quarta-feira, 22 de dezembro de 2021

AGULHA REVISTA DE CULTURA # 196 – dezembro de 2021

 

• EDITORIAL – PARTITURAS DEL MARAVILLOSO: URUGUAY

 


Esta edição da Agulha Revista de Cultura dedicada ao Uruguai constituiu um grande e ousado périplo, uma viagem incessante por diversos olhares, distintas perspectivas da cultura de um país colado ao nosso e com um caudal imenso de cultura. O editorial foi designado como um imperativo objetivo, a reprodução de uma conferência dada por Rosario Peyrou em 2008, quando ela esteve no Brasil, a nosso convite, para participar de uma edição histórica da Bienal Internacional do Livro do Ceará. Rosario Peyrou (1948), entre 1983 e 1990 dirigiu a página de cultura do semanário La Democracia, e desde 1989 é membro da equipe editorial de El País Cultural. Jornalista e crítica literária. Assessora literária das Ediciones Trilce. Juntamente com Pablo Rocca, realizou pesquisa e entrevistas que serviram de base para o filme Idea, dirigido por Mario Jacob e dedicado à poeta uruguaia Idea Vilariño. Ao lado de Rosario, e de uma seleção inestimável de colaboradores escrevendo sobre vários aspectos das artes e da cultura no Uruguai, temos Cecilia Vignolo (1971), como nossa artista convidada. Com um amplo registro público de sua obra, Cecilia é artista reconhecida internacionalmente. Dela mostramos aqui um vídeo intitulado “Abrazo” (2021): https://www.youtube.com/watch?v=8Zu9EXjy2no, como aperitivo antes do leitor acessar a íntegra de nossa edição. Queremos também agradecer o carinho e a cumplicidade de Jorge Palma, poeta amigo que nos deu incontáveis sugestões que ajudaram a definir a nossa pauta.

 

Os Editores

 

ROSARIO PEYROU | Las fronteras como espacios de mestizaje cultural

 

La aventura cultural del mestizaje, es el tema central de esta Bienal Internacional do Livro de Ceará. Una aventura que involucra tiempos y espacios, historias y geografías, desplazamientos y fronteras. Es el signo de los tiempos, pero es, desde siempre, el signo de este continente. Los latinoamericanos vivimos en un continente mestizo, formado por pueblos originarios y pueblos nuevos hechos a la mezcla de lo indígena, lo africano, lo asiático y lo europeo en diversas medidas. Pero si nuestra historia está signada por esa mistura que se manifiesta en nuestra música, nuestra literatura, nuestro arte y nuestras tradiciones populares, también está hecha de imposiciones y de límites, de aislamientos y violencias, de búsquedas y frustraciones.

Las propias fronteras latinoamericanas son signos de esa historia. Puestas artificialmente por el colonizador, las fronteras en América Latina no se hicieron en función de los pueblos y las culturas sino de intereses políticos. Quinientos años después se han conformado nacionalidades, identidades que justifican a posteriori la existencia de esos estados, pero en un principio no fueron más que barreras artificiales hechas por decisiones administrativas.

El Uruguay, de donde provengo, es un ejemplo claro de esto que digo. Poblado por diversas tribus de charrúas, chanás y guenoas y por pueblos pertenecientes a la amplia faja tupí guaraní, fue parte del Virreinato del Río de la Plata durante la colonia, de las Provincias Unidas del Sur durante la Independencia, fue escenario de las interminables luchas entre España y Portugal por los límites de las posesiones imperiales, fue provincia Cisplatina de Portugal (1821), pasó a manos del Imperio de Brasil en 1824, y terminó convirtiéndose en República independiente, bajo los oficios de Inglaterra, que necesitaba por razones comerciales, impedir que Argentina y Brasil dominaran en exclusividad el estuario del Río de la Plata. En mi país, en broma, decimos a veces que el Uruguay debió llamarse “Ponsombylandia”, por el nombre del diplomático inglés que negoció nuestra conversión en un estado independiente, contrariando la vocación artiguista y los años de lucha popular para ser parte de una confederación de provincias del Sur.

