• EDITORIAL – PARTITURAS DEL MARAVILLOSO:
URUGUAY
Os Editores
ROSARIO PEYROU | Las fronteras como espacios de mestizaje
cultural
La
aventura cultural del mestizaje, es el tema central de esta Bienal Internacional
do Livro de Ceará. Una aventura que involucra tiempos y espacios, historias
y geografías, desplazamientos y fronteras. Es el signo de los tiempos, pero es,
desde siempre, el signo de este continente. Los latinoamericanos vivimos en un continente
mestizo, formado por pueblos originarios y pueblos nuevos hechos a la mezcla de
lo indígena, lo africano, lo asiático y lo europeo en diversas medidas. Pero si
nuestra historia está signada por esa mistura que se manifiesta en nuestra música,
nuestra literatura, nuestro arte y nuestras tradiciones populares, también está
hecha de imposiciones y de límites, de aislamientos y violencias, de búsquedas y
frustraciones.
Las propias fronteras latinoamericanas
son signos de esa historia. Puestas artificialmente por el colonizador, las fronteras
en América Latina no se hicieron en función de los pueblos y las culturas sino de
intereses políticos. Quinientos años después se han conformado nacionalidades, identidades
que justifican a posteriori la existencia de esos estados, pero en un principio
no fueron más que barreras artificiales hechas por decisiones administrativas.
El Uruguay, de donde provengo,
es un ejemplo claro de esto que digo. Poblado por diversas tribus de charrúas, chanás
y guenoas y por pueblos pertenecientes a la amplia faja tupí guaraní, fue parte
del Virreinato del Río de la Plata durante la colonia, de las Provincias Unidas
del Sur durante la Independencia, fue escenario de las interminables luchas entre
España y Portugal por los límites de las posesiones imperiales, fue provincia Cisplatina
de Portugal (1821), pasó a manos del Imperio de Brasil en 1824, y terminó convirtiéndose
en República independiente, bajo los oficios de Inglaterra, que necesitaba por razones
comerciales, impedir que Argentina y Brasil dominaran en exclusividad el estuario
del Río de la Plata. En mi país, en broma, decimos a veces que el Uruguay debió
llamarse “Ponsombylandia”, por el nombre del diplomático inglés que negoció nuestra
conversión en un estado independiente, contrariando la vocación artiguista y los
años de lucha popular para ser parte de una confederación de provincias del Sur.
Lo cierto es que la nostalgia del
origen pre-colonial, el sentimiento de haber sido manipulados y arrasados por las
potencias extranjeras está presente en el pensamiento latinoamericano desde muy
temprano. En ningún otro espacio es tan evidente esa historia como en la cuestión
del nombre del subcontinente. El intento de definir su identidad, siempre puesta
en entredicho, a través del nombre, tiene mucho de drama. Dice Arturo Ardao a propósito
de esa búsqueda identitaria que “No saber cómo llamarse es algo más que no saber
cómo se es; es no saber quién se es”.
Un resumen del problema del nombre
resulta bien ilustrativo. Llamado inicialmente Indias occidentales, ese enorme territorio
recién conquistado pasó a llamarse “América” a partir de 1507 en las cartas geográficas.
Un nombre curioso: le fue puesto por Martin Waldseemuller, un profesor de cartografía
alemán en homenaje a Américo Vespucci, un navegante y hombre de negocios italiano,
el primero en advertir que se trataba de un nuevo continente.
Para los protagonistas de la emancipación,
la cuestión estuvo condicionada por el vínculo colonial. De América para todo el
continente se pasó a América española, y a Iberoamérica, incorporando la presencia
portuguesa oficializada desde el Tratado de Tordesillas. Y existió también el intento
de llamarlo Colombia, nombre que, inicialmente propuesto por Miranda, intentó infructuosamente
luego aplicarse a todo el mundo iberoamericano.
