quinta-feira, 14 de outubro de 2021

LUIS BRITTO GARCÍA | La vitrina rota. Narrativa y crisis en la Venezuela contemporánea

 


Cristales rotos

Hacia 1970 Venezuela parecía, como dijo alguna vez el presidente Rafael Caldera, vitrina de exhibición de la socialdemocracia para América Latina. Tras una década de lucha guerrillera, la izquierda deponía las armas. El aumento de precios de los hidrocarburos permitió al Estado comprar a un mismo tiempo a la industria petrolera y a la disidencia. La propaganda oficial del gobierno de Carlos Andrés Pérez definió el estancamiento del conflicto mediante el superlativo: se hablaba de “La Gran Venezuela”. A la paz política se sumaron la paz social, la laboral, la intelectual. 

Tres pedradas fracturan irremediablemente el cristal de esta vitrina. En 1983, colapsa la Hacienda Pública populista, sepultada por la caída del ingreso petrolero y el endeudamiento externo. En 1989 un alzamiento popular espontáneo sacude todo el país en protesta contra el programa neoliberal de Carlos Andrés Pérez, y es sofocado sólo tras una semana de sangrienta represión. En 1992, dos alzamientos militares están a punto de derrocar al gobierno electo.

La ruptura del cristal deja al descubierto un sórdido panorama. El 80% de la población del país es pobre; las administraciones populistas han acumulado una Deuda pública de 27.000 millones de dólares. La cancelación de sus intereses consume cerca del 40% del ingreso fiscal. En 1993 revienta la que es proporcionalmente la peor crisis financiera del mundo: los dirigentes de 18 entidades bancarias huyen llevándose en ahorros y auxilios financieros cerca de la mitad del circulante del país. Son realidades de las que se supone que no debe hablar la literatura. En su empeño de no referirse a ellas, ésta sin embargo irremisiblemente las expresa.

 

Cultura fracturada

Pues apenas en dos décadas colapsan tres proyectos modernizantes: el revolucionario marxista de la izquierda, el populista de colaboración de clases, el neoliberal promovido por el gobierno de acuerdo con las instrucciones del Fondo Monetario Internacional. Como el resto del mundo, Venezuela es lanzada a las incertidumbres de la crisis económica, la deslegitimación política, la anomia moral.

Una cultura es un proyecto; toda clausura de proyectos tiene efectos culturales. Las corrientes estéticas son expresiones sensoriales del paradigma cognoscitivo imperante en la época en que se desarrollan. Así como el populismo produjo un arte populista y la insurrección radical inspiró una estética revolucionaria, el vacío que deja la caída de ambos da paso a un conjunto de fenómenos parecidos a los que la crítica denomina tardomodernos o postmodernos.

La mejor definición de la postmodernidad es la de crítica de la modernidad, y las más válidas de estas críticas las formulan revoluciones, vanguardias y contraculturas. Pero en sentido académico se acostumbra atribuir a cierta postmodernidad o tardomodernidad un conjunto de rasgos que abarcan lo filosófico, lo político, lo económico, lo cultural y lo estético. Su Decálogo comprende un rechazo de la Razón que se traduce en la prédica del nihilismo y de la aniquilación del sujeto. Este mandamiento se complementa con una negación de la Historia entendida como progreso o como proceso racional y una deslegitimación de los llamados “metarrelatos” o “narrativas de sentido connotativo”. Tal preceptiva tiene por corolario político la prédica del debilitamiento del Estado y del compromiso, y por dogma económico la omnipotencia del mercado.

A estas postulaciones filosóficas, políticas y económicas corresponden determinados cánones estéticos: el rechazo de la racionalidad y la funcionalidad; el abandono del requisito de originalidad y función crítica de las artes, la recuperación ecléctica de signos de estéticas anteriores. Creo que las verdaderas críticas de la modernidad son las formuladas por revoluciones, contraculturas y vanguardias. Los restantes rasgos asociados con la tardomodernidad o postmodernidad no son otra cosa que la inmolación total de la cultura y de sus valores de uso al paradigma del valor de cambio representado por el mercado.

 

Muerte de la Razón

Estas postulaciones de la postmodernidad o tardomodernidad académica encuentran su correlato en algunas tendencias de la vida y la cultura venezolana del último tercio del siglo XX. Las ideologías que hasta entonces dominaron en el país postularon la esencial inteligibilidad del mundo, y sus respectivas estéticas reflejaron esta afirmación. El escolasticismo colonial, la Ilustración de la república oligárquica, el romanticismo liberal, el positivismo de las dictaduras andinas, el neopositivismo populista y el marxismo inspiran obras que describen un universo esencialmente cognoscible y modificable.

Con la derrota del proyecto radical declinan las puestas al día vanguardistas que lo acompañaron. Pacificada la insurgencia, desaparece la literatura de la violencia política. Con el ingreso de los partidos progresistas en diversos arreglos populistas se eclipsa el tema del compromiso del escritor. Los aparatos culturales oficialistas desalientan tales manifestaciones literarias y subsidian, alientan, premian, editan y difunden la producción aparentemente desideologizada. Gran parte de los creadores se enfrentan a una existencia nacional e individual sin proyecto. Pues no se trata sólo de la aparente caída del paradigma revolucionario: el ideario populista se fractura entre la corrupción y la bancarrota fiscal; el neoliberal colapsa entre la insurrección popular y la crisis bancaria.