Lo cierto es que la nostalgia del origen pre-colonial, el sentimiento de haber sido manipulados y arrasados por las potencias extranjeras está presente en el pensamiento latinoamericano desde muy temprano. En ningún otro espacio es tan evidente esa historia como en la cuestión del nombre del subcontinente. El intento de definir su identidad, siempre puesta en entredicho, a través del nombre, tiene mucho de drama. Dice Arturo Ardao a propósito de esa búsqueda identitaria que “No saber cómo llamarse es algo más que no saber cómo se es; es no saber quién se es”.

Un resumen del problema del nombre resulta bien ilustrativo. Llamado inicialmente Indias occidentales, ese enorme territorio recién conquistado pasó a llamarse “América” a partir de 1507 en las cartas geográficas. Un nombre curioso: le fue puesto por Martin Waldseemuller, un profesor de cartografía alemán en homenaje a Américo Vespucci, un navegante y hombre de negocios italiano, el primero en advertir que se trataba de un nuevo continente.

Para los protagonistas de la emancipación, la cuestión estuvo condicionada por el vínculo colonial. De América para todo el continente se pasó a América española, y a Iberoamérica, incorporando la presencia portuguesa oficializada desde el Tratado de Tordesillas. Y existió también el intento de llamarlo Colombia, nombre que, inicialmente propuesto por Miranda, intentó infructuosamente luego aplicarse a todo el mundo iberoamericano.

Después de 1823, establecida la denominación de la Colombia actual, la idea de la Gran Colombia se desvanece en forma definitiva. Y será justamente “América Latina”, como definición étnico-cultural impulsada por los franceses, el nombre que prevalecerá hasta hoy, sin dejar por eso de tener cuestionamientos por su marcado carácter eurocéntrico. Es evidente que el nombre “América Latina” deja de lado a los pueblos originarios y al fuerte componente africano. En la década del veinte el peruano Victor Haya de la Torre creyó saldar esa deuda con la expresión Indo América, y ese nombre ha vuelto a proponerse este mismo año por el presidente Chávez de Venezuela. De todos modos no puede dejar de considerarse que esa denominación pasa por alto los diversos contingentes migratorios y, si hilamos más fino, también es cierto que el término indios es el resultado de un error, el de los españoles al haber creído que habían hallado un camino alternativo a las Indias. En realidad, como se ha dicho, los indios nunca han existido en América si no es en la imaginación del europeo. La permanencia hasta hoy de esa discusión nominativa es síntoma inequívoco de ese malestar identitario que ha caracterizado a nuestras culturas desde la colonia.

En todo caso, si el nombre ha sido una imposición, también lo han sido nuestras lenguas, el español, el portugués, y en menor medida el francés, que pasaron a ser las lenguas del continente y a formar parte, ahora de modo indisoluble, de nuestras identidades. Aún más que las fronteras físicas, las lenguas de la colonización signaron nuestras culturas, y pusieron otro obstáculo a la siempre utópica integración cultural latinoamericana. Si el camino del diálogo cultural en la América Hispánica ha sido siempre dificultoso, y en general signado por la mediación de las metrópolis, Brasil, que ocupa la mitad de América del Sur, y comparte fronteras con todos los países menos Ecuador y Chile, tiene además la fuerte barrera de la lengua. Eso explica que su desarrollo cultural estuvo desde los orígenes referido más a las metrópolis europeas (particularmente Francia), y más recientemente incluso a Estados Unidos, que al resto del subcontinente.

