La poesía es ante todo observación estética
a través de la palabra, una especie de sonda verbal que intenta recuperar las esencias
del ser en diálogo con el paisaje (llámesele entorno, sociedad o circunstancia),
o bien una respuesta sensible o intelectiva al asombro de existir; puede tomarse
también como una reflexión sobre el mundo y sus realidades tomando al lenguaje como
centro, un lenguaje fundado en una tradición escrita que toma en cuenta tropos,
figuras, imágenes y formas escritas que tienen por objeto llevar a cabo una síntesis
entre reflexión y belleza, entre indagación del ser y un estremecimiento formal
que alcanza al oído (su música), su multiplicidad interpretativa (sus significados)
y su permanencia en el tiempo (su vigencia), para que el lenguaje pueda mirarse
en el espejo de su propia historia, la historia literaria. De este modo, nos comunica
siempre algo significativo, permanente, que toca a la vez el pensar y los sentidos
para dar cuenta, en una lengua que trasciende el discurso corriente y el lenguaje
habitual, otros campos o zonas del ser. No refiero aquí por oposición el lenguaje
oral (que es de por sí una construcción metafórica de los signos y objetos del mundo),
al lenguaje escrito, construido sobre la base de una escritura cifrada en un alfabeto
y una gramática, un léxico, una prosodia y una sintaxis; sino al lenguaje reiterativo,
chato y sin brillo que solemos oír en tantas transmisiones televisivas o audiovisuales,
minado por el lugar común y despojado de sugerencias.
En fin, la lengua nos pertenece a todos
(es la máxima invención humana), pero el lenguaje escrito se nos escapa si no sabemos
emplearlo para revelar cosas más hondas (símbolos, arquetipos, mitos, tradiciones).
Precisamente, la lengua y el lenguaje se han ido desgastando en su dimensión escrita
y hablada, cuando no naufragando en un océano de mensajes vacuos producidos por
el cansancio y el tedio modernos. No es ocioso, repito, preguntarse cuál podría
ser el destino o la función específica de la voz poética en estos contextos, por
ejemplo, la relación de la poesía –en tanto traduce lo lírico del Yo subjetivo– con el canto, la música culta o la música popular. Los cantantes populares han venido
sustituyendo en cierto modo a los poetas, (quedando los cantautores actuales como
versiones modernas de los trovadores de las cortes europeas medievales), cantantes
que se comunican a través de grabaciones en estudio o de espectáculos asistidos
por efectos lumínicos o escenográficos. En efecto, son numerosas las reflexiones
que podemos hacer por y para la poesía, y no sólo desde ella. Estamos en el albor
de un nuevo siglo y un nuevo milenio, y la percepción del fenómeno poético ha variado
sensiblemente, por lo cual es pertinente también hacerse de nuevas perspectivas
para abordarlo, tanto en su valor intrínseco como en los caminos semánticos que
ha venido tomando en los últimos lustros del pasado siglo veinte y en el primero
de este siglo.
La poesía en Venezuela se ha hecho eco
de los más variados influjos desde su nacimiento; cuando neoclásicos, románticos
o nativistas quisieron imprimirle improntas particulares a sus voces. Andrés Bello,
Juan Antonio Pérez Bonalde, Andrés Mata, José Antonio Maitín, Udón Pérez y Francisco
Lazo Martí son ejemplos que definieron aquellas tendencias; mientras otros como
J. T. Arreaza Calatrava se movieron entre el naturalismo y el modernismo. Bien entrado
el siglo XX se producen las naturales resonancias del modernismo, el simbolismo
y el culteranismo, que pueden identificarse en autores como Roberto Montesinos y
Emiliano Hernández. En cambio, tres claros representantes de la vanguardia en Venezuela
son Salustio González Rincones (que tradujo a Víctor Hugo y Dante Gabriel Rossetti),
Alfredo Arvelo Larriva y José Antonio Ramos Sucre. Éste último escribe sus poemas
en prosa y consagra como ninguno la vanguardia entre nosotros, valiéndose de mitos
y leyendas europeos para adaptarlos al trópico, haciendo uso de símbolos e imágenes
decadentistas para extraer de ellas paisajes desolados o trágicos. Si Arvelo Larriva
es el último gran modernista nuestro, su hermana Enriqueta Arvelo Larriva le confiere
al paisaje del llano una interioridad crispante.