Simultáneamente empieza a dominar en el arte y en la narrativa venezolana la representación de un cosmos que ya no es aprehensible por la razón. Intencionalmente elige Gabriel Jiménez Emán como epígrafe de Los dientes de Raquel un texto de Robert Escarpit según el cual “las cosas ya no serán lo que son y un viento de inquietud barrerá el frágil edificio de las tranquilizadoras evidencias. Cada uno descubrirá su soledad y todos descubrirán su extrañeza” (Jiménez Emán: Los dientes de Raquel; Ediciones La Draga y el Dragón, Mérida, 1973, p. 9). Es un epígrafe aplicable sin más a Rajatabla (1970) de quien escribe, en cuyos relatos impera todavía la racionalidad, pero pervertida hasta extremos que la invalidan deliberadamente. La paradoja, el cruce de fronteras entre realidad y delirio, el acceso a universos paralelos contradictorios deviene temas centrales de una narrativa que había sido preponderantemente realista. Beatriz Gonzalez Stefan señala la presencia en ella de rasgos que parecerían inscritos en los parámetros de cierta estética tardomoderna:

 

Como apuntamos anteriormente, un análisis detenido del campo semántico del sistema narrativo de este período revela como matriz dominante una presencia casi reiterada de un léxico acentuadamente de carga negativa, que configura isotopías que giran alrededor de la muerte, el vacío, desapariciones, persecuciones, fracasos, soledad, hundimiento, estar atrapado, cansancio, polarización entre cielo-infierno, poder volar, escapar, suicidio, búsqueda, deambular, percepciones inverosímiles de la realidad, situaciones circulares, tiempo estancado, asfixia, enajenación, utopías que se deshacen, mundos fantasmagóricos. (Gonzalez Stefan, Beatriz: La duda del escorpión: la tradición heterodoxa en la narrativa latinoamericana (Análisis socio-histórico de cinco modelos narrativos); Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1992, p. 218).

 

Idénticos rasgos son aplicables en un momento u otro a la obra de casi la totalidad de los autores del período. Las paradojas metafísicas, los juegos de aporías, la relativización de lo narrado, las fábulas sin moraleja son los territorios narrativos de José Balza, Gabriel Jiménez Emán, Sael Ibáñez, Umberto Mata, Ednodio Quintero, Armando José Sequera, Ileana Gómez Berbesí, Santander Cabrera, Armando Luigi Castañeda, del filósofo José Manuel Briceño Guerrero y en parte de quien esto escribe.

 

Nihilismo

Pues cuando el mundo deja de ser legible, nos volvemos ilegibles. Una concepción del universo lleva implícita una escala de valores. Un cosmos inaprehensible comporta valores inasibles. La derrota de los proyectos revolucionarios y la paralela deslegitimación de populismos y neoliberalismos plantean para el intelectual una situación cero. Ya en 1970, el exguerrillero Argenis Rodríguez la anticipa en el párrafo inicial de Gritando su agonía:

 

A usted lo localizaron primero sus antiguos compañeros que la policía. Ellos sabían de su hermana. Antes, cuando usted militaba en las Faln los trajo a este apartamento. Usted confiaba en sí mismo. Usted trabajaba abiertamente. Usted se jodió completo. Usted tiene doce muertos y un dineral encima. Usted está por mearse y pegarse un tiro. Tal vez esto último sea lo más recomendable para usted. Aquí no hay escapatoria posible. Si usted se suicida se alegrará un gentío. Se acabó todo para usted. El Mundo ya no es el mundo. ¿De qué le sirve saber que fuera de este apartamento bulle la vida? ¡De nada! ¡Absolutamente de nada! (Argenis Rodríguez: EME, Barcelona, 1970, p. 11).

 

Y veinte años después, en Juana la Roja y Octavio el Sabrio de Ricardo Azuaje (1971), la madre revolucionaria apenas puede decirle a su hijo conformista:

 

Estoy con este revólver preparándome para algo que puede terminar mal porque no conozco una alternativa mejor, dime una y lanzaré yo misma esta monstruosidad por la ventana. Pero no sabes de ninguna otra ¿verdad? Yo tampoco, aunque sospecho que deben existir varias en alguna parte. No puedo quedarme sentada esperando a que aparezcan, ése es mi problema, no tengo paciencia, nunca la tuve, tú eres una prueba (Fundarte, Caracas 1991, pp. 47-48).

 

Muerte del Sujeto


Según la postmodernidad académica, la muerte de la Razón y la disolución de los valores traen consigo el desvanecimiento tanto del sujeto colectivo protagonista de la Historia, como del sujeto individual materia de la introspección. Este proceso filosófico genera también su correlato en la narrativa venezolana que arranca de los setenta. Ello marca una diferencia con la ficción de los narradores influidos por el positivismo y por la violencia, que escribieron, ante todo, novelas del sujeto.

