Introducción: La Pintura como acontecimiento
Visitar el taller
de un pintor es una experiencia provechosa. Es allí donde mejor se comprende que
el proceso de realizar una obra dice más que su resultado. El proceso es todo lo
que acompaña al artista plástico en su trabajo: experiencia, técnica, conceptos
formales, ideas, visión interna y visión externa, pasado y presente, memoria y acontecer.
Herramientas, materiales, métodos y hábitos de trabajo e incluso el taller. El proceso
está en todo para enseñarnos la dirección que ha seguido la obra en su objetivarse
sobre un soporte y también a donde se dirige, si es que se dirige a alguna parte. Este anclaje en el proceso como situación ideal
para mirar el trabajo de un pintor es tanto más significativo cuanto más se comprende
que toda obra de arte puede entenderse como una reflexión general sobre el proceso
que conduce a su verificación. En este sentido, toda obra es crítica de sí misma,
y lo es en la medida en que se hace objeto de reflexión por parte de su creador.
Manuel Quintana Castillo (1928) es de esa clase de artistas
reflexivos a la que pertenecieron, entre otros, Antonio Edmundo Monsanto, Armando
Reverón, Pedro Ángel González, Marcos Castillo, Alejandro Otero. No muchos, pero
en todo caso, realizadores que tenían en el hecho de hacer la obra una forma de
pensarla; no solo en cuanto la obra es resultado y producto, sino también y, sobre
todo, al proceso dinámico. Artistas plásticos que encontraban en sus trabajos toda
la información que precisaban para seguirles la pista. Producían una crítica en
torno a sus obras, así no la escribieran. Y la crítica era muchas veces la propia
obra.
El caso de Quintana Castillo, quizás el último de nuestros
pintores que llena la condición de crítico y fabulador, es elocuente. La reflexión
más importante que se ha hecho en torno a su pintura ha sido propuesta por él mismo;
y de allí la importancia de oírle y, en algunos casos, de dejar que sea él quien
hable, tal como lo ha venido haciendo en sus textos publicados en catálogos, libros,
revistas o dichos por la radio.
En todo lo que dice reafirma más o menos este principio.
Mientras nos mantenga ocupados en los misterios que encierra, la pintura seguirá
siendo objeto de nuestros desvelos. Esto es tan evidente como el que no puede haber
pintura sin cuadro. El cuadro es la realidad de la pintura, su forma primera de
objetivación. Es lo que nos permite que creamos en ella y que la sigamos haciendo.
También es en el taller donde se comprueba que en cualquiera
de sus etapas la obra de un artista se plantea como síntesis de experiencia y presente.
Cada cuadro resume todos los pasos dados (otras obras, etapas, movimientos) para
llegar a él. Es este hecho particular, surgido de las condiciones del taller y en
el punto en que cada obra se muestra como resultado de un proceso (del proceso de
donde está surgiendo) lo que Quintana llama “acontecimiento” para referirse a sus
nuevas pinturas. El acontecimiento es el presente dinámico en que el pintor se ve
involucrado cuando se ocupa de registrar en el soporte todo lo que va experimentando
frente a él. Mientras se hace, esa es la manera natural de la pintura comunicarse
con el tiempo. Pues un cuadro no es solo una realidad en sí misma, sino una realidad
comunicable y en comunicación. Su existencia se ofrece como apertura y continuidad,
ya que del mismo modo que espera la mirada del espectador para completarse, también
se nos manifiesta como fragmento de una superficie mayor, de la cual el cuadro es
portador de una pieza importante del rompecabezas llamado realidad. Así también
el trozo de paisaje que descubrimos al ver por una ventana no es todo el paisaje.
Y por esto el cuadro es acontecer: porque se articula a un todo, fuera y dentro
de la percepción del pintor. Como realidad subjetiva y como realidad objetiva.
Acontecer y continuidad espacial como conceptos sirven
de pretexto a Quintana para producir una analogía con el pensamiento de Heráclito,
tal como lo hace en una serie de once cuadros en los cuales las ideas de movimientos
y cambio perpetuos de la materia, que expone el filósofo presocrático, pasan metafóricamente
a la pintura mediante un método de anotaciones rápidas y súbitas, conforme a la
dirección que ha tomado la obra de nuestro pintor. Estas mismas obras representan
el punto más alejado de una evolución en espiral en la que los extremos de la trayectoria
se tocan hasta permitirnos constatar la libertad con que el pintor echa mano a recursos
empleados en sus primeros tiempos. La pulsión automática controlada, la impronta
rápida del grafismo y el color dividido, mediante pinceladas lineales o fuertes
trazos gestuales, se combinan con alusiones muy veladas a cierto registro figurativo
de su primera época para poner de manifiesto, en la vida del pintor, un momento
de gran extroversión.
