quinta-feira, 14 de outubro de 2021

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | Tendencias, sumas y confluencias en la poesía venezolana

 


No creo que sea ocioso preguntarse hoy cuál puede ser la función de la poesía, el papel que cumple el poema dentro del concierto de las artes o las disciplinas estéticas. Más bien se trata de una pregunta apremiante, si atendemos a los mensajes emitidos por un mundo que se ufana en perfeccionar su tecnología, sus máquinas, artefactos y aparatos para que éstos nos procuren en teoría la comodidad, o en todo caso la facilidad o la rapidez para resolver asuntos que antes podían ser verdaderos problemas, enigmas incluso. La tecnología de punta se ha encargado de facilitarnos la velocidad en la comunicación, nos ha simplificado procesos, reducido distancias, para instalarnos en realidades paralelas o virtuales con sólo oprimir botones o manipular monitores. De este modo procesos que no requieren de máquinas, como el de la lectura de textos o escritura de palabras, se han ido alejando o marginando de la vida cotidiana en las grandes ciudades, como no fuera para redactar esquelas, hojear diarios o revistas ligeras, mirar titulares o avisos publicitarios. Ciudades que pueden ser megalópolis, metrópolis o ciudades pequeñas, pues en campos o en vastas extensiones de tierra que constituyen selvas, llanuras, sembradíos, pampas o terrenos nevados, se cumplen a diario ciclos ecológicos donde animales, plantas, ríos, montañas y mares celebran procesos donde la vida humana tiene lugar como partícipe (y no como centro) de esos ciclos, y como observadora de estos procesos. Procesos que van desde el mirar extasiado hasta el análisis científico, desde la deducción empírica hasta la contemplación metafísica, desde la mirada objetivista hasta la filosófica.

La poesía es ante todo observación estética a través de la palabra, una especie de sonda verbal que intenta recuperar las esencias del ser en diálogo con el paisaje (llámesele entorno, sociedad o circunstancia), o bien una respuesta sensible o intelectiva al asombro de existir; puede tomarse también como una reflexión sobre el mundo y sus realidades tomando al lenguaje como centro, un lenguaje fundado en una tradición escrita que toma en cuenta tropos, figuras, imágenes y formas escritas que tienen por objeto llevar a cabo una síntesis entre reflexión y belleza, entre indagación del ser y un estremecimiento formal que alcanza al oído (su música), su multiplicidad interpretativa (sus significados) y su permanencia en el tiempo (su vigencia), para que el lenguaje pueda mirarse en el espejo de su propia historia, la historia literaria. De este modo, nos comunica siempre algo significativo, permanente, que toca a la vez el pensar y los sentidos para dar cuenta, en una lengua que trasciende el discurso corriente y el lenguaje habitual, otros campos o zonas del ser. No refiero aquí por oposición el lenguaje oral (que es de por sí una construcción metafórica de los signos y objetos del mundo), al lenguaje escrito, construido sobre la base de una escritura cifrada en un alfabeto y una gramática, un léxico, una prosodia y una sintaxis; sino al lenguaje reiterativo, chato y sin brillo que solemos oír en tantas transmisiones televisivas o audiovisuales, minado por el lugar común y despojado de sugerencias.

En fin, la lengua nos pertenece a todos (es la máxima invención humana), pero el lenguaje escrito se nos escapa si no sabemos emplearlo para revelar cosas más hondas (símbolos, arquetipos, mitos, tradiciones). Precisamente, la lengua y el lenguaje se han ido desgastando en su dimensión escrita y hablada, cuando no naufragando en un océano de mensajes vacuos producidos por el cansancio y el tedio modernos. No es ocioso, repito, preguntarse cuál podría ser el destino o la función específica de la voz poética en estos contextos, por ejemplo, la relación de la poesía en tanto traduce lo lírico del Yo subjetivo con el canto, la música culta o la música popular. Los cantantes populares han venido sustituyendo en cierto modo a los poetas, (quedando los cantautores actuales como versiones modernas de los trovadores de las cortes europeas medievales), cantantes que se comunican a través de grabaciones en estudio o de espectáculos asistidos por efectos lumínicos o escenográficos. En efecto, son numerosas las reflexiones que podemos hacer por y para la poesía, y no sólo desde ella. Estamos en el albor de un nuevo siglo y un nuevo milenio, y la percepción del fenómeno poético ha variado sensiblemente, por lo cual es pertinente también hacerse de nuevas perspectivas para abordarlo, tanto en su valor intrínseco como en los caminos semánticos que ha venido tomando en los últimos lustros del pasado siglo veinte y en el primero de este siglo.