Pues el sujeto positivista es el civilizado en lucha contra un objeto: la barbarie. Con frecuencia el título de la obra bautiza a un personaje decisivo, polo de un antagonismo: Ifigenia, Memorias de Mamá Blanca, Reinaldo Solar, Doña Bárbara, Cantaclaro, Dámaso Velásquez. Todos ellos son símbolos: más que caracteres, principios actuantes: “el civilizador”, “el esteta sin interlocutores”, “la señorita aburrida”. El populismo recicla estos personajes para su proyecto ideológico neopositivista. En los años sesenta adviene un nuevo sujeto literario radical: el revolucionario en lucha contra el imperialismo. Pero en la era del vacío parece difícil encontrar otro sujeto, tanto en la realidad sociopolítica como en la literaria. A menos que se considere tal el protagonista recurrente de la narrativa del período: el desubicado, el perplejo, el ser a la deriva y en declinación.

 

En efecto, el personaje de ficción promedio parece ser la conciencia sobrepasada por la paradoja, la nulidad o el desconcierto. Preponderan los protagonistas sin rasgos marcados, neutros, anónimos, descritos con distanciamiento emotivo, enfrentados a un universo ininteligible que los devora o anula. Es el caso de Rubén, protagonista de Abrapalabra (1979) a quien son atribuibles todas las predicaciones, o peor aun todas las negaciones de su generación. No son relevantes por su acción ni su pasión ni por la complejidad de su sicología o de su discurso. Tras ellos se adivina una inteligencia aguda que pareciera cautelosamente no querer manifestarse: una ontología en cuyo centro ha implotado el vacío. Como narra José Napoleón Oropeza la disolución del ser de su personaje Diane Arbus en El bosque de los elegidos:

 

Un corazón raído por la música. Noche. Sol. Pero ya ni siquiera se molestó en abrir los ojos para seguir jugando. Los ojos que la habían hecho solitaria y muda ya no convocarían otras pasiones. Allí donde ahora vive no hace falta algo diferente a contemplar al viento desgajando restos de árboles, borrando pedazos de cielo. (Fundarte, Caracas 1986, p. 140).

 

Por tal motivo, se puede recorrer la literatura de las últimas décadas del siglo XX sin encontrar grandes protagonistas que parezcan dominar la narración e imponerse al lector por su carisma. La mayoría podrían ser intercambiables, pasar de una narración a otra. Las más visibles excepciones confirman la regla: el Francisco de Miranda de Denzil Romero, el Boves de Francisco Herrera Luque, Juana la Roja de Ricardo Azuaje son personajes del pasado convocados a una época de desconcierto: nos asombran con la pasión, la emoción, el vigor de otros tiempos.

Hasta en las novelas del terruño el sujeto se debilita mediante la difusión de la anécdota entre centenares de pequeñas criaturas. Los personajes de Alfredo Armas Alfonzo, de Orlando Araujo, de César Chirinos, de Orlando Chirinos son muchedumbres, sujetos colectivos. Sus autores se niegan intencionalmente a hacer de uno de ellos protagonista. Incluso el narrador, cuando se presenta como un testigo de los hechos, aparece borrado o borroso. Igual sucede en las novelas de la nostalgia, del culto del ídolo. El sujeto es sólo fan o fanático, una nada ansiosa de confundirse con su fetiche, como lo confiesa el protagonista de Si yo fuera Pedro Infante, de Eduardo Liendo.

Esto ocurre a pesar de que las narrativas contemporáneas en Venezuela son obsesivamente subjetivas. No hay en ello paradoja alguna: la angustia del narrador subjetivista que se concentra en el sujeto sin encontrarlo es la misma del positivista que predicaba civilizaciones y sólo registraba barbaries, del revolucionario que sembraba sublevaciones y sólo cosechaba claudicaciones. Como señala Gonzalez Stefan:

 

Como saldo, podemos señalar, grosso modo, que se trata de una narrativa que despliega una diégesis de carácter autorreflexivo que ahonda más en estados emocionales (se construye básicamente con una preferencia hacia formas sustantivas, adjetivas y adverbiales y una sintaxis con un narrador en primera persona) lo que lleva a la magnificación de un discurso egocéntrico, que se repliega sobre sí mismo y se enclaustra en un solipsismo hermético. (Ibídem, p.230)

 

Si lo que está adentro es como lo que está afuera; si la creación cultural es la contraparte de la forma en que el hombre y la sociedad se piensan a sí mismos, en esta literatura encontramos un ser disuelto en su circunstancia, una forma sin contornos, una imagen borrosa, una representación de nada.

 

Pasado histórico e individuo

A la implosión del sujeto individual corresponde un paralelo colapso del sujeto histórico. En la estética moderna, tanto el artista como sus obras o sus personajes encontraban sentido por su inserción en una causa o proceso en los cuales cumplían etapas consecutivas o anhelaban momentos culminantes.

El mandamiento postmoderno de muerte de la Historia intenta dar fin a esta concepción. La moda de esta doctrina coincide con un paradójico auge de la novela histórica y de una pluralidad de géneros narrativos cuyo tema común es la reminiscencia. Pues la tardomodernidad postula no la muerte de la Historia como disciplina académica, sino como proceso dinámico dirigido hacia el devenir. Se le perdona la existencia al pasado en la medida en que se lo piensa tan inmodificable como se afirma que lo es el presente y que lo será el porvenir. La muerte de la historia significa que, en adelante, habrá sólo Historia.

¿Qué sucede cuando el futuro parece infranqueable? Nos refugiamos en el pasado, reinventándolo, o en el presente, relativizándolo. Pues si el único sentido del instante parecía ser su fugacidad, su salto hacia un nuevo y distinto presente, la eternidad postmoderna de un ahora detenido e incognoscible deviene una suerte de infierno, y el pretérito se vuelve el único reino posible.