Después, la llamada Generación del 18
va a liberarse de formalismos y normas asumiendo un espíritu ecléctico; eclecticismo
que se imbuirá también de música y de pintura; algunos de estos poetas fueron Fernando
Paz Castillo, Andrés Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano y
Enrique Planchart. Mientras Paz Castillo se adentra en registros religiosos y filosóficos,
Blanco prefiere ensayar un modernismo a la venezolana, caudaloso y brillante, propenso
a bucear en el alma nacional gracias a su fluidez y sentido del humor, que no descarta
el dramatismo. Otros parnasianos, simbolistas o post-modernistas son Jorge Schimdke,
Luis Yépez, Pío Tamayo, Héctor Cuenca, Humberto Tejera y Cruz Salmerón Acosta, que
atendieron luego las influencias vanguardistas. Luego surgen otras tendencias telúricas,
tenebrosas o de exaltación visual como las que pueden observarse en poetas como
Ana Enriqueta Terán, Elisio Jiménez Sierra, Vicente Gerbasi, Luis Fernando Álvarez
y José Ramón Heredia. Éstos últimos tres poetas se agruparon en torno a la revista
Viernes y proclamaron su voluntad de adherirse
a “la rosa de los vientos”, a la diversidad de movimientos. Posteriormente surge
una generación que se mueve entre el impulso visionario y el arraigo terrestre como
la de los poetas Otto D’ Sola, Alberto Arvelo Torrealba, Manuel Felipe Rugeles,
Héctor Guillermo Villalobos y Manuel Rodríguez Cárdenas; mientras que la tradición
hispanista y humanista se refleja en los poemas de Juan Beroes, Pedro Francisco
Lizardo, Juan Liscano y Pálmenes Yarza.
Estas inclinaciones a lo social, lo imprecatorio
o lo dramático presentes en poetas como Víctor Valera Mora, José Barroeta y Luis
Camilo Guevara serán recogidas e interpretadas por William Osuna, Luis Sutherland,
Eleazar León y Gabriel Jiménez Emán. La voz de Eleazar León discurre entre lo memorioso
y la aprehensión de un presente precario, el cual sin embargo le devuelve signos
maravillados. María Clara Salas es reflexiva y contundente; Luis Sutherland posee
poderes visionarios de gran densidad; Elí Galindo emprende viajes por los mitos
clásicos y atrapa fantasmas y aleteos sorprendentes en medio de aguas nocturnas
y sombras. En las décadas finales del siglo XX ocurre una verdadera erupción de
tonos y tendencias donde son nuevamente visibles los rasgos de la trasgresión; el
cuerpo y la psique femeninos se expresan con enorme libertad; surge la poesía coloquial,
que expresa la fricción del paisaje tecnológico y burocrático de las urbes, recogido
en buena parte de la obra de William Osuna, Gustavo Pereira, Juan Calzadilla y Rafael
Arráiz Lucca. Todo ello se entremezcla a afluencias de apego al paisaje, a una poesía
que interroga la tierra y sus enigmas como la de Alfredo Silva Estrada, Luis Alberto
Crespo, Ángel Eduardo Acevedo, Enrique Mujica, Adhely Rivero y Antonio Trujillo.
O bien se encaminan a la vía de la reflexión interior, como observamos en poemas
de Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez y Santos López.
Estos son solo unos pocos ejemplos de
un vasto espectro de afinidades y confluencias. No son éstos rasgos exclusivos o
privativos en los poetas citados; la obra de cada escritor suele ser cambiante y
ofrece varias vetas o formas de lectura. Consideremos también que la mayoría de
estos poetas aún vive, que muchos de ellos se encuentran activos, dando forma a
nuevos proyectos poemáticos.