Esa tendencia empezó a ser revisada a partir de los años sesenta. Antonio Candido resumía en 1981 los rasgos comunes de nuestros países con el Brasil: el haber sido colonizados por las dos monarquías de la península ibérica, con afinidades notorias entre sí; el haber conocido el monocultivo y la esclavitud como régimen de trabajo; el fenómeno del mestizaje; el haber producido una élite de criollos que utilizó la independencia en beneficio propio. A eso agregaba la influencia de la cultura francesa durante el siglo XIX, el crecimiento acelerado de las ciudades en el siglo XX con su consecuencia de masas miserables y marginadas; y haber sufrido el capitalismo depredador de las multinacionales junto a la fuerte influencia cultural de Estados Unidos desde los medios masivos. Y se preguntaba si eso permitiría, a pesar de la diferencia de lenguas, hablar de una literatura latinoamericana. [1]

La historia de los contactos culturales entre Hispanoamérica y Brasil es una historia plagada de incomprensiones, pero también de encuentros. Porque finalmente, las fronteras son barreras, pero también puentes, lugares de pasaje, sitios de intercambio, oportunidad de enriquecimiento, cuando no de libertad (y eso lo saben bien los perseguidos políticos de uno y otro lado). Y vale la pena recordar, especialmente en un ámbito que busca fortalecer esos vínculos, la historia de esos intentos de diálogo y de integración que tienen como protagonistas a brasileños y latinoamericanos. Nombres como los de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Mario de Andrade, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Antonio Candido, Roberto Fernández Retamar, Vinicius de Moraes, Darcy Ribeiro, y muchos otros son inseparables de ese lento proceso de mutuo descubrimiento.

Los acercamientos, los esfuerzos por encontrar un lenguaje común, no pueden separarse, claro está, de los avatares del gran proyecto del “latinoamericanismo”, esa idea integradora que estaba presente en la discusión sobre el nombre del continente, y tiene sus antecedentes en Bolívar y Miranda. Nombres como los de Torres Caicedo, José Martí, José E. Rodó, José Ingenieros, Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Roque Saenz Peña, Carlos Quijano, entre muchos otros, contribuyeron en gran forma a la expansión del sentimiento latinoamericanista y al desarrollo ideológico y político de ese proyecto común, enfrentado al expansionismo económico, político y cultural de la América del Norte.


Y me perdonarán ahora que reduzca el foco de mi mirada para centrarla en el Río de la Plata, y más específicamente en el Uruguay, para ver el contexto en el cual se formaron algunos de los protagonistas regionales de esta historia de las fronteras culturales con Brasil. Y para eso hay que hablar de Marcha y de Carlos Quijano. El Semanario uruguayo Marcha (que se publicó entre 1939 y 1974) no solo fue crucial en el Río de la Plata, sino que tuvo dimensión continental en tanto reunió a una serie de intelectuales de primer orden de todo el continente. Allí colaboraron figuras como Julio Cortázar, Miguel Ángel Asturias, Darcy Ribeiro, José Miguel Oviedo, Raúl Zavaleta Mercado, Gregorio Selser, Augusto Céspedes, José Emilio Pacheco y un larguísimo etcétera.

 Formado en el latinoamericanismo de los años veinte, Quijano estaba convencido de que la cultura es el elemento clave en la conformación de una identidad nacional y continental, por eso dio en las páginas de su semanario político un importante espacio a la difusión y el análisis de la producción cultural del continente. Tuvo, al frente de sus páginas literarias, a dos figuras particularmente interesadas en el Brasil: Emir Rodríguez Monegal, que había vivido en su adolescencia en Rio de Janeiro, y estaba familiarizado con la lengua y la literatura brasileña y especialmente Ángel Rama, para quien la visión integradora de la cultura latinoamericana fue el objetivo fundamental de su tarea crítica y ensayística. En ese sentido ha dicho José Emilio Pacheco: “A Marcha y a Rama les debemos en gran medida nuestra idea actual de la literatura latinoamericana en una parte del mundo en que los libros, aunque escritos en el mismo idioma, rara vez circulan de un país a otro si no se publican en la antigua metrópoli”.

