segunda-feira, 20 de setembro de 2021

MARIO ROBERTO MORALES | Luis Alfredo Arango: un callejón de testimonios

 


El movimiento cultural guatemalteco de los años 70 del siglo XX

Después de la poesía del nacionalismo populista del Grupo Saker-ti, de la novela rural e indigenista del realismo social, de la estética muralista en la plástica (en los años 50) y de la “poesía revolucionaria” (en los años 60) —cuatro fenómenos artísticos producidos por la revolución democrática de 1944, los tres primeros como expresión orgánica de la misma y el cuarto como expresión rebelde ante su truncamiento y la consiguiente frustración ciudadana—, los escritores y artistas jóvenes de principios de los años 70 se vieron condicionados por un fenómeno que desde los 60 cambió las costumbres de la ciudad de Guatemala, hasta entonces antañona y provinciana, y que inauguró todas las modalidades conocidas de la cultura urbana como algo diferenciado de las culturas rurales: el proceso de modernización urbanística derivado del proyecto de industrialización regional llamado Mercado Común Centroamericano (MCC), que se tradujo en la instalación de plantas industriales en la periferia de la ciudad, dando lugar a una planificación urbanística que hasta entonces no se había juzgado necesaria.

Con la instauración del MCC (que luego se truncó y estancó en una simple zona de libre comercio que no estimuló los mercados internos), la cultura urbana se asentó en Guatemala, y los drive-ins y los parking-lots y la fast-food vinieron a ambientar la música rock que desde los años 60 tenía un importante espacio urbano de difusión juvenil: la Radio 9-80. Las capas medias urbanas tomaban conciencia de su importancia y se autodefinían según sus capacidades de consumo de espacios y productos típicos de la urbanidad, como los pasos a desnivel, los autocinemas, las discotecas, las boutiques, las galerías de arte y los moteles. A todo esto se unía el auge de un fenómeno de enorme impacto social: la guerrilla urbana, que competía con —y a menudo superaba en audacia y espectacularidad a— los Tupamaros de Uruguay.

Como parte de este proceso de industrialización y modernización urbanística y también como respuesta a su estímulo, a lo largo de esta década Guatemala vivió el nacimiento y desarrollo de un movimiento cultural que renovó localmente la plástica, la arquitectura, la música, el teatro, la poesía, la narrativa y el periodismo. No se trató sólo de un movimiento literario sino de algo mucho más amplio, ya que incluso las primeras expresiones artísticas indígenas empezaron a ocupar los espacios tradicionalmente ocupados por la criollez y la ladinidad, alcanzando la comercialización de sus cuadros en las escasas galerías de arte de las zonas más elegantes de la ciudad.

 

El contexto poético

La producción poética de la década de los años 70 del siglo XX en Guatemala, estuvo marcada por dos grupos literarios: La Moira, cuyos miembros fueron René Acuña, Manuel José Arce, Carlos Zipfel y García y Luz Méndez de la Vega (quien publicaba sus versos bajo el seudónimo de Lina Márquez, y a quien puede considerarse con toda justicia como la pionera del feminismo y de la poesía feminista en Guatemala, así como la referencia obligada de lo que se hizo después en materia de “poesía de mujeres”), y por el Grupo Nuevo Signo, de mayor organicidad y con una definida militancia política y estética, integrado por Luis Alfredo Arango, Antonio Brañas, Francisco Morales Santos, José Luis Villatoro, Julio Fausto Aguilera y Delia Quiñónez, al cual se incorporó, insuflándole nuevos bríos, Roberto Obregón cuando recién llegó a Guatemala luego de estudiar filosofía en Moscú y haber publicado allá algunos poemarios traducidos al ruso y otros idiomas soviéticos.

