Cristales rotos
Hacia 1970 Venezuela parecía, como dijo alguna
vez el presidente Rafael Caldera, vitrina de exhibición de la socialdemocracia para
América Latina. Tras una década de lucha guerrillera, la izquierda deponía las armas.
El aumento de precios de los hidrocarburos permitió al Estado comprar a un mismo
tiempo a la industria petrolera y a la disidencia. La propaganda oficial del gobierno
de Carlos Andrés Pérez definió el estancamiento del conflicto mediante el superlativo:
se hablaba de “La Gran Venezuela”. A la paz política se sumaron la paz social, la
laboral, la intelectual.
Tres pedradas fracturan
irremediablemente el cristal de esta vitrina. En 1983, colapsa la Hacienda Pública
populista, sepultada por la caída del ingreso petrolero y el endeudamiento externo.
En 1989 un alzamiento popular espontáneo sacude todo el país en protesta contra
el programa neoliberal de Carlos Andrés Pérez, y es sofocado sólo tras una semana
de sangrienta represión. En 1992, dos alzamientos militares están a punto de derrocar
al gobierno electo.
La ruptura
del cristal deja al descubierto un sórdido panorama. El 80% de la población del
país es pobre; las administraciones populistas han acumulado una Deuda pública de
27.000 millones de dólares. La cancelación de sus intereses consume cerca del 40%
del ingreso fiscal. En 1993 revienta la que es proporcionalmente la peor crisis
financiera del mundo: los dirigentes de 18 entidades bancarias huyen llevándose
en ahorros y auxilios financieros cerca de la mitad del circulante del país. Son
realidades de las que se supone que no debe hablar la literatura. En su empeño de
no referirse a ellas, ésta sin embargo irremisiblemente las expresa.
Cultura fracturada
Pues apenas en dos décadas colapsan tres
proyectos modernizantes: el revolucionario marxista de la izquierda, el populista
de colaboración de clases, el neoliberal promovido por el gobierno de acuerdo con
las instrucciones del Fondo Monetario Internacional. Como el resto del mundo, Venezuela
es lanzada a las incertidumbres de la crisis económica, la deslegitimación política,
la anomia moral.
Una cultura es un proyecto;
toda clausura de proyectos tiene efectos culturales. Las corrientes estéticas son
expresiones sensoriales del paradigma cognoscitivo imperante en la época en que
se desarrollan. Así como el populismo produjo un arte populista y la insurrección
radical inspiró una estética revolucionaria, el vacío que deja la caída de ambos
da paso a un conjunto de fenómenos parecidos a los que la crítica denomina tardomodernos
o postmodernos.
La mejor definición de la
postmodernidad es la de crítica de la modernidad, y las más válidas de estas críticas
las formulan revoluciones, vanguardias y contraculturas. Pero en sentido académico
se acostumbra atribuir a cierta postmodernidad o tardomodernidad un conjunto de
rasgos que abarcan lo filosófico, lo político, lo económico, lo cultural y lo estético.
Su Decálogo comprende un rechazo de la Razón que se traduce en la prédica del nihilismo
y de la aniquilación del sujeto. Este mandamiento se complementa con una negación
de la Historia entendida como progreso o como proceso racional y una deslegitimación
de los llamados “metarrelatos” o “narrativas de sentido connotativo”. Tal preceptiva
tiene por corolario político la prédica del debilitamiento del Estado y del compromiso,
y por dogma económico la omnipotencia del mercado.
A estas postulaciones filosóficas,
políticas y económicas corresponden determinados cánones estéticos: el rechazo de
la racionalidad y la funcionalidad; el abandono del requisito de originalidad y
función crítica de las artes, la recuperación ecléctica de signos de estéticas anteriores.
Creo que las verdaderas críticas de la modernidad son las formuladas por revoluciones,
contraculturas y vanguardias. Los restantes rasgos asociados con la tardomodernidad
o postmodernidad no son otra cosa que la inmolación total de la cultura y de sus
valores de uso al paradigma del valor de cambio representado por el mercado.
Muerte de la
Razón
Estas postulaciones de la postmodernidad
o tardomodernidad académica encuentran su correlato en algunas tendencias de la
vida y la cultura venezolana del último tercio del siglo XX. Las ideologías que
hasta entonces dominaron en el país postularon la esencial inteligibilidad del mundo,
y sus respectivas estéticas reflejaron esta afirmación. El escolasticismo colonial,
la Ilustración de la república oligárquica, el romanticismo liberal, el positivismo
de las dictaduras andinas, el neopositivismo populista y el marxismo inspiran obras
que describen un universo esencialmente cognoscible y modificable.
Con la derrota del proyecto
radical declinan las puestas al día vanguardistas que lo acompañaron. Pacificada
la insurgencia, desaparece la literatura de la violencia política. Con el ingreso
de los partidos progresistas en diversos arreglos populistas se eclipsa el tema
del compromiso del escritor. Los aparatos culturales oficialistas desalientan tales
manifestaciones literarias y subsidian, alientan, premian, editan y difunden la
producción aparentemente desideologizada. Gran parte de los creadores se enfrentan
a una existencia nacional e individual sin proyecto. Pues no se trata sólo de la
aparente caída del paradigma revolucionario: el ideario populista se fractura entre
la corrupción y la bancarrota fiscal; el neoliberal colapsa entre la insurrección
popular y la crisis bancaria.
