quinta-feira, 14 de outubro de 2021

JUAN CALZADILLA | Fragmentos de un muro escrito: la obra de Manuel Quintana Castillo

 


Introducción: La Pintura como acontecimiento

Visitar el taller de un pintor es una experiencia provechosa. Es allí donde mejor se comprende que el proceso de realizar una obra dice más que su resultado. El proceso es todo lo que acompaña al artista plástico en su trabajo: experiencia, técnica, conceptos formales, ideas, visión interna y visión externa, pasado y presente, memoria y acontecer. Herramientas, materiales, métodos y hábitos de trabajo e incluso el taller. El proceso está en todo para enseñarnos la dirección que ha seguido la obra en su objetivarse sobre un soporte y también a donde se dirige, si es que se dirige a alguna parte.  Este anclaje en el proceso como situación ideal para mirar el trabajo de un pintor es tanto más significativo cuanto más se comprende que toda obra de arte puede entenderse como una reflexión general sobre el proceso que conduce a su verificación. En este sentido, toda obra es crítica de sí misma, y lo es en la medida en que se hace objeto de reflexión por parte de su creador.

Manuel Quintana Castillo (1928) es de esa clase de artistas reflexivos a la que pertenecieron, entre otros, Antonio Edmundo Monsanto, Armando Reverón, Pedro Ángel González, Marcos Castillo, Alejandro Otero. No muchos, pero en todo caso, realizadores que tenían en el hecho de hacer la obra una forma de pensarla; no solo en cuanto la obra es resultado y producto, sino también y, sobre todo, al proceso dinámico. Artistas plásticos que encontraban en sus trabajos toda la información que precisaban para seguirles la pista. Producían una crítica en torno a sus obras, así no la escribieran. Y la crítica era muchas veces la propia obra.

El caso de Quintana Castillo, quizás el último de nuestros pintores que llena la condición de crítico y fabulador, es elocuente. La reflexión más importante que se ha hecho en torno a su pintura ha sido propuesta por él mismo; y de allí la importancia de oírle y, en algunos casos, de dejar que sea él quien hable, tal como lo ha venido haciendo en sus textos publicados en catálogos, libros, revistas o dichos por la radio.

En todo lo que dice reafirma más o menos este principio. Mientras nos mantenga ocupados en los misterios que encierra, la pintura seguirá siendo objeto de nuestros desvelos. Esto es tan evidente como el que no puede haber pintura sin cuadro. El cuadro es la realidad de la pintura, su forma primera de objetivación. Es lo que nos permite que creamos en ella y que la sigamos haciendo.

También es en el taller donde se comprueba que en cualquiera de sus etapas la obra de un artista se plantea como síntesis de experiencia y presente. Cada cuadro resume todos los pasos dados (otras obras, etapas, movimientos) para llegar a él. Es este hecho particular, surgido de las condiciones del taller y en el punto en que cada obra se muestra como resultado de un proceso (del proceso de donde está surgiendo) lo que Quintana llama “acontecimiento” para referirse a sus nuevas pinturas. El acontecimiento es el presente dinámico en que el pintor se ve involucrado cuando se ocupa de registrar en el soporte todo lo que va experimentando frente a él. Mientras se hace, esa es la manera natural de la pintura comunicarse con el tiempo. Pues un cuadro no es solo una realidad en sí misma, sino una realidad comunicable y en comunicación. Su existencia se ofrece como apertura y continuidad, ya que del mismo modo que espera la mirada del espectador para completarse, también se nos manifiesta como fragmento de una superficie mayor, de la cual el cuadro es portador de una pieza importante del rompecabezas llamado realidad. Así también el trozo de paisaje que descubrimos al ver por una ventana no es todo el paisaje. Y por esto el cuadro es acontecer: porque se articula a un todo, fuera y dentro de la percepción del pintor. Como realidad subjetiva y como realidad objetiva.

Acontecer y continuidad espacial como conceptos sirven de pretexto a Quintana para producir una analogía con el pensamiento de Heráclito, tal como lo hace en una serie de once cuadros en los cuales las ideas de movimientos y cambio perpetuos de la materia, que expone el filósofo presocrático, pasan metafóricamente a la pintura mediante un método de anotaciones rápidas y súbitas, conforme a la dirección que ha tomado la obra de nuestro pintor. Estas mismas obras representan el punto más alejado de una evolución en espiral en la que los extremos de la trayectoria se tocan hasta permitirnos constatar la libertad con que el pintor echa mano a recursos empleados en sus primeros tiempos. La pulsión automática controlada, la impronta rápida del grafismo y el color dividido, mediante pinceladas lineales o fuertes trazos gestuales, se combinan con alusiones muy veladas a cierto registro figurativo de su primera época para poner de manifiesto, en la vida del pintor, un momento de gran extroversión.