Esta vuelta al ayer discurre en la literatura venezolana por dos vertientes. La primera, volcada hacia el pasado colectivo, anima la nueva novela histórica y la nueva narrativa telúrica. La segunda, dirigida hacia el pretérito individual, abarca manifestaciones tan diversas como la narrativa de la nostalgia personal, la del culto del ídolo, la femenina y la de la memoria íntima.

 

Historia tras la muerte de la Historia

Para poder hablar de una nueva novela histórica en Venezuela debemos precisar los rasgos que la distinguen de la anterior narrativa del mismo tema. Hasta los años setenta, los tiempos míticos de los venezolanos se concentraban en unas cuantas décadas prodigiosas: un siglo de conquista; dos décadas de lucha independentista. Escribir ficción histórica era por antonomasia situar la obra en estos lapsos: los consagrados como decisivos por la Historia oficial.

Por otra parte, la novela histórica venezolana había estado inscrita dentro de un proyecto. Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar Pietri, servía a la denuncia positivista de la sublevación popular de la Guerra a Muerte; El camino de El Dorado (1947) ilustraba la denuncia positivista del carácter patológico de los conquistadores. Apenas Cubagua (1931) de Enrique Bernardo Núñez plantea un vaivén entre el presente literario de 1928, la pesca de perlas en 1528 y el tiempo mítico de La Atlántida. Pero tal desajuste cronológico explica un programa legible: predica que así como la sobreexplotación del recurso natural y de la mano de obra esclavizada arruinó la explotación perlífera, cuatro siglos más tarde agotará la explotación del petróleo, cuyos lamparones aparecen como grandes manchas irisadas sobre las olas en los últimos párrafos de la novela.

En cambio, la nueva novela histórica explora otros ámbitos cronológicos y topológicos y ahonda, más que en el drama colectivo, en la peripecia íntima de los personajes. Quizá en el umbral de esta nueva narrativa histórica está la republicación de las Memorias de Braulio Fernández, que Caupolicán Ovalle reedita con el título de Alto esa Patria hasta nueva orden. Se trata del testimonio de un lancero de la Independencia, de un soldado del común, lleno de pequeñas anécdotas y de expresiones tan ingenuas como felices. Es una prosa equidistante de las proclamas campanudas de los próceres y de las acres denuncias de los oligarcas. Cuenta su guerra de Independencia con la justa e insobornable óptica del testigo presencial, sin decorarla con alegorías clásicas ni afligirla con sentimentalidades románticas. Es un paso hacia la desmitificación, o por lo menos hacia una narrativa histórica que por un instante se desvía de la épica para mirar a sus protagonistas.

Este enfoque signa la narrativa histórica venezolana del último tercio del siglo XX. Así, el Philip von Hutten, el José Tomás Boves, el Juan Vicente Gómez y el Piar de Francisco Herrera Luque son retratos sicológicos, o mejor dicho, sicopatólógicos. El Miranda de Denzil Romero es un intelecto peregrinante. La esposa del Doctor Thorne, una narrativa más atenta a la depresión anímica que causa en El Libertador la asunción de la dictadura, que a las peripecias de este mandato. Jabón de olor, de Gerónimo Pérez Rescaniére, es una recreación onírica de los tiempos de la Guerra Federal, en la cual ésta aparece emblematizada por una manada de perros que cubre el horizonte nocturno. José León Tapia traza animados retratos de los hombres de dicha contienda en Maisanta. Y Ana Teresa Torres recrea la conciencia de una anciana oligarca en Doña Inés contra el olvido. Sin embargo, todos y cada uno de estos personajes parecen tan sobrepasados por sus épocas, tan desvalidos frente al absurdo de su situación como los protagonistas de las narrativas de tema contemporáneo. Es el método constante de las tramas históricas que se entretejen a lo largo de Abrapalabra. Sus grandes proyectos o ensueños se deshacen al mismo tiempo que ellos. El correlato poético de la nueva ficción histórica no es la épica, sino la elegía.

La nueva narrativa histórica también inaugura épocas míticas antes poco explorados. La Colonia, la República oligárquica, la Guerra Federal encuentran sus novelistas. El mero paso de las décadas hace de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) un nuevo reino ficcional, con una asiduidad que tal vez se deba a que el mismo déspota ha sido utilizado repetidas veces como símbolo de un tiempo detenido. En célebre frase expresó Mariano Picón Salas que “el siglo XX comienza en Venezuela con la muerte de Juan Vicente Gómez”. José Rafael Pocaterra, en sus cáusticas Memorias de un venezolano de la decadencia, lo consideró el paradigma de la declinación. Rómulo Gallegos, en El forastero, emblematiza la dictadura gomecista en el reloj de un campanario, eternamente detenido por un balazo del déspota triunfador. García Márquez en El otoño del patriarca representa al dictador como un anciano que manda desde tiempos inmemoriales un país paralizado. Sobre el tiempo del gomecismo escriben Francisco Herrera Luque en La casa del pez que escupe agua; Arturo Uslar Pietri en Oficio de difuntos; Gerónimo Pérez Rescaniére en El amor y el interés, el historiador Ramón J. Velázques en las Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez. El déspota, despojado ya de la panegírica positivista y de la befa populista, asoma en ellos más que como Historia, como premonición terrorífica.