El crítico uruguayo Pablo Rocca ha estudiado con minucia el contacto de estos dos ensayistas –Angel Rama y Emir Rodríguez Monegal– con el Brasil, y su papel en la difusión de la cultura brasileña en América Latina. [2]

Hay que decir que la década de Rama al frente de Marcha (1959-1968) coincidió con un fenómeno que habría de marcar a toda una generación: el triunfo de la Revolución Cubana. Es el momento solar del sueño utópico de la “patria grande” que sería barrido con las dictaduras de los años 70 y luego con el mundo posmoderno y globalizado que siguió a la caída del socialismo real a comienzos de los 90. Fue sin duda un momento de máximo optimismo que coincidió con la aparición de una generación de narradores latinoamericanos que pusieron la literatura del continente en la primera línea de la atención crítica mundial, crearon y ensancharon un público para la producción literaria latinoamericana, y alentaron la idea de la llegada a la edad adulta de nuestra cultura. Las novelas de García Márquez, Guimaraes Rosa, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, José Donoso, y una larga serie de otros nombres que se movieron alrededor del “boom”, establecieron un diálogo cultural intercontinental, y con el apoyo de críticos como Ángel Rama, Antonio Candido, Antonio Cornejo Polar o Roberto Fernández Retamar, contribuyeron a consolidar la idea de una literatura latinoamericana, más allá de las regionalizaciones imperantes.

En los años sesenta hubo dos intelectuales brasileños que jugaron un papel de primer orden en la reflexión uruguaya sobre la identidad latinoamericana: Antonio Candido y Darcy Ribeiro. Este último llegaría exiliado al Uruguay luego del golpe militar de 1964, y tendría un papel importante, desde la Universidad y desde Marcha, para establecer vasos comunicantes y viabilizar una visión antropológica que enriquecería la discusión sobre nuestros destinos. Pero el intercambio había empezado antes.

La relación entre Antonio Candido y Angel Rama, como ha documentado Pablo Rocca, puede considerarse clave en la reflexión cultural latinoamericana de esos años. En 1960 Candido llegó a Montevideo invitado por la Universidad de la República, y allí conoció a Ángel Rama, que ocupaba desde hacía un año la dirección de la sección literaria de Marcha, desde donde trabajaría con entusiasmo para mejorar el mutuo conocimiento de la cultura del continente. En ese esfuerzo por establecer relaciones personales y editoriales con quienes se dedicaban al oficio literario, Brasil seguía siendo una asignatura pendiente.

Antonio Candido venía a dar un curso en la Universidad de la República y Ángel lo entrevistó para su página del semanario Marcha. A partir de allí comenzó un intercambio que enriquecería la obra de ambos críticos, pero, sobre todo, estrecharía las relaciones personales e institucionales en el ámbito de la literatura latinoamericana. Rama tomó de Candido el concepto de “sistema literario” que sería de particular utilidad en su elaboración teórica futura, y sobre todo emprendió una labor de investigación sobre las relaciones entre una y otra literatura, sobre el regionalismo, el papel de las vanguardias, y los grandes escritores de esa novelística moderna que Candido llamó suprarregionalismo y Rama terminó por denominar literatura de la transculturación. Pero sobre todo, la riqueza de la literatura del Brasil fascinó a Rama al punto de dedicarle buena parte de sus esfuerzos de sus últimos años en Venezuela y Estados Unidos. En una carta a Antonio Candido del 23 de enero de 1983 se lamenta: “¡Quién pudiera tener 800 años para leer toda la literatura brasileña”

Ese entusiasmo se reflejó sobre todo en la tarea editorial más importante que se ha hecho en América Latina hacia una visión continental del acervo literario: la Biblioteca Ayacucho, que Ángel Rama dirigió en su exilio de Venezuela en los años 70, y que nació con motivo de la conmemoración del sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho, que había consagrado la independencia de América. Es un plan de quinientos volúmenes que recogen las obras más importantes de la cultura latinoamericana desde sus orígenes precolombinos en diversos campos disciplinarios: literatura, antropología, filosofía, pensamiento político. En ese proyecto original una tercera parte estuvo dedicada a la literatura del Brasil. Y como era lógico en el momento de construir el plan general de la obra, Antonio Candido fue una de las figuras convocadas por Rama.

