terça-feira, 28 de setembro de 2021

SUSANA WALD | Viajo desde muy temprana edad, [seguido de] Climas, plantas y selva oscura

 


Desde la infancia hago viajes imaginados, recogiendo detalles desde libros que me tienen atrapada. El primero de estos libros es Szív, es decir, Corazón, de Edmundo de Amicis. En este libro, que pretende ser el diario de un niño, y que me conecta con personajes, paisajes y eventos de Italia, aparece un cuento llamado “Marco, de Los Apeninos a Los Andes.” En la bruma de la memoria asumo que este libro me lo regalan en Hungría. Me acompaña muchos años. La historia del niño que viaja desde Génova, en Italia, hasta el interior de Argentina se asemeja a la mía. Cuando yo tengo 11 años, como el héroe llamado Marco, mis padres emigran desde Budapest hasta Buenos Aires, haciendo escala en Verona, en el norte de Italia. Marco también llega a Buenos Aires, cosa prácticamente obligada en los tiempos en que los viajes se hacen en barco. El viaje de Marco y el nuestro parte de Génova, a una travesía trasatlántica de tres semanas. Marco viaja luego al interior de Argentina, ahora supongo que en barco y en tren. Mi viaje a ese interior se da en las clases de geografía de quinto de primaria, en Buenos Aires.

Para esas fechas yo aprendo que la Tierra es redonda, cosa que me hace fácil absorber otro libro, el de Los hijos del Capitán Grant, de Julio Verne. Este libro inicia con el encuentro en el estómago de un tiburón de una botella dentro del cual hay un mensaje trilingüe en que un náufrago escribe su ubicación y pide ayuda para que lo salven. La humedad daña los tres textos, la mención de la longitud se pierde junto con otros detalles y de la reconstrucción de los textos queda legible que quien necesita auxilio se encuentra en el paralelo 37. Yo soy del año 1937, este número me resulta atrayente. Además, el detalle me fascina, porque da origen a una circunvalación de la Tierra, que es el tipo de viaje con que siempre sueño.

El tal náufrago es el padre de dos niños que por útil ardid del novelista que va hilando el relato están justamente en el lugar en que vive la persona adinerada a quien le llega noticia del tiburón y que luego financia los gastos del enorme viaje. Así los niños como yo que leen el libro pueden identificarse mejor con los pormenores del intrincadísimo relato con muchas ramificaciones que esboza Verne hasta llegar a la isla donde encuentran al náufrago; un viaje con un final feliz.

Se da el hecho de que soy hija de un vendedor viajero. Mi papá siempre vuelve de sus viajes con algo en manos y cosas que comentar. Su ausencia es zozobra, y su llegada, fuente de dicha. Mi padre es un hombre extremadamente sociable que tiene amistades en una zona grande del país; mucha gente le conoce y él mismo ubica a muchos con toda su parentela.

En mi primera infancia me llevan en un viaje, cada verano, de Budapest a Szárszó, a orillas del Lago Balaton, en la región al poniente del Danubio. Este era un lugar de ensueño para mis ojos de niña. Mis padres tienen allí una casa de veraneo, no lejos de la playa. Viajamos allí en tren. Esos viajes tienen sus alternativas variadas por los eventos de la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, el tren en que vamos en 1945 tiene que transportar tal exceso de pasaje que mi padre debe entrar en el vagón en que vamos por una ventana y para mi mayor delicia y entretención infantil cae en la falda de una señora que no conocemos.

Esos viajes en tren al lago son los primeros que recuerdo. Es entonces cosa normal viajar en tren. Años más tarde los automóviles se hacen el medio de transporte. Leo por ahí alguna vez que los grandes fabricantes de autos financian la construcción de carreteras. Bien pensado —si una lo piensa—…

La proliferación de automóviles ha causado un deterioro ecológico colosal, pero esto parece preocupar a pocos, incluso ahora. La libertad e independencia que permite este tipo de viaje es muy apreciada.

Creo que los que conocemos mejor los placeres del viaje en tren echamos de menos esos agrados. Manejar auto e ir a tiempo y ritmo de cuando dé la gana está bien, pero es muy fatigoso. No se compara con el gusto de levantarse del asiento para ir a cenar al coche comedor del tren y encontrar al volver que manos diligentes han tendido la cama o la litera en que se pasa la noche mientras el movimiento del tren nos arrulla. Esos trenes son como hoteles de lujo sobre ruedas, mundos especiales, cuyos rincones y huecos están pensados para acomodar cualquiera necesidad o capricho de los pasajeros.


