Para
esas fechas yo aprendo que la Tierra es redonda, cosa que me hace fácil absorber
otro libro, el de Los hijos del Capitán Grant, de Julio Verne. Este libro
inicia con el encuentro en el estómago de un tiburón de una botella dentro del cual
hay un mensaje trilingüe en que un náufrago escribe su ubicación y pide ayuda para
que lo salven. La humedad daña los tres textos, la mención de la longitud se pierde
junto con otros detalles y de la reconstrucción de los textos queda legible que
quien necesita auxilio se encuentra en el paralelo 37. Yo soy del año 1937, este
número me resulta atrayente. Además, el detalle me fascina, porque da origen a una
circunvalación de la Tierra, que es el tipo de viaje con que siempre sueño.
El
tal náufrago es el padre de dos niños que por útil ardid del novelista que va hilando
el relato están justamente en el lugar en que vive la persona adinerada a quien
le llega noticia del tiburón y que luego financia los gastos del enorme viaje. Así
los niños como yo que leen el libro pueden identificarse mejor con los pormenores
del intrincadísimo relato con muchas ramificaciones que esboza Verne hasta llegar
a la isla donde encuentran al náufrago; un viaje con un final feliz.
Se
da el hecho de que soy hija de un vendedor viajero. Mi papá siempre vuelve de sus
viajes con algo en manos y cosas que comentar. Su ausencia es zozobra, y su llegada,
fuente de dicha. Mi padre es un hombre extremadamente sociable que tiene amistades
en una zona grande del país; mucha gente le conoce y él mismo ubica a muchos con
toda su parentela.
En
mi primera infancia me llevan en un viaje, cada verano, de Budapest a Szárszó, a
orillas del Lago Balaton, en la región al poniente del Danubio. Este era un lugar
de ensueño para mis ojos de niña. Mis padres tienen allí una casa de veraneo, no
lejos de la playa. Viajamos allí en tren. Esos viajes tienen sus alternativas variadas
por los eventos de la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, el tren en que vamos
en 1945 tiene que transportar tal exceso de pasaje que mi padre debe entrar en el
vagón en que vamos por una ventana y para mi mayor delicia y entretención infantil
cae en la falda de una señora que no conocemos.
Esos
viajes en tren al lago son los primeros que recuerdo. Es entonces cosa normal viajar
en tren. Años más tarde los automóviles se hacen el medio de transporte. Leo por
ahí alguna vez que los grandes fabricantes de autos financian la construcción de
carreteras. Bien pensado —si una lo piensa—…
La
proliferación de automóviles ha causado un deterioro ecológico colosal, pero esto
parece preocupar a pocos, incluso ahora. La libertad e independencia que permite
este tipo de viaje es muy apreciada.
Creo
que los que conocemos mejor los placeres del viaje en tren echamos de menos esos
agrados. Manejar auto e ir a tiempo y ritmo de cuando dé la gana está bien, pero
es muy fatigoso. No se compara con el gusto de levantarse del asiento para ir a
cenar al coche comedor del tren y encontrar al volver que manos diligentes han tendido
la cama o la litera en que se pasa la noche mientras el movimiento del tren nos
arrulla. Esos trenes son como hoteles de lujo sobre ruedas, mundos especiales, cuyos
rincones y huecos están pensados para acomodar cualquiera necesidad o capricho de
los pasajeros.
Se
generaliza el uso de camiones y buses para el transporte de gente y de toda clase
de mercancías. Sospecho que esto ha encarecido todo, que es más barato el transporte
por tren cuando se trata de distancias mayores y volúmenes grandes. En la zona del
mundo en que vivo ya no hay transporte por tren, se ya no hay rieles del ferrocarril
cuyo valor como metal es considerable y por lo que veo hasta los durmientes, madera
reutilizable, desaparecen.
A mis
ocho años, me toca vivir con ojos infantiles, para los cuales todo es maravilla
y entretención, un viaje en camión a cuyos choferes me confían para que me lleven
al sur de Hungría, desde Budapest hasta Hódmezövásárhely donde vive un tío de mi
madre, veterinario. La circunstancia es consecuencia de la hambruna que hay después
del fin de la Guerra. Yo estoy muy delgada y me llevan donde este tío porque vive
en una zona en que no falta la comida. Viaje para la engorda.