Después de 1823, establecida la
denominación de la Colombia actual, la idea de la Gran Colombia se desvanece en
forma definitiva. Y será justamente “América Latina”, como definición étnico-cultural
impulsada por los franceses, el nombre que prevalecerá hasta hoy, sin dejar por
eso de tener cuestionamientos por su marcado carácter eurocéntrico. Es evidente
que el nombre “América Latina” deja de lado a los pueblos originarios y al fuerte
componente africano. En la década del veinte el peruano Victor Haya de la Torre
creyó saldar esa deuda con la expresión Indo América, y ese nombre ha vuelto a proponerse
este mismo año por el presidente Chávez de Venezuela. De todos modos no puede dejar
de considerarse que esa denominación pasa por alto los diversos contingentes migratorios
y, si hilamos más fino, también es cierto que el término indios es el resultado
de un error, el de los españoles al haber creído que habían hallado un camino alternativo
a las Indias. En realidad, como se ha dicho, los indios nunca han existido en América
si no es en la imaginación del europeo. La permanencia hasta hoy de esa discusión
nominativa es síntoma inequívoco de ese malestar identitario que ha caracterizado
a nuestras culturas desde la colonia.
En todo caso, si el nombre ha sido
una imposición, también lo han sido nuestras lenguas, el español, el portugués,
y en menor medida el francés, que pasaron a ser las lenguas del continente y a formar
parte, ahora de modo indisoluble, de nuestras identidades. Aún más que las fronteras
físicas, las lenguas de la colonización signaron nuestras culturas, y pusieron otro
obstáculo a la siempre utópica integración cultural latinoamericana. Si el camino
del diálogo cultural en la América Hispánica ha sido siempre dificultoso, y en general
signado por la mediación de las metrópolis, Brasil, que ocupa la mitad de América
del Sur, y comparte fronteras con todos los países menos Ecuador y Chile, tiene
además la fuerte barrera de la lengua. Eso explica que su desarrollo cultural estuvo
desde los orígenes referido más a las metrópolis europeas (particularmente Francia),
y más recientemente incluso a Estados Unidos, que al resto del subcontinente.
Esa tendencia empezó a ser revisada
a partir de los años sesenta. Antonio Candido resumía en 1981 los rasgos comunes
de nuestros países con el Brasil: el haber sido colonizados por las dos monarquías
de la península ibérica, con afinidades notorias entre sí; el haber conocido el
monocultivo y la esclavitud como régimen de trabajo; el fenómeno del mestizaje;
el haber producido una élite de criollos que utilizó la independencia en beneficio
propio. A eso agregaba la influencia de la cultura francesa durante el siglo XIX,
el crecimiento acelerado de las ciudades en el siglo XX con su consecuencia de masas
miserables y marginadas; y haber sufrido el capitalismo depredador de las multinacionales
junto a la fuerte influencia cultural de Estados Unidos desde los medios masivos.
Y se preguntaba si eso permitiría, a pesar de la diferencia de lenguas, hablar de
una literatura latinoamericana. [1]
La historia de los contactos culturales
entre Hispanoamérica y Brasil es una historia plagada de incomprensiones, pero también
de encuentros. Porque finalmente, las fronteras son barreras, pero también puentes,
lugares de pasaje, sitios de intercambio, oportunidad de enriquecimiento, cuando
no de libertad (y eso lo saben bien los perseguidos políticos de uno y otro lado).
Y vale la pena recordar, especialmente en un ámbito que busca fortalecer esos vínculos,
la historia de esos intentos de diálogo y de integración que tienen como protagonistas
a brasileños y latinoamericanos. Nombres como los de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez
Ureña, Mario de Andrade, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Antonio Candido, Roberto
Fernández Retamar, Vinicius de Moraes, Darcy Ribeiro, y muchos otros son inseparables
de ese lento proceso de mutuo descubrimiento.
Los acercamientos, los esfuerzos
por encontrar un lenguaje común, no pueden separarse, claro está, de los avatares
del gran proyecto del “latinoamericanismo”, esa idea integradora que estaba presente
en la discusión sobre el nombre del continente, y tiene sus antecedentes en Bolívar
y Miranda. Nombres como los de Torres Caicedo, José Martí, José E. Rodó, José Ingenieros,
Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Roque Saenz Peña, Carlos Quijano, entre muchos
otros, contribuyeron en gran forma a la expansión del sentimiento latinoamericanista
y al desarrollo ideológico y político de ese proyecto común, enfrentado al expansionismo
económico, político y cultural de la América del Norte.