Simultáneamente empieza
a dominar en el arte y en la narrativa venezolana la representación de un cosmos
que ya no es aprehensible por la razón. Intencionalmente elige Gabriel Jiménez Emán
como epígrafe de Los dientes de Raquel
un texto de Robert Escarpit según el cual “las cosas ya no serán lo que son y un
viento de inquietud barrerá el frágil edificio de las tranquilizadoras evidencias.
Cada uno descubrirá su soledad y todos descubrirán su extrañeza” (Jiménez Emán:
Los dientes de Raquel; Ediciones La Draga
y el Dragón, Mérida, 1973, p. 9). Es un epígrafe aplicable sin más a Rajatabla (1970) de quien escribe, en cuyos
relatos impera todavía la racionalidad, pero pervertida hasta extremos que la invalidan
deliberadamente. La paradoja, el cruce de fronteras entre realidad y delirio, el
acceso a universos paralelos contradictorios deviene temas centrales de una narrativa
que había sido preponderantemente realista. Beatriz Gonzalez Stefan señala la presencia
en ella de rasgos que parecerían inscritos en los parámetros de cierta estética
tardomoderna:
Como apuntamos anteriormente, un análisis detenido
del campo semántico del sistema narrativo de este período revela como matriz dominante
una presencia casi reiterada de un léxico acentuadamente de carga negativa, que
configura isotopías que giran alrededor de la muerte, el vacío, desapariciones,
persecuciones, fracasos, soledad, hundimiento, estar atrapado, cansancio, polarización
entre cielo-infierno, poder volar, escapar, suicidio, búsqueda, deambular, percepciones
inverosímiles de la realidad, situaciones circulares, tiempo estancado, asfixia,
enajenación, utopías que se deshacen, mundos fantasmagóricos. (Gonzalez Stefan,
Beatriz: La duda del escorpión: la tradición heterodoxa en la narrativa latinoamericana
(Análisis socio-histórico de cinco modelos narrativos); Academia Nacional de
la Historia, Caracas, 1992, p. 218).
Idénticos rasgos son aplicables
en un momento u otro a la obra de casi la totalidad de los autores del período.
Las paradojas metafísicas, los juegos de aporías, la relativización de lo narrado,
las fábulas sin moraleja son los territorios narrativos de José Balza, Gabriel Jiménez
Emán, Sael Ibáñez, Umberto Mata, Ednodio Quintero, Armando José Sequera, Ileana
Gómez Berbesí, Santander Cabrera, Armando Luigi Castañeda, del filósofo José Manuel
Briceño Guerrero y en parte de quien esto escribe.
Nihilismo
Pues cuando el mundo deja de ser legible,
nos volvemos ilegibles. Una concepción del universo lleva implícita una escala de
valores. Un cosmos inaprehensible comporta valores inasibles. La derrota de los
proyectos revolucionarios y la paralela deslegitimación de populismos y neoliberalismos
plantean para el intelectual una situación cero. Ya en 1970, el exguerrillero Argenis
Rodríguez la anticipa en el párrafo inicial de Gritando su agonía:
A usted lo localizaron primero
sus antiguos compañeros que la policía. Ellos sabían de su hermana. Antes, cuando
usted militaba en las Faln los trajo a este apartamento. Usted confiaba en sí mismo.
Usted trabajaba abiertamente. Usted se jodió completo. Usted tiene doce muertos
y un dineral encima. Usted está por mearse y pegarse un tiro. Tal vez esto último
sea lo más recomendable para usted. Aquí no hay escapatoria posible. Si usted se
suicida se alegrará un gentío. Se acabó todo para usted. El Mundo ya no es el mundo.
¿De qué le sirve saber que fuera de este apartamento bulle la vida? ¡De nada! ¡Absolutamente
de nada!
(Argenis Rodríguez: EME, Barcelona, 1970, p. 11).
Y veinte años después, en
Juana la Roja y Octavio el Sabrio de Ricardo
Azuaje (1971), la madre revolucionaria apenas puede decirle a su hijo conformista:
Estoy con este revólver
preparándome para algo que puede terminar mal porque no conozco una alternativa
mejor, dime una y lanzaré yo misma esta monstruosidad por la ventana. Pero no sabes
de ninguna otra ¿verdad? Yo tampoco, aunque sospecho que deben existir varias en
alguna parte. No puedo quedarme sentada esperando a que aparezcan, ése es mi problema,
no tengo paciencia, nunca la tuve, tú eres una prueba (Fundarte,
Caracas 1991, pp. 47-48).
Muerte del
Sujeto
Pues el sujeto positivista
es el civilizado en lucha contra un objeto: la barbarie. Con frecuencia el título
de la obra bautiza a un personaje decisivo, polo de un antagonismo: Ifigenia, Memorias de Mamá Blanca, Reinaldo Solar,
Doña Bárbara, Cantaclaro, Dámaso Velásquez. Todos ellos son símbolos: más
que caracteres, principios actuantes: “el civilizador”, “el esteta sin interlocutores”,
“la señorita aburrida”. El populismo recicla estos personajes para su proyecto ideológico
neopositivista. En los años sesenta adviene un nuevo sujeto literario radical: el
revolucionario en lucha contra el imperialismo. Pero en la era del vacío parece
difícil encontrar otro sujeto, tanto en la realidad sociopolítica como en la literaria.
