Hace unos días Edgar me trajo su libro Acedia como quien lleva a la abuela al hijo
recién nacido. Me lo confió. Manifestó alguna resistencia —¿timidez, acaso?— cuando
le pedí que me lo dedicara. No les voy a molestar con la dedicatoria, es en exceso
hiperbólica. Poco después le dije a Edgar me habló de la presentación de Acedia. Acepté. Aquí estoy.
Es posible que todos los asistentes aquí sepan qué
es “acedia”, la palabra que da título al libro. Yo no lo sabía, pero para eso están
los diccionarios y hace no tan pocos años el Internet. Investigué. Ya les contaré.
La primera impresión al tener en mano este libro
de poesía es que es verdaderamente bello. Su diseño es espectacular, su impresión
es pulcra. Su tiraje es corto, quinientos ejemplares de los que cien en tapa dura.
Los interiores están impresos en dos tintas, negro y rojo, colores de la bandera
de la anarquía: rojo como sangre o fuego; negro como el espacio sideral que el rayo
de luz atraviesa, pero en la que —por falta de aire— no se refracta, razón por la
cual es, para nosotros, invisible. En la encuadernación del libro se insertan varias
hojas impresas a todo color. La cubierta de cuatrocientos ejemplares difiere de
la que se hizo para los cien de pasta dura, con camisa; más sombría que la primera,
está también impresa a todo color. El libro está inundado de ilustraciones que son
regalos de dieciocho artistas. (Cuatro más donaron obras para la publicación del
libro.) Las ilustraciones, sean de una tinta o de muchos colores, son todas reproducciones
de obras de arte de colegas entre los cuales yo soy probablemente la que peina una
cantidad mayor de las ya mencionadas canas.
Al hojear por primera vez el libro y leer uno que
otro poema, surgió ante mí la imagen del pez que el pescador acaba de sacar del
agua y que lanza al fondo del bote. El pez está vivo, pero fuera de su elemento
—el agua—, y se debate a coletazos, golpeando uno y otro lado de la popa, sin lograr
volver al líquido que le daba vida. Si en este momento se le vuelve al agua, vivirá.
Si no, morirá poco a poco, debatiéndose cada vez menos, hasta quedar inmóvil.
Tras mi repasada perentoria del libro, me detuve
para examinarlo más de cerca y comencé mi inventario. Leí la amable y buena introducción
de Askari Mateos. Conté en el libro siete secciones y una especie de poema-colofón
llamado “Final”. Cincuenta poemas en total. Largos muy variables, en verso y en
prosa.
Al leer el libro poema por poema, encontré en la
página 32 el título “Disonancia de un pez fuera del agua”. Esto me llevó a entender
que el autor se identifica también con la metáfora que yo había concebido en mi
primera hojeada.
Hay libros que se hacen populares y famosos porque
la gente encuentra en ellos poemas que puede recitar a la persona amada. En este
libro hay algunos que pueden servir para ese propósito, y cuando aparecen, sorprenden.
Puedo mencionarlos. “Dormir la hoja” puede ser un poema de amor. “Risa negra” lo
es, más o menos. “Carnero estelar” es casi amoroso, así como “Pez labra” y “Puerta
de amor”. Y también pueden ser útiles regalos algunos de los haikús. Sin embargo,
los poemas amorosos son una porción minoritaria del libro.
Lo esencial que se constata en este libro es que
su autor es un explorador de la sombra. Se supondría que todo lo que está bañado
en luz tiene su sombra, pero a Edgar no le toca experimentar la luz, en su entorno
no se refracta. Se nota que Edgar percibe casi exclusivamente el vacío sideral,
la falta de aire que pudiera refractar la luz, o la falta de agua para el pez en
el fondo del bote.
En mi búsqueda del significado de la palabra acedia encontré en su etimología el término
griego “akedeia”, que significa sin-preocupación. Una raíz más antigua de la palabra
está en el protoindoeuropeo “keh-dos” que significa preocuparse, cuya raíz, a su
vez es “keh-d”, que significa “odiar”. Como sinónimos de “acedia” encontré “aflicción,
desdicha, pena, pesadumbre, quebranto, tribulación y tristeza”. Todos estos sinónimos
se pueden aplicar a poemas de este libro. En cambio, su antónimo, “alegría”, está
oculto.
Repito: los poemas presentan el ánimo de quebranto
y tribulación del pez que está fuera del agua. No sé cuál es el agua que le falta
al pez que es Edgar. El poema “Disonancia de un pez fuera del agua” es particularmente
lírico. Tiene citas de poemas cuyos autores no he podido reconocer. Las percepciones
son sutiles, y vienen de una interioridad muy plena de emoción. Estos misterios
nos acercan al poeta. Además, este poema está impreso frente a otro que nos presenta
el dilema de Hamlet, quien se pregunta si la cosa es ser o no ser.
