El movimiento cultural guatemalteco de los años 70 del siglo XX
Después
de la poesía del nacionalismo populista del Grupo Saker-ti, de la novela rural
e indigenista del realismo social, de la estética muralista en la plástica (en
los años 50) y de la “poesía revolucionaria” (en los años 60) —cuatro fenómenos
artísticos producidos por la revolución democrática de 1944, los tres primeros
como expresión orgánica de la misma y el cuarto como expresión rebelde ante su
truncamiento y la consiguiente frustración ciudadana—, los escritores y artistas
jóvenes de principios de los años 70 se vieron condicionados por un fenómeno
que desde los 60 cambió las costumbres de la ciudad de Guatemala, hasta entonces
antañona y provinciana, y que inauguró todas las modalidades conocidas de la cultura
urbana como algo diferenciado de las culturas rurales: el proceso de modernización
urbanística derivado del proyecto de industrialización regional llamado Mercado
Común Centroamericano (MCC), que se tradujo en la instalación de plantas industriales
en la periferia de la ciudad, dando lugar a una planificación urbanística que
hasta entonces no se había juzgado necesaria.
Con la instauración del MCC (que luego se truncó
y estancó en una simple zona de libre comercio que no estimuló los mercados internos),
la cultura urbana se asentó en Guatemala, y los drive-ins y los parking-lots
y la fast-food vinieron a ambientar la música rock que desde
los años 60 tenía un importante espacio urbano de difusión juvenil: la Radio
9-80. Las capas medias urbanas tomaban conciencia de su importancia y se autodefinían
según sus capacidades de consumo de espacios y productos típicos de la urbanidad,
como los pasos a desnivel, los autocinemas, las discotecas, las boutiques, las galerías
de arte y los moteles. A todo esto se unía el auge de un fenómeno de enorme impacto
social: la guerrilla urbana, que competía con —y a menudo superaba en audacia y
espectacularidad a— los Tupamaros de Uruguay.
Como parte de este proceso de industrialización
y modernización urbanística y también como respuesta a su estímulo, a lo largo
de esta década Guatemala vivió el nacimiento y desarrollo de un movimiento cultural
que renovó localmente la plástica, la arquitectura, la música, el teatro, la
poesía, la narrativa y el periodismo. No se trató sólo de un movimiento literario
sino de algo mucho más amplio, ya que incluso las primeras expresiones artísticas
indígenas empezaron a ocupar los espacios tradicionalmente ocupados por la criollez
y la ladinidad, alcanzando la comercialización de sus cuadros en las escasas galerías
de arte de las zonas más elegantes de la ciudad.
El contexto poético
La producción
poética de la década de los años 70 del siglo XX en Guatemala, estuvo marcada
por dos grupos literarios: La Moira, cuyos miembros fueron René Acuña, Manuel
José Arce, Carlos Zipfel y García y Luz Méndez de la Vega (quien publicaba sus
versos bajo el seudónimo de Lina Márquez, y a quien puede considerarse con toda
justicia como la pionera del feminismo y de la poesía feminista en Guatemala, así
como la referencia obligada de lo que se hizo después en materia de “poesía de
mujeres”), y por el Grupo Nuevo Signo, de mayor organicidad y con una definida militancia
política y estética, integrado por Luis Alfredo Arango, Antonio Brañas, Francisco
Morales Santos, José Luis Villatoro, Julio Fausto Aguilera y Delia Quiñónez,
al cual se incorporó, insuflándole nuevos bríos, Roberto Obregón cuando recién
llegó a Guatemala luego de estudiar filosofía en Moscú y haber publicado allá
algunos poemarios traducidos al ruso y otros idiomas soviéticos.