A menos que se considere tal el protagonista recurrente de la narrativa del período:
el desubicado, el perplejo, el ser a la deriva y en declinación.
En efecto, el personaje
de ficción promedio parece ser la conciencia sobrepasada por la paradoja, la nulidad
o el desconcierto. Preponderan los protagonistas sin rasgos marcados, neutros, anónimos,
descritos con distanciamiento emotivo, enfrentados a un universo ininteligible que
los devora o anula. Es el caso de Rubén, protagonista de Abrapalabra (1979) a quien son atribuibles todas las predicaciones,
o peor aun todas las negaciones de su generación. No son relevantes por su acción
ni su pasión ni por la complejidad de su sicología o de su discurso. Tras ellos
se adivina una inteligencia aguda que pareciera cautelosamente no querer manifestarse:
una ontología en cuyo centro ha implotado el vacío. Como narra José Napoleón Oropeza
la disolución del ser de su personaje Diane Arbus en El bosque de los elegidos:
Un corazón raído por la música. Noche. Sol. Pero
ya ni siquiera se molestó en abrir los ojos para seguir jugando. Los ojos que la
habían hecho solitaria y muda ya no convocarían otras pasiones. Allí donde ahora
vive no hace falta algo diferente a contemplar al viento desgajando restos de árboles,
borrando pedazos de cielo. (Fundarte, Caracas 1986, p. 140).
Por tal motivo,
se puede recorrer la literatura de las últimas décadas del siglo XX sin encontrar
grandes protagonistas que parezcan dominar la narración e imponerse al lector por
su carisma. La mayoría podrían ser intercambiables, pasar de una narración a otra.
Las más visibles excepciones confirman la regla: el Francisco de Miranda de Denzil
Romero, el Boves de Francisco Herrera Luque, Juana la Roja de Ricardo Azuaje son
personajes del pasado convocados a una época de desconcierto: nos asombran con la
pasión, la emoción, el vigor de otros tiempos.
Hasta en las novelas del
terruño el sujeto se debilita mediante la difusión de la anécdota entre centenares
de pequeñas criaturas. Los personajes de Alfredo Armas Alfonzo, de Orlando Araujo,
de César Chirinos, de Orlando Chirinos son muchedumbres, sujetos colectivos. Sus
autores se niegan intencionalmente a hacer de uno de ellos protagonista. Incluso
el narrador, cuando se presenta como un testigo de los hechos, aparece borrado o
borroso. Igual sucede en las novelas de la nostalgia, del culto del ídolo. El sujeto
es sólo fan o fanático, una nada ansiosa
de confundirse con su fetiche, como lo confiesa el protagonista de Si yo fuera Pedro Infante, de Eduardo Liendo.
Esto ocurre
a pesar de que las narrativas contemporáneas en Venezuela son obsesivamente subjetivas.
No hay en ello paradoja alguna: la angustia del narrador subjetivista que se concentra
en el sujeto sin encontrarlo es la misma del positivista que predicaba civilizaciones
y sólo registraba barbaries, del revolucionario que sembraba sublevaciones y sólo
cosechaba claudicaciones. Como señala Gonzalez Stefan:
Como saldo, podemos señalar, grosso modo, que se trata de una narrativa que despliega una
diégesis de carácter autorreflexivo que ahonda más en estados emocionales (se construye
básicamente con una preferencia hacia formas sustantivas, adjetivas y adverbiales
y una sintaxis con un narrador en primera persona) lo que lleva a la magnificación
de un discurso egocéntrico, que se repliega sobre sí mismo y se enclaustra en un
solipsismo hermético. (Ibídem,
p.230)
Si lo que está adentro es
como lo que está afuera; si la creación cultural es la contraparte de la forma en
que el hombre y la sociedad se piensan a sí mismos, en esta literatura encontramos
un ser disuelto en su circunstancia, una forma sin contornos, una imagen borrosa,
una representación de nada.
Pasado histórico
e individuo
A la implosión del sujeto
individual corresponde un paralelo colapso del sujeto histórico. En la estética
moderna, tanto el artista como sus obras o sus personajes encontraban sentido por
su inserción en una causa o proceso en los cuales cumplían etapas consecutivas o
anhelaban momentos culminantes.
El mandamiento postmoderno
de muerte de la Historia intenta dar fin a esta concepción. La moda de esta doctrina
coincide con un paradójico auge de la novela histórica y de una pluralidad de géneros
narrativos cuyo tema común es la reminiscencia. Pues la tardomodernidad postula
no la muerte de la Historia como disciplina académica, sino como proceso dinámico
dirigido hacia el devenir. Se le perdona la existencia al pasado en la medida en
que se lo piensa tan inmodificable como se afirma que lo es el presente y que lo
será el porvenir. La muerte de la historia significa que, en adelante, habrá sólo
Historia.
¿Qué sucede cuando el futuro
parece infranqueable? Nos refugiamos en el pasado, reinventándolo, o en el presente,
relativizándolo. Pues si el único sentido del instante parecía ser su fugacidad,
su salto hacia un nuevo y distinto presente, la eternidad postmoderna de un ahora
detenido e incognoscible deviene una suerte de infierno, y el pretérito se vuelve
el único reino posible.