Un elemento que no se debe dejar de mencionar en
lo mucho que se puede hablar de este libro, es su carácter conscientemente subversivo,
rebelde. Comienza con la mención de un escupitajo y termina con evocación de lo
mismo. Hay culturas que consideran que escupir es bueno, en la nuestra es signo
repulsivo de mala educación. La saliva sin embargo esconde elementos curiosos. Por
ejemplo, cuando se quiere examinar el genoma humano de alguien le piden que mande
una muestra de su saliva. Esa muestra de saliva puede revelar los orígenes y las
características de la vida de la persona, es un espejo en que se puede encontrar,
como en un juego de maravillas, que mis antepasados al salir de África fueron primero
a zonas del planeta que yo nunca he oído mencionar, o que por herencia puedo contraer
la diabetes. No dejaré de mencionar aquí que si Edgar Saavedra usa elementos subversivos
¡no puede ser indiferente, no está sin preocupación, por lo cual no se puede afirmar
concretamente que sea acidioso!
Edgar, el pez que se debate por su vida en el bote,
quiere protestar su destino, quiere molestar, chocar, escandalizar a los débiles.
En el vacío sideral en que está sin poder percibir la luz que pasa a su lado, el
poeta manifiesta su contrariedad, su aflicción, su desdicha, su dolor y finalmente,
su tristeza. Busca una reacción, un cambio, una posibilidad de llegar a otra cosa.
Su reclamo incesante de la falta de agua y de aire nos hace ver que este libro no
señala un punto de llegada, sino que es transición hacia otro punto aún no alcanzado
en la travesía durante la “noche oscura del alma”.
Esta oscura noche la atravesamos todos, ciegos palpando
los muros del laberinto de estos días de sombras, para no perdernos en esta época
de cambios telúricos, de eventos aplastantes, de tristezas y penurias. Vamos con
el pez hacia el agua que brota desde el fondo que nos da vida. Vamos en busca del
aire en que hallar luz, para que ilumine horizontes nuevos.
Este libro-bitácora de la noche, esta bella joya,
queda como huella de nuestro paso por los instantes de duda como el que quedó también
registrado en el caminar durante la huida de la catástrofe de hace un millón de
años, descrita por la doctora Leakey. Edgar y yo, todos, venimos de la mujer que
entonces pasaba sobre la arena húmeda con su criatura en la cadera mientas recitaba
para su niño el poema que el poeta nos hace recordar: Vaga navega y divaga / pata patota patita. Ella salvó al niño.
Su esfuerzo nos dio a nosotros el impulso para la vida.
ESCULTURAS DE JAVIER MARÍN
Con el alma
y el cuerpo completamente desquiciados por los eventos y el ambiente que nos rodeaba
entramos al Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO) y participamos en el más
violento matrimonio del infierno y el cielo que Blake jamás hubiera podido imaginar.
Los contrastes, las emociones, las sensaciones no pueden haber sido más opuestos,
más estremecedores, más viscerales.
Afuera del museo
estuvimos envueltos en la multitud alimentada por la indignación, el odio aplastante,
la exasperación total, la impaciencia y resistencia sorda, estado mental y físico
de intolerancia, de amargura palpables en quienes están envueltos en una trágica
impasse de oposición entre voluntades
irreconciliables.
El gentío que
atravesamos con empecinada voluntad para llegar a una biblioteca estaba impregnado
de emociones que nos envolvieron, estábamos ante grupos de personas que hablaban
de asuntos que no aparentan tener solución y que tienen a la población entera en
vilo. La violencia emocional difícilmente puede ser mayor sin que seres humanos
frenéticos se ataquen, despedacen y devoren unos a otros. Nos rodeaba una multitud
de cuerpos reunidos en masa para resistir con sorda biología física lo que es insoslayable
y sobrecogedor, personas que se sienten oprimidas rebelándose sin descanso y sin
dar tregua a los que, como nosotros, inocentemente quieren pasar de un espacio a
otro con fines completamente ajenos a los de la multitud reunida.
De esto entramos
a otro ámbito, el del museo, donde se exhiben las esculturas de Javier Marín que
se manifiestan en la más desatada sensualidad, en formas humanas de expresión sexual,
visceral, orgánica, dentro de una estética atronadoramente sobrecogedora. Las esculturas
expresan lo que la multitud de afuera anhela, la solución a los conflictos del alma,
formas bellas, al tiempo que aterradoras y enormes, bellas en el sentido más puro
de lo maravilloso, bellas como la conjunción de la vida con la muerte, bellas, palpables,
luminosas y oscuras, formas que viven en la vista y el tacto, formas voluptuosas,
rostros colosales de mujer que estallan ante los ojos, que se despliegan como arcos,
volutas, piel remolinante, ola congelada, deseo realizado, impedido, amarrado, roto
y vuelto a recomponer, flor, carne, textura agitándose en el viento, arrastrado
por el agua — vida.
Para acoger
el estallido de voluptuosidad de las esculturas, el museo se ha desvestido de todo
elemento superfluo, las superficies y espacios que rodean las obras lucen claros,
diáfanos, ininterrumpidos por distracción alguna. Tres patios enormes abrazan amorosamente
las monumentales esculturas, las dejan hablar, resonar, como resuena una orquesta
sinfónica en una sala poblada de gente que está reteniendo el aliento mientras escucha,
envuelta en el milagro, el sonido de la ola musical, amorosa experiencia de belleza.