A mis
once años me toca mi primer viaje mayor: nuestra migración de Budapest a Buenos
Aires. Ese es un cambio radical en mi vida. Cambio de país, de lengua, de cultura,
de clima. Corte de raíces con familia y amigos. Un mundo nuevo y fascinante, una
aventura épica.
Partimos
en tren desde Budapest hasta Viena. Esto implica haber cruzado la frontera entre
mi mundo y el resto, haber salido del país de origen al que no vuelvo nunca. En
Viena se habla alemán, lengua que mis padres usan con frecuencia. Ahora, cuando
oigo alemán puedo distinguir el acento de las personas nacidas en Hungría. Así el
cambio no es tan grande en el plan lingüístico. Pero luego tomamos un tren que va
de Viena a Milán y llegando allí sí, entro en lo completamente ignoto. El italiano
no lo conozco. La travesía implica atravesar montañas de tamaño nunca vistos para
llegar a un lugar en que edificios, calles, clima, sabores de la comida, costumbres
—todo— es diferente y novedoso.
Un
tercer tren nos lleva de Milán a Verona la ciudad en que vivo tres meses y que recuerdo
en muchas de sus características. Allí veo por primera vez: Un anfiteatro romano;
Una pintura de Mantegna; Calles medievales cuyo ancho coincide con exactitud con
el ancho del trolley-bus, lo que obliga a los peatones a buscar huecos en los portales
de los edificios para darle paso. Y luego el hecho, claro está, de que todos hablan
italiano. Esta lengua me atrae, gozo escucharla, recordar el significado de las
palabras, imitar su cadencioso ritmo y gracia sutil. Eso de la gracia se nota en
gestos inimitables que los italianos practican desde hace milenios.
En
Verona veo también un hilillo de agua que los lugareños llaman río, el Adige, cuyo
cauce no se puede comparar al majestuoso Danubio de mi Budapest natal en que navegan
barcos de gran calado que suben desde el Mar Negro. Pero Verona está cerca de Venecia,
adonde me llevan mis padres un domingo de Pascua. Ese lugar me parece fenomenal.
Aquí no se trata simplemente de un río, ¡sino de calles de agua! Y es allí
donde veo por primera vez una extensión de agua salada cuya otra orilla no se puede
divisar, es un horizonte de agua. Mar.
Poco
después me toca ver muchísimo mar. Es durante la travesía desde Italia hasta Argentina,
desde Génova hasta Buenos Aires. Viaje de tres semanas por lo que aprendo llamar
“alta mar” ese fenómeno de estar rodeada, circunvalada, de un horizonte que es una
línea uniformemente horizontal. Una línea en que no se puede encontrar accidentes
para poder orientarse. De allí nace el concepto de que hay que orientarse por lo
que se ve en el cielo, por lo que indica la lectura de un reloj combinada con la
de una aguja imantada llamada compás, o un aparato rarísimo llamado sextante. En
ese viaje me toca atravesar el Ecuador —me explican—, pasar de un hemisferio del
planeta a otro. Milagro, maravilla, misterio. Viaje tan largo que el barco, otro
hotel de lujo, que en vez de rodar sobre rieles flota en el agua, debe detenerse
en puertos para conveniencia de sus pasajeros y para abastecerse de combustible,
agua dulce y alimentos.
El
barco mismo es un universo de novedades. Para quien no conoce mar queda la sospecha
de que el barco se puede hundir y que puede desaparecer en forma mucho más radical
que un tren que tiene algún problema en moverse. Aquí no se trata de “tierra firme,”
bien conocida. Este elemento que es agua es mucho más amenazante. Las olas mismas
que al parecer jamás cesan, hacen que el barco se balancee constantemente. Me acostumbro
rápido al balanceo, no me molesta, pero es una vivencia muy especial. El horizonte
que se ve en las claraboyas sube y baja, no está nunca estable. Cuando el barco
se detiene en algún puerto y bajo a tierra, me llama la atención que ésta no se
mueve…
En
Argentina me toca viajar de Buenos Aires a La Cumbrecita, en la Provincia de Córdoba.