Esta vuelta al ayer discurre
en la literatura venezolana por dos vertientes. La primera, volcada hacia el pasado
colectivo, anima la nueva novela histórica y la nueva narrativa telúrica. La segunda,
dirigida hacia el pretérito individual, abarca manifestaciones tan diversas como
la narrativa de la nostalgia personal, la del culto del ídolo, la femenina y la
de la memoria íntima.
Historia tras
la muerte de la Historia
Para poder hablar de una nueva novela histórica
en Venezuela debemos precisar los rasgos que la distinguen de la anterior narrativa
del mismo tema. Hasta los años setenta, los tiempos míticos de los venezolanos se
concentraban en unas cuantas décadas prodigiosas: un siglo de conquista; dos décadas
de lucha independentista. Escribir ficción histórica era por antonomasia situar
la obra en estos lapsos: los consagrados como decisivos por la Historia oficial.
Por otra parte, la novela
histórica venezolana había estado inscrita dentro de un proyecto. Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar
Pietri, servía a la denuncia positivista de la sublevación popular de la Guerra
a Muerte; El camino de El Dorado (1947)
ilustraba la denuncia positivista del carácter patológico de los conquistadores.
Apenas Cubagua (1931) de Enrique Bernardo
Núñez plantea un vaivén entre el presente literario de 1928, la pesca de perlas
en 1528 y el tiempo mítico de La Atlántida. Pero tal desajuste cronológico explica
un programa legible: predica que así como la sobreexplotación del recurso natural
y de la mano de obra esclavizada arruinó la explotación perlífera, cuatro siglos
más tarde agotará la explotación del petróleo, cuyos lamparones aparecen como grandes
manchas irisadas sobre las olas en los últimos párrafos de la novela.
En cambio, la nueva novela
histórica explora otros ámbitos cronológicos y topológicos y ahonda, más que en
el drama colectivo, en la peripecia íntima de los personajes. Quizá en el umbral
de esta nueva narrativa histórica está la republicación de las Memorias de Braulio Fernández, que Caupolicán
Ovalle reedita con el título de Alto esa Patria
hasta nueva orden. Se trata del testimonio de un lancero de la Independencia,
de un soldado del común, lleno de pequeñas anécdotas y de expresiones tan ingenuas
como felices. Es una prosa equidistante de las proclamas campanudas de los próceres
y de las acres denuncias de los oligarcas. Cuenta su guerra de Independencia con
la justa e insobornable óptica del testigo presencial, sin decorarla con alegorías
clásicas ni afligirla con sentimentalidades románticas. Es un paso hacia la desmitificación,
o por lo menos hacia una narrativa histórica que por un instante se desvía de la
épica para mirar a sus protagonistas.
Este enfoque signa la narrativa
histórica venezolana del último tercio del siglo XX. Así, el Philip von Hutten,
el José Tomás Boves, el Juan Vicente Gómez y el Piar de Francisco Herrera Luque
son retratos sicológicos, o mejor dicho, sicopatólógicos. El Miranda de Denzil Romero
es un intelecto peregrinante. La esposa del
Doctor Thorne, una narrativa más atenta a la depresión anímica que causa en
El Libertador la asunción de la dictadura, que a las peripecias de este mandato. Jabón de olor, de Gerónimo Pérez Rescaniére,
es una recreación onírica de los tiempos de la Guerra Federal, en la cual ésta aparece
emblematizada por una manada de perros que cubre el horizonte nocturno. José León
Tapia traza animados retratos de los hombres de dicha contienda en Maisanta. Y Ana Teresa Torres recrea la conciencia
de una anciana oligarca en Doña Inés contra
el olvido. Sin embargo, todos y cada uno de estos personajes parecen tan sobrepasados
por sus épocas, tan desvalidos frente al absurdo de su situación como los protagonistas
de las narrativas de tema contemporáneo. Es el método constante de las tramas históricas
que se entretejen a lo largo de Abrapalabra.
Sus grandes proyectos o ensueños se deshacen al mismo tiempo que ellos. El correlato
poético de la nueva ficción histórica no es la épica, sino la elegía.
La nueva narrativa histórica
también inaugura épocas míticas antes poco explorados. La Colonia, la República
oligárquica, la Guerra Federal encuentran sus novelistas. El mero paso de las décadas
hace de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) un nuevo reino ficcional,
con una asiduidad que tal vez se deba a que el mismo déspota ha sido utilizado repetidas
veces como símbolo de un tiempo detenido. En célebre frase expresó Mariano Picón
Salas que “el siglo XX comienza en Venezuela con la muerte de Juan Vicente Gómez”.
José Rafael Pocaterra, en sus cáusticas Memorias
de un venezolano de la decadencia, lo consideró el paradigma de la declinación.