La poesía en Venezuela se ha hecho eco de los más variados influjos desde su nacimiento; cuando neoclásicos, románticos o nativistas quisieron imprimirle improntas particulares a sus voces. Andrés Bello, Juan Antonio Pérez Bonalde, Andrés Mata, José Antonio Maitín, Udón Pérez y Francisco Lazo Martí son ejemplos que definieron aquellas tendencias; mientras otros como J. T. Arreaza Calatrava se movieron entre el naturalismo y el modernismo. Bien entrado el siglo XX se producen las naturales resonancias del modernismo, el simbolismo y el culteranismo, que pueden identificarse en autores como Roberto Montesinos y Emiliano Hernández. En cambio, tres claros representantes de la vanguardia en Venezuela son Salustio González Rincones (que tradujo a Víctor Hugo y Dante Gabriel Rossetti), Alfredo Arvelo Larriva y José Antonio Ramos Sucre. Éste último escribe sus poemas en prosa y consagra como ninguno la vanguardia entre nosotros, valiéndose de mitos y leyendas europeos para adaptarlos al trópico, haciendo uso de símbolos e imágenes decadentistas para extraer de ellas paisajes desolados o trágicos. Si Arvelo Larriva es el último gran modernista nuestro, su hermana Enriqueta Arvelo Larriva le confiere al paisaje del llano una interioridad crispante.

Después, la llamada Generación del 18 va a liberarse de formalismos y normas asumiendo un espíritu ecléctico; eclecticismo que se imbuirá también de música y de pintura; algunos de estos poetas fueron Fernando Paz Castillo, Andrés Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano y Enrique Planchart. Mientras Paz Castillo se adentra en registros religiosos y filosóficos, Blanco prefiere ensayar un modernismo a la venezolana, caudaloso y brillante, propenso a bucear en el alma nacional gracias a su fluidez y sentido del humor, que no descarta el dramatismo. Otros parnasianos, simbolistas o post-modernistas son Jorge Schimdke, Luis Yépez, Pío Tamayo, Héctor Cuenca, Humberto Tejera y Cruz Salmerón Acosta, que atendieron luego las influencias vanguardistas. Luego surgen otras tendencias telúricas, tenebrosas o de exaltación visual como las que pueden observarse en poetas como Ana Enriqueta Terán, Elisio Jiménez Sierra, Vicente Gerbasi, Luis Fernando Álvarez y José Ramón Heredia. Éstos últimos tres poetas se agruparon en torno a la revista Viernes y proclamaron su voluntad de adherirse a “la rosa de los vientos”, a la diversidad de movimientos. Posteriormente surge una generación que se mueve entre el impulso visionario y el arraigo terrestre como la de los poetas Otto D’ Sola, Alberto Arvelo Torrealba, Manuel Felipe Rugeles, Héctor Guillermo Villalobos y Manuel Rodríguez Cárdenas; mientras que la tradición hispanista y humanista se refleja en los poemas de Juan Beroes, Pedro Francisco Lizardo, Juan Liscano y Pálmenes Yarza.