Formado en el latinoamericanismo de los años veinte,
Quijano estaba convencido de que la cultura es el elemento clave en la conformación
de una identidad nacional y continental, por eso dio en las páginas de su semanario
político un importante espacio a la difusión y el análisis de la producción cultural
del continente. Tuvo, al frente de sus páginas literarias, a dos figuras particularmente
interesadas en el Brasil: Emir Rodríguez Monegal, que había vivido en su adolescencia
en Rio de Janeiro, y estaba familiarizado con la lengua y la literatura brasileña
y especialmente Ángel Rama, para quien la visión integradora de la cultura latinoamericana
fue el objetivo fundamental de su tarea crítica y ensayística. En ese sentido ha
dicho José Emilio Pacheco: “A Marcha y a Rama les debemos en gran medida nuestra
idea actual de la literatura latinoamericana en una parte del mundo en que los libros,
aunque escritos en el mismo idioma, rara vez circulan de un país a otro si no se
publican en la antigua metrópoli”.
El crítico uruguayo Pablo Rocca
ha estudiado con minucia el contacto de estos dos ensayistas –Angel Rama y Emir
Rodríguez Monegal– con el Brasil, y su papel en la difusión de la cultura brasileña
en América Latina. [2]
Hay que decir que la década de
Rama al frente de Marcha (1959-1968) coincidió con un fenómeno que habría
de marcar a toda una generación: el triunfo de la Revolución Cubana. Es el momento
solar del sueño utópico de la “patria grande” que sería barrido con las dictaduras
de los años 70 y luego con el mundo posmoderno y globalizado que siguió a la caída
del socialismo real a comienzos de los 90. Fue sin duda un momento de máximo optimismo
que coincidió con la aparición de una generación de narradores latinoamericanos
que pusieron la literatura del continente en la primera línea de la atención crítica
mundial, crearon y ensancharon un público para la producción literaria latinoamericana,
y alentaron la idea de la llegada a la edad adulta de nuestra cultura. Las novelas
de García Márquez, Guimaraes Rosa, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Julio
Cortázar, Juan Carlos Onetti, José Donoso, y una larga serie de otros nombres que
se movieron alrededor del “boom”, establecieron un diálogo cultural intercontinental,
y con el apoyo de críticos como Ángel Rama, Antonio Candido, Antonio Cornejo Polar
o Roberto Fernández Retamar, contribuyeron a consolidar la idea de una literatura
latinoamericana, más allá de las regionalizaciones imperantes.
En los años sesenta hubo dos intelectuales
brasileños que jugaron un papel de primer orden en la reflexión uruguaya sobre la
identidad latinoamericana: Antonio Candido y Darcy Ribeiro. Este último llegaría
exiliado al Uruguay luego del golpe militar de 1964, y tendría un papel importante,
desde la Universidad y desde Marcha, para establecer vasos comunicantes y
viabilizar una visión antropológica que enriquecería la discusión sobre nuestros
destinos. Pero el intercambio había empezado antes.
La relación entre Antonio Candido
y Angel Rama, como ha documentado Pablo Rocca, puede considerarse clave en la reflexión
cultural latinoamericana de esos años. En 1960 Candido llegó a Montevideo invitado
por la Universidad de la República, y allí conoció a Ángel Rama, que ocupaba desde
hacía un año la dirección de la sección literaria de Marcha, desde donde
trabajaría con entusiasmo para mejorar el mutuo conocimiento de la cultura del continente.
En ese esfuerzo por establecer relaciones personales y editoriales con quienes se
dedicaban al oficio literario, Brasil seguía siendo una asignatura pendiente.