Asimismo caracteriza a la nueva novela histórica venezolana la exploración de ámbitos que se extienden fuera del propio país. Es el caso de La visita en el Tiempo, de Arturo Uslar Pietri, sobre don Juan de Austria; de Amores, pasiones y vicios de la Gran Catalina, de Denzil Romero, sobre la homónima emperatriz de Rusia; de Pirata, de quien suscribe, sobre el universo del Caribe del siglo XVII e incluso de El bosque de los elegidos, de José Napoleón Oropeza, sobre la fotógrafa norteamericana Diane Arbus. A medida que el tiempo se clausura, el espacio se abre, o más bien se globaliza.

El volcamiento hacia el pretérito tiene todavía otro efecto: aparte de los recurrentes textos de anticipación y dystopia en Rajatabla, Abrapalabra y La orgía imaginaria, la literatura contemporánea venezolana casi no sitúa sus textos en el futuro ni se lanza a especulaciones utópicas. La impracticabilidad del presente equivale a la clausura del futuro. Sus protagonistas, como los condenados del Infierno del Dante, han dejado atrás toda esperanza, o mejor dicho: sitúan toda esperanza en el pasado.

 

La teluricidad personal


Esta reposición del pasado se hace también presente en lo que podríamos llamar nueva narrativa telúrica. Hay en ella una ruptura decisiva con el anterior tratamiento del tema rural. Casi todas las ficciones previas sobre éste exponían el juicio de un habitante de la ciudad, imbuido de ideas positivistas, que condenaba lo rural como mera carencia o barbarie superables.

Los nuevos narradores telúricos, por el contrario, no escriben a partir de la distancia ideológica ni de la prédica doctrinaria, sino de la integración con el tema. No conciben el lugar de origen como carencia física, sino como tierra de promisión ontológica. Tampoco escriben sobre su contemporaneidad: describen el campo o la provincia desde el punto de vista del recuerdo.

Estos puntos de ruptura se hacen patentes en 1970 con El osario de Dios, de Alfredo Armas Alfonzo. La obra impone una pauta que seguirán la mayoría de quienes cursan el tema: el narrador confundido con los personajes; la sencillez y la coloquialidad en el lenguaje, la tensión poética, la fragmentación y la extrema brevedad de los textos. Dichos rasgos caracterizan también a Compañero de viaje, de Orlando Araujo, y a los textos de tema rural de Rajatabla, libros publicados el mismo año. También los comparten Redes maestras y A dos palmos apenas, de Efraín Hurtado; Gracias por los favores recibidos, de Orlando Chirinos: Zona de tolerancia, de Benito Yradi, Memorias de Altagracia de Salvador Garmendia y Diccionario de los Hijos de Papá y Buchiplumas, de César Chirinos. Este último reconstituye el territorio del Zulia natal mediante una densa elaboración lingüística: su terruño y sus orígenes se confunden con una manera de decir: con un habla.

Es significativo que tales encuentros con el terruño sean reencuentros con el pasado. Cuando los escritores positivistas tomaban al campo como tema, denunciaban su presente y deseaban su transformación en aras de un futuro modernizante. Los nuevos escritores transfiguran un ayer: el campo de sus abuelos, de sus padres o de su infancia. Para la Venezuela que se creyó moderna, lo rural fue por antonomasia emblema del atraso; la concentración urbana, signo de progreso. Los nuevos escritores telúricos no escriben partidas de nacimiento, sino elegías. Como la mujer de Lot, se tornan voluntariamente hacia el ayer destruido en forma irrevocable, a sabiendas de que ello significa la doliente cristalización de la memoria, la condición de prisioneros de un espacio desaparecido.

 

Autobiografía de la Nostalgia

Se podría decir que la vuelta al pasado y el reciclaje de sus signos son indisociables de la narrativa histórica y de la telúrica. Pero el pasatismo -como lo llamaría un futurista- signa incluso la obra de los narradores que dejan de lado Historia y teluricidad para dedicarse a lo personal. Unánimemente vuelven la mirada hacia sus propios pretéritos, pues el sujeto postmoderno no encuentra sentido más que en sí mismo, no remite más que a sí mismo: a la ascética negación de sí mismo. Su única manera de hacer Historia es estar fuera de ella.

Dos novelas abren tempranamente esta vía narrativa en la contemporaneidad venezolana: Piedra de mar, de Francisco Massiani (1968) y La muerte del monstruo comepiedra, de Laura Antillano (1971). Para la época, sus autores son jóvenes que escriben en primera persona y más o menos ficcionalmente sobre adolescencias que llegaron tarde para la insurrección y demasiado temprano para el marketing. Son Bildungroman, novelas de aprendizaje, crónicas de una pedagogía sufrida en colegios tristes, bares de mala muerte, cines de barrio, familias remotas y calles desoladas. Para ambas obras, y todas las que se escribirán con igual temática, vale lo que Osvaldo Larrazábal apunta sobre Piedra de Mar:

 

Quizá una de las consecuciones más importantes de esta obra está en el hecho de que la prosa quiere acompañar al ritmo mental del autor. Como van sucediendo las cosas, así son narradas. Con la misma profundidad que van adquiriendo, así se desarrollan en la expresión escrita. (...) Cada personaje se desenvuelve de acuerdo con su condición y capacidad lingüística (Osvaldo Larrazábal: Diez novelas venezolanas: Monte Avila, Caracas, 1972, p. 105).