Otros grupos notables como Sardio y Tabla Redonda congregan poetas de la talla de Ramón Palomares, Guillermo Sucre, Luis García Morales o Rafael Cadenas, y no hacen sino desarrollar estas tendencias con mayor cercanía a la oralidad de la gente del campo y a la búsqueda de la imagen prístina, pero también al coloquialismo urbano, los juegos con el lenguaje y los giros surreales, que dan pie a la inserción de las vanguardias y sus asociaciones insólitas, visibles ante todo en el surrealismo, el dadaísmo y el futurismo; así tenemos entonces voces como las de Juan Sánchez Peláez, Caupolicán Ovalles o José Lira Sosa. Rafael Cadenas ensaya primero el poema en prosa de aliento rimbaudiano y luego se permite ludismos y existencialismos que denotan desamparos anímicos o plenitudes aforísticas, aspirando a una requisitoria sobre los vicios institucionales de nuestro tiempo. Por su parte Víctor Valera Mora es autor de una obra que se mueve entre lo político y lo amoroso, lo cuasi-panfletario y lo simbólico. En sus libros dejó un testimonio clave para entender la década de los años sesenta; mientras que un poeta como Alfredo Silva Estrada persigue un tono experimental, de reflexión que avanza hacia un pulcro equilibrio lingüístico con ecos de la poesía francesa. Luis Camilo Guevara se adhiere a un verbo alucinado de connotaciones míticas y herméticas; José Barroeta tiene mucho de terredad y vuelo lírico, pero con un paisaje interior dramático. Por su lado, Gustavo Pereira da preeminencia a una cotidianidad donde conviven lo barroco con lo breve, el espacio urbano con la contemplación, y donde la soledad creadora se enfrenta a la soledad del desamparo. En un tono distinto, Eugenio Montejo construye su mundo a partir de la ausencia del mundo familiar, canta a una fugacidad que sin embargo fija los paisajes de adentro y afuera con una elocuencia extraordinaria.

Estas inclinaciones a lo social, lo imprecatorio o lo dramático presentes en poetas como Víctor Valera Mora, José Barroeta y Luis Camilo Guevara serán recogidas e interpretadas por William Osuna, Luis Sutherland, Eleazar León y Gabriel Jiménez Emán. La voz de Eleazar León discurre entre lo memorioso y la aprehensión de un presente precario, el cual sin embargo le devuelve signos maravillados. María Clara Salas es reflexiva y contundente; Luis Sutherland posee poderes visionarios de gran densidad; Elí Galindo emprende viajes por los mitos clásicos y atrapa fantasmas y aleteos sorprendentes en medio de aguas nocturnas y sombras. En las décadas finales del siglo XX ocurre una verdadera erupción de tonos y tendencias donde son nuevamente visibles los rasgos de la trasgresión; el cuerpo y la psique femeninos se expresan con enorme libertad; surge la poesía coloquial, que expresa la fricción del paisaje tecnológico y burocrático de las urbes, recogido en buena parte de la obra de William Osuna, Gustavo Pereira, Juan Calzadilla y Rafael Arráiz Lucca. Todo ello se entremezcla a afluencias de apego al paisaje, a una poesía que interroga la tierra y sus enigmas como la de Alfredo Silva Estrada, Luis Alberto Crespo, Ángel Eduardo Acevedo, Enrique Mujica, Adhely Rivero y Antonio Trujillo. O bien se encaminan a la vía de la reflexión interior, como observamos en poemas de Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez y Santos López.

Estos son solo unos pocos ejemplos de un vasto espectro de afinidades y confluencias. No son éstos rasgos exclusivos o privativos en los poetas citados; la obra de cada escritor suele ser cambiante y ofrece varias vetas o formas de lectura. Consideremos también que la mayoría de estos poetas aún vive, que muchos de ellos se encuentran activos, dando forma a nuevos proyectos poemáticos.

 