Pero no es el tema lo que interesa a Quintana, sino la pintura. O mejor aún, le interesa explorar los procesos mediante los cuales, a través de una imagen fragmentada y continua, a manera de gran tejido de signos, la pintura se hace explícita como espacio topológico. Espacio de sí mismo, espacio de su índole. Porque nada en las últimas obras de Quintana guarda relación de parecido con la realidad; abolida toda referencia a rostros, cuerpos y objetos, la pintura se lanza al vacío para encontrarse con ella misma. Lo que cuenta ahora es la especificidad de los medios y la sinceridad del procedimiento. Con esto, Quintana quiere decirnos algo semejante a lo del río de Heráclito: no se desciende dos veces a las mismas aguas. No son las ideas de las cosas sino las cosas mismas, la materia, lo que está en fluencia. Y el cuadro, como su metáfora, es aquello en que el cuadro mismo deviene. Pintura concebida no como marco de los fenómenos, sino como el desplazarse del espacio mismo, como espacio y como movimiento. Espacio de naturaleza galáctica, como el de Jackson Pollock. Pues lo que se desplaza en él es la pintura como un todo, la estructura general y no un núcleo o centro de la composición. Espacio activo en todas sus partes y en cualquier parte, inscrito y escrito, “rayado” incorregible de una caligrafía abstracta en la cual los signos denotan y connotan simultáneamente: se muestran en su singularidad gráfica, como si quisieran hacerse legibles y hablarnos, y se integran a la especie del todo en marcha, rumbo al vacío. Escritura abstracta en la cual lo que se dice es ella misma.

 

Las coordenadas del sistema constructivo


Lo informal siempre encontrará su medio de expresión en lo matérico. Y cuando es así, cuando el resultado se hace acumulativo a través de técnicas mixtas empleadas con gran libertad, entonces la composición tiende a desintegrarse, a descentrarse, como bajo el efecto de una explosión. En las obras más informales y sueltas de Quintana, como las que hace ahora, nunca ocurre esto. La idea de organización las rige. Principio subordinador que Quintana entiende como ambivalencia de fondo y forma, pero también como estructura; la estructura es lo que somete las partes al todo y garantiza la coherencia lingüística de la obra. Sometimiento a una voluntad de orden que se resuelve en el cuadro de varias maneras. Y sobre todo mediante el empleo de un sistema de coordenadas formado por verticales y horizontales que se interceptan hasta constituir un reticulado más o menos sugerido o preciso, distanciado o infuso, cuya función en el cuadro es parecido al rayado de un cuaderno de caligrafía o a la mirilla de los instrumentos que sirven para controlar un blanco inestable.

Las coordenadas en la estructura informal de la pintura de Quintana representan el punto de equilibrio en donde se encuentran la emoción y la regla que lo corrige (Braque). Responden a esa necesidad de rigor que ha persistido hasta hoy en el espacialismo de Quintana, y que funciona en este como un valor arqueológico que procede del sistema constructivo de Mondrian, traducido a esta pintura para mostrarse como escala de referencia del movimiento continuo, de la movilidad misma en que subyace el punto de observación del cuadro.

 

El eterno retorno

La obra de Quintana no puede definirse dentro de un esquema único ni inflexible de representación. Las referencias sensibles a la naturaleza se han manifestado en su trabajo dentro de escalas de lo orgánico muy variables y tan limítrofes que, llegado el momento, lo figurativo no se hace incompatible con la abstracción. Definir su pintura como abstracta o figurativa, a la vista de lo que realmente interesa, no puede tomarse como concluyente. Las fases en que predomina el signo figurativo o prevalece el signo abstracto se alternan y siguen el curso de una dinámica propia, incontrovertible. Una dinámica que alejó al pintor de las posiciones dogmáticas y evitó alinearlo en el arte abstracto-constructivo o en el realismo y sus diversas modalidades, hasta hoy.