El proyecto de la Ayacucho resultó una expresión material de ese esfuerzo que recorría el continente desde la Revolución Cubana: la necesidad del estudio de la producción intelectual latinoamericana como clave en la interrogación sobre América Latina, y sobre todo, en función de su proyección de futuro. La propia Cuba jugó un papel importante en ese entramado de relaciones interculturales. Así, la Casa de las Américas incluyó a las literaturas brasileña y del Caribe en su prestigioso concurso, y en los encuentros de escritores la presencia del Brasil fue una constante. Las revistas se dedicaron a traducir y publicar la producción de la otra zona lingüistica del continente, y la edición independiente hispanoamericana de los sesenta y setenta empezó a incluir la producción brasileña en sus catálogos.

El duro período de las dictaduras militares de la década del 70 en el sur del continente, produjo, como se sabe, una labor de demolición cultural en todos los órdenes, e interrumpió un proceso integrador que había crecido al amparo de un proyecto político que ahora parecía derrotado. Desde su doloroso exilio, Ángel Rama seguía trabajando en los que serían sus proyectos mayores, La Ciudad Letrada y Transculturación narrativa en América Latina. Seguirá escribiéndose con Antonio Candido y en 1980 participará de una reunión en la Universidad de Campinas donde se proyectó una historia de la literatura latinoamericana que nunca llegaría a realizarse. De esa visita, anota en su Diario después de quejarse de la frialdad burocrática de los medios académicos de Estados Unidos, donde vive desde 1979. “No sentí eso en Campinas: quizás porque el equipo es joven, porque tiene la gracia brasileña, porque cuando se reúnen lo primero que hacen es arrollar la alfombra para bailar, porque ponen pasión y juegan su vida en lo que dicen. El hecho de que me reconocieran como uno de su raza corresponde a este reconocimiento que yo hice de ellos. Las euménides Ligia Fagundes Telles y Hilda vinieron a decirme después de mi intervención en el panel: “Vocé e differente! Vocé nao e profesor!” Y agrega: “Ver a Antonio Candido en ese jardín de sus bellos e hijos e hijas, es comprender cabalmente lo que ha hecho su vocación, ese abandono de las ciencias sociales por la belleza y esa pasión política que en él sostiene el edificio entero del entendimiento con la suprema cautela y donosura de un “mineiro”. [3]


Han pasado ya veintiocho años de esa visita de Rama a Campinas y el mundo ha cambiado tanto que todo esto que cuento parece algo lejanísimo. La globalización, los cambios tecnológicos en las comunicaciones, el crecimiento de las multinacionales de la industria cultural, nos enfrentan a un panorama que parece muy diferente del augural de los años 60. La balcanización entre nuestros países se ha agudizado, y cada vez dependemos más de los sellos europeos para conocer lo que se produce en nuestro continente. Son en general los editores españoles, por ejemplo, los que deciden qué literatura sale de las fronteras nacionales, y qué literatura se traduce. A su vez, a nivel universitario, es la academia norteamericana la que ha impuesto una agenda de estudios latinoamericanos según unos parámetros que muchas veces nos resultan ajenos.

Los 60 y 70 –de una manera similar a la década vanguardista del 20– fueron un período optimista respecto del futuro latinoamericano, y ese optimismo se reflejó en el acento puesto en los rasgos comunes. Pero ya en 1980, en un Coloquio del Centro Woodrow Wilson denominado Literatura y Mercado, que reunió un nutrido grupo de intelectuales latinoamericanos de primera línea, se preguntaba: “¿Hay una realidad única adecuadamente representada por la denominación Latinoamérica o hay muchas realidades dispares cuyas peculiaridades son neutralizadas por la etiqueta continental?” En tiempos de globalización, de forzada homogenización a través de los medios de comunicación, una forma de resistencia ha sido acentuar la diversidad, lo plural, lo específicamente local, lo que no necesariamente debería desviarnos de la conciencia de nuestros rasgos comunes. Podría decirse que la producción cultural latinoamericana de los últimos veinte años está tensada por esos dos polos: la cultura que signa la vida urbana en las sociedades posmodernas, reforzada por las tecnologías de la comunicación, y el reconocimiento de las particularidades locales, de los acentos particulares, de las tradiciones específicas, desde la lengua hasta la música y las artes visuales.