Las antologías

Durante el siglo veinte la poesía venezolana fue pródiga en antologías que, con mayor o menor suerte, dieron cuenta de su diversidad expresiva. Así, autores que parecían imprescindibles en unas épocas ya no lo fueron en otras; unos que aparecían tímidamente en algunas selecciones, forjaron después una obra y conquistaron su lugar en obras antológicas notables. El tiempo –y sólo el tiempo se encargó de darles su sitio y puso en evidencia la calidad intrínseca de los textos seleccionados, o por el contrario puso al descubierto tramoyas, ardides editoriales o publicitarios, intereses grupales o políticos que permitieron tales o cuales lanzamientos. Por supuesto, también aparecían antologías latinoamericanas y europeas donde estaban presentes poetas venezolanos. Poetas como Vicente Gerbasi y Miguel Otero Silva comenzaban a aparecer en antologías importantes de España, como la de José Olivio Jiménez Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 (Alianza Editorial, España, 1971) o de Inglaterra The Penguin Book of Latin American Verse, de Enrique Caracciolo-Trejo (Penguin Books, Inglaterra, 1971) donde figuran por Venezuela Andrés Bello, Andrés Eloy Blanco y Rafael Cadenas. Desde estas antologías exigentes se tiende un arco hasta una de las más completas, Antología de la poesía hispano-americana moderna (Monte Ávila Editores, Caracas, 1993), coordinada por Guillermo Sucre con un equipo de investigadores de la Universidad Simón Bolívar, donde por Venezuela figuran José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Pachano, Enriqueta Arvelo Larriva, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Ida Gramcko, Rafael Cadenas, Ramón Palomares, Eugenio Montejo y Alejandro Oliveros.

Durante las décadas de los años 60 y 70 ya se habían cimentado en Venezuela voces como las de Cadenas, Calzadilla o Palomares, mientras que poetas posteriores como Gustavo Pereira, Eugenio Montejo, José Barroeta, Luis Alberto Crespo, Ludovico Silva y Víctor Valera Mora comenzaban a dibujarse con propiedad en el panorama de nuestra poesía, más identificadas con los procesos sociales o políticos, como son los casos de Pereira y Valera Mora; otras van más dirigidas a la interioridad, como ya advertimos en Cadenas, Silva Estrada o Montejo. Si los años sesentas están signados por un destino político, la dificultad de ser y de transformar la sociedad, en los años setentas la poesía tiende a la dispersión y a la pluralidad. Dispersión porque estos poetas no se agruparon para definir programas poéticos ni para redactar manifiestos. La convulsa década anterior había dejado en el ambiente un compromiso que propendía muchas veces hacia el exteriorismo descriptivo, y contra el cual, creo, se reaccionó inconscientemente. Los poetas del interior del país comenzaron a conocerse de manera aleatoria, sobre todo a través de lecturas públicas y la edición privada de obras. Se comenzó a leer más directamente poesía de América Latina, el Brasil y los Estados Unidos. La dispersión, a la larga, vendrá a ser un elemento positivo para la poesía de los 70, pues permitirá ver los procesos estéticos sin coacciones, y con mayor libertad para reconocer las voces interiores que cada uno estaba dispuesto a expresar, al permitir una reflexión acerca de cuál camino elegir, sin presiones extraliterarias ni conminaciones programáticas. Esta dispersión, a la vez, permite señalar el rasgo de la pluralidad. Ya sea coincidiendo o disintiendo, los poetas establecen una empatía, un puente que les permite compartir lecturas y abrirse a nuevos cauces, nuevas confluencias, muchas de las cuales se hallan presentes en esta selección. Habían quedado atrás las actitudes exclamativas o tremendistas, los temas históricos, los casticismos y las formas métricas para cobijar lugares comunes. La lírica se abría a una polifonía históricamente explicable. No requirió de padrinazgos ni de emulaciones tutelares para acometer sus empresas verbales. Lo mismo no se puede decir de los años 80, cuyos poetas nacientes se movieron en un gran alboroto mediático, que promulgaba sus quintaesencias a través de manifiestos aún antes de que las obras fuesen editadas y pretendieron pasar por alto el legado de los poetas de los años 70.


