) alrededor de un sitio y de un gestor. En todo lo que cabe se trata de teatro La Cúpula y el mentor fue Sergio Valdés Pedroni. El lugar es un pequeño recinto dentro de un centro comercial, hoy día en desuso. Valdés le dio un título a su proyecto, Giralunes. La programación era algo inédito, se trataba de ciclos que pasaban una revisión de la obra de Margarethe von Trotta, Glauber Rocha, David Lynch, Andrei Tarkovski, el Free Cinema estadounidense, Ida Lupino, Luis Buñuel (inevitable) y los por entonces extraños inicios de Darren Aranofsky o Gus Van Sant… estamos hablando de 1996. Quizá conversar con Valdés por primera vez fue uno de los más importantes acontecimientos de mi vida, algo que estoy seguro comparto con muchos compañeros y compañeras de mi generación y de las que siguieron. Jamás había conocido a un cineasta, yo era un pintor poeta de veinte años que leía ávidamente y buscaba una voz referencial que me diera las


herramientas para construir mi mapa creativo. Así fue como la primera película guatemalteca que vi fue el cortometraje Querubines, en el que mi amigo y maestro hace un homenaje desbordante a los músicos callejeros que viajan desde su aldea para animar a los turistas en el parque de Antigua Guatemala. Entrar en contacto con el espacio de la Cúpula me hizo hallar inmediatamente un club de cinéfilos que concurrían a otros lugares de proyección: la Cinemateca Universitaria, el Instituto de Cultura Hispánica, el Instituto Italiano o la Alianza Francesa. Ante la inexistencia de cursos de formación o exhibición, estos sitios fueron nuestra escuela.

Quizá el dato más interesante que puedo darle a esta crónica es el papel que ocupa la Cinemateca de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Mucho de los archivos fílmicos rescatados por Genaro Cotón y Édgar Barillas son acaso uno de los aportes para el cuidado del patrimonio nacional más importantes que se han hecho en los últimos cincuenta años. Los laberintos de la memoria son tan particulares en Guatemala, que han llevado a estos investigadores de la imagen a sumergirse en las más extrañas aventuras archivísticas: noticieros, películas de bajísimo presupuesto, locaciones utilizadas en películas bastante malas, filmes experimentales… entre varios intentos de crear un cine nacional popular en las décadas del 40 al 80. Fue precisamente en el Paraninfo Universitario donde pude ver por primera vez El Silencio de Neto, la película germinal de lo que hoy podemos reconocer como nuestro cine. La agudeza de Justo Chang y Luis Argueta, perfectamente representada en su película, le dio un carácter, un sitio y un lenguaje a lo que entonces era apenas un balbuceo. Valdés fue el puente intergeneracional, Argueta y Chang fueron quienes abrieron el sendero a lo que puede llamarse cine guatemalteco.

Pienso que el gran logro del movimiento de la posguerra fue abrir los márgenes de la actitud creativa. Previamente la intención de hacerse artista era a través de la validación de distintos actores institucionales, políticos, empresariales y académicos. La ruptura se establece a partir de una autodefinición “soy poeta”, “soy artista urbano”, “soy músico”, “soy cineasta”. Ese SOY puede que sea el primer candado que se pudo romper luego de un largo y doloroso proceso de autoexilio y censura, acaso el más brutal del continente. Es inevitable hablar de este episodio, cuando fue en las salas improvisadas de la gestión cultural independiente donde se pudo exhibir Cuando las montañas tiemblan (Pamela Yates, 1992) o La hija del puma (Ulf Hultberg y Asa Faringer ,1994), en una época donde la realidad mostrada aún era algo latente y los aparatos de terrorismo de estado se movían sin la correa de la seudo-democracia. Mucho de lo que encontramos en estas películas y en las producciones documentales acerca de la Revolución de Octubre del 44 que realizadas por investigadores y comunicadores de la USAC, fueron la cantera de la que la mayoría de creadores actuales, de allí se sustrajo la imagen histórica, la nota al pie, el código de identidad y el campo de referencias de muchas de las creaciones.