Pero no es el tema lo que interesa a Quintana, sino la
pintura. O mejor aún, le interesa explorar los procesos mediante los cuales, a través
de una imagen fragmentada y continua, a manera de gran tejido de signos, la pintura
se hace explícita como espacio topológico. Espacio de sí mismo, espacio de su índole.
Porque nada en las últimas obras de Quintana guarda relación de parecido con la
realidad; abolida toda referencia a rostros, cuerpos y objetos, la pintura se lanza
al vacío para encontrarse con ella misma. Lo que cuenta ahora es la especificidad
de los medios y la sinceridad del procedimiento. Con esto, Quintana quiere decirnos
algo semejante a lo del río de Heráclito: no se desciende dos veces a las mismas
aguas. No son las ideas de las cosas sino las cosas mismas, la materia, lo que está
en fluencia. Y el cuadro, como su metáfora, es aquello en que el cuadro mismo deviene.
Pintura concebida no como marco de los fenómenos, sino como el desplazarse del espacio
mismo, como espacio y como movimiento. Espacio de naturaleza galáctica, como el
de Jackson Pollock. Pues lo que se desplaza en él es la pintura como un todo, la
estructura general y no un núcleo o centro de la composición. Espacio activo en
todas sus partes y en cualquier parte, inscrito y escrito, “rayado” incorregible
de una caligrafía abstracta en la cual los signos denotan y connotan simultáneamente:
se muestran en su singularidad gráfica, como si quisieran hacerse legibles y hablarnos,
y se integran a la especie del todo en marcha, rumbo al vacío. Escritura abstracta
en la cual lo que se dice es ella misma.
Las coordenadas del sistema constructivo
Las coordenadas en la estructura informal de la pintura
de Quintana representan el punto de equilibrio en donde se encuentran la emoción
y la regla que lo corrige (Braque). Responden a esa necesidad de rigor que ha persistido
hasta hoy en el espacialismo de Quintana, y que funciona en este como un valor arqueológico
que procede del sistema constructivo de Mondrian, traducido a esta pintura para
mostrarse como escala de referencia del movimiento continuo, de la movilidad misma
en que subyace el punto de observación del cuadro.
El eterno retorno
La obra de Quintana
no puede definirse dentro de un esquema único ni inflexible de representación. Las
referencias sensibles a la naturaleza se han manifestado en su trabajo dentro de
escalas de lo orgánico muy variables y tan limítrofes que, llegado el momento, lo
figurativo no se hace incompatible con la abstracción. Definir su pintura como abstracta
o figurativa, a la vista de lo que realmente interesa, no puede tomarse como concluyente.
Las fases en que predomina el signo figurativo o prevalece el signo abstracto se
alternan y siguen el curso de una dinámica propia, incontrovertible. Una dinámica
que alejó al pintor de las posiciones dogmáticas y evitó alinearlo en el arte abstracto-constructivo
o en el realismo y sus diversas modalidades, hasta hoy.
Lo significativo dentro de un conjunto de articulaciones
orgánicas puede aludir lo mismo a la figura y los objetos que a la abstracción sensible
que se obtiene, ya lo sabemos, por gradual reducción de las formas representativas.
Es así como, a despecho de lo que un artista decida acerca de su estilo, las significaciones
involuntarias se encargan de contradecirlo. Y el pintor acepta los cambios que esas
significaciones proponen porque son de la índole de los procesos que se han venido
cumpliendo en su obra. El pintor como Quintana no cambia, pero evoluciona continuamente
y en un momento dado puede volverse a ver reflejado en cosas que ya hizo y que retoma
de etapas que creía superadas. Es así como la figura femenina, el arcano abisal
y misterioso de la madre-amante, presente en sus primeros cuadros, vuelve a aparecer
o quizás solo se insinúa misteriosamente en las nuevas estructuras informales de
Quintana. Aspecto extraño y fascinante de su obra que no queda sin referencia en
sus orígenes de pintor.