Antonio Candido venía a dar un
curso en la Universidad de la República y Ángel lo entrevistó para su página del
semanario Marcha. A partir de allí comenzó un intercambio que enriquecería
la obra de ambos críticos, pero, sobre todo, estrecharía las relaciones personales
e institucionales en el ámbito de la literatura latinoamericana. Rama tomó de Candido
el concepto de “sistema literario” que sería de particular utilidad en su elaboración
teórica futura, y sobre todo emprendió una labor de investigación sobre las relaciones
entre una y otra literatura, sobre el regionalismo, el papel de las vanguardias,
y los grandes escritores de esa novelística moderna que Candido llamó suprarregionalismo
y Rama terminó por denominar literatura de la transculturación. Pero sobre
todo, la riqueza de la literatura del Brasil fascinó a Rama al punto de dedicarle
buena parte de sus esfuerzos de sus últimos años en Venezuela y Estados Unidos.
En una carta a Antonio Candido del 23 de enero de 1983 se lamenta: “¡Quién pudiera
tener 800 años para leer toda la literatura brasileña”
Ese entusiasmo se reflejó sobre
todo en la tarea editorial más importante que se ha hecho en América Latina hacia
una visión continental del acervo literario: la Biblioteca Ayacucho, que Ángel Rama
dirigió en su exilio de Venezuela en los años 70, y que nació con motivo de la conmemoración
del sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho, que había consagrado la independencia
de América. Es un plan de quinientos volúmenes que recogen las obras más importantes
de la cultura latinoamericana desde sus orígenes precolombinos en diversos campos
disciplinarios: literatura, antropología, filosofía, pensamiento político. En ese
proyecto original una tercera parte estuvo dedicada a la literatura del Brasil.
Y como era lógico en el momento de construir el plan general de la obra, Antonio
Candido fue una de las figuras convocadas por Rama.
El proyecto de la Ayacucho resultó
una expresión material de ese esfuerzo que recorría el continente desde la Revolución
Cubana: la necesidad del estudio de la producción intelectual latinoamericana como
clave en la interrogación sobre América Latina, y sobre todo, en función de su proyección
de futuro. La propia Cuba jugó un papel importante en ese entramado de relaciones
interculturales. Así, la Casa de las Américas incluyó a las literaturas brasileña
y del Caribe en su prestigioso concurso, y en los encuentros de escritores la presencia
del Brasil fue una constante. Las revistas se dedicaron a traducir y publicar la
producción de la otra zona lingüistica del continente, y la edición independiente
hispanoamericana de los sesenta y setenta empezó a incluir la producción brasileña
en sus catálogos.
El duro período de las dictaduras
militares de la década del 70 en el sur del continente, produjo, como se sabe, una
labor de demolición cultural en todos los órdenes, e interrumpió un proceso integrador
que había crecido al amparo de un proyecto político que ahora parecía derrotado.
Desde su doloroso exilio, Ángel Rama seguía trabajando en los que serían sus proyectos
mayores, La Ciudad Letrada y Transculturación narrativa en América Latina.
Seguirá escribiéndose con Antonio Candido y en 1980 participará de una reunión en
la Universidad de Campinas donde se proyectó una historia de la literatura latinoamericana
que nunca llegaría a realizarse. De esa visita, anota en su Diario después
de quejarse de la frialdad burocrática de los medios académicos de Estados Unidos,
donde vive desde 1979. “No sentí eso en Campinas: quizás porque el equipo es joven,
porque tiene la gracia brasileña, porque cuando se reúnen lo primero que hacen es
arrollar la alfombra para bailar, porque ponen pasión y juegan su vida en lo que
dicen. El hecho de que me reconocieran como uno de su raza corresponde a este reconocimiento
que yo hice de ellos. Las euménides Ligia Fagundes Telles y Hilda vinieron a decirme
después de mi intervención en el panel: “Vocé e differente! Vocé nao e profesor!”
Y agrega: “Ver a Antonio Candido en ese jardín de sus bellos e hijos e hijas, es
comprender cabalmente lo que ha hecho su vocación, ese abandono de las ciencias
sociales por la belleza y esa pasión política que en él sostiene el edificio entero
del entendimiento con la suprema cautela y donosura de un “mineiro”. [3]
Los 60 y 70 –de una manera similar
a la década vanguardista del 20– fueron un período optimista respecto del futuro
latinoamericano, y ese optimismo se reflejó en el acento puesto en los rasgos comunes.