Junto a producciones poéticas individuales como las de Alaide Foppa y las de Isabel de los Ángeles Ruano, de intensos tonos líricos que exploran visiones femeninas del mundo, Nuevo Signo era a la vez un nexo de continuidad y ruptura respecto del “sakertismo” y sus búsquedas y exaltaciones nacionalistas, sólo que esta vez los poetas experimentaban intensamente con hablas populares para expresar las visiones de mundo que conformaban los imaginarios colectivos. Si, por su lado, Arango hacía versos que exponían con humor coloquial las mentalidades indígenas y ladinas rurales, Villatoro forjaba momentos poéticos con imágenes hechas a partir de giros secos y directos del habla popular, y Morales Santos buscaba su yo poético mediante audaces metáforas a menudo casi sensoriales. Por su parte, Aguilera evocaba lo popular mediante un verso sencillo y cuidadoso que perseguía ideas y sentimientos brotados del dolor y la frustración, y Brañas se esforzaba por lograr una poesía más interiorista mediante imágenes verbalmente válidas en sí mismas. Delia Quiñónez exploró perspectivas líricas sobre las problemáticas sociales desde una visión femenina, la cual se expresaba mediante un léxico forjador de imágenes poéticas que remitían a formas coloquiales propias de la cotidianidad popular. Roberto Obregón experimentó con registros poéticos antiguos, como los de la Biblia judeo-cristiana y el Popol Vuh, mezclándolos con hablas populares, para dar cuenta de mentalidades y costumbres que él percibía como componentes básicos de lo nacional-popular; un operativo muy parecido al de Asturias, sólo que en Obregón lo real no era tratado con ribetes mágicos sino mediante abordajes a menudo humorísticos de las lacerantes realidades derivadas de la dialéctica latiminifundista del atrasado capitalismo local. Aunque Luis de Lión no perteneció al Grupo Nuevo Signo, sí fue amigo y compañero generacional de sus integrantes, y también escribió una poesía en la que el elemento coloquial define una visión de mundo mestiza que se expresa desde su condición de indígena ladinizado. Arango representa una especie de contraparte complementaria de la poesía de De Lión, porque, como veremos, Arango expresa una visión de mundo igualmente mestiza pero desde su condición de ladino indianizado.

 

El poeta y su mestizaje doloroso

Luis Alfredo Arango nació en 1935 en Totonicapán, en la zona indígena del altiplano, y murió en el 2001 en la ciudad de Guatemala. Perteneciente a una clase media rural ladina, se hizo maestro de educación primaria y desde esa posición conoció y vivió las realidades lacerantes de la diferenciación clasista y étnica de su pequeña Guatemala, regida por oligarcas y militares, y desangrada por luchas populares reprimidas. Contrajo matrimonio con una mujer indígena y mantuvo siempre un apego a su terruño, el cual, en última instancia, constituyó el núcleo afectivo del que dedujo su poética y su política.


Arango aprendió tempranamente a mimetizarse con sus bosques, montañas y ríos, como le ocurre a cualquier niño que crezca en un ambiente rural exuberante y de paisajes extáticos. El amor al terruño no fue en él un resultado de conductas ni poéticas aprendidas sino de contactos primarios en los que la inocencia fija para siempre en la subjetividad una noción vigorosa e irrenunciable de pertenencia. Es por ello que le canta a lo que en la naturaleza él percibe como popular: por ejemplo, al clarinero (“pájaro de indios”), de cuyos movmientos extrae toda una poética cuando dice:

 

Para hacerte poemas

hay que hacer como vos:

dar saltitos, volar,

levantar las palabras

y hacerlas llover.

 

El pueblo lo subyuga a la vez con dolor y dicha. Se duele de la condición miserable de los campesinos indígenas, y vibra de alegría con sus costumbres, su sentido del humor, su risa soterrada por la explotación. Y deriva de todo eso un orgullo localista, una identidad ligada a lugares que le han desatado los sueños y con los cuales se funde como si él mismo fuera un árbol más, un río más, una nube más, cruzado por su propio mestizaje, asumido en la adhesión simultánea a valores “paganos” y tradiciones cristianas. Por eso dice:

 

Yo viví trescientos años acostado, embrocado sobre el río Samalá. Con los pies en Chingonom y las manos en el barrio de Santiago.

 

Él pertenece al pueblo como el pueblo le pertenece a él. Por eso lo percibe como un objeto amado al que conoce como a sí mismo:

 

A Toto lo doblo. Lo desdoblo. Lo saco al sol. Me lo pongo. Lo despulgo con cariño. Le quito los piojos. Le examino las costuras. Lo dejo a la intemperie llevando serenos y aguaceros (...)