Mi sueño aún no realizado es tomar el tren que cruza Canadá, en un viaje de siete días y noches, desde un océano al otro, parando por breves periodos en las estaciones de ciudades selectas. Siete días en que no hay que manejar, no hay que preocuparse de ruedas y motor del auto ni del combustible que es imprescindible cargar a cada tanto. Siete días en un hotel de lujo rodante, para contemplar paisajes desconocidos, atravesar bosques, bordear lagos, subir a cadenas montañosas, penetrar valles misteriosos y bajar a llanuras aparentemente interminables.

Se generaliza el uso de camiones y buses para el transporte de gente y de toda clase de mercancías. Sospecho que esto ha encarecido todo, que es más barato el transporte por tren cuando se trata de distancias mayores y volúmenes grandes. En la zona del mundo en que vivo ya no hay transporte por tren, se ya no hay rieles del ferrocarril cuyo valor como metal es considerable y por lo que veo hasta los durmientes, madera reutilizable, desaparecen.

A mis ocho años, me toca vivir con ojos infantiles, para los cuales todo es maravilla y entretención, un viaje en camión a cuyos choferes me confían para que me lleven al sur de Hungría, desde Budapest hasta Hódmezövásárhely donde vive un tío de mi madre, veterinario. La circunstancia es consecuencia de la hambruna que hay después del fin de la Guerra. Yo estoy muy delgada y me llevan donde este tío porque vive en una zona en que no falta la comida. Viaje para la engorda.

A mis once años me toca mi primer viaje mayor: nuestra migración de Budapest a Buenos Aires. Ese es un cambio radical en mi vida. Cambio de país, de lengua, de cultura, de clima. Corte de raíces con familia y amigos. Un mundo nuevo y fascinante, una aventura épica.

Partimos en tren desde Budapest hasta Viena. Esto implica haber cruzado la frontera entre mi mundo y el resto, haber salido del país de origen al que no vuelvo nunca. En Viena se habla alemán, lengua que mis padres usan con frecuencia. Ahora, cuando oigo alemán puedo distinguir el acento de las personas nacidas en Hungría. Así el cambio no es tan grande en el plan lingüístico. Pero luego tomamos un tren que va de Viena a Milán y llegando allí sí, entro en lo completamente ignoto. El italiano no lo conozco. La travesía implica atravesar montañas de tamaño nunca vistos para llegar a un lugar en que edificios, calles, clima, sabores de la comida, costumbres —todo— es diferente y novedoso.

Un tercer tren nos lleva de Milán a Verona la ciudad en que vivo tres meses y que recuerdo en muchas de sus características. Allí veo por primera vez: Un anfiteatro romano; Una pintura de Mantegna; Calles medievales cuyo ancho coincide con exactitud con el ancho del trolley-bus, lo que obliga a los peatones a buscar huecos en los portales de los edificios para darle paso. Y luego el hecho, claro está, de que todos hablan italiano. Esta lengua me atrae, gozo escucharla, recordar el significado de las palabras, imitar su cadencioso ritmo y gracia sutil. Eso de la gracia se nota en gestos inimitables que los italianos practican desde hace milenios.

En Verona veo también un hilillo de agua que los lugareños llaman río, el Adige, cuyo cauce no se puede comparar al majestuoso Danubio de mi Budapest natal en que navegan barcos de gran calado que suben desde el Mar Negro. Pero Verona está cerca de Venecia, adonde me llevan mis padres un domingo de Pascua. Ese lugar me parece fenomenal. Aquí no se trata simplemente de un río, ¡sino de calles de agua! Y es allí donde veo por primera vez una extensión de agua salada cuya otra orilla no se puede divisar, es un horizonte de agua. Mar.

Poco después me toca ver muchísimo mar. Es durante la travesía desde Italia hasta Argentina, desde Génova hasta Buenos Aires. Viaje de tres semanas por lo que aprendo llamar “alta mar” ese fenómeno de estar rodeada, circunvalada, de un horizonte que es una línea uniformemente horizontal. Una línea en que no se puede encontrar accidentes para poder orientarse. De allí nace el concepto de que hay que orientarse por lo que se ve en el cielo, por lo que indica la lectura de un reloj combinada con la de una aguja imantada llamada compás, o un aparato rarísimo llamado sextante. En ese viaje me toca atravesar el Ecuador —me explican—, pasar de un hemisferio del planeta a otro. Milagro, maravilla, misterio. Viaje tan largo que el barco, otro hotel de lujo, que en vez de rodar sobre rieles flota en el agua, debe detenerse en puertos para conveniencia de sus pasajeros y para abastecerse de combustible, agua dulce y alimentos.