Este es un lugar de vacaciones entre montañas cubiertas de bosques, con clima mucho
más fresco y seco que el de la gran capital de la nación que esté en una zona cálida,
donde se dan veranos tórridos y muy húmedos.
Por
una excursión de estudio, me toca un viaje breve y memorable a la ciudad de Santa
Fe, sobre el Río Paraná. Estar junto a un río de esas dimensiones me resulta sorprendente.
Eso, a pesar de que cerca de Buenos Aires me toca ir al delta del Paraná tras el
cual este mismo río se junta con el Uruguay y así se forma el así llamado Río de
la Plata. Este último sin embargo recuerda más un mar, no se le ve la otra remota
orilla que sí se percibe aún en el Paraná, frente a Santa Fe.
Un
segundo viaje es cuando, en 1957, mujer recién casada, me embarco en mi mudanza
de Buenos Aires a Santiago de Chile. Voy en tren, con todo mi ajuar: dieciocho bultos
y una bicicleta. Ya lo dije: andar en tren es lo normal en esa época. Es la primera
vez que atravieso la Pampa argentina, la llanura mágica cubierta del cielo más vasto
que pueda verse. Llego con todo a la ciudad de Mendoza, al pie de la Cordillera
de los Andes, una cadena montañosa cuyas proporciones sólo tienen semejanza con
las de las Himalayas. Estas últimas forman un nudo montañoso colosal, mientras que
los Andes son un larguísimo parteaguas que se extiende miles de kilómetros y forma
el borde un enorme continente, el de América del Sur. Cambio de tren en Mendoza
para abordar uno de trocha angosta que trabajosamente trepa a un paso montañoso
extenso para, tras muchas horas, casi un día, bajar en Chile a la ciudad de Los
Andes. Allí otro trasbordo a trocha ancha para finalmente llegar a Santiago. Un
viaje épico, como pocos. Los horizontes y excepcionales distancias y proporciones
que se experimentan como cosa normal en el continente americano son inimaginables
en la apretada y pobladísima Europa. La inmensidad de la Cordillera de los Andes
es asombrosa y muy sorprendente. Esta sensación de sorpresa y de maravilla no me
ha abandonado incluso viviendo años a los pies del gigante. Solía salir de mi casa
a una calle desde donde se podía ver bien las cumbres nevadas y los abruptos horizontes.
Una vez una vecina me vio en esta contemplación y me preguntó qué miraba. ¡La cordillera!,
le respondí. A lo que ella respondió: ¡Pero, si siempre ha estado allí! Cierto ha
estado allí y permanece allí indiferente, terrible, maravillosa. Quizás en eso está
también su magia y su atractivo.
Con
Ludwig Zeller en 1970 viajo en auto al norte. Llevamos una exposición a Antofagasta.
Aprovechamos estar en la zona y subimos hacia Calama para visitar Río Loa, el lugar
en que está el pueblo donde él nació y vivió su primera niñez. La casa que él recuerda
ya no existe. Repetimos el viaje en 2010, cuarenta años más tarde, para cuando ya
han borrado todo rastro del pueblo mismo. El segundo viaje a esta zona es un regalo
que nos hacen. Vamos en avión, pero estando allí recorremos en un auto los lugares
que recordamos.
Días
después de la Navidad de 1970 me embarco en un avión para viajar a Canadá. Este
viaje, aunque placentero, no es de placer. En Chile me veo en una situación que
me urge a cambiar de país. Llego sola a Toronto. Me espera una amiga y una amiga
de ésta me aloja en los primeros días de mi estadía en un mundo radicalmente distinto
a lo latinoamericano. Hablo inglés y francés, las lenguas oficiales del país, pero
ahora experimento el mundo que representan desde dentro.