Junto a producciones poéticas individuales como
las de Alaide Foppa y las de Isabel de los Ángeles Ruano, de intensos tonos líricos
que exploran visiones femeninas del mundo, Nuevo Signo era a la vez un nexo de continuidad
y ruptura respecto del “sakertismo” y sus búsquedas y exaltaciones nacionalistas,
sólo que esta vez los poetas experimentaban intensamente con hablas populares para
expresar las visiones de mundo que conformaban los imaginarios colectivos. Si, por
su lado, Arango hacía versos que exponían con humor coloquial las mentalidades
indígenas y ladinas rurales, Villatoro forjaba momentos poéticos con imágenes
hechas a partir de giros secos y directos del habla popular, y Morales Santos buscaba
su yo poético mediante audaces metáforas a menudo casi sensoriales. Por su parte,
Aguilera evocaba lo popular mediante un verso sencillo y cuidadoso que perseguía
ideas y sentimientos brotados del dolor y la frustración, y Brañas se esforzaba
por lograr una poesía más interiorista mediante imágenes verbalmente válidas
en sí mismas. Delia Quiñónez exploró perspectivas líricas sobre las problemáticas
sociales desde una visión femenina, la cual se expresaba mediante un léxico forjador
de imágenes poéticas que remitían a formas coloquiales propias de la cotidianidad
popular. Roberto Obregón experimentó con registros poéticos antiguos, como los
de la Biblia judeo-cristiana
y el Popol Vuh, mezclándolos con hablas populares, para dar cuenta de mentalidades
y costumbres que él percibía como componentes básicos de lo nacional-popular;
un operativo muy parecido al de Asturias, sólo que en Obregón lo real no era tratado
con ribetes mágicos sino mediante abordajes a menudo humorísticos de las lacerantes
realidades derivadas de la dialéctica latiminifundista del atrasado capitalismo
local. Aunque Luis de Lión no perteneció al Grupo Nuevo Signo, sí fue amigo y
compañero generacional de sus integrantes, y también escribió una poesía en
la que el elemento coloquial define una visión de mundo mestiza que se expresa
desde su condición de indígena ladinizado. Arango representa una especie de contraparte
complementaria de la poesía de De Lión, porque, como veremos, Arango expresa una
visión de mundo igualmente mestiza pero desde su condición de ladino indianizado.
El poeta y su mestizaje doloroso
Luis Alfredo
Arango nació en 1935 en Totonicapán, en la zona indígena del altiplano, y murió
en el 2001 en la ciudad de Guatemala. Perteneciente a una clase media rural ladina,
se hizo maestro de educación primaria y desde esa posición conoció y vivió las
realidades lacerantes de la diferenciación clasista y étnica de su pequeña Guatemala,
regida por oligarcas y militares, y desangrada por luchas populares reprimidas.
Contrajo matrimonio con una mujer indígena y mantuvo siempre un apego a su terruño,
el cual, en última instancia, constituyó el núcleo afectivo del que dedujo su
poética y su política.
Para hacerte poemas
hay que hacer como vos:
dar saltitos, volar,
levantar las palabras
y hacerlas llover.
El pueblo lo subyuga a la vez con dolor y dicha.
Se duele de la condición miserable de los campesinos indígenas, y vibra de alegría
con sus costumbres, su sentido del humor, su risa soterrada por la explotación.
Y deriva de todo eso un orgullo localista, una identidad ligada a lugares que le
han desatado los sueños y con los cuales se funde como si él mismo fuera un árbol
más, un río más, una nube más, cruzado por su propio mestizaje, asumido en la
adhesión simultánea a valores “paganos” y tradiciones cristianas. Por eso dice:
Yo viví trescientos años
acostado, embrocado sobre el río Samalá. Con los pies en Chingonom y las manos
en el barrio de Santiago.
Él pertenece al pueblo como el pueblo le pertenece
a él. Por eso lo percibe como un objeto amado al que conoce como a sí mismo:
A Toto lo doblo. Lo desdoblo.
Lo saco al sol. Me lo pongo. Lo despulgo con cariño. Le quito los piojos. Le examino
las costuras. Lo dejo a la intemperie llevando serenos y aguaceros (...)