Lo significativo dentro de un conjunto de articulaciones orgánicas puede aludir lo mismo a la figura y los objetos que a la abstracción sensible que se obtiene, ya lo sabemos, por gradual reducción de las formas representativas. Es así como, a despecho de lo que un artista decida acerca de su estilo, las significaciones involuntarias se encargan de contradecirlo. Y el pintor acepta los cambios que esas significaciones proponen porque son de la índole de los procesos que se han venido cumpliendo en su obra. El pintor como Quintana no cambia, pero evoluciona continuamente y en un momento dado puede volverse a ver reflejado en cosas que ya hizo y que retoma de etapas que creía superadas. Es así como la figura femenina, el arcano abisal y misterioso de la madre-amante, presente en sus primeros cuadros, vuelve a aparecer o quizás solo se insinúa misteriosamente en las nuevas estructuras informales de Quintana. Aspecto extraño y fascinante de su obra que no queda sin referencia en sus orígenes de pintor.

 

El realismo mágico

Aunque no es el término más adecuado, hablaremos del realismo mágico para referirnos a los tiempos en que Quintana comenzó a participar en los salones de arte que se celebraban en el país. Venía de asistir a la Escuela de Artes Plásticas donde trabajó en las clases de Martín Ramón Durbán y Marcos Castillo cuando, ya egresado de este centro, obtuvo el Premio “Henrique Otero Vizcarrondo” en el Salón Oficial y, el mismo año de 1955, el Primer Premio del Salón Planchart. Distinciones meritorias en proporción al hecho de que nada tenían que ver sus obras ganadoras con el arte de moda: el abstraccionismo geométrico.

Figuración atípica con la que Quintana exploraba las herramientas del lenguaje plástico pero con la cual, también, daba respuesta a la fascinación del mito, en cuanto este se hace objeto de una representación ilusoria, y hasta de un discurso literario, como el que celebraba la época. Sin los lastres que dejaba en los estudiantes el estilo de los maestros de la Escuela de Caracas que enseñaban en la Academia, Quintana se aventuraba a explorar por su cuenta el espacio de la pintura, y lo hizo con recursos muy virtuales: el color, la transparencia, las nostalgias ancestrales de su sensibilidad, la línea valorizada y un propósito monumentalista que encontraba respuestas en formatos grandes, inusuales en los salones a los que concurríamos.

El dibujo, por ejemplo, se constituía en piedra angular de la composición y lo aplicaba Quintana con sentido constructivo, más para analizar y descomponer las formas y someterlas a un orden de estricta subordinación plástica, por la vías del análisis, que con la intención de mimetizar las cosas, y la metamorfosis que operaba en la figura humana era la misma que iba experimentando el espacio en función de las relaciones del color con los demás valores virtuales. Esto desbarató, en los que seguían a Quintana, toda esperanza de verlo caer en una pintura anecdotista o sentimental.

La línea se hacía estructural y aparecía para formar los cuadrados y rectángulos densos y cristalinos de la figura de Cúpira, o para inscribir en un espacio nocturno esa red misteriosa que en La tejedora de nubes sentimos como imagen pero también como realidad significa en sí. Más que como representación, el cuadro le interesaba a Quintana como estructura. En este sentido, el proceso de pintar se hacía analítico y crítico y conducía a soluciones que le ahorraban el esfuerzo de molestarse en alcanzar un realismo exitoso y complaciente.

Obra anómala también respecto al rezagado realismo social que, a través del liderazgo de Bracho, mantenía en Caracas posturas recalcitrantes frente a las vanguardias. Los cuadros con que se dio a conocer Quintana Castillo se anticipaban al estilo de la nueva figuración que después hizo su aparición en los salones de 1957 y 1958, a través de la pintura de Guevara Moreno, Régulo Pérez y Jacobo Borges. Y, como si fuera poco, Quintana comprobaba que la pintura, en contra de la especie que hacía ver a los pintores como ignorantes, es ante todo un saber culto y una manifestación de inteligencia, cuyo ejercicio no es incompatible con la afición literaria. De allí que el gusto de la lectura y la escritura no contradecían a un pintor porque pudiera este, como lo hizo Quintana, militar activamente en grupos literarios y hasta ocuparse alguna vez de ensayar textos de ficción.

 

La obra inicial provee la dirección que seguirá su trayectoria.