 

Ya en los ochentas vendrá la confesionalidad de Cartas de Relación, de Antonio López Ortega; de Memorias de pensión, de Héctor Seijas; de Anareta, de Ricardo Bello. Son todos textos castigados por la erosión metafísica del tiempo, por el dolor de la fugacidad. A estas memorias de infancia y adolescencia escritas apenas en el umbral de la juventud añaden un interesante sesgo algunos autores hijos de inmigrantes, tales como Miguel Gomes y Slavko Susik, que escriben sobre la ambivalencia de crecer entre dos culturas y a veces reinventan pasados míticos de sus antecesores en las patrias de origen.

 

Culto del Ídolo

En la misma vertiente del reciclamiento de signos se sitúa la narrativa de la nostalgia centrada en el culto del ídolo. Sus autores vuelven insistentemente a las melodías y las estrellas de la canción popular del tiempo de su infancia e incluso de épocas anteriores a ésta. En tal sentido, ocurre en la literatura el mismo fenómeno que impulsó a decir a Achille Bonito Oliva sobre la plástica que “los artistas de la transvanguardia han comprendido que no existe solamente la extracción alta de las vanguardias históricas, sino que también existe aquella baja de las culturas menores, de la práctica artesanal, etc...” (Ariel Jiménez: “La crisis de la modernidad”, en Analys-art; Publicación de la Unidad de Arte del Centro Interdisciplinario de Investigaciones Teóricas; Instituto Internacional de Estudios Avanzados; Caracas octubre 1987, volumen 2, p. 36).

Acaso el culto del ídolo sea el sucedáneo del proyecto colectivo de una generación de solitarios. Idolatrar a Pedro Infante o a Celia Cruz es el sustituto de seguir al Che Guevara. Perder la identidad en el night-club, en el bar o en la penumbra del cine es como disolverse en la muchedumbre. A mediados de los setenta inaugura estos caminos de perdición Salvador Garmendia con El inquieto Anacobero, suerte de danza macabra de los pequeños seres de la noche caraqueña. Los siguen Luis Barrera Linares con En el bar la vida es más sabrosa y Beberes de un ciudadano; Laura Antillano en Perfume de Gardenias y Cuentos de Película; Alfredo Cedeño en Cuentos de rockola; Eduardo Liendo en Si yo fuera Pedro Infante; Denzil Romero en Parece que fue ayer, José Napoleón Oropeza en Entre el oro y la carne.

Los méritos formales de esta narrativa urbana son paradójicamente idénticos a los de las ficciones del terruño: el apego a una identidad cultural latinoamericana, la confusión entre narrador y protagonista, la complicidad, la coloquialidad, el manejo musical de los ritmos. Sus peligros, los de toda embriaguez: la rápida cristalización del cliché, el desvanecimiento de la euforia y el reencuentro de la eludida nada.

 

Narrativa femenina

Tradicionalmente, la literatura femenina -o feminista- se escribió en Venezuela bajo dos signos contrastantes: el de la protesta -presente en Política Feminista de José Rafael Pocaterra y más tenuemente en Ifigenia de Teresa de la Parra- y el de la sentimentalidad añorante, obvia en Memorias de Mamá Blanca, de la misma autora, o en Ana Isabel, una niña decente, de Antonia Palacios.

La violencia de los años sesenta abrió las compuertas de la protesta femenina. Durante esos años hubo libros de agresiva confesión sexual, tales como Qué carajo hago yo aquí, de Irma Salas, o de memoria de la lucha armada, como Aquí no ha pasado nada, de Angela Zago, o El desolvido, de Victoria di Stéfano. Sus autoras, casi siempre también sus protagonistas, son mujeres inmersas en una lucha que se proclama al mismo tiempo como colectiva, aunque no se ciegan sobre la inminencia de la derrota.


A partir de los setenta las nuevas generaciones de narradoras asumen que la femineidad es una experiencia particular, y que esta experiencia se manifiesta en campos de batalla ante todo privados, distintos de los de la épica. La pugnacidad de las relaciones con el mundo se desplaza hacia la conflictividad de los nexos con la familia, con la pareja, con el propio cuerpo, con la escritura. Tratan de lograr la creación de un clima, más que de un clímax. Son las vías que cursan Laura Antillano, Antonieta Madrid, Milagros Socorro, María Luisa Lazzaro, Estefanía Mosca, Milagros Mata Gil, Cristina Policastro, Lidia Rebrij. En sus textos campean la confesión, la sensorialidad y la fusión de ambas en ese nuevo campo de conflicto que es la escritura. Pues como dice Antonieta Madrid:

 

Se prepara el cuerpo para el trance. Lo real verdadero sólo lo encontramos cuando nos sumergimos en la escritura: se vislumbran las luces, al comienzo sólo chispas, después las luces, luces, haces de luces. Los hallazgos: ¡Eureka! la alegría de palpar la masa sin los guantes puestos, el contacto con la piel, el restallar de la carne, el salto intermitente de la sangre, hace del iniciado ese ser escondido, misterioso, morboso, de vida oculta e impenetrable (Ojo de pez; Editorial Planeta, Caracas, 1990, p. 162).