 

De esta identificación con el terruño, con su gente más humilde y con las hibridaciones que han hecho históricamente posible los mestizajes culturales guatemaltecos, el poeta pasa a tomar conciencia de la realidad política que rige los ámbitos de su vida, y se burla de las ideologías patrias de quienes son los dueños de la tierra y hacen posible ese clima de opresión al expulsar de las ventajas de la ciudadanía a los estratos populares en los que él se mueve y a los que irrenunciablemente pertenece. Sin perder su agudo sentido del dolido humor popular, el poeta dice:

 

La patria es un discurso

que todos conocemos.

Es una hemeroteca

repleta de cadáveres, anuncios y

crónicas sociales.

 

Acto seguido, procede a hacer un recuento de los elementos dolorosos de esa situación e, inesperadamente, concluye involucrándose brutalmente como responsable de sus desgracias y, en un acto poético suicida, exclama:

 

Hasta que me di cuenta que

yo también soy un farsante

 

¡y me prendí fuego!

 

Prenderse fuego equivale no tanto al sacrificio del bonzo cuanto al ritual de Kukulkán cuando se incendia a sí mismo y se eleva hacia el cielo, convertido en la Estrella de la Mañana, después de prometerle a su pueblo volver para liberarlo de su propio infierno, el Xibalbá que todos llevamos dentro. Siguiendo esta senda mística, Arango hace de pronto un alto en el camino para reflexionar sobre su poesía, remitiéndola a otros registros estéticos quizá opuestos a los suyos, y llega a la siguiente conclusión:

 


Me dijo un viejo amigo que

no leo

que no estudio

que todo lo que escribo

ha sido dicho ya miles de veces

que en todo el mundo

no hay más que diez

o doce libros esenciales

que

lo demás es puro desperdicio.

Es verdad

yo no poseo nada más grande que

mi ignorancia

sólo tengo una gran oscuridad

en la que hasta la más humilde luz

puede brillar intensamente.

 

Y es esta la luz de su poesía: una luz sencilla y vibrante como el agua, como las piedrecitas en el lecho del arroyo. Estas convicciones estéticas populares lo llevan a examinar desde la misma óptica el pensamiento filosófico, conjugando ideas místicas con imágenes que evocan al populacho dicharachero, de ideas concretas y prácticas:

 

Ahora entiendo eso de la fe

que mueve montañas

... sobre patitas de hormigas.

 

Un populacho que oscila entre el proletariado rural y las capas medias más depauperadas, y en las que los chistes con juegos de palabras constituyen un entretenimiento cotidiano, como cuando, en versitos cómicamente rimados que recuerdan los romances viejos, algunos epigramas y las letras de los corridos, el poeta dice:

 

Un zopilote alienado

que renegó de su pueblo,

quiso pasarla de gringo

con el cogote encalado.

 

¿De qué te sirve el repello

—le dijo un zanate al vuelo—

Si aunque te pintés de blanco

seguís comiendo... de aquello?

 

Pero al mismo tiempo que el poeta recrea el humor popular, también se embebe en la contemplación del embrujo de la naturaleza. Por eso, al estilo de los antiguos chinos, da cuenta del movimiento milagroso de la vida animal y vegetal con pinceladas de verbo popular que captan detalles para expresar totalidades:

 

Los torditos van trepando la colina

son gregarios

si uno vuela

vuelan todos

dan un giro

lo dibujan en el aire

aletean sobre un pino

“¡este no... mejor el otro!”

 

Estas contemplaciones plásticas, cinéticas, llevan al poeta a tomar partido amoroso por el pueblo en el que él ve los mismos rasgos hermosos de la naturaleza. Por eso, encarnando al pueblo en las aves que observa, apunta con duro sarcasmo que expresa el dolor de la impotencia ante la opresión violenta:

 

Los verdaderos pájaros

no toman píldoras para dormir

ni saben qué diferencia hay

entre una aspirina y una bala

 


Y, además, toma conciencia de que es la situación del pueblo la que define las acciones populares y no las retóricas construidas para endulzarle el oído. Por eso, enarbolando una imagen que muchas buenas conciencias considerarían profana, dice con humor dolorido:

 

¡Aquel pueblo tenía

tanta hambre que se comió a la paloma de la paz...!