Si hacemos énfasis en los comienzos de la obra de Quintana es porque en lo esencial ella provee las líneas de desarrollo que encontraremos más adelante, sin interrupciones, ni saltos bruscos y, sobre todo, sin defraudarnos, a lo largo de su trayectoria, manifestándose con la persistencia del tiempo. En efecto, los cuadros de aquel período eran tan espaciales como los de hoy, y la caligrafía, con el dinamismo de su densa trama lineal y sus pulsiones motrices, entraba como un procedimiento normal en la ejecución de estas obras. Elemento que volvemos a encontrar en el trabajo actual de Quintana. Formatos grandes y armonías severas en donde el contrapunto de zonas aclaradas y zonas oscuras nunca se planteaba como contraposición de forma y fondo, sino como interacción de planos dinámicos.

 

Modernidad y tradición


De sus primeros tiempos (entre 1953 y 1954) data también, digámoslo así, los inicios de la formación de Quintana en el espíritu de la modernidad. Las referencias más precisas en materia de influencias que encontramos en su primera etapa son las de Klee, Picasso, Gris, Miró y Braque, para referirnos a la pintura europea, y las de Rufino Tamayo y Torres-García –y este último en una influencia decisiva– en el arte latinoamericano. Si exceptuamos a Tamayo, cuyo ascendiente sobre nuestro pintor pareciera circunstancial y momentáneo, todos los pintores mencionados giran en torno a las poéticas del Cubismo, movimiento en el cual Quintana encontró el modelo sintáctico en que se estructuran, en principio, las soluciones espaciales que fue dando a su obra, tanto a la abstracta como a la figurativa. En la pintura cubista el cuadro se concibe como realidad en sí y la forma figurativa no reproduce objetos de la realidad, sino cualidades, esencias, impresiones o fragmentos yuxtapuestos con la intención formal de transmitir una equivalencia de valor conceptual con lo real. Lo que se dice del cuadro respecto a la realidad puede compararse a una lectura. (Y Quintana Castillo fue entre nosotros uno de los primeros artistas que introdujeron la idea de comprensión de la pintura como lectura, por oposición al modo de interpretación mediante la recreación, método propio del realismo.) En el tratamiento del espacio cubista se elimina la perspectiva y las formas de la composición están equilibradas en un primer término, sin jerarquizarse los planos y de manera que todas las partes de la obra revistan el mismo interés. Desaparecen la perspectiva lógica y el trompe l’oeil. Lo que se dice del cuadro es la pintura misma, como percepción abstracta de las cosas y no como su representación. Paralelamente al período del realismo mágico, Quintana estudió en el Cubismo los principios que desarrolló teniendo a la vista una concepción del espacio (como la cubista) que revolucionó al arte contemporáneo, pero no adoptó las líneas en que derivaría ese movimiento en su evolución al arte abstracto-constructivo, como ocurrió con los pintores del grupo Los Disidentes, a cuya estética, lejos de compartirla, se opuso Quintana. Manteniéndose fiel a sus primeras formulaciones, este reivindicó más bien el componente sensitivo, visual y artesanal del Cubismo y le confirió estructura propia en su poética personal. Su arte de hoy tiene parentesco, sin que esto suponga definirlo, con lo que se conoce como geometría sensible y abstracción orgánica.

Toda la obra de Quintana orbita en torno a una perceptiva que, considerando en la pintura solo lo que es de su índole, entronca por una parte con el universalismo de la herencia modernista y, por otra, con lo idiosincrásico y propio de una sensibilidad y de unos modos de percepción y transferencia de lo real propios de nuestra circunstancia de latinoamericanos.

Se aprecia, como hemos dicho, que Quintana nunca se planteó llegar en su pintura a soluciones realistas, a despecho de la admiración que en un comienzo profesó a Diego Rivera y a José Clemente Orozco. Sus intentos de abordar el mural y sus inclinaciones a lo épico, en la época en que estudiaba en la Escuela de Artes Plásticas, concluyen en la consagración del espacio plano. En sus cuadros figurativos no hay asomo de ilusión volumétrica ni tampoco profundidad espacial, ni siquiera cuando, en el curso de los 60, aborda la pintura de naturalezas muertas. Siempre ha considerado su pintura como la extensión bidimensional del espacio que se muestra en su totalidad en un primer plano, un espacio en donde las distancias entre formas y entre estas y la línea de perspectiva, cuando la hay, se acorta o desaparece en provecho de una espacialidad limitada a significarse. Transparencias y degradaciones tienen también por objeto enriquecer el campo de la espacialidad virtual. A estas conclusiones llega por un proceso de síntesis que en ningún momento se interfiere con su idea de que la pintura es en sí misma realidad.