De modo que mientras se expande la cultura de masas desde los centros de poder internacionales, hay un movimiento de resistencia que empieza a valorar lo local y sus especificidades.

El caso uruguayo es bastante representativo de esa situación: por las dimensiones geográficas y de población Uruguay se había visto siempre a sí mismo, en el imaginario colectivo, como un país homogéneo, democrático y especialmente integrado. Un país más bien europeo, que se llamaba a sí mismo “La Suiza de América”. La dictadura militar de 1973-1985, quebró esos mitos nacionales y nos enfrentó con un espejo diferente: por debajo de esa piel imaginaria, éramos un país recorrido por diferencias y desigualdades que habían sido ocultadas desde la institución escolar. El caso de la frontera con Brasil es especialmente interesante, porque había sido negado con especial dedicación por parte de gobiernos y educadores.

El Uruguay tuvo una relación ambivalente con Brasil. De gran cercanía y de contradicciones, de atracción y desconfianza. Para entenderlo hay que tener en cuenta la historia, vinculada al Brasil desde sus albores: Colonia del Sacramento, la segunda ciudad más antigua del país, fue fundada por Portugal para establecer un mojón fronterizo en su enfrentamiento de límites coloniales con España; después del primer movimiento independentista el país sufrió primero la ocupación portuguesa y luego la brasileña (1817-1924). También ocurrió la anexión por parte de Brasil de buena parte del territorio de la antigua Banda Oriental, y en 1865 la alianza del gobierno brasileño con el General Venancio Flores, rebelde contra la autoridad legítima y sitiador de Paysandú. Esa alianza tuvo como consecuencia la intervención del Uruguay en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, que es uno de los pecados nacionales y tal vez la culpa colectiva más extendida en la sociedad uruguaya.

Pero esa historia más o menos turbulenta dejó un número importante de familias brasileñas establecidas en el Norte uruguayo, y la existencia de un fenómeno lingüístico al que vale la pena atender: en toda la frontera norte se habla un dialecto del portugués que llamamos “portuñol”.

 Por otra parte, más por intervenciones personales que institucionales, en Uruguay se conocieron bastante temprano algunos clásicos brasileños, como Machado de Assis y Lima Barreto. Y hubo, antes de 1960, ciertos autores muy leídos, como Monteiro Lobato en la década del 30 y el 40, o Jorge Amado después de 1950. También visitantes ilustres que dejaron su huella: Vinicius de Moraes diplomático en Montevideo durante algunos años, y el contacto de intelectuales como Cecilia Meireles, o Mário de Andrade con escritores locales. En los 60 el exilio de un intelectual como Darcy Ribeiro, y la tarea de Ángel Rama entre otros, abrieron un camino de interés por el Brasil, abonado por el enorme auge de la música brasileña. Precisamente, fue en el terreno de la música y la poesía en donde se vio desde la década del 60 una cierta influencia brasileña en la cultura uruguaya.

Pero es al finalizar las dictaduras militares cuando aparecerán un par de fenómenos nuevos en la literatura uruguaya vinculados a la frontera. Por un lado, los exilios políticos establecieron puentes, “traducciones”, influencias. Y, más allá de los exilios, la revalorización de lo estrictamente local impulsó la aparición de lo que me atrevería a llamar una literatura “de frontera”, con manifestaciones diversas, y que se da a uno y otro lado de los límites nacionales. El fenómeno es muy interesante porque traspasa las fronteras no solo en relación a los asuntos, sino y eso es lo más novedoso, en cuanto a las lenguas. Exiliado desde 1974 en Brasil, Alfredo Fressia por ejemplo, ha escrito uno de sus libros Rua Aurora, directamente en portugués. Pero en su caso, el exilio en Brasil es una experiencia raigal y por tanto parte importante de su reflexión poética en torno a las fronteras, en toda su dimensión simbólica. (Frontera móvil se llama uno de sus libros, que alude a esa condición doble de uruguayo/brasileño). Alfredo es además, uno de los intelectuales empeñados en establecer puentes: ha traducido a Ferreira Gullar, a Cecilia Meireles, a Ana Cristina Cesar, a Donizete Galvão, y durante veinte años se ha dedicado a difundir la literatura brasileña en la prensa uruguaya.