En una etapa posterior nos encontramos con poetas como Alejandro Oliveros, Reinaldo Pérez-Só, María Clara Salas, Eleazar León, Edda Armas, Elí Galindo, William Osuna, Luis Sutherland o Cecilia Ortiz, que venían trabajando con plena conciencia de oficio. Esta generación es muy activa y empieza a experimentar en Talleres Literarios fundados en las Escuelas de Letras de varias Universidades, y en institutos culturales como el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. En el interior del país también se produce este fenómeno. Así tenemos a Orlando Pichardo, Eddy Rafael Pérez, Tito Núñez Silva, Jesús Enrique Barrios, Yeo Cruz, José Antonio Yépez Azparren, Naudy Enrique Lucena y Álvaro Montero en Lara; Rafael Garrido, Lázaro Álvarez, David Figueroa, Dixon Rojas y Manuel Barreto en Yaracuy; a Teófilo Tortolero, Reinaldo Pérez-Só, Alejandro Oliveros, Carlos Osorio, Carlos, Ochoa, Adhely Rivero y Luis Alberto Angulo en Carabobo; Wilfredo Carrizales, Harry Almela, Alberto Hernández y Luis Ernesto Gómez en Aragua; a Leonardo Ruiz Tirado, Ana María Oviedo, Arnulfo Quintero López, Livio Delgado, Alberto José Pérez y Avilmark Franco en Barinas; a Celsa Acosta, Rafael José Álvarez, César Seco, Benito Mieses y Gilberto Petit en Falcón, sólo para citar algunos nombres sobresalientes en algunos estados. Con ellos comienza a descentralizarse la irradiación poética de Caracas; se produce entonces un diálogo con la provincia; (si bien observamos, la gran mayoría de los poetas que se divulgan desde Caracas provienen del interior del país), se van creando revistas, talleres, antologías; poco a poco se respira un aire menos atomizado en cuanto a la difusión de los autores fuera de sus regiones de origen, sobre todo porque recitales, lecturas, charlas y bienales literarias se convierten en puntos de referencia para explorar el país de un modo más exigente y apasionado. Se procura entonces un diálogo que va a tener consecuencias determinantes en cuanto a la percepción de la poesía como hecho colectivo, o mejor dicho, como hecho estético que no puede entenderse sino como crisol de experiencias humanas cuyo epicentro es lo colectivo, en el sentido de que éste debe ser público y compartido.

Los mejores escritos sobre poesía de los años 60 y 70 gravitan en ese sentido; sus autores son Ludovico Silva, Juan Liscano, Guillermo Sucre, Oscar Rodríguez Ortiz y Julio Miranda, y en una generación posterior Armando Rojas Guardia, Hanni Ossott, Juan Carlos Santaella, Alejandro Varderi y Ennio Jiménez Emán iluminan sentidos y conforman un corpus crítico notable, que reflexiona, antologiza, redacta prólogos, estudios o tesis académicas, y permite calibrar mejor los legados poéticos de cada etapa.

En el terreno de las antologías tenemos, entre otras, las de Otto D’Sola, J. A. Escalona Escalona, Douglas Palma, Jesús Salazar, Rafael Arráiz Lucca, Alejandro Salas y Joaquín Marta Sosa, siendo la más generosa la de Escalona Escalona Nueva antología de poetas venezolanos (Nacidos entre 1930 y 1960) (Mérida, 2001); la más original en el manejo del criterio la de Alejandro Salas, Antología comentada de la poesía venezolana, y la que abarca más períodos hasta la fecha la de Joaquín Marta Sosa Navegación de tres siglos. Antología básica de la poesía venezolana 1826-2003 (2004), pues intenta recoger los mejores textos hasta los últimos años del siglo veinte, exhibe una organización bibliográfica excelente y nos ofrece un esmerado estudio sobre el proceso de nuestra lírica. No es una antología diacrónica sino temática y la navegación por el tercer siglo es por supuesto casi inexistente. Como toda antología, no puede cubrir todas las expectativas y deja fuera nombres importantes. De la primera mitad del siglo veinte la más completa es la de Otto D’Sola Antología de la moderna poesía venezolana (1940). Vale la pena detenerse en esta antología de D’Sola, pues ella remarca un criterio de selección que puede ser útil para ubicarnos dentro de la llamada “moderna” poesía venezolana del siglo XX. Es una obra estrictamente cronológica y generacional, tanto, que primero realiza un paneo sobre lo que él llama “los precursores de la poesía moderna” a quienes ubica entre los años 1880 y 1885 y son Juan Antonio Pérez Bonalde y Miguel Sánchez Pesquera; después se detiene en “los populares de la generación 1885 y 1890”: Alejandro Romanace, Pablo Emilio Romero y Tomás Ignacio Potentini. En un espacio estético más vasto sitúa a parnasianos y neoclásicos, aunque también reducidos al lustro 1885-1890. D’Sola maneja aquí un criterio generacional por lustros y no por décadas, que se mantendrá para los poetas cuyo trabajo sobresale a partir del año 1910, para quienes no tiene una tendencia o movimiento concretos de ubicación, en un amplio registro de veintitrés autores que van desde Alfredo Arvelo Larriva hasta Luis Yépez. De ahí en adelante D`Sola continúa aplicando un criterio que no toma en cuenta tendencias o líneas estéticas dominantes, sino meramente definidas por lustros o por décadas (1915-1920-1930 y 1935), lo cual, lejos de ayudar al lector, no hace sino confundirlo. Tampoco luce muy exhaustivo –mejor sería decir exigente— en cuanto a la elección de los autores, sobre todo en lo que se refiere a los poetas localizados entre los años 1915-1920.