El barco mismo es un universo de novedades. Para quien no conoce mar queda la sospecha de que el barco se puede hundir y que puede desaparecer en forma mucho más radical que un tren que tiene algún problema en moverse. Aquí no se trata de “tierra firme,” bien conocida. Este elemento que es agua es mucho más amenazante. Las olas mismas que al parecer jamás cesan, hacen que el barco se balancee constantemente. Me acostumbro rápido al balanceo, no me molesta, pero es una vivencia muy especial. El horizonte que se ve en las claraboyas sube y baja, no está nunca estable. Cuando el barco se detiene en algún puerto y bajo a tierra, me llama la atención que ésta no se mueve…

En Argentina me toca viajar de Buenos Aires a La Cumbrecita, en la Provincia de Córdoba. Este es un lugar de vacaciones entre montañas cubiertas de bosques, con clima mucho más fresco y seco que el de la gran capital de la nación que esté en una zona cálida, donde se dan veranos tórridos y muy húmedos.

Por una excursión de estudio, me toca un viaje breve y memorable a la ciudad de Santa Fe, sobre el Río Paraná. Estar junto a un río de esas dimensiones me resulta sorprendente. Eso, a pesar de que cerca de Buenos Aires me toca ir al delta del Paraná tras el cual este mismo río se junta con el Uruguay y así se forma el así llamado Río de la Plata. Este último sin embargo recuerda más un mar, no se le ve la otra remota orilla que sí se percibe aún en el Paraná, frente a Santa Fe.

Un segundo viaje es cuando, en 1957, mujer recién casada, me embarco en mi mudanza de Buenos Aires a Santiago de Chile. Voy en tren, con todo mi ajuar: dieciocho bultos y una bicicleta. Ya lo dije: andar en tren es lo normal en esa época. Es la primera vez que atravieso la Pampa argentina, la llanura mágica cubierta del cielo más vasto que pueda verse. Llego con todo a la ciudad de Mendoza, al pie de la Cordillera de los Andes, una cadena montañosa cuyas proporciones sólo tienen semejanza con las de las Himalayas. Estas últimas forman un nudo montañoso colosal, mientras que los Andes son un larguísimo parteaguas que se extiende miles de kilómetros y forma el borde un enorme continente, el de América del Sur. Cambio de tren en Mendoza para abordar uno de trocha angosta que trabajosamente trepa a un paso montañoso extenso para, tras muchas horas, casi un día, bajar en Chile a la ciudad de Los Andes. Allí otro trasbordo a trocha ancha para finalmente llegar a Santiago. Un viaje épico, como pocos. Los horizontes y excepcionales distancias y proporciones que se experimentan como cosa normal en el continente americano son inimaginables en la apretada y pobladísima Europa. La inmensidad de la Cordillera de los Andes es asombrosa y muy sorprendente. Esta sensación de sorpresa y de maravilla no me ha abandonado incluso viviendo años a los pies del gigante. Solía salir de mi casa a una calle desde donde se podía ver bien las cumbres nevadas y los abruptos horizontes. Una vez una vecina me vio en esta contemplación y me preguntó qué miraba. ¡La cordillera!, le respondí. A lo que ella respondió: ¡Pero, si siempre ha estado allí! Cierto ha estado allí y permanece allí indiferente, terrible, maravillosa. Quizás en eso está también su magia y su atractivo.


Soy joven, recién casada con José Hausner. A ambos nos gusta movernos y viajar. Recorremos a pie extensiones considerables de la Pre-Cordillera, a las afueras de la ciudad de Santiago. Compramos un auto viejo, prácticamente histórico, un Ford de 1929, de dos puertas y cuatro asientos. Viajamos a la Costa. El puerto de San Antonio está a poco más de una hora de la casa. Valparaíso está más lejos, pero el viaje por la Cordillera de la Costa me encanta. Recorremos el país hacia el Norte Chico y hacia el Sur. Viajamos al Lago Villarrica antes que nazca mi hija Beatriz, y luego con ella bebé, repetimos la experiencia. Exploramos baños termales en la zona de Pucón, otros lugares a la orilla del lago. Todo ello se hace posible con el auto, estamos independientes de horarios y recorridos trillados, a la búsqueda de rincones menos frecuentados.