El realismo mágico
Aunque no es el
término más adecuado, hablaremos del realismo mágico para referirnos a los tiempos
en que Quintana comenzó a participar en los salones de arte que se celebraban en
el país. Venía de asistir a la Escuela de Artes Plásticas donde trabajó en las clases
de Martín Ramón Durbán y Marcos Castillo cuando, ya egresado de este centro, obtuvo
el Premio “Henrique Otero Vizcarrondo” en el Salón Oficial y, el mismo año de 1955,
el Primer Premio del Salón Planchart. Distinciones meritorias en proporción al hecho
de que nada tenían que ver sus obras ganadoras con el arte de moda: el abstraccionismo
geométrico.
Figuración atípica con la que Quintana exploraba las
herramientas del lenguaje plástico pero con la cual, también, daba respuesta a la
fascinación del mito, en cuanto este se hace objeto de una representación ilusoria,
y hasta de un discurso literario, como el que celebraba la época. Sin los lastres
que dejaba en los estudiantes el estilo de los maestros de la Escuela de Caracas
que enseñaban en la Academia, Quintana se aventuraba a explorar por su cuenta el
espacio de la pintura, y lo hizo con recursos muy virtuales: el color, la transparencia,
las nostalgias ancestrales de su sensibilidad, la línea valorizada y un propósito
monumentalista que encontraba respuestas en formatos grandes, inusuales en los salones
a los que concurríamos.
El dibujo, por ejemplo, se constituía en piedra angular
de la composición y lo aplicaba Quintana con sentido constructivo, más para analizar
y descomponer las formas y someterlas a un orden de estricta subordinación plástica,
por la vías del análisis, que con la intención de mimetizar las cosas, y la metamorfosis
que operaba en la figura humana era la misma que iba experimentando el espacio en
función de las relaciones del color con los demás valores virtuales. Esto desbarató,
en los que seguían a Quintana, toda esperanza de verlo caer en una pintura anecdotista
o sentimental.
La línea se hacía estructural y aparecía para formar
los cuadrados y rectángulos densos y cristalinos de la figura de Cúpira,
o para inscribir en un espacio nocturno esa red misteriosa que en La tejedora
de nubes sentimos como imagen pero también como realidad significa en sí. Más
que como representación, el cuadro le interesaba a Quintana como estructura. En
este sentido, el proceso de pintar se hacía analítico y crítico y conducía a soluciones
que le ahorraban el esfuerzo de molestarse en alcanzar un realismo exitoso y complaciente.
Obra anómala también respecto al rezagado realismo social
que, a través del liderazgo de Bracho, mantenía en Caracas posturas recalcitrantes
frente a las vanguardias. Los cuadros con que se dio a conocer Quintana Castillo
se anticipaban al estilo de la nueva figuración que después hizo su aparición en
los salones de 1957 y 1958, a través de la pintura de Guevara Moreno, Régulo Pérez
y Jacobo Borges. Y, como si fuera poco, Quintana comprobaba que la pintura, en contra
de la especie que hacía ver a los pintores como ignorantes, es ante todo un saber
culto y una manifestación de inteligencia, cuyo ejercicio no es incompatible con
la afición literaria. De allí que el gusto de la lectura y la escritura no contradecían
a un pintor porque pudiera este, como lo hizo Quintana, militar activamente en grupos
literarios y hasta ocuparse alguna vez de ensayar textos de ficción.
La obra inicial provee la dirección que seguirá su trayectoria.
Si hacemos énfasis
en los comienzos de la obra de Quintana es porque en lo esencial ella provee las
líneas de desarrollo que encontraremos más adelante, sin interrupciones, ni saltos
bruscos y, sobre todo, sin defraudarnos, a lo largo de su trayectoria, manifestándose
con la persistencia del tiempo. En efecto, los cuadros de aquel período eran tan
espaciales como los de hoy, y la caligrafía, con el dinamismo de su densa trama
lineal y sus pulsiones motrices, entraba como un procedimiento normal en la ejecución
de estas obras. Elemento que volvemos a encontrar en el trabajo actual de Quintana.
Formatos grandes y armonías severas en donde el contrapunto de zonas aclaradas y
zonas oscuras nunca se planteaba como contraposición de forma y fondo, sino como
interacción de planos dinámicos.
Modernidad y tradición
Toda la obra de Quintana orbita en torno a una perceptiva
que, considerando en la pintura solo lo que es de su índole, entronca por una parte
con el universalismo de la herencia modernista y, por otra, con lo idiosincrásico
y propio de una sensibilidad y de unos modos de percepción y transferencia de lo
real propios de nuestra circunstancia de latinoamericanos.