El prólogo de esta antología no fue escrito por D’Sola sino por Mariano Picón Salas, que con su admirable prosa y su lucidez va marcando ciertas pautas para definir la modernidad. En este caso, está seguro de que con Pérez Bonalde nace la modernidad en Venezuela, pues reacciona “contra lo que había pesado más en la poesía venezolana: le elocuencia”, reafirmándose en “el sollozo viril que no estalla”, en la nocturnidad y el acento cosmopolita, para luego ir hacia los caminos de la erudición que degeneraron, según Picón Salas, en “la copiosa herencia enseñante de Andrés Bello, los del idioma académico y la intención didáctica; a éstos se oponían los poetas deliberadamente incultos, en quienes la gracia andaba envuelta con el ripio y el acierto con la vulgaridad, como un Martín o un Abigail Lozano”. Están por supuesto también los imitadores de la poesía española del siglo XIX, apegados a lo grandilocuente, y los autores que hacen uso de la malicia criolla, como Alejandro Romanace o Job Pim. Pero no tiene dudas Picón Salas en señalar como iniciador de la poesía moderna de Venezuela, veinte años antes de que comenzara el movimiento Modernista (cuyo padre tutelar fue Rubén Darío) a Pérez Bonalde. Hechas estas aclaratorias, Picón Salas se sumerge en una serie de digresiones que nos ayudan mucho a comprender las tensiones políticas y las luchas del venezolano, mejor reflejadas, según él, en los narradores que en los poetas.


Pasa a aclararnos que la modernidad de la generación de 1895 fue la de la palabra, el tema y el ritmo, transcritas en versos parnasianos y octosílabos, como la de Gabriel Muñoz; después la Venezuela de los valses y los pianos como la que se expresa en la obra de Andrés Mata y Ezequiel Bujanda. Mientras que Víctor Racamonde y Juan Santaella se amoldan más a la nota “schubertiana” que nace con Rubén Darío. El Modernismo y el Decadentismo siguen por caminos similares, sobre todo el Modernismo cuando cae en la orfebrería vacía de las palabras, o cuando el Decadentismo –que es refinamiento voluptuoso, afán de desconcertar al buen burgués con sus paradojas y su práctica del arte por el arte– terminan por preparar el terreno para lo que luego serán las notas dominantes de los poetas de los años 30 ó 40: la intimidad y la confidencialidad versus el titanismo de los neoclásicos, el pensar la inspiración con la disciplina de la forma, para reaccionar contra la abundancia del sentimentalismo ripioso; la exaltación solar contra las tendencias deprimentes (“el sol contra la luna”) de los trasnochos lunares; el surgimiento del mundo infantil como un tema autónomo de la poesía; el auge del folklore y de la copla; la interrogación a Dios y al Destino que crea una entonación filosófica distinta; y finalmente la voz de Pablo Neruda, que pasó con su torrente de aguas impuras, disolventes y caóticas y llevaron consigo la impronta de una época llena de insomnio, desesperación y aventura, conforman una maravillada visión del mundo.