En otros casos es el relevamiento del pasado fronterizo lo que ha sostenido la obra de escritores uruguayos y brasileños. La historia política tanto de Río Grande del Sur como del Uruguay, es también la historia de las huidas y exilios a través de la frontera, y esto casi no había aparecido en la literatura hasta años recientes. Ahora, un muy interesante escritor y director cinematográfico riograndense, Tabajara Ruas, centra parte de su obra narrativa en la historia de las sublevaciones farroupilhas y las incursiones en territorio uruguayo, en novelas como Netto perde sua alma (2001) o esa crónica novelada que es A cabeça de Gumersindo Saraiva (1997), escrita en colaboración con Elmar Bones. Se trata de un mundo violento con fuertes características propias, donde las fronteras se vuelven imprecisas, se diluyen en las pasiones políticas y las ambiciones personales. Pero Ruas no es solo un novelista histórico: ya fuera de ese registro, ambienta la más admirable de sus novelas, –Perseguição e cerco a Juvêncio Gutierrez, que cuenta una historia de iniciación adolescente– en la frontera entre Brasil, Argentina y Uruguay, en un territorio cultural que integran tres pequeñas ciudades: Uruguaiana, Paso de los Libres y Paso de los Toros. En la obra de Tabajara Ruas la frontera adquiere una inevitable condición simbólica: es, para el niño que narra Perseguiçao… el límite que separa su mundo familiar con la aventura romántica y la épica. Vale añadir que casi toda la obra de Tabajara Ruas ha sido traducida al castellano por Banda Oriental, una editorial independiente que ha incluido un número importante de escritores brasileños en el catálogo de su Club del Libro.

Entre estos está Aldyr Garcia Schlee, un caso interesante de escritor fronterizo: nacido en Jaguarao en la frontera misma con Uruguay, Garcia Schlee que curiosamente fue en 1953 el diseñador de la actual camiseta de la sección brasileña de fútbol, escribe tanto en castellano como en portugués, y sus temas giran en torno a ese cruce de historia y cultura. El día que el Papa fue a Melo, una novela breve, fue escrita directamente en castellano y publicada antes en Uruguay que en Brasil. Actualmente está por publicar Don Frutos, una novela sobre el discutido caudillo y primer presidente uruguayo Fructuoso Rivera, que vivió un largo exilio en Rio de Janeiro.

A su vez, en Uruguay, uno de los más originales narradores contemporáneos, Mario Delgado Aparain ha dedicado parte de su obra narrativa (el libro Causa de buena muerte, 1982) a la creación de un mundo de imaginación tomado de los relatos orales de esclavos venidos del Brasil durante el siglo XIX y conservados en la tradición oral de la frontera. También una de sus novelas, No robarás las botas de los muertos (2002) rebasa los límites del género histórico para recrear con los fueros imaginativos de la literatura un episodio de importancia regional: el sitio a la ciudad de Paysandú por tropas uruguayas y brasileñas, que sirvió de antesala de la guerra del Paraguay.

Por su parte, toda la obra poética de Elder Silva (1955), originario de Salto, cerca de la frontera norte, funda poéticamente un espacio donde la frontera aparece como ámbito vivido, de cielos abiertos y de identidades mezcladas, y también como metáfora que adquiere una dimensión personal y colectiva. La frontera se confunde con el lugar de la libertad y de los sueños, como la Passárgada de Manuel Bandeira, pero es también el contacto con la lengua portuguesa y todo lo que ella viabiliza en materia de cultura. Toda una sección de su último libro titulado significativamente La frontera será como un tenue campo de manzanillas está escrita en portugués.