De esta identificación con el terruño, con
su gente más humilde y con las hibridaciones que han hecho históricamente posible
los mestizajes culturales guatemaltecos, el poeta pasa a tomar conciencia de la
realidad política que rige los ámbitos de su vida, y se burla de las ideologías
patrias de quienes son los dueños de la tierra y hacen posible ese clima de opresión
al expulsar de las ventajas de la ciudadanía a los estratos populares en los que
él se mueve y a los que irrenunciablemente pertenece. Sin perder su agudo sentido
del dolido humor popular, el poeta dice:
La patria es un discurso
que todos conocemos.
Es una hemeroteca
repleta de cadáveres, anuncios
y
crónicas sociales.
Acto seguido, procede a hacer un recuento de
los elementos dolorosos de esa situación e, inesperadamente, concluye involucrándose
brutalmente como responsable de sus desgracias y, en un acto poético suicida, exclama:
Hasta que me di cuenta que
yo también soy un farsante
¡y me prendí fuego!
Prenderse fuego equivale no tanto al sacrificio
del bonzo cuanto al ritual de Kukulkán cuando se incendia a sí mismo y se eleva
hacia el cielo, convertido en la Estrella de la Mañana, después de prometerle
a su pueblo volver para liberarlo de su propio infierno, el Xibalbá que todos llevamos
dentro. Siguiendo esta senda mística, Arango hace de pronto un alto en el camino
para reflexionar sobre su poesía, remitiéndola a otros registros estéticos quizá
opuestos a los suyos, y llega a la siguiente conclusión:
no leo
que no estudio
que todo lo que escribo
ha sido dicho ya miles de veces
que en todo el mundo
no hay más que diez
o doce libros esenciales
que
lo demás es puro desperdicio.
Es verdad
yo no poseo nada más grande
que
mi ignorancia
sólo tengo una gran oscuridad
en la que hasta la más humilde
luz
puede brillar intensamente.
Y es esta la luz de su poesía: una luz sencilla
y vibrante como el agua, como las piedrecitas en el lecho del arroyo. Estas convicciones
estéticas populares lo llevan a examinar desde la misma óptica el pensamiento
filosófico, conjugando ideas místicas con imágenes que evocan al populacho dicharachero,
de ideas concretas y prácticas:
Ahora entiendo eso de la fe
que mueve montañas
... sobre patitas de hormigas.
Un populacho que oscila entre el proletariado
rural y las capas medias más depauperadas, y en las que los chistes con juegos
de palabras constituyen un entretenimiento cotidiano, como cuando, en versitos cómicamente
rimados que recuerdan los romances viejos, algunos epigramas y las letras de los
corridos, el poeta dice:
Un zopilote alienado
que renegó de su pueblo,
quiso pasarla de gringo
con el cogote encalado.
¿De qué te sirve el repello
—le dijo un zanate al vuelo—
Si aunque te pintés de blanco
seguís comiendo... de aquello?
Pero al mismo tiempo que el poeta recrea el humor
popular, también se embebe en la contemplación del embrujo de la naturaleza. Por
eso, al estilo de los antiguos chinos, da cuenta del movimiento milagroso de la
vida animal y vegetal con pinceladas de verbo popular que captan detalles para expresar
totalidades:
Los torditos van trepando la
colina
son gregarios
si uno vuela
vuelan todos
dan un giro
lo dibujan en el aire
aletean sobre un pino
“¡este no... mejor el otro!”
Estas contemplaciones plásticas, cinéticas,
llevan al poeta a tomar partido amoroso por el pueblo en el que él ve los mismos
rasgos hermosos de la naturaleza. Por eso, encarnando al pueblo en las aves que
observa, apunta con duro sarcasmo que expresa el dolor de la impotencia ante la
opresión violenta:
Los verdaderos pájaros
no toman píldoras para dormir
ni saben qué diferencia hay
entre una aspirina y una bala
¡Aquel pueblo tenía
tanta hambre que se comió
a la paloma de la paz...!