Rómulo Gallegos, en El forastero, emblematiza
la dictadura gomecista en el reloj de un campanario, eternamente detenido por un
balazo del déspota triunfador. García Márquez en El otoño del patriarca representa al dictador como un
anciano que manda desde tiempos inmemoriales un país paralizado. Sobre el tiempo
del gomecismo escriben Francisco Herrera Luque en La casa del pez que escupe agua; Arturo Uslar Pietri en Oficio de difuntos; Gerónimo Pérez Rescaniére
en El amor y el interés, el historiador
Ramón J. Velázques en las Confidencias imaginarias
de Juan Vicente Gómez. El déspota, despojado ya de la panegírica positivista y de la
befa populista, asoma en ellos más que como Historia, como premonición terrorífica.
Asimismo caracteriza a la
nueva novela histórica venezolana la exploración de ámbitos que se extienden fuera
del propio país. Es el caso de La visita en el Tiempo,
de Arturo Uslar Pietri, sobre don Juan de Austria; de Amores, pasiones y vicios de la Gran Catalina, de Denzil Romero, sobre
la homónima emperatriz de Rusia; de Pirata,
de quien suscribe, sobre el universo del Caribe del siglo XVII e incluso de El bosque de los elegidos, de José Napoleón
Oropeza, sobre la fotógrafa norteamericana Diane Arbus. A medida que el tiempo se
clausura, el espacio se abre, o más bien se globaliza.
El volcamiento hacia el
pretérito tiene todavía otro efecto: aparte de los recurrentes textos de anticipación
y dystopia en Rajatabla, Abrapalabra y
La orgía imaginaria, la literatura contemporánea
venezolana casi no sitúa sus textos en el futuro ni se lanza a especulaciones utópicas.
La impracticabilidad del presente equivale a la clausura del futuro. Sus protagonistas,
como los condenados del Infierno del Dante, han dejado atrás toda esperanza, o mejor
dicho: sitúan toda esperanza en el pasado.
La teluricidad
personal
Los nuevos narradores telúricos,
por el contrario, no escriben a partir de la distancia ideológica ni de la prédica
doctrinaria, sino de la integración con el tema. No conciben el lugar de origen
como carencia física, sino como tierra de promisión ontológica. Tampoco escriben
sobre su contemporaneidad: describen el campo o la provincia desde el punto de vista
del recuerdo.
Estos puntos de ruptura
se hacen patentes en 1970 con El osario de
Dios, de Alfredo Armas Alfonzo. La obra impone una pauta que seguirán la mayoría
de quienes cursan el tema: el narrador confundido con los personajes; la sencillez
y la coloquialidad en el lenguaje, la tensión poética, la fragmentación y la extrema
brevedad de los textos. Dichos rasgos caracterizan también a Compañero de viaje, de Orlando Araujo, y
a los textos de tema rural de Rajatabla,
libros publicados el mismo año. También los comparten Redes maestras y A dos palmos apenas,
de Efraín Hurtado; Gracias por los favores
recibidos, de Orlando Chirinos: Zona de
tolerancia, de Benito Yradi, Memorias
de Altagracia de Salvador Garmendia y Diccionario
de los Hijos de Papá y Buchiplumas,
de César Chirinos. Este último reconstituye el territorio del Zulia natal mediante
una densa elaboración lingüística: su terruño y sus orígenes se confunden con una
manera de decir: con un habla.
Es significativo
que tales encuentros con el terruño sean reencuentros con el pasado. Cuando los
escritores positivistas tomaban al campo como tema, denunciaban su presente y deseaban
su transformación en aras de un futuro modernizante. Los nuevos escritores transfiguran
un ayer: el campo de sus abuelos, de sus padres o de su infancia. Para la Venezuela
que se creyó moderna, lo rural fue por antonomasia emblema del atraso; la concentración
urbana, signo de progreso. Los nuevos escritores telúricos no escriben partidas
de nacimiento, sino elegías. Como la mujer de Lot, se tornan voluntariamente hacia
el ayer destruido en forma irrevocable, a sabiendas de que ello significa la doliente
cristalización de la memoria, la condición de prisioneros de un espacio desaparecido.
Autobiografía
de la Nostalgia
Se podría decir que la vuelta al pasado y
el reciclaje de sus signos son indisociables de la narrativa histórica y de la telúrica.
Pero el pasatismo -como lo llamaría un futurista- signa incluso la obra de los narradores
que dejan de lado Historia y teluricidad para dedicarse a lo personal. Unánimemente
vuelven la mirada hacia sus propios pretéritos, pues el sujeto postmoderno no encuentra
sentido más que en sí mismo, no remite más que a sí mismo: a la ascética negación
de sí mismo. Su única manera de hacer Historia es estar fuera de ella.
Dos novelas abren tempranamente
esta vía narrativa en la contemporaneidad venezolana: Piedra de mar, de Francisco Massiani (1968) y La muerte del monstruo comepiedra, de Laura Antillano (1971).
Para la época, sus autores son jóvenes que escriben en primera persona y más o menos
ficcionalmente sobre adolescencias que llegaron tarde para la insurrección y demasiado
temprano para el marketing. Son Bildungroman,
novelas de aprendizaje, crónicas de una pedagogía sufrida en colegios tristes, bares
de mala muerte, cines de barrio, familias remotas y calles desoladas. Para ambas
obras, y todas las que se escribirán con igual temática, vale lo que Osvaldo Larrazábal
apunta sobre Piedra de Mar:
Quizá una de las consecuciones más importantes de
esta obra está en el hecho de que la prosa quiere acompañar al ritmo mental del
autor. Como van sucediendo las cosas, así son narradas. Con la misma profundidad
que van adquiriendo, así se desarrollan en la expresión escrita. (...) Cada personaje
se desenvuelve de acuerdo con su condición y capacidad lingüística (Osvaldo Larrazábal:
Diez novelas venezolanas: Monte Avila,
Caracas, 1972, p. 105).