Con Ludwig Zeller en 1970 viajo en auto al norte. Llevamos una exposición a Antofagasta. Aprovechamos estar en la zona y subimos hacia Calama para visitar Río Loa, el lugar en que está el pueblo donde él nació y vivió su primera niñez. La casa que él recuerda ya no existe. Repetimos el viaje en 2010, cuarenta años más tarde, para cuando ya han borrado todo rastro del pueblo mismo. El segundo viaje a esta zona es un regalo que nos hacen. Vamos en avión, pero estando allí recorremos en un auto los lugares que recordamos.

Días después de la Navidad de 1970 me embarco en un avión para viajar a Canadá. Este viaje, aunque placentero, no es de placer. En Chile me veo en una situación que me urge a cambiar de país. Llego sola a Toronto. Me espera una amiga y una amiga de ésta me aloja en los primeros días de mi estadía en un mundo radicalmente distinto a lo latinoamericano. Hablo inglés y francés, las lenguas oficiales del país, pero ahora experimento el mundo que representan desde dentro.

La vida en Canadá se desarrolla en lugares frecuentemente lejanos unos de otros. Viajo mucho en auto. A mi trabajo, a ciudades cercanas. Desde Toronto viajo fuera del país por primera vez en auto a los Estados Unidos, a una ciudad de Pennsylvania. Más tarde me tocan viajes en auto desde Toronto a Montreal y a Nueva York. Las distancias son considerables, pero este tipo de viajes no es desacostumbrado en esa zona del mundo.

Lo que sí es desacostumbrado son mis ocho viajes en auto desde Toronto hasta Oaxaca, en el sur de México, atravesando los Estados Unidos. Esos viajes son un poco de locura, pero mi vida está poblada de momentos dementes como esos. En el primer viaje voy con Ludwig y nuestro hijo Javier. Seis de los otros viajes los hacemos en pareja. Una vez viajo con una amiga querida. Lo que Canadá y México tienen en común es que comparten fronteras con un país enorme que es Estados Unidos. La mayor parte del viaje se hace atravesando varios estados y cambiando de husos horarios. No hay monotonía alguna, no se dan dos viajes iguales. Siempre pasa algo, se conoce a gente diversa, se experimenta emociones diferentes, se reciben mensajes inesperados.

Los viajes abren horizontes. Nos cambian, nos hacen madurar. Un ejemplo: le regalamos pasajes para un viaje a nuestro hijo de diecisiete años. Se fue niño y volvió hombre.

Quizás lo que más cambios produce es que quien viaja depende de la benevolencia de otros, de desconocidos en su mayoría. Lo sorprendente es que esto siempre me ha resultado positivo y me ha enriquecido. Quizás porque me gusta que otros me cuenten sus vidas o que expresen sus ideas, su humanidad.

Viajar es un modo de trascender, de salir de los propios horizontes que a menudo se revelan como estrechos y restrictivos.

He tenido suerte, en mis viajes no he sido víctima de agresiones de ninguna especie. También es cierto que he intentado enfrentar a cada persona, cada detalle, cada devenir, con mente abierta y con buen humor.

 

 

CLIMAS, PLANTAS Y SELVA OSCURA

 


He vivido en climas muy variados. En la niñez he experimentado las estaciones como se las siente en Canadá, con la única diferencia de que el invierno de Hungría ha sido más breve. Los inviernos de la niñez los recuerdo tan fríos o casi tan fríos como los que viví en los I970as en Ontario. Quince grados bajo cero no eran desusados en Budapest donde en invierno comenzaba a nevar más tarde: recuerdo que yo rogaba para que hubiera nieve para mi cumpleaños, a comienzos de diciembre, y que eso no siempre se daba. Luego la primavera llegaba más temprano.

Cuando era muy niña me regalaron un paraguas rojo, tamaño infantil. Protegida con el paraguas llegué a disfrutar mucho la lluvia. Me paraba bajo las goteras, en la vereda, para desesperación de mi madre. En el sur de México gozo cuando llueve, porque la lluvia es la única fuente de agua en la zona bastante árida del mundo donde vivo. Lo que se menciona es si hay o no lluvia. No hay mucha variación de temperatura entre las estaciones, no se experimenta la enorme diferencia entre el verano y el invierno de las regiones del norte, ni se nota mucha variación entre las horas de luz de cada día. En esta zona no hay ríos que tengan caudal aprovechable, ni lagos, de modo que la fuente de agua para todo el año es lo que cae en la estación de lluvias. Durante “la seca” se aprovecha el agua que puede haberse retenido en las represas (muy pocas, por cierto) y lo que se ha filtrado en el subsuelo y que luego se extrae de los pozos. Así que la lluvia, con la experiencia que tengo ahora de la zona tropical árida, me parece esencial, aún cuando llega con fuerza temible y bastante destructora.