 

Las formas de la modernidad en el arte venezolano

Quintana Castillo apareció en la pintura venezolana en una época de complejos y ricos planteamientos, pero también extraordinariamente controversial, una época en la cual chocaban posiciones estéticas antagónicas y radicales como las que representan el abstraccionismo geométrico y el realismo de los años 50. Los liderazgos del arte, tan lejos del pluralismo de hoy, se pretendían hegemónicos. Internacionalismo contra nacionalismo. Realismo contra abstracción, sin medias tintas. Quintana eligió una vía muy personal, digamos que instalada en medio de esas dicotomías ortodoxas, pero que no era una vía conciliatoria, puesto que su postura en este conflicto fue también muy sui génerís, y consistía, en principio, en su rechazo sistemático al racionalismo del arte abstracto-geométrico y a las tesis optimistas que predicaban el fin de la pintura de caballete y del arte del Museo, así como también, por otro lado, en el rechazo a las ideologías populistas en arte. Así que tomaba partido por el proyecto modernista, en cuanto este se asumía desde la perspectiva transformadora de una expresión de signo americano, en las precisas circunstancias del aquí y el ahora. Y esto pudo apreciarse en los planteamientos en que está inspirado Cúpira, cuadro legendario en el que resumía sus ideas de entonces y el cual definió como “El símbolo de la vida total”, como la representación de “la mujer, la tierra, los mitos, las sensaciones, la naturaleza, el mar, la luna, la geometría, la intuición de un orden cósmico. Yo no quería pintar personajes, sino símbolos eternos”.

De allí la identificación con la propuesta heterodoxa que surgió del estilo del Taller Libre de Arte, de cuya estética participa, sin que pueda decirse que Quintana haya militado en esta asociación de artistas plásticos activa en Caracas entre 1948 y 1952.

 

La evolución de Quintana en el marco de su primera retrospectiva

La evolución de Quintana Castillo siguió hacia la abstracción a partir de sus obras de finales de los 50, y así pudo apreciarse en un cuadro como el titulado El adivino, con que obtuviera el Primer Premio del Salón D’Empaire, en 1956. Aquí la continuidad de la línea del escorzo de las figuras se rompe y el color se fragmenta en porciones que recuerdan las formas contrapuntísticas de Joan Miró, pero la significación descansa no en el elemento figurativo residual, sino en lo pictórico mismo. De la figura solo se conserva una débil huella. Y este es el proceso de síntesis que se va cumpliendo en la obra de Quintana hasta alcanzar las formas geométricas sensibles.

En 1961 presentó su primera exposición individual, curiosamente una retrospectiva del trabajo que venía haciendo desde 1954. Era una exposición nada abundante en obras, como tenía que ser tratándose de un artista tan autocrítico y laborioso. La presentación en el catálogo la escribió el propio Quintana. Allí nos dice que su propósito era mostrar las obras del realismo mágico como una etapa cumplida junto a otras con las que buscaba “romper con una temática que se me hacía demasiado frecuente... para abrir las puertas a la experimentación con nuevos materiales y una concepción distinta de la forma y el espacio plástico”. Esa fase de experimentación se identifica, en pocas palabras, con el arte informal entonces en boga y acerca del cual tuvo Quintana una comprensión simultánea a la del grupo informalista de Caracas, grupo con el que mostraba afinidades a tiempo que mantenía frente a este, en lo personal, una posición independiente y crítica. Esa fue siempre la postura asumida por Quintana frente a las agrupaciones artísticas.


Lo informal en Quintana se manifiesta en la adopción de soportes duros y en una materia consistente y en espesor conseguida con una técnica mixta y colores industriales. Si bien son obras abstractas, a cuyo estilo renunciaría al poco tiempo, la composición en ellas se ciñe al esquema organizativo de sus pinturas del realismo mágico. Zonas oscuras o sombrías contrastando con las partes aclaradas para crear con ello una atmósfera donde vislumbramos la imagen borrosa o quizás solo sugerida de la figura humana, en virtud del apoyo que a esta sugestión lírica brinda, además, el dibujo en forma de grafitis o esgrafiados hechos sobre la materia en forma de relieve en un muro. Quintana parece restarle importancia a esta época que él llamó “de transición”, pues pocas veces hace referencia a ella en sus escritos autobiográficos.