Las antologías
Durante el siglo
veinte la poesía venezolana fue pródiga en antologías que, con mayor o menor suerte,
dieron cuenta de su diversidad expresiva. Así, autores que parecían imprescindibles
en unas épocas ya no lo fueron en otras; unos que aparecían tímidamente en algunas
selecciones, forjaron después una obra y conquistaron su lugar en obras antológicas
notables. El tiempo –y sólo el tiempo– se encargó de darles su sitio y puso en evidencia
la calidad intrínseca de los textos seleccionados, o por el contrario puso al descubierto
tramoyas, ardides editoriales o publicitarios, intereses grupales o políticos que
permitieron tales o cuales lanzamientos. Por supuesto, también aparecían antologías
latinoamericanas y europeas donde estaban presentes poetas venezolanos. Poetas como
Vicente Gerbasi y Miguel Otero Silva comenzaban a aparecer en antologías importantes
de España, como la de José Olivio Jiménez Antología
de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 (Alianza Editorial, España,
1971) o de Inglaterra The Penguin Book of
Latin American Verse, de Enrique Caracciolo-Trejo (Penguin Books, Inglaterra,
1971) donde figuran por Venezuela Andrés Bello, Andrés Eloy Blanco y Rafael Cadenas.
Desde estas antologías exigentes se tiende un arco hasta una de las más completas,
Antología de la poesía hispano-americana moderna
(Monte Ávila Editores, Caracas, 1993), coordinada por Guillermo Sucre con un equipo
de investigadores de la Universidad Simón Bolívar, donde por Venezuela figuran José
Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Pachano, Enriqueta Arvelo
Larriva, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Ida Gramcko, Rafael Cadenas, Ramón
Palomares, Eugenio Montejo y Alejandro Oliveros.
Durante las décadas
de los años 60 y 70 ya se habían cimentado en Venezuela voces como las de Cadenas,
Calzadilla o Palomares, mientras que poetas posteriores como Gustavo Pereira, Eugenio
Montejo, José Barroeta, Luis Alberto Crespo, Ludovico Silva y Víctor Valera Mora
comenzaban a dibujarse con propiedad en el panorama de nuestra poesía, más identificadas
con los procesos sociales o políticos, como son los casos de Pereira y Valera Mora;
otras van más dirigidas a la interioridad, como ya advertimos en Cadenas, Silva
Estrada o Montejo. Si los años sesentas están signados por un destino político,
la dificultad de ser y de transformar la sociedad, en los años setentas la poesía
tiende a la dispersión y a la pluralidad. Dispersión porque estos poetas no se agruparon
para definir programas poéticos ni para redactar manifiestos. La convulsa década
anterior había dejado en el ambiente un compromiso que propendía muchas veces hacia
el exteriorismo descriptivo, y contra el cual, creo, se reaccionó inconscientemente.
Los poetas del interior del país comenzaron a conocerse de manera aleatoria, sobre
todo a través de lecturas públicas y la edición privada de obras. Se comenzó a leer
más directamente poesía de América Latina, el Brasil y los Estados Unidos. La dispersión,
a la larga, vendrá a ser un elemento positivo para la poesía de los 70, pues permitirá
ver los procesos estéticos sin coacciones, y con mayor libertad para reconocer las
voces interiores que cada uno estaba dispuesto a expresar, al permitir una reflexión
acerca de cuál camino elegir, sin presiones extraliterarias ni conminaciones programáticas.
Esta dispersión, a la vez, permite señalar el rasgo de la pluralidad. Ya sea coincidiendo
o disintiendo, los poetas establecen una empatía, un puente que les permite compartir
lecturas y abrirse a nuevos cauces, nuevas confluencias, muchas de las cuales se
hallan presentes en esta selección. Habían quedado atrás las actitudes exclamativas
o tremendistas, los temas históricos, los casticismos y las formas métricas para
cobijar lugares comunes. La lírica se abría a una polifonía históricamente explicable.
No requirió de padrinazgos ni de emulaciones tutelares para acometer sus empresas
verbales. Lo mismo no se puede decir de los años 80, cuyos poetas nacientes se movieron
en un gran alboroto mediático, que promulgaba sus quintaesencias a través de manifiestos
aún antes de que las obras fuesen editadas y pretendieron pasar por alto el legado
de los poetas de los años 70.
Los mejores escritos
sobre poesía de los años 60 y 70 gravitan en ese sentido; sus autores son Ludovico
Silva, Juan Liscano, Guillermo Sucre, Oscar Rodríguez Ortiz y Julio Miranda, y en
una generación posterior Armando Rojas Guardia, Hanni Ossott, Juan Carlos Santaella,
Alejandro Varderi y Ennio Jiménez Emán iluminan sentidos y conforman un corpus crítico
notable, que reflexiona, antologiza, redacta prólogos, estudios o tesis académicas,
y permite calibrar mejor los legados poéticos de cada etapa.
