Fue hombre de granito, de aire y nube. Sólido e inasible.
Fue muy tierno y muy generoso. No se adaptó a Santiago, ni a Toronto, ni a Huayapan.
Otros tuvieron que adaptarse a él para absorber su inagotable esencia de poeta,
su indetenible, infrenable fluir de creador. Fue piedra filosofal que transformaba
a todo y a todos. Transmutaba lo invisible. Modelaba el aire, tallaba la palabra.
Grito y silencio, su presencia es inamovible, sutil y fugaz. Está aquí.
Amaba lo inalcanzable: las aves y su vuelo, el Río
Loa de su niñez del que no quedan huellas en el Desierto más seco del planeta. De
ese desierto él recordaba los pimientos plantados por su padre y los sutiles cosmos
seguramente regados por su madre. Absorbía lo que conectaba con su interior y el
resto caía de encima suyo como agua del plumaje de un pato.
Guardaba el recuerdo del lugar en que nació. En el
lugar nada guarda su recuerdo. Otros espacios, otras mentes aman y guardan su memoria
y sus palabras.
Vio, entendió, pero no se adaptó, ni a lo material
ni en lo literario. Que el mundo fuera donde él. Él no era del mundo.
Sus restos descansan en un cementerio indígena, en
un pueblo olvidado del olvidado Sur de México. Le gustaba vivir allí, a su manera.
Lo dijo. Llegó allí ¡porque le dio la gana!
Gozó los largos viajes por tierra de Toronto al sur
de México, los breves viajes de Huayapan al Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Su dicha
eran los días de sol y el verde de los árboles que veía por las ventanas.
Exudaba un intenso magnetismo personal al que nadie
escapaba. De modales suaves, manifestó rápidamente y en forma muy resguardada su
interés en mi persona. Fuimos a la cafetería de la Facultad de Medicina para poder
sentarnos y conversar un poco. Él era el que hacía preguntas y escuchaba atento
mis respuestas. Se vio agitado cuando supo mi nombre. Susana era un enigma que encontró
pocos meses antes en un sueño y que de repente estaba allí…
Me cubrió de regalos. Papel, un rincón apartado para
dibujar. Música. Un camafeo que encontró en quizás qué negocio de antigüedades.
Me traía sus primeros libros bellamente editados, siempre
con alguna imagen fascinante. Me leía sus poemas. Uno de estos, A Aloyse,
que escuché en la intimidad de mi automóvil estacionado, me tocó muy en especial.
Pensé que había perdido la razón. El poema es fruto del sondeo de la mentalidad
de los esquizofrénicos que él supo captar maravillosamente.
Desde diciembre de 1966 hemos vivido juntos. Casi 53
años. En el primer tiempo jamás estuvimos separados más de una hora o dos. Trabajamos
incesantemente, compartimos el espacio y la música que nos transportaba fuera de
lo cotidiano.
Fue él quien propuso que emigráramos a Canadá; creo
que esperaba una liberación, un horizonte amplio. En vez, se sumió en una sombra.
En el mundo anglófono todo le era extraño y perdió el contacto con muchos amigos
lejanos y cercanos a él. Quedó rodeado de silencios.
En el quinto año de nuestra estadía en Canadá pudimos
por fin viajar y ver personas cuyas ideas le eran afines. Fuimos primero a Francia
y un par de años más tarde a España. Nueve años después de llegar a Toronto nos
invitaron a participar en una exposición en México. Fuimos para estar presentes
en la inauguración. Por primera vez desde nuestra emigración ambos nos sentíamos
en nuestro elemento. Nueve años más tarde, en 1988, comenzó el ciclo de nuestros
viajes anuales de Toronto a Oaxaca, por tierra. Ludwig había llegado a su casa.
Poco después decidió quedarse en México. Al inicio de su vida en Oaxaca estuvo activo
en lo social. Brindó talleres de literatura y también de collages. Logró ayudar
a sus alumnos a publicar textos que elaboraron junto con él.
Construí una casa en San Andrés Huayapan. Tuvo que
venir un terremoto, dañarse considerablemente el departamento que arrendábamos en
Oaxaca, para que se mudara conmigo a la nueva casa. Los oaxaqueños no van a lugares
que les parecen lejanos, pocos de sus amigos viajaron para verlo en su nuevo domicilio.