Pero ya en 1980, en un Coloquio del Centro Woodrow Wilson denominado Literatura
y Mercado, que reunió un nutrido grupo de intelectuales latinoamericanos de primera
línea, se preguntaba: “¿Hay una realidad única adecuadamente representada por la
denominación Latinoamérica o hay muchas realidades dispares cuyas peculiaridades
son neutralizadas por la etiqueta continental?” En tiempos de globalización, de
forzada homogenización a través de los medios de comunicación, una forma de resistencia
ha sido acentuar la diversidad, lo plural, lo específicamente local, lo que no necesariamente
debería desviarnos de la conciencia de nuestros rasgos comunes. Podría decirse que
la producción cultural latinoamericana de los últimos veinte años está tensada por
esos dos polos: la cultura que signa la vida urbana en las sociedades posmodernas,
reforzada por las tecnologías de la comunicación, y el reconocimiento de las particularidades
locales, de los acentos particulares, de las tradiciones específicas, desde la lengua
hasta la música y las artes visuales.
De modo que mientras se expande
la cultura de masas desde los centros de poder internacionales, hay un movimiento
de resistencia que empieza a valorar lo local y sus especificidades.
El caso uruguayo es bastante representativo
de esa situación: por las dimensiones geográficas y de población Uruguay se había
visto siempre a sí mismo, en el imaginario colectivo, como un país homogéneo, democrático
y especialmente integrado. Un país más bien europeo, que se llamaba a sí mismo “La
Suiza de América”. La dictadura militar de 1973-1985, quebró esos mitos nacionales
y nos enfrentó con un espejo diferente: por debajo de esa piel imaginaria, éramos
un país recorrido por diferencias y desigualdades que habían sido ocultadas desde
la institución escolar. El caso de la frontera con Brasil es especialmente interesante,
porque había sido negado con especial dedicación por parte de gobiernos y educadores.
El Uruguay tuvo una relación ambivalente
con Brasil. De gran cercanía y de contradicciones, de atracción y desconfianza.
Para entenderlo hay que tener en cuenta la historia, vinculada al Brasil desde sus
albores: Colonia del Sacramento, la segunda ciudad más antigua del país, fue fundada
por Portugal para establecer un mojón fronterizo en su enfrentamiento de límites
coloniales con España; después del primer movimiento independentista el país sufrió
primero la ocupación portuguesa y luego la brasileña (1817-1924). También ocurrió
la anexión por parte de Brasil de buena parte del territorio de la antigua Banda
Oriental, y en 1865 la alianza del gobierno brasileño con el General Venancio Flores,
rebelde contra la autoridad legítima y sitiador de Paysandú. Esa alianza tuvo como
consecuencia la intervención del Uruguay en la Guerra de la Triple Alianza contra
el Paraguay, que es uno de los pecados nacionales y tal vez la culpa colectiva más
extendida en la sociedad uruguaya.
Pero esa historia más o menos turbulenta
dejó un número importante de familias brasileñas establecidas en el Norte uruguayo,
y la existencia de un fenómeno lingüístico al que vale la pena atender: en toda
la frontera norte se habla un dialecto del portugués que llamamos “portuñol”.
Por otra parte, más por intervenciones personales
que institucionales, en Uruguay se conocieron bastante temprano algunos clásicos
brasileños, como Machado de Assis y Lima Barreto. Y hubo, antes de 1960, ciertos
autores muy leídos, como Monteiro Lobato en la década del 30 y el 40, o Jorge Amado
después de 1950. También visitantes ilustres que dejaron su huella: Vinicius de
Moraes diplomático en Montevideo durante algunos años, y el contacto de intelectuales
como Cecilia Meireles, o Mário de Andrade con escritores locales. En los 60 el exilio
de un intelectual como Darcy Ribeiro, y la tarea de Ángel Rama entre otros, abrieron
un camino de interés por el Brasil, abonado por el enorme auge de la música brasileña.