En el terreno de
las antologías tenemos, entre otras, las de Otto D’Sola, J. A. Escalona Escalona,
Douglas Palma, Jesús Salazar, Rafael Arráiz Lucca, Alejandro Salas y Joaquín Marta
Sosa, siendo la más generosa la de Escalona Escalona Nueva antología de poetas venezolanos (Nacidos entre 1930 y 1960) (Mérida,
2001); la más original en el manejo del criterio la de Alejandro Salas, Antología comentada de la poesía venezolana,
y la que abarca más períodos hasta la fecha la de Joaquín Marta Sosa Navegación de tres siglos. Antología básica de
la poesía venezolana 1826-2003 (2004), pues intenta recoger los mejores textos
hasta los últimos años del siglo veinte, exhibe una organización bibliográfica excelente
y nos ofrece un esmerado estudio sobre el proceso de nuestra lírica. No es una antología
diacrónica sino temática y la navegación por el tercer siglo es por supuesto casi
inexistente. Como toda antología, no puede cubrir todas las expectativas y deja
fuera nombres importantes. De la primera mitad del siglo veinte la más completa
es la de Otto D’Sola Antología de la moderna
poesía venezolana (1940). Vale la pena detenerse en esta antología de D’Sola,
pues ella remarca un criterio de selección que puede ser útil para ubicarnos dentro
de la llamada “moderna” poesía venezolana del siglo XX. Es una obra estrictamente
cronológica y generacional, tanto, que primero realiza un paneo sobre lo que él
llama “los precursores de la poesía moderna” a quienes ubica entre los años 1880
y 1885 y son Juan Antonio Pérez Bonalde y Miguel Sánchez Pesquera; después se detiene
en “los populares de la generación 1885 y 1890”: Alejandro Romanace, Pablo Emilio
Romero y Tomás Ignacio Potentini. En un espacio estético más vasto sitúa a parnasianos
y neoclásicos, aunque también reducidos al lustro 1885-1890. D’Sola maneja aquí
un criterio generacional por lustros y no por décadas, que se mantendrá para los
poetas cuyo trabajo sobresale a partir del año 1910, para quienes no tiene una tendencia
o movimiento concretos de ubicación, en un amplio registro de veintitrés autores
que van desde Alfredo Arvelo Larriva hasta Luis Yépez. De ahí en adelante D`Sola
continúa aplicando un criterio que no toma en cuenta tendencias o líneas estéticas
dominantes, sino meramente definidas por lustros o por décadas (1915-1920-1930 y
1935), lo cual, lejos de ayudar al lector, no hace sino confundirlo. Tampoco luce
muy exhaustivo –mejor sería decir exigente— en cuanto a la elección de los autores,
sobre todo en lo que se refiere a los poetas localizados entre los años 1915-1920.
El prólogo de esta antología no fue escrito por D’Sola sino por Mariano Picón Salas, que con su admirable prosa y su lucidez va marcando ciertas pautas para definir la modernidad. En este caso, está seguro de que con Pérez Bonalde nace la modernidad en Venezuela, pues reacciona “contra lo que había pesado más en la poesía venezolana: le elocuencia”, reafirmándose en “el sollozo viril que no estalla”, en la nocturnidad y el acento cosmopolita, para luego ir hacia los caminos de la erudición que degeneraron, según Picón Salas, en “la copiosa herencia enseñante de Andrés Bello, los del idioma académico y la intención didáctica; a éstos se oponían los poetas deliberadamente incultos, en quienes la gracia andaba envuelta con el ripio y el acierto con la vulgaridad, como un Martín o un Abigail Lozano”. Están por supuesto también los imitadores de la poesía española del siglo XIX, apegados a lo grandilocuente, y los autores que hacen uso de la malicia criolla, como Alejandro Romanace o Job Pim. Pero no tiene dudas Picón Salas en señalar como iniciador de la poesía moderna de Venezuela, veinte años antes de que comenzara el movimiento Modernista (cuyo padre tutelar fue Rubén Darío) a Pérez Bonalde. Hechas estas aclaratorias, Picón Salas se sumerge en una serie de digresiones que nos ayudan mucho a comprender las tensiones políticas y las luchas del venezolano, mejor reflejadas, según él, en los narradores que en los poetas.