Se aprecia, como hemos dicho, que Quintana nunca se planteó
llegar en su pintura a soluciones realistas, a despecho de la admiración que en
un comienzo profesó a Diego Rivera y a José Clemente Orozco. Sus intentos de abordar
el mural y sus inclinaciones a lo épico, en la época en que estudiaba en la Escuela
de Artes Plásticas, concluyen en la consagración del espacio plano. En sus cuadros
figurativos no hay asomo de ilusión volumétrica ni tampoco profundidad espacial,
ni siquiera cuando, en el curso de los 60, aborda la pintura de naturalezas muertas.
Siempre ha considerado su pintura como la extensión bidimensional del espacio que
se muestra en su totalidad en un primer plano, un espacio en donde las distancias
entre formas y entre estas y la línea de perspectiva, cuando la hay, se acorta o
desaparece en provecho de una espacialidad limitada a significarse. Transparencias
y degradaciones tienen también por objeto enriquecer el campo de la espacialidad
virtual. A estas conclusiones llega por un proceso de síntesis que en ningún momento
se interfiere con su idea de que la pintura es en sí misma realidad.
Las formas de la modernidad en el arte venezolano
Quintana Castillo
apareció en la pintura venezolana en una época de complejos y ricos planteamientos,
pero también extraordinariamente controversial, una época en la cual chocaban posiciones
estéticas antagónicas y radicales como las que representan el abstraccionismo geométrico
y el realismo de los años 50. Los liderazgos del arte, tan lejos del pluralismo
de hoy, se pretendían hegemónicos. Internacionalismo contra nacionalismo. Realismo
contra abstracción, sin medias tintas. Quintana eligió una vía muy personal, digamos
que instalada en medio de esas dicotomías ortodoxas, pero que no era una vía conciliatoria,
puesto que su postura en este conflicto fue también muy sui génerís, y consistía,
en principio, en su rechazo sistemático al racionalismo del arte abstracto-geométrico
y a las tesis optimistas que predicaban el fin de la pintura de caballete y del
arte del Museo, así como también, por otro lado, en el rechazo a las ideologías
populistas en arte. Así que tomaba partido por el proyecto modernista, en cuanto
este se asumía desde la perspectiva transformadora de una expresión de signo americano,
en las precisas circunstancias del aquí y el ahora. Y esto pudo apreciarse en los
planteamientos en que está inspirado Cúpira, cuadro legendario en el que
resumía sus ideas de entonces y el cual definió como “El símbolo de la vida total”,
como la representación de “la mujer, la tierra, los mitos, las sensaciones, la naturaleza,
el mar, la luna, la geometría, la intuición de un orden cósmico. Yo no quería pintar
personajes, sino símbolos eternos”.
De allí la identificación con la propuesta heterodoxa
que surgió del estilo del Taller Libre de Arte, de cuya estética participa, sin
que pueda decirse que Quintana haya militado en esta asociación de artistas plásticos
activa en Caracas entre 1948 y 1952.
La evolución de Quintana en el marco de su primera retrospectiva
La evolución de
Quintana Castillo siguió hacia la abstracción a partir de sus obras de finales de
los 50, y así pudo apreciarse en un cuadro como el titulado El adivino, con
que obtuviera el Primer Premio del Salón D’Empaire, en 1956. Aquí la continuidad
de la línea del escorzo de las figuras se rompe y el color se fragmenta en porciones
que recuerdan las formas contrapuntísticas de Joan Miró, pero la significación descansa
no en el elemento figurativo residual, sino en lo pictórico mismo. De la figura
solo se conserva una débil huella. Y este es el proceso de síntesis que se va cumpliendo
en la obra de Quintana hasta alcanzar las formas geométricas sensibles.
En 1961 presentó su primera exposición individual, curiosamente
una retrospectiva del trabajo que venía haciendo desde 1954. Era una exposición
nada abundante en obras, como tenía que ser tratándose de un artista tan autocrítico
y laborioso. La presentación en el catálogo la escribió el propio Quintana. Allí
nos dice que su propósito era mostrar las obras del realismo mágico como una etapa
cumplida junto a otras con las que buscaba “romper con una temática que se me hacía
demasiado frecuente... para abrir las puertas a la experimentación con nuevos materiales
y una concepción distinta de la forma y el espacio plástico”. Esa fase de experimentación
se identifica, en pocas palabras, con el arte informal entonces en boga y acerca
del cual tuvo Quintana una comprensión simultánea a la del grupo informalista de
Caracas, grupo con el que mostraba afinidades a tiempo que mantenía frente a este,
en lo personal, una posición independiente y crítica. Esa fue siempre la postura
asumida por Quintana frente a las agrupaciones artísticas.