Sería muy impreciso dar una lista de películas que dieron pie al cine guatemalteco del siglo XXI, puedo añadir a los antes mencionados, la enorme relevancia del cineasta y antropólogo Alfonso Porres que, a través del proyecto Luciérnaga, construyó un modesto pero incansable epicentro de actividad audiovisual, no me cabe la menor duda que Porres fue el ancla para que muchos cineastas emergentes o profesionales desarrollaran su trabajo, prestando desde su entrañable solidaridad el equipo que tuviera a la mano para que todo esto se realizara. Siguiendo esta misma apreciación es indiscutible que fue la escuela de cine Casa Comal la primera intención


aterrizada de formación, producción y difusión del audiovisual, Elías Jiménez y Rafael Rosal trajeron consigo la metodología pedagógica partiendo de la integración de un contexto regional de intercambio y exhibición que se concreta con la creación del Festival Ícaro en el año 1998, puede que sea precisamente en este esfuerzo donde se pueda hablar de una apropiación del término cine contemporáneo guatemalteco.

Volviendo a la memoria, recuerdo que las óperas primas de los cineastas que desarrollaron su obra con mayor visibilidad en la primera década de los dos miles se dieron en espacios no propicios: centros culturales con proyectores modestos, bares, aulas universitarias, pequeños teatrinos… las salas de cine no fueron ocupadas hasta inicios del dos mil diez. Algunas de las películas fundacionales: Luis y Laura (Sergio Valdés Pedroni, 2000), La casa de enfrente (Elías Jiménez, 2003), El Pájaro Sobreviviente (Luis Urrutia, 2005) y Gasolina (Luis Hernández Cordón, 2008), se construyeron como acontecimientos culturales de mucha relevancia. Su compleja particularidad radica en esa crítica corrosiva a un sistema donde la violencia es el eje de una sociedad que pasó de ser reprimida por las armas a ser suprimida por las medidas aniquilantes que generaron las políticas económicas brutales e inhumanas. Estas películas son los primeros largometrajes que se involucran en una suerte de terreno ambiguo entre el documental y la ficción, a la fecha me parecen piezas inclasificables, propias de un momento sin sedimento histórico y sin tradición cinematográfica como tal. Quizá uno puede trazar una línea que parte de cada una de ellas y ver su influencia en las películas que actualmente se realizan. Sus directores pasaron a convertirse en creadores de culto, entre lo institucional o independiente o entre lo local y lo internacional, la vena poética simbolista de Valdés o el realismo de Jiménez o el humor macabro de Urrutia o la iconografía pop de Hernández, son presencias que hasta el día de hoy están presentes en mucha de la obra que actualmente se realiza, lo que es comprensible si tomamos en cuenta que muchos de los cineastas que pueden incluirse en el índice de los más reconocidos técnicos, directores y productores actuales.

Quiero dejar una breve reflexión acerca del humor/tragedia que son territorios colindantes en muchas de las creaciones cinematográficas que han tenido mejor respuesta del público. Un tema complejo de tratar, porque es muy difícil comprender el avinagrado humor guatemalteco, siempre fronterizo con el deterioro espiritual, el idealismo ingenuo o, en el peor de los casos, el racismo misógino y prejuicioso. Los ejemplos más brillantes están claramente representados en tres películas que nos heredan, desde el humor más delirante e inteligente, algunos de los personajes más memorables de nuestra narrativa visual: Las Marimbas del Infierno (Julio Hernández, 2010), Aquí me quedo (Rodolfo Espinoza, 2010) y Puro Mula (Enrique Pérez Him, 2011); esta trilogía comprende todo ese carácter de fragilidad y audacia que se adentra en la ironía cruda, pues no pactan con un discurso cinematográfico rector, tampoco con una lógica dramática, son las contradicciones más profundas que tiene la identidad mestiza del guatemalteco, pero con un aditivo extraordinario de realismo, acaso una bien aprendida lección robada mesoamericanamente a Chaplin o Woody Allen o a los Monty Python. Como parte opuesta tenemos Un presidente de a sombrero (Jimmy Morales, 2007) que parte del lado obtuso y mediocre de la comedia popular, en la que el indígena, el campesino y todo lo que puede llamarse “pueblo” no es más que una redundancia de cursilería pseudomoralista e ignorante, el poder obtenido a través de la reivindicación de estos estereotipos conservadores a través de la televisión abierta llevaron a su director a la presidencia en el año 2015, con resultados que lloraremos seguramente por décadas. Así las cosas, es inevitable mostrar esta parte liminar del cine para comprender la Guatemala contemporánea en su multiplicidad barroca; una paleta repleta de matices que nos va dejando un enorme retrato de época a partir de esa forma tan particular de anestesia que cae entre la comedia y el esperpento.