 

La marginalidad

Se acostumbra señalar lo urbano como un tema novedoso en la literatura venezolana. Sin embargo, el costumbrismo romántico versa preponderantemente sobre tipos citadinos, y hay novelas sobre la ciudad por lo menos desde Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo (1899); casi todas las que José Rafael Pocaterra escribe a principios de siglo tienen el mismo tema. Posteriormente el escritor urbano, movido por la prédica modernizante, sale a describir el medio ambiente rural, uno de los condicionantes del ser nacional según la doctrina positivista, y durante mucho tiempo se confunden novela nacional y naturaleza.

La ficción vuelve a ser plenamente urbana con la narrativa de la violencia. Aunque hay desgarradores testimonios o ficciones testimoniales sobre la guerrilla rural, la ciudad aparece ahora como escenario de sordideces o teatro de batallas libradas para superarlas. Son plenamente urbanas casi todas las novelas de Salvador Garmendia; lo es en gran parte País Portátil, de Adriano González León (1968), Rajatabla (1970), Vela de Armas (1970) y Abrapalabra (1979) de quien suscribe, y también Historias de la Calle Lincoln, de Carlos Noguera (1970); gran parte de las obras de José Balza.

Al cesar la contienda, queda el campo de batalla: estancado, destruido, arruinado, lleno de cadáveres físicos y morales. Y la expresión más resaltante de esta suerte de ruina metropolitana es su ruina social, la marginalidad. La narrativa venezolana actual enfrenta la descripción del presente como representación de lo que la sociología del siglo pasado llamaba las clases peligrosas y la actual eufermiza como los excluidos.

Pero la narración no se enfoca ahora desde la crítica positivista del descenso social que hace, por ejemplo, gallegos en “La rebelión”; ni desde el punto de vista de la decadencia de las pequeñas burguesías que deplora José Rafael Pocaterra en El doctor Bebé, Tierra del sol amada, La casa de los Abila o Cuentos grotescos. Tampoco desde la perspectiva prerrevolucionaria de Argenis Rodríguez en El tumulto, o de Adriano González León en País portátil. La oclusión de los proyectos convierte a la ciudad en agua estancada, pero en este líquido aparentemente quieto bulle una poderosa fermentación.

A partir de los setenta, para los narradores la ciudad es abismo insondable de pequeñas miserias, como la que pinta Argenis Rodríguez en Gritando su agonía o en El ángel del pozo sin fondo. La marginalidad es un excelente sujeto para narraciones impasibles, como las de Simón Barreto Ramos en Matarile no es un juego. Pero también la ocasión para anécdotas humorísticas, como Viste de verde nuestra sombra, de Ricardo Azuaje, o las Historias del edificio de Juan Carlos Méndez Guedez, que van mostrando, local por local, la multitud de pequeños destinos diferentes que habitan en un edificio de apartamentos idénticos. Incluso el renacimiento de cierta violencia política encuentra en I love K.pucha de Jesús Puertas un comentario ácido, feroz e inscrito dentro de lo que Bajtin llamó la estética de la carnavalización. Como en otros tantos sistemas sociales conmocionados, la innovación política y la inspiración invaden desde la periferia.

La ciudad es también centro de creación cultural. Los habitantes inventan subculturas, hablas, un nuevo lenguaje de violencia, desbordamiento y muerte, como el que utiliza Angel Infante en Cerrícolas o en La Rumba soy yo. La ciudad, como la civilización misma, pareciera tener una capacidad de deterioro infinita.

 

La sonrisa de la catástrofe

El humor es el más leve de los frutos del nihilismo. Se debate entre la distancia intelectual y la proximidad afectiva. No debe entonces extrañar su actual presencia generalizada en la literatura venezolana, que antes lo marginaba en los ghettos de la crónica costumbrista, las publicaciones cómicas o la sátira política. Pero a partir de los setenta se perfila como propuesta literaria, trabajado con todas las técnicas y las temáticas de la alta narrativa.

El libro de Jaime Ballestas (Otrova Gomás) El hombre más malo del mundo (Ediciones Oox, Caracas, 1970) da el golpe de gracia al humor de la aldea. En su manojo de textos breves se codean lo metafísico, lo cruel y lo paradójico. En ellos, y en la decena de libros que el mismo autor lanza posteriormente, se encuentran situaciones tan impensables para la literatura venezolana anterior como la fundación de una sociedad para vivir sin objetivos, la entrevista a un crucigramista o las peripecias de un terrorista internacional. Más aun, Ballestas es uno de los que abre en Venezuela el casi inexplorado ámbito del humor negro. Por esa fecunda vía retoñan luego textos de un horror casi glacial, como “Ataraxia” de Miguel Gomes:

 

A la anciana apenas la vi. La hilera de carros que esperaba su turno para pasar sobre ella llegaba a las afueras de Caracas. (Gomes, 11, 1987).

 

 Igual manejo de la crueldad y de la metafísica hacen Eduardo Liendo en Mascarada, Armando José Sequera en Para evitarle malos pasos a la gente, Escena de un spaguetti western y en Vidas inverosímiles; Igor Delgado Senior en Relatos de Tropikalia, y Salvador Garmendia en Memorias de Altagracia, Cuentos cómicos y Cuentos sádicos; Armando Luigi Castañeda en Enano arrodillado ante una mujer desnuda, Ednodio Quintero en El rey de las ratas, Eduardo Liendo en Diario del Enano, y quien esto escribe.