Esta breve síntesis
de rasgos para la modernidad puede ser útil en esta confluencia de poetas modernos,
sólo que algunos de ellos pertenecen más al final del siglo XX, viéndome en la necesidad
de aclarar ciertos puntos asociados a este concepto, ciertamente escurridizo, pues
se nutre del abigarrado mundo de la cultura popular y lleva en si mismo el germen
de su destrucción, una noción ambigua, huidiza y paradójica. Bajo ella se suelen
abrigar las más brillantes ideas pero también las más disparatadas teorías y especulaciones.
Por su parte Guillermo
Sucre, en el prólogo de su Antología de la
poesía hispanoamericana moderna nos advierte que la poesía hispanoamericana
moderna es “la que se inicia, hacia 1880, con el momento modernista, hasta la poesía
de las últimas décadas (…) Un lapso tan vasto que abarca casi cien años (…) Cronología
y períodos, estilos y tendencias: era inevitable que tales referencias influyeran
en esta división y reagrupación de autores. Pero, como se explica en la introducción
de cada una de estas partes, se ha querido combinarlas y aplicarlas con flexibilidad.
Se evita, por ejemplo, delimitar demasiado los períodos o hacer excesivo hincapié
en fórmulas estéticas generales que, por si mismas, casi nunca llegan a revelar
la singularidad de cada autor. Esta más amplia flexión, por tanto, quizá permita
vislumbrar otros principios de ordenamiento.”
Hago esta cita de
Sucre en ocasión de resaltar el vasto campo de percepciones estéticas que implica
la modernidad: sus máscaras, sus disfraces, sus contrariedades, su heterodoxia,
su diversidad y sus paradojas, que ni el discurso postmoderno ni el de las transvanguardias
han logrado aún abordar bien. Tales criterios pudieran aplicarse a la mayoría de
los poemas aquí elegidos, mas no a la poesía que se escribe desde el año 2000, que
desea ingresar a otro canon estético. Estamos hablando hoy de un discurso poético
interdisciplinario, transgenérico, intervenido por la tecnología, los monitores,
la cultura de masas, la cultura fragmentaria, el espectáculo, el cine, la fotografía,
las realidades virtuales y digitales, la velocidad de la información, el minimalismo,
el coloquialismo, la ritualidad cotidiana. El discurso de la globalización interviene
a veces el discurso poético para bien o para mal, esta es una realidad innegable.
__________
Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950) ha repartido su vocación literaria entre el cuento y la novela, la poesía y el ensayo, así como entre una labor de antologista y editor que le ha merecido un reconocimiento crítico en varios países. Entre sus libros de cuentos destacan Los dientes de Raquel (1973), Los 1001 cuentos de 1 línea (1982), La gran jaqueca y otros textos breves (2002), Relatos de otro mundo (1988), Tramas imaginarias (1990), El hombre de los pies perdidos (2005), La taberna de Vermeer y otras ficciones (2005), Había una vez… 101 fábulas posmodernas (2009), Divertimentos mínimos (2011) y Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (2012). Sus principales novelas son Una fiesta memorable (1991), Sueños y guerras del Mariscal (2001), Paisaje con ángel caído (2002) y Averno (2006), Wald (2021) Monte Ávila Editores reunió su obra poética bajo el título Balada del bohemio místico (2009), así como una selección de sus Cuentos y microrrelatos (2012) mientras en el campo del ensayo sobresalen Diálogos con la página (1984), Provincias de la palabra (1995), Espectros del cine (1994), El espejo de tinta (2007) y El contraescritor (2007), La utopía del logos. La filosofía moderna a contracorriente (2021) y El laberinto ensimismado de Franz Kafka (2021). De su obra de antologista pueden citarse Relatos venezolanos del siglo XX (1987), El ensayo literario en Venezuela (1989), Noticias del futuro. Clásicos literarios de la Ciencia Ficción (2010) y En Micro. Antología del microrrelato venezolano (2010). En 2012 Ediciones Imaginaria editó una valoración múltiple de su obra con el título de Literatura y Existencia. Cuentos y poemas suyos han sido traducidos al alemán, francés, inglés y ruso, e incluidos en antologías de todo el mundo. En 2019 fue merecedor del Premio Nacional de Literatura de Venezuela por el conjunto de su obra.
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 183 | outubro de 2021
Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)
Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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