 

La pintura pintura

Lo que se planteó a continuación (y seguimos hablando de los años 60) tiene mayor significación dentro del proceso que estamos siguiendo. A este respecto, conviene detenerse en la siguiente declaración que encontramos en el catálogo de 1961: “El problema que me planteo actualmente –dice Quintana– es de invención, invención en el sentido de crear una ambivalencia, una reversibilidad entre la Forma y un Espacio –su espacio– sui géneris, partiendo de un automatismo incontrolado donde entran en juego libremente, en el proceso de ejecución, elementos plásticos de contrapunto, dislocación, ritmo, elementos tales como el grafismo, la línea, la mancha, los valores, las transparencias, los planos... todos ellos deben producir una tensión espiritual y la sensación del todo”. Esta declaración de valor teórico continúa teniendo validez, formal y técnicamente hablando, cuando se aplica a toda la obra de Quintana realizada a partir de entonces. Incluso en pinturas de 1960.

 

La figura lírica

La obra de los años 60 puede verse como una figuración lírica, siempre que entendamos el elemento figurativo como referencia y no como tema, pues la pintura de Quintana, como él mismo lo reconoce, es de naturaleza abstracta. Pero solo que el pasaje a una abstracción orgánica o sensible, ya desprovista de signos figurativos, se cumplirá en la década siguiente.

La necesidad del referente figurativo es de orden subjetivo y su origen puede descubrirse en esta frase: “Creo que la tónica más significativa en mi pintura es la realización de un clima poético, canalizado por las vías de la intuición y el recuerdo”. Con el agregado de que este clima poético es también un clima abstracto.

En las composiciones de esta época temprana, la figuración está sugerida generalmente por uno o varios rostros como núcleo central alrededor del cual se ordenan, de manera libre y en oposiciones reversibles, los colores distribuidos equilibradamente en manchas o trazos amplios. Desaparecen el dibujo y el grafismo de la etapa anterior, y la pincelada, aunque controlada, es impulsiva, casi gestual. En el marco de un esquema eminentemente espacial, consistente en las dos dimensiones del soporte, se resuelve una obra que, por su pureza de medios, Quintana se adelantó a definir como pintura-pintura. Le obsedía, frente a la crisis de los lenguajes que ya comenzaba a perfilarse, el cuadro como manifestación de una forma plana exclusivamente “inscripta en un Espacio virtual, también plano, que le es propio e ineludible”. Con lo cual se proponía hacer de la forma “algo absolutamente independiente del tiempo” y también de la representación, pues desde entonces la figura en la obra de Quintana está concebida como un elemento infuso, integrado como un valor plástico más al cuadro.

 

El dibujo en la obra de Manuel Quintana Castillo

Considerando que en la retrospectiva de Quintana Castillo en el Mavao se expone una parte de su obra dibujística, especialmente la que tiene carácter serial, nos permitimos recordar lo que el artista ha dicho a propósito de este medio, el dibujo: “lo importante para un dibujante es encontrar la clave de las cosas”. Y agrega, en consecuencia, que “ese descubrimiento se da en el marco de un sistema que rige la organización de las cosas”, por lo que le es imprescindible al dibujante llegar a conocer el sistema o, más aún, llegar a disponer de un sistema para entender el sistema en que se estructuran las cosas. En otras palabras, para Quintana el dibujo “es un acto manual, intransferible”, “un escrito a mano”, un lenguaje reconocible, que tiene en común con la escritura léxica el hecho de que emplea casi las mismas herramientas: el lápiz, la pluma, y un soporte mayormente de papel. Pero la práctica del dibujo es básicamente expresiva y su función como lenguaje autónomo se cumple paralelamente a la pintura, con sus reglas y sus fines. No puede entenderse solo como auxiliar, extensión o instrumento del cuadro. Si bien, alcanza dentro del lenguaje pictórico especial empleo cuando, como sucede en la caligrafía o el grafismo, el dibujo se resuelve en expresiones sígnicas logradas con el color, y el pintor lo emplea con fines plásticos que trascienden el formato en papel o el carácter intimista del dibujo, para materializarse en la pintura.