Hay que recordar que en algunos tramos de los límites entre Uruguay y Brasil, la frontera es una calle que une dos ciudades que funcionan en la vida diaria como una sola. La gente comparte familias, amistades, vinculaciones comerciales, costumbres. Allí se habla un dialecto del portugués, que llamamos “portuñol”. Reprimido en la escuela pública uruguaya durante mucho tiempo, después de la recuperación democrática ha pasado a ser estudiado en sus variantes por investigadores universitarios, y además desde hace algunos años, en las escuelas de la frontera se enseñan las dos lenguas. El portuñol como tal, ha aparecido exclusivamente en algún caso aislado como Agustín Bisio, un poeta de los años 40, o, con más frecuencia, en letras de canciones populares. Algunas expresiones fronterizas o directamente portuguesas aparecen en las letras para canción de un poeta como Washington Benavides, uno de los nombres mayores de la literatura uruguaya, y tal vez uno de los más profundos conocedores de la poesía brasileña en el país. Oriundo de Tacuarembó, en el Norte uruguayo, Benavides ha sido el maestro de dos generaciones de poetas, lo que explica el temprano conocimiento de la obra de los concretistas brasileños en autores como Eduardo Milán o Victor Cunha.

Vayan estos pocos nombres a modo de ejemplo de la aparición en la literatura de un espacio resultado del mestizaje cultural. Una literatura análoga probablemente exista en otros países latinoamericanos fronterizos con Brasil, lo que sería bienvenido en un mundo cada vez más globalizado y borrador de identidades. Junto a ese lento proceso que crece por impulsos locales con la naturalidad de una planta, se agregan los valiosos esfuerzos individuales de personas como Floriano Martins y su Agulha Revista de Cultura, y de encuentros como éste, que permiten crear puentes para nuestro mutuo conocimiento. Un conocimiento que nos enriquece y nos ayuda resistir a un mundo para el que paradójicamente, la desaparición de las fronteras no es sinónimo de encuentro sino la reducción a una cultura única y globalizada.

 

NOTAS

1. Antonio Candido. “El papel del Brasil en la nueva narrativa”, en Más allá del boom. Literatura y mercado, Marcha Editores, México, 1981.

2. Pablo Rocca. Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil: Dos caras de un proyecto latinoamericano, Banda Oriental, Montevideo, 2006.

3. Ángel Rama. Diario 1974-1983. Editorial Trilce, Montevideo, 2001.

 


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• ÍNDICE

 

BERTA LUCÍA ESTRADA | Rafael Courtoisie, de antologías y bestiarios imaginados

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CARINA BLIXEN | Juan Cunha. Destino: poeta

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CARLOS REHERMANN | Alberto Restuccia, una teatralidad sin pausa

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CARLOS REHERMANN | Vanguardias en Uruguay

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FLORIANO MARTINS | Amanda Berenguer y los viajes incesantes del lenguaje

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HUGO ACHUGAR | Rashomon en clave uruguaya, o acerca de la pregunta de si es posible construir una historia de la escritura nacional

https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/hugo-achugar-rashomon-en-clave-uruguaya.html

 

JUANAMARÍA CORDONES-COOK | Africanía religiosa en el Uruguay

https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/juanamaria-cordones-cook-africania.html

 

ROBERTO ECHAVARREN | Devenir intenso: Marosa di Giorgio

https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/roberto-echavarren-devenir-intenso.html

 

TÁLISSON MELO DE SOUZA, GUILHERME MARCONDES Y JORGE FRANCISCO SOTO | Poética y política “allí donde está la gente” – una conversación con Clemente Padín sobre más de cinco décadas de su arte/vida

https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/talisson-melo-de-souza-guilherme.html

 

VIVIANA MARCELA IRIART | Una revolución llamada Malena Muyala

https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/viviana-marcela-iriart-una-revolucion.html 

 

 

Cecilia Vignolo



 

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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 196 | dezembro de 2021

Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)

Artista convidada: Cecilia Vignolo (Uruguai, 1971)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

logo & design | FLORIANO MARTINS

revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES

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Conexão Hispânica

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