La
vida en Canadá se desarrolla en lugares frecuentemente lejanos unos de otros. Viajo
mucho en auto. A mi trabajo, a ciudades cercanas. Desde Toronto viajo fuera del
país por primera vez en auto a los Estados Unidos, a una ciudad de Pennsylvania.
Más tarde me tocan viajes en auto desde Toronto a Montreal y a Nueva York. Las distancias
son considerables, pero este tipo de viajes no es desacostumbrado en esa zona del
mundo.
Lo
que sí es desacostumbrado son mis ocho viajes en auto desde Toronto hasta Oaxaca,
en el sur de México, atravesando los Estados Unidos. Esos viajes son un poco de
locura, pero mi vida está poblada de momentos dementes como esos. En el primer viaje
voy con Ludwig y nuestro hijo Javier. Seis de los otros viajes los hacemos en pareja.
Una vez viajo con una amiga querida. Lo que Canadá y México tienen en común es que
comparten fronteras con un país enorme que es Estados Unidos. La mayor parte del
viaje se hace atravesando varios estados y cambiando de husos horarios. No hay monotonía
alguna, no se dan dos viajes iguales. Siempre pasa algo, se conoce a gente diversa,
se experimenta emociones diferentes, se reciben mensajes inesperados.
Los
viajes abren horizontes. Nos cambian, nos hacen madurar. Un ejemplo: le regalamos
pasajes para un viaje a nuestro hijo de diecisiete años. Se fue niño y volvió hombre.
Quizás
lo que más cambios produce es que quien viaja depende de la benevolencia de otros,
de desconocidos en su mayoría. Lo sorprendente es que esto siempre me ha resultado
positivo y me ha enriquecido. Quizás porque me gusta que otros me cuenten sus vidas
o que expresen sus ideas, su humanidad.
Viajar
es un modo de trascender, de salir de los propios horizontes que a menudo se revelan
como estrechos y restrictivos.
He
tenido suerte, en mis viajes no he sido víctima de agresiones de ninguna especie.
También es cierto que he intentado enfrentar a cada persona, cada detalle, cada
devenir, con mente abierta y con buen humor.
CLIMAS, PLANTAS Y SELVA OSCURA
Cuando era muy niña me regalaron un paraguas
rojo, tamaño infantil. Protegida con el paraguas llegué a disfrutar mucho la lluvia.
Me paraba bajo las goteras, en la vereda, para desesperación de mi madre. En el
sur de México gozo cuando llueve, porque la lluvia es la única fuente de agua en
la zona bastante árida del mundo donde vivo. Lo que se menciona es si hay o no lluvia.
No hay mucha variación de temperatura entre las estaciones, no se experimenta la
enorme diferencia entre el verano y el invierno de las regiones del norte, ni se
nota mucha variación entre las horas de luz de cada día. En esta zona no hay ríos
que tengan caudal aprovechable, ni lagos, de modo que la fuente de agua para todo
el año es lo que cae en la estación de lluvias. Durante “la seca” se aprovecha el
agua que puede haberse retenido en las represas (muy pocas, por cierto) y lo que
se ha filtrado en el subsuelo y que luego se extrae de los pozos. Así que la lluvia,
con la experiencia que tengo ahora de la zona tropical árida, me parece esencial,
aún cuando llega con fuerza temible y bastante destructora.
La nieve también me encanta; en especial
la nieve que es como polvo, que cae cuando la temperatura es menor de diez bajo
cero, el aire está seco y cristalino. Cuando niña me encantaba andar en trineo.
Recuerdo haber andado incluso en trineo grande, arrastrado por caballos y recuerdo
la magia de la nieve que me resulta aún ahora muy atrayente.
He visitado el altiplano de Atacama, el lugar
más seco del globo y me gustó también ese paisaje desnudo, lunar o marciano, con
temperaturas muy extremas de calores y fríos en un mismo día. Hay algo de muy especial
en los desiertos, aunque confieso que lo que más me gusta son los bosques y las
áreas selváticas, ya sean calientes o frías. La vegetación lujuriante, llena de
vida, insectos (aunque sean molestos algunos), con animales de toda especie, me
fascina. He visto selvas frías en la Colombia Británica y selvas calientes cerca
del Golfo de México, en áreas increíblemente calurosos, donde el sudor te corre
por el cuerpo y no se puede andar con ropa ajustada a la piel.
