segunda-feira, 20 de setembro de 2021

FRANCISCO MORALES SANTOS | Roberto Obregón y su fuego permanente

 


Conforme pasan los años descubro nuevos caminos en la poesía de Roberto Obregón, particularmente en el contenido que, desde el comienzo, es firme y elocuente, como si supiera que por un tiempo andaría lejos de su tierra y que debería apoyarse en ella para crecer y para no perderse en motivaciones ajenas.

Muy joven todavía, se adentra en los textos del Popol Vuh y del Memorial de Sololá, así como en las leyendas relacionadas con el mundo maya. Pero también se advierte que antes de alcanzar la mayoría de edad toma conciencia de los problemas sociales que agobian a este país y que, como siempre, golpean a la población joven. Si los Poemas para comenzar la vida aparecen en 1961, cuando tiene 21 años, podemos entender que comenzó a escribirlos cuando alcanzaba la mayoría de edad y su pensamiento maduraba a fuerza de tempestades, porque eso y más fueron las acciones contrarrevolucionarias de 1954. Como testigo de las jornadas de marzo y abril de 1962, encabezada por los estudiantes en contra de la dictadura de Miguel Idígoras Fuentes, deja testimonio ardiente de la muerte de algunos de estos:

 

Los jóvenes preñan el futuro, padre:

lo piensan y alimentan de corazón

y su sangre rota

es pasto de hogueras.

(“Elegía del pueblo”)

 


Ciertamente, la mayoría de quienes emprendieron las protestas cívicas de entonces eran jóvenes, como lo testimonian las fotografías de Mauro Calanchina, ciudadano suizo que llegó a Guatemala en 1972, cuando tenía 20 años, y adoptó el país como suyo. Jóvenes eran los oficiales disidentes del MR 13 de Noviembre, organización de izquierda guerrillera que surgió en 1960. Jóvenes eran César Armando Funes, Noel López Toledo y Jorge Gálvez Galindo, masacrados cuando colocaban una manta en el frontispicio de la antigua Facultad de Derecho.

Años antes, Nicolás Guillén había escrito:

 

Soldado, aprende a tirar:

Tú no me vayas a herir,

que hay mucho que caminar.

………………………….

Abajo estoy yo contigo,

soldado amigo.

Abajo, codo con codo,

sobre el lodo.

(Cantos para soldados y sones para turistas, 1937)

 

Obregón también dice alo parecido en aquellos años en que la violencia se incrementa:

 

Soldado, recordemos

la tierra desnuda

llorando por tu ausencia;

el alba alimentando esperanzas

de nuevos calendarios,

—calendarios que traen

máquinas y libros

para explicarte el mundo.

(“Elegía del pueblo”)

 

La década del 60 es muy significativa en la vida de Obregón, pues viaja a Rusia, donde estudia filosofía y a la vez concluye uno de sus libros fundamentales: El fuego perdido, que aparece en ruso en 1968 con el título de Códices y ese mismo año, como marcando el regreso del poeta a su patria es publicado por la Dirección General de Bellas Artes.


A mi juicio, solo hay tres autores que, desde fuera, escriben acerca de esta tierra, con toda la pasión que les enciende el recuerdo: Rafael Landívar, Miguel Ángel Asturias y Roberto Obregón. Pasión apegada a la verdad y ajena a la sensiblería.

Para el joven poeta, Guatemala es como el pan diario. Lo confirma el poema donde refiere el encuentro en París con su amigo y paisano Jorge Sarmientos, quien en esa ocasión se sentó al piano para ejecutar una pieza musical:

 

El son era de Jorge nadie se lo disputa

Pero el muy fregado

de los bosques lo había extraído

y de los pájaros y de las aguas

del país que anda conmigo

(“Aquella lumbre sin sueño”)

 

Nada de Europa le obnubiló. Lo primordial para Roberto, era centrar su pensamiento en todo aquello que tuviese que ver con cambios trascendentales en la sociedad, pues había nacido en un país largamente gobernado por dictadores, lo que en varios momentos de la historia ha llevado al pueblo guatemalteco a rebelarse. De esa cuenta, en El fuego perdido, el poeta maneja sabiamente una urdimbre en la que se juntan el recuerdo del país —la imaginación, creatividad y laboriosidad de su gente— y el compromiso que tiene con el mismo. Así, las páginas de este libro guardan uno de los poemas más hermosos que se han escrito sobre la marimba. Pero hay otro poema igual de asombroso que describe minuciosamente la naturaleza de nuestros mercados populares.