La pintura pintura
Lo que se planteó
a continuación (y seguimos hablando de los años 60) tiene mayor significación dentro
del proceso que estamos siguiendo. A este respecto, conviene detenerse en la siguiente
declaración que encontramos en el catálogo de 1961: “El problema que me planteo
actualmente –dice Quintana– es de invención, invención en el sentido de crear una
ambivalencia, una reversibilidad entre la Forma y un Espacio –su espacio– sui
géneris, partiendo de un automatismo incontrolado donde entran en juego libremente,
en el proceso de ejecución, elementos plásticos de contrapunto, dislocación, ritmo,
elementos tales como el grafismo, la línea, la mancha, los valores, las transparencias,
los planos... todos ellos deben producir una tensión espiritual y la sensación del
todo”. Esta declaración de valor teórico continúa teniendo validez, formal y técnicamente
hablando, cuando se aplica a toda la obra de Quintana realizada a partir de entonces.
Incluso en pinturas de 1960.
La figura lírica
La obra de los
años 60 puede verse como una figuración lírica, siempre que entendamos el elemento
figurativo como referencia y no como tema, pues la pintura de Quintana, como él
mismo lo reconoce, es de naturaleza abstracta. Pero solo que el pasaje a una abstracción
orgánica o sensible, ya desprovista de signos figurativos, se cumplirá en la década
siguiente.
La necesidad del referente figurativo es de orden subjetivo
y su origen puede descubrirse en esta frase: “Creo que la tónica más significativa
en mi pintura es la realización de un clima poético, canalizado por las vías de
la intuición y el recuerdo”. Con el agregado de que este clima poético es también
un clima abstracto.
En las composiciones de esta época temprana, la figuración
está sugerida generalmente por uno o varios rostros como núcleo central alrededor
del cual se ordenan, de manera libre y en oposiciones reversibles, los colores distribuidos
equilibradamente en manchas o trazos amplios. Desaparecen el dibujo y el grafismo
de la etapa anterior, y la pincelada, aunque controlada, es impulsiva, casi gestual.
En el marco de un esquema eminentemente espacial, consistente en las dos dimensiones
del soporte, se resuelve una obra que, por su pureza de medios, Quintana se adelantó
a definir como pintura-pintura. Le obsedía, frente a la crisis de los lenguajes
que ya comenzaba a perfilarse, el cuadro como manifestación de una forma plana exclusivamente
“inscripta en un Espacio virtual, también plano, que le es propio e ineludible”.
Con lo cual se proponía hacer de la forma “algo absolutamente independiente del
tiempo” y también de la representación, pues desde entonces la figura en la obra
de Quintana está concebida como un elemento infuso, integrado como un valor plástico
más al cuadro.
El dibujo en la obra de Manuel Quintana Castillo
Considerando que
en la retrospectiva de Quintana Castillo en el Mavao se expone una parte de su obra
dibujística, especialmente la que tiene carácter serial, nos permitimos recordar
lo que el artista ha dicho a propósito de este medio, el dibujo: “lo importante
para un dibujante es encontrar la clave de las cosas”. Y agrega, en consecuencia,
que “ese descubrimiento se da en el marco de un sistema que rige la organización
de las cosas”, por lo que le es imprescindible al dibujante llegar a conocer el
sistema o, más aún, llegar a disponer de un sistema para entender el sistema en
que se estructuran las cosas. En otras palabras, para Quintana el dibujo “es un
acto manual, intransferible”, “un escrito a mano”, un lenguaje reconocible, que
tiene en común con la escritura léxica el hecho de que emplea casi las mismas herramientas:
el lápiz, la pluma, y un soporte mayormente de papel. Pero la práctica del dibujo
es básicamente expresiva y su función como lenguaje autónomo se cumple paralelamente
a la pintura, con sus reglas y sus fines. No puede entenderse solo como auxiliar,
extensión o instrumento del cuadro. Si bien, alcanza dentro del lenguaje pictórico
especial empleo cuando, como sucede en la caligrafía o el grafismo, el dibujo se
resuelve en expresiones sígnicas logradas con el color, y el pintor lo emplea con
fines plásticos que trascienden el formato en papel o el carácter intimista del
dibujo, para materializarse en la pintura.