Este verso puede interpretarse también como
la opción del poeta por la violencia guerrillera por la que transitaban las luchas
populares de su tiempo. Una opción de poeta, por supuesto, pues nunca se aprestó,
por fortuna para sus lectores, a sustituir su oficio de hacedor de versos por el
de guerrillero, como ocurrió con algunos contemporáneos suyos, quienes se lanzaron
a ese abismo sin mucha fortuna. Arango acepta la violencia como algo irremediable
para un pueblo con hambre, pero también busca la paz. No una paz bienpensante,
sino una ganada a pulso:
Voto por la paz
pero por una paz nacida
de la justicia.
Su visión popular del mundo lo hace definir
los objetos que utiliza el pueblo desde la óptica animista del pensamiento mágico
y desde una percepción erótica, suya, de ese animismo. Por eso, convierte los
instrumentos musicales en objetos vivos que encarnan los deseos de quienes se deleitan
con sus notas:
Al arpa le gustan las caricias
—¡la enloquecen!—
por eso es que siempre termina
en aguaceros torrenciales.
La experiencia del pueblo lo es todo para él.
Si esa experiencia desaparece, su poesía, su identidad mestiza, su sabiduría popular
desaparece:
Sólo el caminante sabe
cuánto vale un palmo de sombra
en el camino
Y sólo el poeta sabe lo que es un palmo de poesía
conquistado a la iniquidad. El poeta caminante Luis Alfredo Arango transcurrió
los senderos de su país con el dolor de su pueblo a cuestas: se dolió, derramó
lágrimas de impotencia y cantó su desesperanza en versos llenos de vida y de humor
popular. Buscaba, como sus contemporáneos, forjar una poesía con los materiales
más sencillos. Y aunque este afán animó también la poesía del Grupo Saker-ti
durante los años de la revolución de octubre, así como la llamada “poesía revolucionaria”
o guerrillera de Otto René Castillo, Roberto Obregón y otros, Arango y sus amigos
del Grupo Nuevo Signo buscaron expresar al pueblo sin altisonancias populistas ni
martirologios deliberados, yendo a las hablas locales para construir con ellas las
lenguas poéticas que expresarían una visión popular y mestiza de su pueblo. Cada
poeta de ese grupo logró hacerlo de manera original. Arango lo hizo buscando la
sencillez y la pulcritud de un verso basado en hablas simples que, como en los aforismos,
encierran verdades hondas y certezas irrenunciables.
Arango tuvo muchos seguidores que se inspiraron
en su ejemplo para hallar su propia expresión literaria. El pupilo más evidente
es Humberto Ak’abal, quien tomó de Arango el verso liso y simple que expresa sentimientos
intensos a menudo por medio de lo que se deja de decir, y también la manera como
Arango expresó el humor popular del altiplano indígena, mediante expresiones breves
e ingeniosas. Esta herencia poética mestiza les ha servido a poetas que no se consideran
mestizos sino “mayas” puros, para expresarse en castellano, reclamando para sus
versos la continuidad de la “poesía maya” de la antigüedad precolombina. Sin embargo,
como siempre ocurre, la historia se encarga de develar los entretelones de la pretensión
fallida de originalidad absoluta, echando luz sobre un hecho tan cierto como evidente:
que la originalidad se construye siempre sobre las espaldas de los maestros.
Pero más allá de apropiaciones válidas y no
tan válidas de la poesía de Arango, su herencia poética constituye un reservorio
de identidad cultural que a cualquier guatemalteco y, en general, a cualquier lector
de habla hispana, le depara recorridos intensos por los terrenos de la subjetividad
de un hombre que vivió la vida como la quiso vivir, y que encontró mediante sus
versos la razón de su existencia. El mérito de Luis Alfredo Arango es haber expresado
con amor vibrante y estética impecable los hallazgos poéticos de su cosmovisión
mestiza, guatemalteca y popular desde su condición ladina. Y este es un logro por
el que bien valieron la pena la vida y la lucha de este extraordinario creador.
Ante él dejo ahora a los lectores, abriéndoles esta puerta de entrada a su corazón
nostálgico:
Yo soy EL QUE RECUERDA.
Deberían llamarme:
Calle de Años,
Calle de Almas,
Callejón de Testimonios.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 181 | setembro de 2021
Artista convidada: Virginia Tentindo (Argentina, 1931)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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