Precisamente, fue en el terreno de la música y la poesía en donde se vio desde la
década del 60 una cierta influencia brasileña en la cultura uruguaya.
Pero es al finalizar las dictaduras
militares cuando aparecerán un par de fenómenos nuevos en la literatura uruguaya
vinculados a la frontera. Por un lado, los exilios políticos establecieron puentes,
“traducciones”, influencias. Y, más allá de los exilios, la revalorización de lo
estrictamente local impulsó la aparición de lo que me atrevería a llamar una literatura
“de frontera”, con manifestaciones diversas, y que se da a uno y otro lado de los
límites nacionales. El fenómeno es muy interesante porque traspasa las fronteras
no solo en relación a los asuntos, sino y eso es lo más novedoso, en cuanto a las
lenguas. Exiliado desde 1974 en Brasil, Alfredo Fressia por ejemplo, ha escrito
uno de sus libros Rua Aurora, directamente en portugués. Pero en su caso,
el exilio en Brasil es una experiencia raigal y por tanto parte importante de su
reflexión poética en torno a las fronteras, en toda su dimensión simbólica. (Frontera
móvil se llama uno de sus libros, que alude a esa condición doble de uruguayo/brasileño).
Alfredo es además, uno de los intelectuales empeñados en establecer puentes: ha
traducido a Ferreira Gullar, a Cecilia Meireles, a Ana Cristina Cesar, a Donizete
Galvão, y durante veinte años se ha dedicado a difundir la literatura brasileña
en la prensa uruguaya.
En otros casos es el relevamiento
del pasado fronterizo lo que ha sostenido la obra de escritores uruguayos y brasileños.
La historia política tanto de Río Grande del Sur como del Uruguay, es también la
historia de las huidas y exilios a través de la frontera, y esto casi no había aparecido
en la literatura hasta años recientes. Ahora, un muy interesante escritor y director
cinematográfico riograndense, Tabajara Ruas, centra parte de su obra narrativa en
la historia de las sublevaciones farroupilhas y las incursiones en territorio uruguayo,
en novelas como Netto perde sua alma (2001) o esa crónica novelada que es
A cabeça de Gumersindo Saraiva (1997), escrita en colaboración con Elmar
Bones. Se trata de un mundo violento con fuertes características propias, donde
las fronteras se vuelven imprecisas, se diluyen en las pasiones políticas y las
ambiciones personales. Pero Ruas no es solo un novelista histórico: ya fuera de
ese registro, ambienta la más admirable de sus novelas, –Perseguição e cerco
a Juvêncio Gutierrez, que cuenta una historia de iniciación adolescente– en
la frontera entre Brasil, Argentina y Uruguay, en un territorio cultural que integran
tres pequeñas ciudades: Uruguaiana, Paso de los Libres y Paso de los Toros. En la
obra de Tabajara Ruas la frontera adquiere una inevitable condición simbólica: es,
para el niño que narra Perseguiçao… el límite que separa su mundo familiar
con la aventura romántica y la épica. Vale añadir que casi toda la obra de Tabajara
Ruas ha sido traducida al castellano por Banda Oriental, una editorial independiente
que ha incluido un número importante de escritores brasileños en el catálogo de
su Club del Libro.
Entre estos está Aldyr Garcia Schlee,
un caso interesante de escritor fronterizo: nacido en Jaguarao en la frontera misma
con Uruguay, Garcia Schlee que curiosamente fue en 1953 el diseñador de la actual
camiseta de la sección brasileña de fútbol, escribe tanto en castellano como en
portugués, y sus temas giran en torno a ese cruce de historia y cultura. El día
que el Papa fue a Melo, una novela breve, fue escrita directamente en castellano
y publicada antes en Uruguay que en Brasil. Actualmente está por publicar Don
Frutos, una novela sobre el discutido caudillo y primer presidente uruguayo
Fructuoso Rivera, que vivió un largo exilio en Rio de Janeiro.