Esencialmente me gusta la variedad y he tenido
mucha suerte en la vida, he podido experimentar diferencias grandes en climas y
paisajes en que también prefiero la variedad. Gozo la montaña y me gusta el mar,
los lagos, los ríos. Me gusta muchísimo la Cordillera de los Andes, en su inmensidad
sólo comparable con los Himalayas. En mi juventud en Santiago de Chile me paraba
en la mañana en la calle a mirar (¡aaahh!) esos gigantes. Me preguntaban qué miraba,
yo decía que la montaña y alguien observó: ¿Qué tiene de rara? ¡Siempre ha estado
ahí! Exactamente por eso.
Me gustan los paisajes amplios. No soy persona
apropiada para valles estrechos y cerrados. Gocé enormemente el hecho de poder percibir
la redondez de la tierra en mi viaje por la pampa de Atacama, donde en el aire seco
y sin polvo no se percibe cabalmente la distancia. Mientras manejaba veía aparecer
una loma adelante, más allá de donde se perdía la vista en la Carretera Panamericana.
Avanzando, dos o tres horas más tarde se podía apreciar que la tal loma era simplemente
la cima de una enorme montaña que había asomado por el horizonte de la Tierra. Me
han contado que en el Ártico de Canadá también se puede percibir, en los días de
frío, esta sensación de inmensidad. La misma sensación de espacio e inmensidad la
sentí cruzando la verde pampa argentina: centenares de kilómetros de tierra y horizontes
completamente planos en las cuatro direcciones cardinales, paisaje todo cielo, todo
con semblanza de cosa interminable. Una vastedad sobrecogedora. Supongo que las
llanuras de Canadá han de provocar emociones parecidas. Sólo he podido percibir
esta vastedad al bajar de las Rockies, yendo hacia el este, pasando de Calgary.
EI mar lo vi por primera vez en la playa
del Lido de Venecia, cuando ya tenía más de once años y no me impresionó. En cambio,
las olas del Pacífico, en el litoral de Chile, me han parecido fenomenales, también
me ha gustado ver ahí tanto animal, las focas (que he visto por primera vez cerca
del puerto de Valparaíso), las aves marinas —que espero que se sigan viendo aún—.
Mi deporte favorito es mironear. Me gusta
sentarme y ver pasar las horas. Nuestro jardín en Huayapan es eternamente cambiante.
Me gusta sentarme en un café de París y ver el cambio constante en el paisaje urbano
de gente, vehículos, personas que llegan al bistro, las que vienen de la panadería
comiendo un trozo de baguette fresco que
traen bajo el brazo. Del mismo modo gozo la visión constantemente cambiante de las
nubes, la luz, las sombras sobre la montaña de Huayapan y la actividad incesante
de los pájaros, ranas que saltan, en tiempo de lluvia, conejos que cruzan el pasto
como rayo, o alguna ratita de campo que corre, gorda, redonda, para esconderse bajo
una piedra.
Flores. El jazmín del Cabo me fascina; quizás
de qué fondo de la infancia me viene el gusto por este arbusto cuyas flores blancas
de cuatro pétalos tienen un aroma dulce, tierno. A mi madre le compraba violetas,
cuando estaban en estación. Ella era muy entusiasta de las lilas, tanto blancas
como moradas, que recuerdo eran abundantes y maravillosas en Budapest. En Buenos
Aires, si íbamos de visita, llevábamos de regalo gladiolos, flores majestuosas,
de colores y texturas variadísimas; las vendían en una florería que estaba cerca
de casa adonde íbamos a menudo también a comprar plantas que mi madre cultivaba
en maceteros. En Toronto me fascina ver cómo aparecen al primer calorcillo de la
primavera los crocus y luego los tulipanes.