Pero aun cuando habla de las bondades de la mujer con la que comparte sentimientos que un día afloran en La flauta de ágata, hay momentos en los que reflexiona sobre la necesidad que siente de retornar al país como cuando, en El fuego perdido, dice:

 

En la otra orilla del mar, ceñido a la fiera,

mi hermano revuélcase a los pies de la muerte.

y a mi hermano, ¿quién otro sino yo

tendría que darle una manita?

No hables. Este que ves ya no es Roberto.

Déjame, pues, partir.

Tu paraíso para mí sería un calabozo.

Suelta las amarras. Aparta la dádiva

de tu aliento.

Permite que me vaya. Me iré solo.

Paso a paso regresaré en la oscuridad,

orientándome por el resplandor de las hogueras.

(El fuego perdido)

 

Respecto de la persona, en Roberto Obregón eran inconfundibles sus gestos fraternales: desde lo hondo de su personalidad afloraba con frecuencia una sonrisa que matizaba sus conversaciones. O con la que salía al paso de situaciones comprometedoras, como la vez en que viajaba con amigos a Costa Rica y un oficial del Ejército guatemalteco subió al bus para revisar la documentación de los pasajeros: en esa ocasión el militar le pidió su pasaporte, después se le quedó viendo y en seguida le preguntó si tenía algún pariente estudiando en Europa del Este, pues sabía que había un Obregón “becado por los guerrilleros”. Por supuesto que, entre sonrisas, el poeta respondió que no tenía nada que ver con lo que decía su fastidioso interlocutor. Esto ocurrió unos meses antes de su desaparición en Las Chinamas, frontera entre El Salvador y Guatemala.

Otro atributo suyo era la agudeza de su inteligencia, expuesta cada vez que generaba un espacio de discusión ya fuese sobre literatura, arte o política, temas sobre los que siempre fue muy crítico y riguroso. Estaba convencido de la necesidad de combinar el testimonio con la acción, experiencia ésta en la que le antecedió su hermano Carlos, quien murió en un enfrentamiento con elementos del Ejército.

Sin embargo, es necesario enfatizar que sobre lo circunstancial está su aporte inobjetable a la cultura, aspecto que el escritor Mario Roberto Morales sintetiza así:

 

A pesar de ser menos conocido y leído que Otto René Castillo, Roberto Obregón constituye la cumbre de la poesía contemporánea de Guatemala, y ejemplo típico de esa producción cultural truncada por la represión y el terror contrainsurgentes. Obregón constituye la piedra de renovación de la poesía guatemalteca. A la vez, su obra es uno de los experimentos poético-antropológicos más profundos intentados en Latinoamérica, en la dirección del buceo del pasado y en el delineamiento de rasgos esenciales de la identidad histórica.

 


Respecto de su desaparición forzada por parte de los que hicieron de Guatemala un país tenebroso, cabe mencionar lo dicho por el argentino Noé Jitrick (Las armas y la razón, Editorial Sudamericana, 1984), en el sentido que los escritores asesinados o dispersados no lo han sido por ser escritores, sino que los mataron acaso porque peleaban contra la dictadura no solo con los libros y acaso sin los libros, pero de paso, al matarlos, trataron de asesinar un poco de lo que los libros hacen vivir.

Roberto Obregón es de los que «cierran los ojos y se quedan velando», como dice Miguel Ángel Asturias en su célebre Bolívar, toda vez que su poesía se reafirma ante el paso de los años, como solo ocurre con aquellos poetas que desde temprano encontraron su voz, se entregaron con tesón a la lectura y la escritura y, no conformes con lo meramente estético, optaron por exponer su vida pensando que así contribuirían a la consecución de un mundo repartido de manera justa. 


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Número 181 | setembro de 2021

Artista convidada: Virginia Tentindo (Argentina, 1931)

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