Palabras al lector
La mano firme del Destino, había trazado
los rasgos inconfundibles que iban a constituir los tres momentos culminantes de
la vida de Andrés Bello. De esos tres momentos, hemos elegido nosotros los dos más
apasionantes, el “Preludio” en Caracas
y el “Interludio” en Londres, para desarrollar
nuestra sinfonía. El final en Chile, que hubiera sido el último movimiento, el cierre
feliz del ensayo, nos pareció demasiado burgués, demasiado sereno, sin rumazones
ni sacudidas, como quien se ha refugiado, después de arriesgada navegación, en seguro
y abrigado puerto, y por ese motivo no quisimos incluirle en nuestro estudio. Ofrecemos
al público lector los dos primeros movimientos, los más dramáticos de la asendereada
existencia de nuestro gran polígrafo, a fin de que cada quien tenga la libertad
de imaginar el apacible crepúsculo que envolvió al humanista, en sus últimas tardes
de Santiago.
1. Preludio en Caracas
La vida de Don Andrés Bello puede ser comparada
con una sinfonía trágica, con una de esas patéticas sinfonías en cuya trama, como
en algunas de Beethoven, se siente pasar a cada momento, imperiosa y actuante, la
presencia del Destino.
El
preludio se inicia y desenvuelve en Caracas, ciudad natal del polígrafo, desde 1781
hasta 1810: es una especie de Scherzo.
El
interludio se realiza en Londres, durante 19 años, y es el más trágico movimiento
de toda la Sinfonía.
El
final, el Adagio Maestoso, la parte serena, tiene por escenario a Santiago de Chile.
Elegimos para este ensayo los dos movimientos de mayor dramatismo: el “Preludio” en Caracas y el “Interludio” en Londres.
Cuando
Bello sale de Caracas, se detiene en una vuelta del camino de La Guaira, para contemplarla
por última vez. En aquel valle, entre aquellas casas de teja rojiza, quedaban la
fábula de su niñez y la historia de su juventud. Treinta años repartidos entre los
juegos de la inocencia y las ilusiones y esperanzas de la mocedad. Y dio al panorama
un adiós supremo, con una mirada que le nacía de lo más recóndito del corazón.
Caracas
era una ciudad primitiva y tristona. El aire estaba impregnado de esclavitud y devoción.
Un continuo rumor de campanas deletreaba las Horas, desde maitines hasta completas.
En el filo de las esquinas, los faroles comenzaban con la tarde a bostezar. A veces,
en el fondo de las casonas —de donde mismo salían las románticas notas del clavicordio
doméstico— se oían los restallidos del látigo, esgrimido por la mano del amo o del
verdugo asalariado, y los ayes agudos del siervo sin ventura, implorando clemencia.
Esas
escenas de repulsiva servidumbre, hubo de presenciarlas Bello en los primeros años
de su vida y en el discurso de su juventud. A ellas aludirá conmovido cuando cante
la siembra del banano, que no requiere cuidado alguno, que se da en forma casi silvestre,
a la manera del olivo paladio de Virgilio en la Geórgica Segunda, consagrado a los beneficios de la Paz.
Y para ti el banano
descarga el peso de su dulce carga;
el banano, primero
de cuantos concedió bellos presentes
Providencia a las gentes
del Ecuador feliz con mano larga.
No ya de humanas artes obligado
el premio rinde opimo;
no es a la podadera, no al arado
deudor de su racimo;
escasa industria bástale, cual puede
hurtar a sus fatigas mano esclava;
crece veloz, y cuando exhausta acaba,
adulta prole en torno le sucede.
La
exótica planta, musa, banano o cambur, quedó estereotipada en el subconsciente infantil
de Bello, como único recuerdo agradable y benigno de los obtusos métodos que regían
la rudimentaria agricultura de la Colonia.
Ella
era la amiga del esclavo, por su ingénita virtud prolífica, que tan presto arraigaba
y cundía bajo la caricia amorosa y fecunda del tórrido clima austral. El infortunado
labrador la plantaba en hilera a orilla de los bucos rumorosos, en los trechos de
empalizada más favorecidos por la humedad, como subsiembra periférica y adventicia,
de que le hacía merced la “magnanimidad”
del terrateniente “leguleyo y cabildante”.
Allí
crecía y se desarrollaba casi espontáneamente, sin más cuidados que los que podía
ofrecerle, en ratos hurtados a las agobiantes fatigas de la jornada, las pobres
y rudas manos que habían encallecido en la obra servil. Sus verdes frutos servían
de pan al siervo y a su mísera familia, de pan precario y encenizado, como el que
lamenta David en su “Oratio pauperis”,
de árido pan comido casi a hurtadillas en el interior de la promiscua choza.
Cuando
los racimos se tornaban de oro bajo la alquimia del sol tropical, eran codiciado
regalo de paladares exquisitos, y entonces la “mano esclava” de que habla don Andrés, veíase en la forzosa obligación
de hacer de ellos presente a sus señores.