También es imposible separar el arte de su contexto, la cambiante permanencia de la poesía es algo más que evidente en obras que fueron construidas desde lo local hacia lo global, puede que este sea el caso de una de las películas más importantes de la cinematografía latinoamericana de lo que va del siglo, Ixcanul (Jayro Bustamante, 2015), la enorme relevancia de la obra de Bustamante parte precisamente al adentrarse en el juego de espejos de un conservadurismo grotesco, ver sus películas posteriores (Temblores, La Llorona) es comprender el proceso paciente de formación de un cineasta emancipado del complejo amor-odio que presenta el provincianismo pseudo-cosmopolita localista, más que proclamar su no-guatemalidad, construye desde sus escenarios herrumbrosos una enorme fuerza visual y compositiva hasta entonces inéditas en la región centroamericana. Tratando de obviar los importantes premios y logros internacionales, César Díaz dirige Nuestras madres, película-pesadilla que nos habla del lado más drástico de la tristeza: el residuo de la guerra, la violencia sexual y la búsqueda de la memoria, el día que tuve la oportunidad de verla confieso que terminé con una profunda contusión interior, un knock out al alma, una gran película. El tercer creador fundamental dentro de esta línea es Sergio Ramírez, su largometraje Distancia (2010), es un potente ensayo acerca de los abismos que existen entre una realidad y otra dentro de este pequeño fragmento de tierra que llamamos república, este no lugar ocupado por distintas naciones, idiomas, identidades y búsquedas.


Acercándome a las líneas finales quiero aportar algunos de los nombres de las mujeres cineastas que han acompañado este proceso: Daniela Sagone, reconocida por su enorme talento para la fotografía, ha dado lo mejor de su conocimiento a las películas producidas en Guatemala y otros países de la región; Pamela Guinea, productora, escritora y diseñadora, su talento ha estado presente en muchas de las películas mencionadas anteriormente, así como gestora al frente de la Asociación Guatemalteca del Audiovisual y la Cinematografía AGACINE, acaso la organización con mayor claridad y participación dentro del espacio cultural del país; Camila Urrutia, directora de gran intensidad creativa, que recientemente presentó Pólvora en el corazón su primer largometraje; Carla Molina, su trabajo dentro de los equipos de producción y su obra como directora son una referencia fundamental para entender las distintas confluencias creativas existentes en el cine guatemalteco, una breve pieza sumamente recomendable es Se busca mecánica (2016).

Mi reflexión final es que resulta muy difícil establecer un texto enciclopédico del cine guatemalteco en un espacio tan limitado y sin las condiciones de tiempo para la investigación, revisión y debate. Creo que a lo más que puedo aspirar es a tratar de unir fragmentos de memoria en un orden que parta de las piezas grandes, las esenciales, para luego rodearlo de aquellas que lo complementan dentro del marco amplio y general. Durante décadas la memoria ha sido algo peligroso, censurado y decisivo en Guatemala, el ejercicio de la memoria cultural queda todavía en el campo de la promesa urgente, pero como todas las cosas requiere de un esfuerzo colectivo y sobre todo, de una voluntad tan comprometida como lo ha sido el aporte de los creadores de la dignidad, el pensamiento, los sueños y las transformaciones que sobrevivirán a cualquier derrotero presente o futuro. 


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Número 181 | setembro de 2021

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