A su vez, en Uruguay, uno de los
más originales narradores contemporáneos, Mario Delgado Aparain ha dedicado parte
de su obra narrativa (el libro Causa de buena muerte, 1982) a la creación
de un mundo de imaginación tomado de los relatos orales de esclavos venidos del
Brasil durante el siglo XIX y conservados en la tradición oral de la frontera. También
una de sus novelas, No robarás las botas de los muertos (2002) rebasa los
límites del género histórico para recrear con los fueros imaginativos de la literatura
un episodio de importancia regional: el sitio a la ciudad de Paysandú por tropas
uruguayas y brasileñas, que sirvió de antesala de la guerra del Paraguay.
Por su parte, toda la obra poética
de Elder Silva (1955), originario de Salto, cerca de la frontera norte, funda poéticamente
un espacio donde la frontera aparece como ámbito vivido, de cielos abiertos y de
identidades mezcladas, y también como metáfora que adquiere una dimensión personal
y colectiva. La frontera se confunde con el lugar de la libertad y de los sueños,
como la Passárgada de Manuel Bandeira, pero es también el contacto con la lengua
portuguesa y todo lo que ella viabiliza en materia de cultura. Toda una sección
de su último libro titulado significativamente La frontera será como un tenue
campo de manzanillas está escrita en portugués.
Vayan estos pocos nombres a modo
de ejemplo de la aparición en la literatura de un espacio resultado del mestizaje
cultural. Una literatura análoga probablemente exista en otros países latinoamericanos
fronterizos con Brasil, lo que sería bienvenido en un mundo cada vez más globalizado
y borrador de identidades. Junto a ese lento proceso que crece por impulsos locales
con la naturalidad de una planta, se agregan los valiosos esfuerzos individuales
de personas como Floriano Martins y su Agulha
Revista de Cultura, y de encuentros como éste, que permiten crear puentes para
nuestro mutuo conocimiento. Un conocimiento que nos enriquece y nos ayuda resistir
a un mundo para el que paradójicamente, la desaparición de las fronteras no es sinónimo
de encuentro sino la reducción a una cultura única y globalizada.
NOTAS
1. Antonio Candido. “El papel del Brasil en la nueva narrativa”, en Más
allá del boom. Literatura y mercado, Marcha Editores, México, 1981.
2. Pablo Rocca. Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil: Dos caras de un proyecto
latinoamericano, Banda Oriental, Montevideo,
2006.
3. Ángel Rama. Diario 1974-1983.
Editorial Trilce, Montevideo, 2001.
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• ÍNDICE
BERTA LUCÍA ESTRADA | Rafael
Courtoisie, de antologías y bestiarios imaginados
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/berta-lucia-estrada-rafael-courtoisie.html
CARINA BLIXEN | Juan Cunha. Destino:
poeta
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/carina-blixen-juan-cunha-destino-poeta.html
CARLOS REHERMANN | Alberto Restuccia,
una teatralidad sin pausa
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/carlos-rehermann-alberto-restuccia-una.html
CARLOS REHERMANN | Vanguardias
en Uruguay
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/carlos-rehermann-vanguardias-en-uruguay.html
FLORIANO MARTINS
| Amanda Berenguer y los viajes incesantes del lenguaje
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/floriano-martins-amanda-berenguer-y-los.html
HUGO ACHUGAR | Rashomon en clave uruguaya, o acerca de la
pregunta de si es posible construir una historia de la escritura nacional
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/hugo-achugar-rashomon-en-clave-uruguaya.html
JUANAMARÍA CORDONES-COOK | Africanía
religiosa en el Uruguay
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/juanamaria-cordones-cook-africania.html
ROBERTO ECHAVARREN | Devenir intenso: Marosa di Giorgio
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/roberto-echavarren-devenir-intenso.html
TÁLISSON
MELO DE SOUZA, GUILHERME MARCONDES Y JORGE FRANCISCO SOTO | Poética y política “allí donde
está la gente” – una conversación con Clemente Padín sobre más de cinco décadas
de su arte/vida
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/talisson-melo-de-souza-guilherme.html
VIVIANA MARCELA IRIART | Una revolución
llamada Malena Muyala
https://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/2021/12/viviana-marcela-iriart-una-revolucion.html
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 196 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidada: Cecilia Vignolo (Uruguai, 1971)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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