Pero, más importante todavía, casi no hay texto decisivo de esta época que no resulte en el fondo, una propuesta humorística. Lo son gran parte de las jocundas reconstrucciones históricas, de las paradojas narrativas, de las memorias dolorosas de adolescencia, de las narrativas del culto del ídolo. Lo son asimismo las escasas reposiciones del género policíaco, en tono paródico tales como El Terrorista y El caso de la araña de cinco patas, del mismo Jaime Ballestas, o Los platos del Diablo, de Eduardo Liendo. Lo son las travesuras eróticas de Rubén Monasterios. El colapso de los paradigmas ocurre, no con una explosión, sino con una sonrisa.

 

La estética ha muerto, viva la estética

Tres observaciones finales se imponen sobre la literatura de las últimas tres décadas del siglo XX en Venezuela.

La primera de ellas es que no inaugura temáticas novedosas: gran parte de las tendencias que hemos señalado son prolongación transvanguardista de asuntos trabajados preliminarmente por autores anteriores. La segunda es que dichos temas son transfigurados por el enfoque personal y por el trabajo del idioma. Lo que nos lleva a un tercer señalamiento: la preponderancia de la extrema veneración por el recurso estilístico. Por efecto de los talleres literarios, de la amplia difusión de lo mejor de la literatura latinoamericana o de la veneración postmoderna por la técnica, se manifiesta en ella un magistral dominio del oficio. Sus denominadores comunes son la concentración del significado, la economía expresiva, un cierto minimalismo lindante con el virtuosismo y que amenaza con el primor.

 Esta maestría tiene su tono particular. La ficción del positivismo, vinculada a la estética modernista, adoptó los ritmos y los torbellinos sensoriales que le parecieron adecuados para la descripción de la naturaleza. La narrativa de la violencia privilegió el empleo explosivo de los vanguardismos y el choque del lenguaje coloquial, cuando no la exuberancia barroca. A partir de los sesenta, el relumbrón estilístico parecería aquietarse. Los nuevos narradores están en guardia contra la sobrecarga metafórica, el exceso decorativo y la desmesura narrativa. Su sobredimensionamiento técnico, como el de las artes plásticas, es puesto también al servicio de lo narrativo, el ornamento y la figura. Al igual que el tubo del televisor, su complejidad no se narra a sí misma, sino que es puesta al servicio de otra diégesis.

Lo positivo de ello es la difusión de un estilo terso, despojado. Lo negativo, el exceso de cautela. Hay prosas contenidas, voluntariamente monótonas, en las cuales la acumulación de reescrituras provoca el mismo efecto que la sobrecarga de retoques en un dibujo: una apariencia yerta, inanimada, glacial. Los modales, los zapatos y las prosas excesivamente pulidas provocan siempre el mismo efecto.

En fin, a diferencia de otras literaturas actuales en el mundo, sobre la venezolana apenas pesa el paradigma postmoderno del mercado. El reducido público lector no deja lugar para la creación de verdaderas industrias culturales. La presión de la demanda no conforma el producto literario. Los escasos fenómenos editoriales ocurren en el campo de la narrativa histórica, cercano al de la épica, o en el del humor, que convierte la desesperación en sonrisa. El escritor venezolano tiene la melancólica conciencia de que escribe para otros escritores, para editores o directores de publicaciones culturales.

El bien que viene a cambio de este mal es la libertad de no condescender a la intrascendencia ni a lo light. La única presión discernible que parecería ejercer lo mercantil es la de una crisis del papel, de la edición y de los espacios disponibles que contribuye a que el autor se exprese mediante textos y libros cada vez más breves, y prefiera el cuento, el fragmento crítico y hasta el aforismo a la novela. Pero es que la novela es también un proyecto. Exige una pasión, una entrega, una tenacidad que no congenian con una ética ni con una estética del desasimiento.

Esta es la situación crítica de una narrativa que se empeña en ser valor de uso cuando casi todo lo restante ha devenido disvalor de cambio. El resultado más obvio de ello es una vuelta de la escritura sobre sí misma. Disuadida de la esperanza de ejercer alguna influencia en el perfeccionamiento social, se ocupa del perfeccionamiento propio. De allí el extremo formalismo, el virtuosismo, los juegos estilísticos, las mímesis distanciadas y distanciantes. Aun sin proponérselo, expresan el tiempo que se vive.

 

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Luis Britto García (Venezuela, 1940). Economista, abogado y profesor universitario. Es autor de una impórtate obra narrativa que incluye los libros de relatos Los fugitivos (1964), Rajatabla (1971), La orgía imaginaria (1984) y Andanada (2004) y de las novelas Vela de armas (1979), Abrapalabra (2003), Pirata (1994). Entre sus obras ensayísticas destacan los títulos El imperio contracultural (1990), El poder sin la máscara (1989) y El verdadero venezolano (2018). Ha obtenido entre otros el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal y el Premio Nacional de Literatura. Es autor de numerosas obras teatrales y articulista en los principales periódicos y revistas de Venezuela. También ha incursionado con suerte en el dibujo, la prosa humorística y el guión de cine. 



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