En este sentido Quintana le ha dado al dibujo doble connotación,
en tanto que dibujo propiamente y en tanto se hace de este un procedimiento aplicado
a la pintura. Ambas prácticas se complementan o se manifiestan simultáneamente en
los casos en que, estando al servicio de la pintura, esta suele ir precedida o acompañada
en su ejecución de dibujos o conjuntos de dibujos que eventualmente sirven como
bocetos, referencias o diseños de los cuadros; o pueden quedar como están. Dibujos
generalmente realizados de manera serial, hasta agotar el tema o el espectro visual
que se aborda con ellos, y de forma autónoma respecto a la pintura.
Ahora bien, el dibujo de Quintana es, para decir algo,
de naturaleza sígnica y obedece por regla general a impulsos psíquicos controlados
que se plasman en una morfología espacial que cubre cual una escritura toda la superficie
del soporte, papel o tela. También en el dibujo sus formas son reversibles, de modo
que el espacio es constitutivo de la trama sígnica y viceversa. Espacio y contenido
interactúan con igual valencia sin producir una separación de forma y fondo como
ocurre en la pintura figurativa, pongamos por caso.
En la pintura de Quintana el espacio es significativo
de sí mismo y pocas veces hace empleo en él de planos en perspectiva ni de contraposiciones
de figura y fondo. Es un espacio activo que se sitúa siempre delante de nosotros,
bidimensionalmente, para mostrarse como tal, apuntando hacia una perspectiva subjetiva
desde su estructura gráfica.
Esa espacialidad lograda con los equivalentes sígnicos
de la escritura, no es homogénea, temporal ni uniforme y está llena de hiatos, cortes,
hendiduras, rompimientos y trazos que obedecen por momentos, analizando su factura,
a impulsos gestuales que propician la formación de áreas de interés, puntos de subordinación
y de contraste en la composición. Partes sombrías y partes aclaradas, masas y vacíos.
Lo caligráfico proporciona función legible como espacialidad
gráfica a la pintura de Quintana Castillo. Y en cuanto lo legible prevalece sobre
la imagen, podemos decir que su obra, tal como nos ha llegado hasta hoy, lo que
se propone es significar y no representar. Y esto es también lo que puede decirse
acerca de casi toda su pintura.
Fuentes Consultadas
Pinturas 1954-1961.
Museo de Bellas Artes, septiembre de 1961.
Notas para una
aproximación al dibujo. Museo de Artes Visuales Alejandro Otero, Dibujos topológicos,
1990
Quintana Castillo
por Quintana Castillo, revista Imagen, 1973.
Víctor Guédez:
La signología barroca y la geometría sensible, 1973.
Juan Calzadilla:
Manuel Quintana Castillo. En: Reseña de la Semana, El Universal, 1955.
__________
Juan Calzadilla (Venezuela, 1930). Editor, poeta y artista integral. Su extensa y prolífica actuación en el sector cultural de su país se inicia a partir de 1953, año en que se traslada a Caracas tras haber ganado el Premio de Poesía del Consejo Mundial de la Paz, de Moscú, y de cuyo jurado formaba parte la gran poetisa Ida Gramko. Establecido en Caracas, Calzadilla publica en 1954 su poemario Primeros Poemas, mientras se dedica al periodismo como columnista en uno de los diarios más importantes del país, y entra en 1959 al Museo de Bellas Artes de Caracas, donde trabajará como guía de arte hasta convertirse en uno de los más activos comentaristas y curadores de arte en Venezuela. Sin embargo, a juicio de Calzadilla, su principal obra la ha realizado como poeta, actividad dentro de la cual ha publicado unos 20 títulos que contribuyeron a que, por mérito propio, le otorgaran el Premio León de Greiff, el principal de Colombia en el año 2016. En tanto que poeta, Calzadilla ha participado en 8 festivales mundiales, dictado numerosos talleres de poesía y asistido a gran cantidad de eventos. Libros suyos han sido traducidos al portugués, el italiano, el francés y el inglés. Como artista plástico participó en las bienales de Sao Paulo ((1965 y 2004) y en 2017 asistió como representante único por Venezuela a la Bienal Internacional de Venecia. Desde la fundación de Agulha Revista de Cultura, Calzadilla ha sido colaborador activo de este importante órgano.
*****
SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 183 | outubro de 2021
Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)
Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2021
Visitem também:
Atlas Lírico da América Hispânica
Nenhum comentário:
Postar um comentário