Ya en los ochentas vendrá
la confesionalidad de Cartas de Relación,
de Antonio López Ortega; de Memorias de pensión,
de Héctor Seijas; de Anareta, de Ricardo
Bello. Son todos textos castigados por la erosión metafísica del tiempo, por el
dolor de la fugacidad. A estas memorias de infancia y adolescencia escritas apenas
en el umbral de la juventud añaden un interesante sesgo algunos autores hijos de
inmigrantes, tales como Miguel Gomes y Slavko Susik, que escriben sobre la ambivalencia
de crecer entre dos culturas y a veces reinventan pasados míticos de sus antecesores
en las patrias de origen.
Culto del Ídolo
En la misma vertiente del reciclamiento de
signos se sitúa la narrativa de la nostalgia centrada en el culto del ídolo. Sus
autores vuelven insistentemente a las melodías y las estrellas de la canción popular
del tiempo de su infancia e incluso de épocas anteriores a ésta. En tal sentido,
ocurre en la literatura el mismo fenómeno que impulsó a decir a Achille Bonito Oliva
sobre la plástica que “los artistas de la transvanguardia han comprendido que no
existe solamente la extracción alta de las vanguardias históricas, sino que también
existe aquella baja de las culturas menores, de la práctica artesanal, etc...” (Ariel
Jiménez: “La crisis de la modernidad”, en Analys-art;
Publicación de la Unidad de Arte del Centro Interdisciplinario de Investigaciones
Teóricas; Instituto Internacional de Estudios Avanzados; Caracas octubre 1987, volumen
2, p. 36).
Acaso el culto del ídolo
sea el sucedáneo del proyecto colectivo de una generación de solitarios. Idolatrar
a Pedro Infante o a Celia Cruz es el sustituto de seguir al Che Guevara. Perder
la identidad en el night-club, en el bar o en la penumbra del cine es como disolverse
en la muchedumbre. A mediados de los setenta inaugura estos caminos de perdición
Salvador Garmendia con El inquieto Anacobero,
suerte de danza macabra de los pequeños seres de la noche caraqueña. Los siguen
Luis Barrera Linares con En el bar la vida
es más sabrosa y Beberes de un ciudadano;
Laura Antillano en Perfume de Gardenias
y Cuentos de Película; Alfredo Cedeño
en Cuentos de rockola; Eduardo Liendo
en Si yo fuera Pedro Infante; Denzil Romero
en Parece que fue ayer, José Napoleón
Oropeza en Entre el oro y la carne.
Los méritos formales de
esta narrativa urbana son paradójicamente idénticos a los de las ficciones del terruño:
el apego a una identidad cultural latinoamericana, la confusión entre narrador y
protagonista, la complicidad, la coloquialidad, el manejo musical de los ritmos.
Sus peligros, los de toda embriaguez: la rápida cristalización del cliché, el desvanecimiento
de la euforia y el reencuentro de la eludida nada.
Narrativa femenina
Tradicionalmente, la literatura femenina
-o feminista- se escribió en Venezuela bajo dos signos contrastantes: el de la protesta
-presente en Política Feminista
de José Rafael Pocaterra y más tenuemente en Ifigenia de Teresa de la Parra- y el de la sentimentalidad añorante,
obvia en Memorias de Mamá Blanca, de la
misma autora, o en Ana Isabel, una niña decente,
de Antonia Palacios.
La violencia de los años
sesenta abrió las compuertas de la protesta femenina. Durante esos años hubo libros
de agresiva confesión sexual, tales como Qué
carajo hago yo aquí, de Irma Salas, o de memoria de la lucha armada, como Aquí no ha pasado nada, de Angela Zago, o
El desolvido, de Victoria di Stéfano.
Sus autoras, casi siempre también sus protagonistas, son mujeres inmersas en una
lucha que se proclama al mismo tiempo como colectiva, aunque no se ciegan sobre
la inminencia de la derrota.
Se prepara el cuerpo para el trance. Lo real verdadero
sólo lo encontramos cuando nos sumergimos en la escritura: se vislumbran las luces,
al comienzo sólo chispas, después las luces, luces, haces de luces. Los hallazgos:
¡Eureka! la alegría de palpar la masa sin los guantes puestos, el contacto con la
piel, el restallar de la carne, el salto intermitente de la sangre, hace del iniciado
ese ser escondido, misterioso, morboso, de vida oculta e impenetrable (Ojo de pez; Editorial Planeta, Caracas, 1990,
p. 162).
La marginalidad
Se acostumbra señalar lo urbano como un tema
novedoso en la literatura venezolana. Sin embargo, el costumbrismo romántico versa
preponderantemente sobre tipos citadinos, y hay novelas sobre la ciudad por lo menos
desde Todo un pueblo de Miguel Eduardo
Pardo (1899); casi todas las que José Rafael Pocaterra escribe a principios de siglo
tienen el mismo tema. Posteriormente el escritor urbano, movido por la prédica modernizante,
sale a describir el medio ambiente rural, uno de los condicionantes del ser nacional
según la doctrina positivista, y durante mucho tiempo se confunden novela nacional
y naturaleza.