La nieve también me encanta; en especial la nieve que es como polvo, que cae cuando la temperatura es menor de diez bajo cero, el aire está seco y cristalino. Cuando niña me encantaba andar en trineo. Recuerdo haber andado incluso en trineo grande, arrastrado por caballos y recuerdo la magia de la nieve que me resulta aún ahora muy atrayente.

He visitado el altiplano de Atacama, el lugar más seco del globo y me gustó también ese paisaje desnudo, lunar o marciano, con temperaturas muy extremas de calores y fríos en un mismo día. Hay algo de muy especial en los desiertos, aunque confieso que lo que más me gusta son los bosques y las áreas selváticas, ya sean calientes o frías. La vegetación lujuriante, llena de vida, insectos (aunque sean molestos algunos), con animales de toda especie, me fascina. He visto selvas frías en la Colombia Británica y selvas calientes cerca del Golfo de México, en áreas increíblemente calurosos, donde el sudor te corre por el cuerpo y no se puede andar con ropa ajustada a la piel.

Esencialmente me gusta la variedad y he tenido mucha suerte en la vida, he podido experimentar diferencias grandes en climas y paisajes en que también prefiero la variedad. Gozo la montaña y me gusta el mar, los lagos, los ríos. Me gusta muchísimo la Cordillera de los Andes, en su inmensidad sólo comparable con los Himalayas. En mi juventud en Santiago de Chile me paraba en la mañana en la calle a mirar (¡aaahh!) esos gigantes. Me preguntaban qué miraba, yo decía que la montaña y alguien observó: ¿Qué tiene de rara? ¡Siempre ha estado ahí! Exactamente por eso.

Me gustan los paisajes amplios. No soy persona apropiada para valles estrechos y cerrados. Gocé enormemente el hecho de poder percibir la redondez de la tierra en mi viaje por la pampa de Atacama, donde en el aire seco y sin polvo no se percibe cabalmente la distancia. Mientras manejaba veía aparecer una loma adelante, más allá de donde se perdía la vista en la Carretera Panamericana. Avanzando, dos o tres horas más tarde se podía apreciar que la tal loma era simplemente la cima de una enorme montaña que había asomado por el horizonte de la Tierra. Me han contado que en el Ártico de Canadá también se puede percibir, en los días de frío, esta sensación de inmensidad. La misma sensación de espacio e inmensidad la sentí cruzando la verde pampa argentina: centenares de kilómetros de tierra y horizontes completamente planos en las cuatro direcciones cardinales, paisaje todo cielo, todo con semblanza de cosa interminable. Una vastedad sobrecogedora. Supongo que las llanuras de Canadá han de provocar emociones parecidas. Sólo he podido percibir esta vastedad al bajar de las Rockies, yendo hacia el este, pasando de Calgary.

EI mar lo vi por primera vez en la playa del Lido de Venecia, cuando ya tenía más de once años y no me impresionó. En cambio, las olas del Pacífico, en el litoral de Chile, me han parecido fenomenales, también me ha gustado ver ahí tanto animal, las focas (que he visto por primera vez cerca del puerto de Valparaíso), las aves marinas —que espero que se sigan viendo aún—.

Mi deporte favorito es mironear. Me gusta sentarme y ver pasar las horas. Nuestro jardín en Huayapan es eternamente cambiante. Me gusta sentarme en un café de París y ver el cambio constante en el paisaje urbano de gente, vehículos, personas que llegan al bistro, las que vienen de la panadería comiendo un trozo de baguette fresco que traen bajo el brazo. Del mismo modo gozo la visión constantemente cambiante de las nubes, la luz, las sombras sobre la montaña de Huayapan y la actividad incesante de los pájaros, ranas que saltan, en tiempo de lluvia, conejos que cruzan el pasto como rayo, o alguna ratita de campo que corre, gorda, redonda, para esconderse bajo una piedra.