Nosotros íbamos donde ellos. La casa es amplia. Capté el ánimo de la gente y hice
fiestas multitudinarias para celebrar sus cumpleaños. Cien o más personas. Al principio
le gustaban, pero con el paso de los años se volvió hacia dentro, se apartó de las
multitudes, quedó ensimismado en sus libros, su poesía y sus collages.
Cuando en Santiago se mudó conmigo llegó en un camión
cargado de cajas de libros. Varios miles. Al emigrar, de esa colección elegimos
mil quinientos que dejamos en resguardo y el resto lo regalamos, junto con la colección
de pinturas que él amaba. Todo se dispersó. En nuestros viajes a París, México,
Barcelona y Madrid, juntábamos libros para volver a edificar los cimientos y aumentar
el número de nuestros tesoros. Otros construían casas, nosotros aumentábamos la
colección de la biblioteca.
Otra pasión gran suya era publicar los textos y las
imágenes que amaba o que prefería. Era excelente diseñador de libros, desde su planeación
inicial, haciendo minúsculas maquetas, verdaderas joyas, hasta su estricta vigilancia
del trabajo de la imprenta. No se daba descanso en estas tareas. No se terminaba
de encuadernar un libro y ya tenía sus planes para el siguiente. El resultado fueron
nuestras dos sucesivos esfuerzos editoriales: Libros y una revista: en Casa de la
Luna, en Santiago; y libros otra vez en Oasis Publications, en Toronto, además de
nuestra revista El Huevo Filosófico. Luego, en Oaxaca, Vaso Comunicante: una revista
literaria y artística.
Le gustaba comer algunas cosas, pero se olvidaba de
la comida y no le llamaban la atención los esfuerzos culinarios de cercanos y ajenos.
Lo que le tentaba a fondo era todo lo dulce. Comía lo que no le gustaba para así
llegar al postre.
Me parece que adquirió una disciplina interior y una
fuerza sobrecogedora para realizar sus trabajos durante los cuatro años en que estuvo
de novicio entre los jesuitas. La esencia de lo religioso fue su guía y su sostén.
Pero, a pesar de que había hecho sus votos, se alejó sin permiso de la Compañía
y de todo lo que tiene que ver con las jerarquías eclesiásticas. Y también de otras.
Practicaba su religión personal e íntimo con sus propios rituales secretos.
No tuvo reparos en compartir con todos, gente de clases
sociales altas, gente con dinero o pretensiones elitistas, así como con gente de
pocos recursos. Conoció el hambre y la pobreza. Decía que se necesitaba ser “buen
pobre”, es decir mantenerse firme en la vida interior y sus manifestaciones incluso
dentro de la pobreza. No le importaban las carencias a las que a menudo nos vimos
sometidos. Su visión era interior, no le interesaban adornos ni atenciones, ni halagos.
Tenía un concepto naif de todo lo que se refería a
asuntos de dineros. Le gustaba jugar a imaginar qué harían él u otros con cantidades
enormes de dinero. Castillos en el aire, imágenes de acceso a mujeres que le atraían
o que su imaginación creaba. Su sed de la compañía, o de la presencia femenina no
lo abandonó nunca. Era el motor de su producción poética.
Nuestra relación fue de amor, de ese amor que mueve
el sol y las estrellas, como dice el Dante. Vivimos juntos, viajamos juntos y disfrutamos
de todo y de todos. Nuestro muy abundante trabajo en colaboración fue verdaderamente
excepcional y ejemplar; además nos daba enorme satisfacción y constantes sorpresas.
Verdadera expresión de lo maravilloso. Vivimos nuestro amor en libertad y verdadera
entrega. Entre nosotros no hubo secretos.
Se fue de a poco, repitiendo un mantra de amor. En
su última hora miraba fijo la luz que fue su guía toda la vida. Luz de amor, de
poesía, de infinito. La luz de lo absoluto.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 180 | setembro de 2021
Artista convidada: Virginia Tentindo (Argentina, 1931)
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¡Hermosa semblanza!!!!!!!!!!!
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