La ficción vuelve a ser
plenamente urbana con la narrativa de la violencia. Aunque hay desgarradores testimonios
o ficciones testimoniales sobre la guerrilla rural, la ciudad aparece ahora como
escenario de sordideces o teatro de batallas libradas para superarlas. Son plenamente
urbanas casi todas las novelas de Salvador Garmendia; lo es en gran parte País Portátil, de Adriano González León (1968),
Rajatabla (1970), Vela de Armas (1970) y Abrapalabra (1979) de quien suscribe, y también
Historias de la Calle Lincoln, de Carlos
Noguera (1970); gran parte de las obras de José Balza.
Al cesar la
contienda, queda el campo de batalla: estancado, destruido, arruinado, lleno de
cadáveres físicos y morales. Y la expresión más resaltante de esta suerte de ruina
metropolitana es su ruina social, la marginalidad. La narrativa venezolana actual
enfrenta la descripción del presente como representación de lo que la sociología
del siglo pasado llamaba las clases peligrosas y la actual eufermiza como los excluidos.
Pero la narración no se
enfoca ahora desde la crítica positivista del descenso social que hace, por ejemplo,
gallegos en “La rebelión”; ni desde el punto de vista de la decadencia de las pequeñas
burguesías que deplora José Rafael Pocaterra en El doctor Bebé, Tierra del sol amada, La casa de los Abila o Cuentos grotescos. Tampoco desde la perspectiva
prerrevolucionaria de Argenis Rodríguez en El
tumulto, o de Adriano González León en País
portátil. La oclusión de los proyectos convierte a la ciudad en agua estancada,
pero en este líquido aparentemente quieto bulle una poderosa fermentación.
A partir de los setenta,
para los narradores la ciudad es abismo insondable de pequeñas miserias, como la
que pinta Argenis Rodríguez en Gritando su
agonía o en El ángel del pozo sin fondo.
La marginalidad es un excelente sujeto para narraciones impasibles, como las de
Simón Barreto Ramos en Matarile no es un juego.
Pero también la ocasión para anécdotas humorísticas, como Viste de verde nuestra sombra, de Ricardo Azuaje, o las Historias del edificio de Juan Carlos Méndez
Guedez, que van mostrando, local por local, la multitud de pequeños destinos diferentes
que habitan en un edificio de apartamentos idénticos. Incluso el renacimiento de
cierta violencia política encuentra en I love
K.pucha de Jesús Puertas un comentario ácido, feroz e inscrito dentro de lo
que Bajtin llamó la estética de la carnavalización. Como en otros tantos sistemas
sociales conmocionados, la innovación política y la inspiración invaden desde la
periferia.
La ciudad es también centro
de creación cultural. Los habitantes inventan subculturas, hablas, un nuevo lenguaje
de violencia, desbordamiento y muerte, como el que utiliza Angel Infante en Cerrícolas o en La Rumba soy yo. La ciudad, como la civilización misma, pareciera tener
una capacidad de deterioro infinita.
La sonrisa
de la catástrofe
El humor es el más leve
de los frutos del nihilismo. Se debate entre la distancia intelectual y la proximidad
afectiva. No debe entonces extrañar su actual presencia generalizada en la literatura
venezolana, que antes lo marginaba en los ghettos de la crónica costumbrista, las
publicaciones cómicas o la sátira política. Pero a partir de los setenta se perfila
como propuesta literaria, trabajado con todas las técnicas y las temáticas de la
alta narrativa.
El libro de Jaime Ballestas
(Otrova Gomás) El hombre más malo del mundo
(Ediciones Oox, Caracas, 1970) da el golpe de gracia al humor de la aldea. En su
manojo de textos breves se codean lo metafísico, lo cruel y lo paradójico. En ellos,
y en la decena de libros que el mismo autor lanza posteriormente, se encuentran
situaciones tan impensables para la literatura venezolana anterior como la fundación
de una sociedad para vivir sin objetivos, la entrevista a un crucigramista o las
peripecias de un terrorista internacional. Más aun, Ballestas es uno de los que
abre en Venezuela el casi inexplorado ámbito del humor negro. Por esa fecunda vía
retoñan luego textos de un horror casi glacial, como “Ataraxia” de Miguel Gomes:
A la anciana apenas la vi. La hilera de carros que
esperaba su turno para pasar sobre ella llegaba a las afueras de Caracas. (Gomes, 11,
1987).
Igual manejo de la crueldad y de la metafísica
hacen Eduardo Liendo en Mascarada, Armando
José Sequera en Para evitarle malos pasos
a la gente, Escena de un spaguetti western
y en Vidas inverosímiles; Igor Delgado
Senior en Relatos de Tropikalia, y Salvador
Garmendia en Memorias de Altagracia, Cuentos cómicos y Cuentos sádicos; Armando Luigi Castañeda en Enano arrodillado ante una mujer desnuda, Ednodio Quintero en El rey de las ratas, Eduardo Liendo en Diario del
Enano, y quien esto escribe.