Flores. El jazmín del Cabo me fascina; quizás de qué fondo de la infancia me viene el gusto por este arbusto cuyas flores blancas de cuatro pétalos tienen un aroma dulce, tierno. A mi madre le compraba violetas, cuando estaban en estación. Ella era muy entusiasta de las lilas, tanto blancas como moradas, que recuerdo eran abundantes y maravillosas en Budapest. En Buenos Aires, si íbamos de visita, llevábamos de regalo gladiolos, flores majestuosas, de colores y texturas variadísimas; las vendían en una florería que estaba cerca de casa adonde íbamos a menudo también a comprar plantas que mi madre cultivaba en maceteros. En Toronto me fascina ver cómo aparecen al primer calorcillo de la primavera los crocus y luego los tulipanes.

Las flores, como la juventud, tienen escasa permanencia, quizás por eso nos gustan; también es fascinante su abierta y bellísima sexualidad. No tengo preferencia por ninguna, me gusta incluso una que cultivamos en el jardín de Huayapan, que crece sobre un tipo de cactácea: forma una especie de bola rosada parduzca; de repente explota y se abre la flor como un enorme plato con cuatro grandes solapas. Esta flor tiene un olor, dicen, a carne podrida; si es cierto, ese olor es muy leve. En todo caso esta flor les encanta a las moscas y eso me divierte. En los meses de octubre y noviembre, en el valle de Oaxaca, en todo lugar que se deje silvestre, surgen millones de flores amarillas. Existen especies distintas, algunas son plantas bajas, de tallos robustos, otras crecen en delgados y altísimos tallos y se mecen a la menor brisa. Estas flores amarillas siguen el curso del sol, se inclinan hacia su luz. Hay flores amarillas grandes, que crecen en unos arbustos muy robustos y altos, me dicen que son parientes de los girasoles; estos también siguen el curso del sol.

Se supone que las plantas no se mueven; cierto, no se desplazan en el terreno, pero un arbusto silvestre que abunda en Huayapan y que produce unos pomponcitos rosados bellísimos tiene hojas dobles que si las tocas se pliegan como manos en oración.

Los platanares dan unas enormidades de floración como sólo el Trópico es capaz de producir. La penca de plátano misma es la parte femenina de la flor, de un metro de largo, y la parte masculina, de otros ochenta centímetros es muy visible y espectacular.

En tiempo de lluvia no podemos andar en el jardín sin estar pisando unas florecillas realmente diminutas, pegadas al suelo; hay entre ellas unas miniaturas con petalcitos de color amarillo y con el centro negro; otra especie, tiene forma distinta más parecida a una minúscula orquídea, de color rosado; una tercera variedad, tiene forma de las flores del trébol, de color morado muy oscuro, como sangre seca. Todo entre las verdísimas hojas del pasto.

En la época que recuerdan como “el Tiempo de Muertos,” cerca del dos de noviembre, florece todo, justo cuando acaban las lluvias y comienza la sequía de muchos meses.

Para mí existe también otro tipo de vegetación. Dante, al inicio de su gran poema entra en la “selva oscura” y queda despavorido. No es para menos. Si consideramos la selva oscura como analogía del inconsciente, es sin duda el lugar desconocido, ignoto, no explorado que semeja el que se señala en los mapas de hace siglos con la advertencia: hic sunt leones. Dante de hecho ve bestias salvajes que lo amenazan y sólo se atreve a seguir su camino cuando “encuentra” a Virgilio, la figura poética de la antigüedad que para él es el ancla y guía de su obra.

En 1999 empecé a trazar dibujos que forman la serie que he llamado “en la selva oscura”, nombre que alude a la aventura de todos los que entramos en la zona de los leones. “Selva” es también traducción de mi apellido paterno, y por tanto un elemento importante de mi identidad. Se puede extrapolar esto a decir que el elemento inconsciente, que se manifiesta en emociones y gobierna las decisiones de mi vida, me viene, no sólo de mi madre, a quien siempre siento como su fuente, sino de mi padre también. A falta de guía personalizada, yo me sumerjo en la música con que acompaño mi trabajo. Esta serie de dibujos la inicié tras un largo periodo seco, desierto de trabajo visual, tras una “noche oscura del alma” y fue la manera en que pude llegar de nuevo a poner en imágenes aquello que, según Leonardo da Vinci, no se puede expresar en palabras.

Para esta serie usé una técnica de mi invención siguiendo el ritmo y capricho de la música que a modo de andamiaje me llevaba a los ritmos y caprichos que me dictaba la selva oscura. La técnica tiene un encanto cuando se usa para dibujar cosas como desnudas, pero aplicada a los vericuetos de la selva oscura que surge en la onda musical produce un aspecto que resulta siempre sorprendente.


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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO

 























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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 182 | outubro de 2021

Artista convidada: Susana Wald (Hungria, 1937)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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