Esta breve síntesis de rasgos para la modernidad puede ser útil en esta confluencia de poetas modernos, sólo que algunos de ellos pertenecen más al final del siglo XX, viéndome en la necesidad de aclarar ciertos puntos asociados a este concepto, ciertamente escurridizo, pues se nutre del abigarrado mundo de la cultura popular y lleva en si mismo el germen de su destrucción, una noción ambigua, huidiza y paradójica. Bajo ella se suelen abrigar las más brillantes ideas pero también las más disparatadas teorías y especulaciones.

Por su parte Guillermo Sucre, en el prólogo de su Antología de la poesía hispanoamericana moderna nos advierte que la poesía hispanoamericana moderna es “la que se inicia, hacia 1880, con el momento modernista, hasta la poesía de las últimas décadas (…) Un lapso tan vasto que abarca casi cien años (…) Cronología y períodos, estilos y tendencias: era inevitable que tales referencias influyeran en esta división y reagrupación de autores. Pero, como se explica en la introducción de cada una de estas partes, se ha querido combinarlas y aplicarlas con flexibilidad. Se evita, por ejemplo, delimitar demasiado los períodos o hacer excesivo hincapié en fórmulas estéticas generales que, por si mismas, casi nunca llegan a revelar la singularidad de cada autor. Esta más amplia flexión, por tanto, quizá permita vislumbrar otros principios de ordenamiento.”

Hago esta cita de Sucre en ocasión de resaltar el vasto campo de percepciones estéticas que implica la modernidad: sus máscaras, sus disfraces, sus contrariedades, su heterodoxia, su diversidad y sus paradojas, que ni el discurso postmoderno ni el de las transvanguardias han logrado aún abordar bien. Tales criterios pudieran aplicarse a la mayoría de los poemas aquí elegidos, mas no a la poesía que se escribe desde el año 2000, que desea ingresar a otro canon estético. Estamos hablando hoy de un discurso poético interdisciplinario, transgenérico, intervenido por la tecnología, los monitores, la cultura de masas, la cultura fragmentaria, el espectáculo, el cine, la fotografía, las realidades virtuales y digitales, la velocidad de la información, el minimalismo, el coloquialismo, la ritualidad cotidiana. El discurso de la globalización interviene a veces el discurso poético para bien o para mal, esta es una realidad innegable.

 

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Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950) ha repartido su vocación literaria entre el cuento y la novela, la poesía y el ensayo, así como entre una labor de antologista y editor que le ha merecido un reconocimiento crítico en varios países. Entre sus libros de cuentos destacan Los dientes de Raquel (1973), Los 1001 cuentos de 1 línea (1982), La gran jaqueca y otros textos breves (2002), Relatos de otro mundo (1988), Tramas imaginarias (1990), El hombre de los pies perdidos (2005), La taberna de Vermeer y otras ficciones (2005), Había una vez… 101 fábulas posmodernas (2009), Divertimentos mínimos (2011) y Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (2012). Sus principales novelas son Una fiesta memorable (1991), Sueños y guerras del Mariscal (2001), Paisaje con ángel caído (2002) y Averno (2006), Wald (2021) Monte Ávila Editores reunió su obra poética bajo el título Balada del bohemio místico (2009), así como una selección de sus Cuentos y microrrelatos (2012) mientras en el campo del ensayo sobresalen Diálogos con la página (1984), Provincias de la palabra (1995), Espectros del cine (1994), El espejo de tinta (2007) y El contraescritor (2007), La utopía del logos. La filosofía moderna a contracorriente (2021) y El laberinto ensimismado de Franz Kafka (2021). De su obra de antologista pueden citarse Relatos venezolanos del siglo XX (1987), El ensayo literario en Venezuela (1989), Noticias del futuro. Clásicos literarios de la Ciencia Ficción (2010) y En Micro. Antología del microrrelato venezolano (2010). En 2012 Ediciones Imaginaria editó una valoración múltiple de su obra con el título de Literatura y Existencia. Cuentos y poemas suyos han sido traducidos al alemán, francés, inglés y ruso, e incluidos en antologías de todo el mundo. En 2019 fue merecedor del Premio Nacional de Literatura de Venezuela por el conjunto de su obra. 



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 183 | outubro de 2021

Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)

Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

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