Pero, más importante todavía,
casi no hay texto decisivo de esta época que no resulte en el fondo, una propuesta
humorística. Lo son gran parte de las jocundas reconstrucciones históricas, de las
paradojas narrativas, de las memorias dolorosas de adolescencia, de las narrativas
del culto del ídolo. Lo son asimismo las escasas reposiciones del género policíaco,
en tono paródico tales como El Terrorista
y El caso de la araña de cinco patas, del mismo Jaime Ballestas, o
Los platos del Diablo, de Eduardo Liendo.
Lo son las travesuras eróticas de Rubén Monasterios. El colapso de los paradigmas
ocurre, no con una explosión, sino con una sonrisa.
La estética ha muerto, viva la estética
Tres observaciones finales se imponen sobre
la literatura de las últimas tres décadas del siglo XX en Venezuela.
La primera
de ellas es que no inaugura temáticas novedosas: gran parte de las tendencias que
hemos señalado son prolongación transvanguardista de asuntos trabajados preliminarmente
por autores anteriores. La segunda es que dichos temas son transfigurados por el
enfoque personal y por el trabajo del idioma. Lo que nos lleva a un tercer señalamiento:
la preponderancia de la extrema veneración por el recurso estilístico. Por efecto
de los talleres literarios, de la amplia difusión de lo mejor de la literatura latinoamericana
o de la veneración postmoderna por la técnica, se manifiesta en ella un magistral
dominio del oficio. Sus denominadores comunes son la concentración del significado,
la economía expresiva, un cierto minimalismo lindante con el virtuosismo y que amenaza
con el primor.
Esta maestría tiene su tono particular. La ficción
del positivismo, vinculada a la estética modernista, adoptó los ritmos y los torbellinos
sensoriales que le parecieron adecuados para la descripción de la naturaleza. La
narrativa de la violencia privilegió el empleo explosivo de los vanguardismos y
el choque del lenguaje coloquial, cuando no la exuberancia barroca. A partir de
los sesenta, el relumbrón estilístico parecería aquietarse. Los nuevos narradores
están en guardia contra la sobrecarga metafórica, el exceso decorativo y la desmesura
narrativa. Su sobredimensionamiento técnico, como el de las artes plásticas, es
puesto también al servicio de lo narrativo, el ornamento y la figura. Al igual que
el tubo del televisor, su complejidad no se narra a sí misma, sino que es puesta
al servicio de otra diégesis.
Lo positivo de ello es la
difusión de un estilo terso, despojado. Lo negativo, el exceso de cautela. Hay prosas
contenidas, voluntariamente monótonas, en las cuales la acumulación de reescrituras
provoca el mismo efecto que la sobrecarga de retoques en un dibujo: una apariencia
yerta, inanimada, glacial. Los modales, los zapatos y las prosas excesivamente pulidas
provocan siempre el mismo efecto.
En fin, a diferencia de
otras literaturas actuales en el mundo, sobre la venezolana apenas pesa el paradigma
postmoderno del mercado. El reducido público lector no deja lugar para la creación
de verdaderas industrias culturales. La presión de la demanda no conforma el producto
literario. Los escasos fenómenos editoriales ocurren en el campo de la narrativa
histórica, cercano al de la épica, o en el del humor, que convierte la desesperación
en sonrisa. El escritor venezolano tiene la melancólica conciencia de que escribe
para otros escritores, para editores o directores de publicaciones culturales.
El bien que viene a cambio
de este mal es la libertad de no condescender a la intrascendencia ni a lo light. La única presión discernible que parecería
ejercer lo mercantil es la de una crisis del papel, de la edición y de los espacios
disponibles que contribuye a que el autor se exprese mediante textos y libros cada
vez más breves, y prefiera el cuento, el fragmento crítico y hasta el aforismo a
la novela. Pero es que la novela es también un proyecto. Exige una pasión, una entrega,
una tenacidad que no congenian con una ética ni con una estética del desasimiento.
Esta es la situación crítica
de una narrativa que se empeña en ser valor de uso cuando casi todo lo restante
ha devenido disvalor de cambio. El resultado más obvio de ello es una vuelta de
la escritura sobre sí misma. Disuadida de la esperanza de ejercer alguna influencia
en el perfeccionamiento social, se ocupa del perfeccionamiento propio. De allí el
extremo formalismo, el virtuosismo, los juegos estilísticos, las mímesis distanciadas
y distanciantes. Aun sin proponérselo, expresan el tiempo que se vive.
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Luis Britto García (Venezuela, 1940). Economista, abogado y profesor universitario. Es autor de una impórtate obra narrativa que incluye los libros de relatos Los fugitivos (1964), Rajatabla (1971), La orgía imaginaria (1984) y Andanada (2004) y de las novelas Vela de armas (1979), Abrapalabra (2003), Pirata (1994). Entre sus obras ensayísticas destacan los títulos El imperio contracultural (1990), El poder sin la máscara (1989) y El verdadero venezolano (2018). Ha obtenido entre otros el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal y el Premio Nacional de Literatura. Es autor de numerosas obras teatrales y articulista en los principales periódicos y revistas de Venezuela. También ha incursionado con suerte en el dibujo, la prosa humorística y el guión de cine.
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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 183 | outubro de 2021
Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)
Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)
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