En este sentido Quintana le ha dado al dibujo doble connotación, en tanto que dibujo propiamente y en tanto se hace de este un procedimiento aplicado a la pintura. Ambas prácticas se complementan o se manifiestan simultáneamente en los casos en que, estando al servicio de la pintura, esta suele ir precedida o acompañada en su ejecución de dibujos o conjuntos de dibujos que eventualmente sirven como bocetos, referencias o diseños de los cuadros; o pueden quedar como están. Dibujos generalmente realizados de manera serial, hasta agotar el tema o el espectro visual que se aborda con ellos, y de forma autónoma respecto a la pintura.

Ahora bien, el dibujo de Quintana es, para decir algo, de naturaleza sígnica y obedece por regla general a impulsos psíquicos controlados que se plasman en una morfología espacial que cubre cual una escritura toda la superficie del soporte, papel o tela. También en el dibujo sus formas son reversibles, de modo que el espacio es constitutivo de la trama sígnica y viceversa. Espacio y contenido interactúan con igual valencia sin producir una separación de forma y fondo como ocurre en la pintura figurativa, pongamos por caso.

En la pintura de Quintana el espacio es significativo de sí mismo y pocas veces hace empleo en él de planos en perspectiva ni de contraposiciones de figura y fondo. Es un espacio activo que se sitúa siempre delante de nosotros, bidimensionalmente, para mostrarse como tal, apuntando hacia una perspectiva subjetiva desde su estructura gráfica.

Esa espacialidad lograda con los equivalentes sígnicos de la escritura, no es homogénea, temporal ni uniforme y está llena de hiatos, cortes, hendiduras, rompimientos y trazos que obedecen por momentos, analizando su factura, a impulsos gestuales que propician la formación de áreas de interés, puntos de subordinación y de contraste en la composición. Partes sombrías y partes aclaradas, masas y vacíos.

Lo caligráfico proporciona función legible como espacialidad gráfica a la pintura de Quintana Castillo. Y en cuanto lo legible prevalece sobre la imagen, podemos decir que su obra, tal como nos ha llegado hasta hoy, lo que se propone es significar y no representar. Y esto es también lo que puede decirse acerca de casi toda su pintura.

 

Fuentes Consultadas

Pinturas 1954-1961. Museo de Bellas Artes, septiembre de 1961.

Notas para una aproximación al dibujo. Museo de Artes Visuales Alejandro Otero, Dibujos topológicos, 1990

Quintana Castillo por Quintana Castillo, revista Imagen, 1973.

Víctor Guédez: La signología barroca y la geometría sensible, 1973.

Juan Calzadilla: Manuel Quintana Castillo. En: Reseña de la Semana, El Universal, 1955.

 

__________

Juan Calzadilla (Venezuela, 1930). Editor, poeta y artista integral. Su extensa y prolífica actuación en el sector cultural de su país se inicia a partir de 1953, año en que se traslada a Caracas tras haber ganado el Premio de Poesía del Consejo Mundial de la Paz, de Moscú, y de cuyo jurado formaba parte la gran poetisa Ida Gramko. Establecido en Caracas, Calzadilla publica en 1954 su poemario Primeros Poemas, mientras se dedica al periodismo como columnista en uno de los diarios más importantes del país, y entra en 1959 al Museo de Bellas Artes de Caracas, donde trabajará como guía de arte hasta convertirse en uno de los más activos comentaristas y curadores de arte en Venezuela. Sin embargo, a juicio de Calzadilla, su principal obra la ha realizado como poeta, actividad dentro de la cual ha publicado unos 20 títulos que contribuyeron a que, por mérito propio, le otorgaran el Premio León de Greiff, el principal de Colombia en el año 2016. En tanto que poeta, Calzadilla ha participado en 8 festivales mundiales, dictado numerosos talleres de poesía y asistido a gran cantidad de eventos. Libros suyos han sido traducidos al portugués, el italiano, el francés y el inglés. Como artista plástico participó en las bienales de Sao Paulo ((1965 y 2004) y en 2017 asistió como representante único por Venezuela a la Bienal Internacional de Venecia. Desde la fundación de Agulha Revista de Cultura, Calzadilla ha sido colaborador activo de este importante órgano. 



*****

SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO

 























 *****

Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 183 | outubro de 2021

Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)

Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

logo & design | FLORIANO MARTINS

revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES

ARC Edições © 2021

 

Visitem também:

Atlas Lírico da América Hispânica

Conexão Hispânica

Escritura Conquistada

 



 

 

Nenhum comentário:

Postar um comentário