Afuera del museo
todo es sordo conflicto asesino, listo a despedazar al semejante, mientras que dentro
las formas se oponen, se entrelazan, se rompen y vuelven a armarse, se amarran unas
a otras en la expresión de tragedia y éxtasis, en expresión del milagro en que un
elemento acepta al otro, en vuelo sensual y espiritual complementarios y opuestos.
Ante la expresi6n de la furia, la irritación, la impaciencia, de la beligerancia,
la lucha por el poder, la pugna por sobreponerse unos a otros que se extiende por
las calles y salas de la ciudad se alza en el interior del museo la verdadera respuesta
que puede proponer el arte, la posibilidad del goce a través de los sentidos, la
posibilidad de la especulación, la expresión de tragedia, dentro del vuelo más elevado
de que es capaz la mente humana. La experiencia fuera del museo deprime y hiere
y la del interior de los tres patios eleva y exalta.
Las piezas escultóricas
examinadas de cerca y palpadas revelan fisuras, quebraduras, ranuras y cortes en
la materia, además de parches, junturas por medio de materiales diversos ajenos
al que da la forma misma. Hay también trazos arbitrarios, a veces geométricos, puntos
de expansión de la escala y muchas huellas de dedos, palma y pulgar del escultor.
La materia, al ser trabajada es obviamente blanda; a primera vista una de las figuras
colosales me ha parecido estar hecha de cera. Sólo cuando leí la ficha técnica me
enteré del nombre del material sintético que se ha usado. Este uso de material que
al esculpir es blando da texturas parecidas a las que se observan cuando una escultura
está hecha gestualmente usando cera o barro y luego llevada a fundir en bronce.
Las imágenes
las conforman casi exclusivamente figuras humanas en las que se destaca y evoca
la blandura de las carnes, el caprichoso movimiento de los cabellos, los músculos,
como el esternomastoide, exageradamente expresados en torsión. De hecho, la torsión,
el elemento que ha sido tan estimado en la escultura de la época tardía del arte
de la Grecia antigua y luego del arte del barroco y del manierismo, es una característica
a través de la cual Javier Marín logra una expresividad y dramatismo muy especiales.
Los cortes casi constantes en las formas, la fragmentación misma, conectan la obra
con el romanticismo, particularmente en el caso de la música de Schubert y Schumann.
Este es sin duda un escultor de gran sensibilidad, enormemente trabajador, conocedor
de su materia que aprovecha en sus virtudes y también en sus defectos. Es un creador
dinámico, viril, sensual, expresivo, de intenciones majestuosas y sobrecogedoras.
Sin duda Javier Marín conoce cabalmente el manejo de lo espacial, y presenta en
cada imagen un universo de sensaciones.
En tres patios
se separan tres modos de expresar volúmenes y espacios. En los tres modos hay expresión
de lo trágico y de lo vital y lo sensual. En el patio de la entrada las cabezas
gigantescas. En el patio siguiente cuatro figuras, hombres y mujeres suspendidos
en el aire, y en el patio que se halla a la izquierda al entrar, una monumental
columna, verdadero tótem, en la mejor tradición de la acumulación de figuras humanas
de Gustav Vigeland. Este último, escultor noruego, obtuvo subsidio durante toda
su vida para realizar una obra escultórica monumental que cubre todo un parque en
la ciudad de Oslo. Javier Marín necesita y merece un desafío de esa especie.
La fragmentación
de las figuras humanas en los tres grupos expresa tragedia y sondea elementos de
la realidad que conforma nuestra época en que se pasa de lo entero a lo segmentado,
de lo hueco a lo abultado, de lo biológico a lo artificial lacerante.
En la columna
totémica del tercer patio del MACO hay figuras humanas completas o fragmentadas,
pequeñas y grandes, junto con cabezas (algunas de ellas son verdaderos retratos),
segmentos de cuerpos en un movimiento en espiral ascendente, en un maelstrom, una vorágine que nos hace pensar
en tornados, trombas marinas, situación que tan bien representa la condición humana
de nuestros días, al tiempo que evoca los cadáveres de campos de concentración de
la Segunda Guerra Mundial y otros pavorosos genocidios. Delgados alambres parecen
amarrar unos trozos escultóricos a otros, especie de costura que fuera cruelísima
si de carnes se tratara. Esto y la fragmentación misma de las formas otorga al conjunto
un viso de tragedia.
Este elemento
trágico también lo comunican los cuerpos suspendidos del segundo patio. La falta
de contacto con el suelo de estos cuerpos da a este conjunto un sabor particularmente
angustioso. Los seres representados no son atletas que logran una proeza al desafiar
la gravedad: el mensaje es otro. Sólo la belleza del tratamiento del material hace
que el conjunto de la obra se pueda digerir, que se pueda soportar.
La exposición de esculturas de Javier Marín es ejemplo claro de cómo un artista de gran vuelo logra hacer interiorizar los avatares de la vida y cómo puede elevar los sentimientos mundanos a un nivel espiritual.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 182 | outubro de 2021
Artista convidada: Susana Wald (Hungria, 1937)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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