 

Este verso puede interpretarse también como la opción del poeta por la violencia guerrillera por la que transitaban las luchas populares de su tiempo. Una opción de poeta, por supuesto, pues nunca se aprestó, por fortuna para sus lectores, a sustituir su oficio de hacedor de versos por el de guerrillero, como ocurrió con algunos contemporáneos suyos, quienes se lanzaron a ese abismo sin mucha fortuna. Arango acepta la violencia como algo irremediable para un pueblo con hambre, pero también busca la paz. No una paz bienpensante, sino una ganada a pulso:

 

Voto por la paz

pero por una paz nacida

de la justicia.

 

Su visión popular del mundo lo hace definir los objetos que utiliza el pueblo desde la óptica animista del pensamiento mágico y desde una percepción erótica, suya, de ese animismo. Por eso, convierte los instrumentos musicales en objetos vivos que encarnan los deseos de quienes se deleitan con sus notas:

 

Al arpa le gustan las caricias

—¡la enloquecen!—

por eso es que siempre termina

en aguaceros torrenciales.

 

La experiencia del pueblo lo es todo para él. Si esa experiencia desaparece, su poesía, su identidad mestiza, su sabiduría popular desaparece:

 

Sólo el caminante sabe

cuánto vale un palmo de sombra

en el camino

 

Y sólo el poeta sabe lo que es un palmo de poesía conquistado a la iniquidad. El poeta caminante Luis Alfredo Arango transcurrió los senderos de su país con el dolor de su pueblo a cuestas: se dolió, derramó lágrimas de impotencia y cantó su desesperanza en versos llenos de vida y de humor popular. Buscaba, como sus contemporáneos, forjar una poesía con los materiales más sencillos. Y aunque este afán animó también la poesía del Grupo Saker-ti durante los años de la revolución de octubre, así como la llamada “poesía revolucionaria” o guerrillera de Otto René Castillo, Roberto Obregón y otros, Arango y sus amigos del Grupo Nuevo Signo buscaron expresar al pueblo sin altisonancias populistas ni martirologios deliberados, yendo a las hablas locales para construir con ellas las lenguas poéticas que expresarían una visión popular y mestiza de su pueblo. Cada poeta de ese grupo logró hacerlo de manera original. Arango lo hizo buscando la sencillez y la pulcritud de un verso basado en hablas simples que, como en los aforismos, encierran verdades hondas y certezas irrenunciables.

Arango tuvo muchos seguidores que se inspiraron en su ejemplo para hallar su propia expresión literaria. El pupilo más evidente es Humberto Ak’abal, quien tomó de Arango el verso liso y simple que expresa sentimientos intensos a menudo por medio de lo que se deja de decir, y también la manera como Arango expresó el humor popular del altiplano indígena, mediante expresiones breves e ingeniosas. Esta herencia poética mestiza les ha servido a poetas que no se consideran mestizos sino “mayas” puros, para expresarse en castellano, reclamando para sus versos la continuidad de la “poesía maya” de la antigüedad precolombina. Sin embargo, como siempre ocurre, la historia se encarga de develar los entretelones de la pretensión fallida de originalidad absoluta, echando luz sobre un hecho tan cierto como evidente: que la originalidad se construye siempre sobre las espaldas de los maestros.

Pero más allá de apropiaciones válidas y no tan válidas de la poesía de Arango, su herencia poética constituye un reservorio de identidad cultural que a cualquier guatemalteco y, en general, a cualquier lector de habla hispana, le depara recorridos intensos por los terrenos de la subjetividad de un hombre que vivió la vida como la quiso vivir, y que encontró mediante sus versos la razón de su existencia. El mérito de Luis Alfredo Arango es haber expresado con amor vibrante y estética impecable los hallazgos poéticos de su cosmovisión mestiza, guatemalteca y popular desde su condición ladina. Y este es un logro por el que bien valieron la pena la vida y la lucha de este extraordinario creador. Ante él dejo ahora a los lectores, abriéndoles esta puerta de entrada a su corazón nostálgico:

 

Yo soy EL QUE RECUERDA.

 

Deberían llamarme:

Calle de Años,

Calle de Almas,

Callejón de Testimonios. 


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Número 181 | setembro de 2021

Artista convidada: Virginia Tentindo (Argentina, 1931)

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