Las flores, como la juventud, tienen escasa
permanencia, quizás por eso nos gustan; también es fascinante su abierta y bellísima
sexualidad. No tengo preferencia por ninguna, me gusta incluso una que cultivamos
en el jardín de Huayapan, que crece sobre un tipo de cactácea: forma una especie
de bola rosada parduzca; de repente explota y se abre la flor como un enorme plato
con cuatro grandes solapas. Esta flor tiene un olor, dicen, a carne podrida; si
es cierto, ese olor es muy leve. En todo caso esta flor les encanta a las moscas
y eso me divierte. En los meses de octubre y noviembre, en el valle de Oaxaca, en
todo lugar que se deje silvestre, surgen millones de flores amarillas. Existen especies
distintas, algunas son plantas bajas, de tallos robustos, otras crecen en delgados
y altísimos tallos y se mecen a la menor brisa. Estas flores amarillas siguen el
curso del sol, se inclinan hacia su luz. Hay flores amarillas grandes, que crecen
en unos arbustos muy robustos y altos, me dicen que son parientes de los girasoles;
estos también siguen el curso del sol.
Se supone que las plantas no se mueven; cierto,
no se desplazan en el terreno, pero un arbusto silvestre que abunda en Huayapan
y que produce unos pomponcitos rosados bellísimos tiene hojas dobles que si las
tocas se pliegan como manos en oración.
Los platanares dan unas enormidades de floración
como sólo el Trópico es capaz de producir. La penca de plátano misma es la parte
femenina de la flor, de un metro de largo, y la parte masculina, de otros ochenta
centímetros es muy visible y espectacular.
En tiempo de lluvia no podemos andar en el
jardín sin estar pisando unas florecillas realmente diminutas, pegadas al suelo;
hay entre ellas unas miniaturas con petalcitos de color amarillo y con el centro
negro; otra especie, tiene forma distinta más parecida a una minúscula orquídea,
de color rosado; una tercera variedad, tiene forma de las flores del trébol, de
color morado muy oscuro, como sangre seca. Todo entre las verdísimas hojas del pasto.
En la época que recuerdan como “el Tiempo
de Muertos,” cerca del dos de noviembre, florece todo, justo cuando acaban las lluvias
y comienza la sequía de muchos meses.
Para mí existe también otro tipo de vegetación.
Dante, al inicio de su gran poema entra en la “selva oscura” y queda despavorido.
No es para menos. Si consideramos la selva oscura como analogía del inconsciente,
es sin duda el lugar desconocido, ignoto, no explorado que semeja el que se señala
en los mapas de hace siglos con la advertencia: hic sunt leones. Dante de hecho ve bestias salvajes que lo amenazan
y sólo se atreve a seguir su camino cuando “encuentra” a Virgilio, la figura poética
de la antigüedad que para él es el ancla y guía de su obra.
En 1999 empecé a trazar dibujos que forman
la serie que he llamado “en la selva oscura”, nombre que alude a la aventura de
todos los que entramos en la zona de los leones. “Selva” es también traducción de
mi apellido paterno, y por tanto un elemento importante de mi identidad. Se puede
extrapolar esto a decir que el elemento inconsciente, que se manifiesta en emociones
y gobierna las decisiones de mi vida, me viene, no sólo de mi madre, a quien siempre
siento como su fuente, sino de mi padre también. A falta de guía personalizada,
yo me sumerjo en la música con que acompaño mi trabajo. Esta serie de dibujos la
inicié tras un largo periodo seco, desierto de trabajo visual, tras una “noche oscura
del alma” y fue la manera en que pude llegar de nuevo a poner en imágenes aquello
que, según Leonardo da Vinci, no se puede expresar en palabras.
Para esta serie usé una técnica de mi invención siguiendo el ritmo y capricho de la música que a modo de andamiaje me llevaba a los ritmos y caprichos que me dictaba la selva oscura. La técnica tiene un encanto cuando se usa para dibujar cosas como desnudas, pero aplicada a los vericuetos de la selva oscura que surge en la onda musical produce un aspecto que resulta siempre sorprendente.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 182 | outubro de 2021
Artista convidada: Susana Wald (Hungria, 1937)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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