De
esa circunstancia real y vivida, de ese áspero contacto con la barbarie de su ambiente,
proviene sin duda el cristiano sentimiento de piedad que anima, como savia indeficiente,
la súplica que por los parias de la gleba dirige a la Divinidad:
¡Buen Dios! no en vano sude,
mas a merced y a compasión te mueva,
la gente agricultora
del Ecuador, que del desmayo triste
con renovado aliento vuelve ahora,
y otras tantas zozobras, ansias, tumulto,
tantos años de fiera
devastación y militar insulto
aún más que tu clemencia antigua implora.
Su rústica piedad pero sincera
halle a tus ojos gracia: no el risueño
porvenir que las penas aligera,
cual de dorado sueño
visión falaz, desvanecido llore...
Aquí
Bello echa a un lado la lira que resonó en los palacios de Augusto, para tomar el
arpa que David tañía delante del Arca Santa, en los días esplendentes de la gloria
de Israel.
***
Un
día de mayo de 1799 la grave modorra se vio sacudida por un desgraciado suceso:
el ajusticiamiento del guaireño José María España. La plaza mayor de la apacible
ciudad fue el teatro de tan cruento suplicio. La sevicia reinante, representada
en Guevara Vasconcelos, quiso que los niños de Caracas presenciaran la repugnante
escena. Si fue para escarmiento, la lección resultó contraria a sus propósitos:
muchos de aquellos párvulos guardaron hasta hombres en el fondo de sus corazones,
como acre sedimento de aquella infamia, un odio invencible al imperialismo español.
Ahorcado
España, su cabeza, como la de un león, fue enjaulada y colgada, junto con sus otros
miembros descuartizados, en diversos parajes del litoral guaireño.
La
sombra de aquel cadáver amoratado, pendiente del trágico madero de la horca, siguió
columpiándose por muchas y largas noches sobre el insomnio de los pacíficos habitadores
de Caracas, como una pesadilla tenida despierto.
Las
mujeres, sobre todo, apretujadas tras las celosías, creían ver a medianoche, en
el pavor de la calle solitaria, moverse “un
bulto indefinible sobre una manta levantada por unos hermanos y tirado por vil caballo”.
Algunas llegaron hasta asegurar que también se oían los pasos medrosos del caballejo,
los cuales resonaban tan lúgubres “como si
el animal estuviera encasquillado”.
Mientras
esas cosas sucedían, los ojos negros y penetrantes de un joven algo menor que Andrés
Bello, velaban febriles en el silencio de su habitación, frente a la plaza de San
Jacinto: era el joven Simón Bolívar que, desvelado en su lecho, meditaba en la sangre
vertida por su hermano guaireño, que era la sangre de todo el pueblo venezolano,
humillada por el despotismo.
2. Fray Cristóbal de Quesada
Cristóbal de Quesada había nacido en Cumaná,
la ciudad oriental que tantos prohombres ha dado a Venezuela. Se ignoran muchos
detalles de su vida. Poseía una cultura superior a su medio, aun a su hora americana.
Su espíritu, disconforme y enemigo de la rutina, abarcaba lo universal. En otras
circunstancias hubiera sido un humanista, no sólo en el sentido de la erudición
clásica, pero también de la tolerancia. De todos modos, en él hay algo de mágico,
que cautiva la imaginación.
Cuando
lo hallamos de preceptor del joven Andrés Bello, en la recoleta paz del Convento
mercedario, es porque ya está de regreso de sus tumultuosas aventuras. Bello lo
evoca en sus pláticas de Chile, que pudiéramos llamar tusculanas, diciendo que “era un sabio lleno de gracia y de tolerancia”.
Ordenado
levita, se despoja de los hábitos sacerdotales, para vestirse los pantalones de
la bohemia literaria, y lanzarse al azar de las calles y de los caminos, en pos
de la aventura. Era seguramente un hombre de ardorosa imaginación y temperamento
apasionado. Quizá para él no se habían hecho las tediosas penumbras ni la soledad
reglamentada de la clausura. En este sentido, el Padre Quesada es como un precursor
de Carlos Borges.
Además
de los graves volúmenes de filosofía tomística, leería el pintoresco fraile, en
el apartamiento de su celda, otros libros menos aristotélicos, menos ahogados en
la campana pneumática del escolasticismo medieval. Libros traídos por los buques
de la Compañía Guipuzcoana. Libros que Francisco de Miranda, el también pintoresco
conspirador de bota jacobina y zarcillo en la oreja, enviaba desde Europa a sus
amigos de Caracas. Libros prohibidos por la Iglesia y por el Gobierno.
Catador
exquisito, Quesada saboreaba con delectación aquellos añosos vinos que Horacio atesoraba
en su quinta de la Sabina, deleitoso refugio de las masas, para regalar con ellos
el paladar exigente de sus protectores y amigos:
Beberás del templado
caleno con el cécubo espumoso
que yo tengo guardado.
***
El vino que tendremos en la mesa
entre Minturno se crió y Sinuesa,
y fue en tonel guardado
de Tauro en el segundo consulado.
Lo
cierto es que un día, haciendo dejación de su carácter sacro, de los óleos con que
estaba ungido, del sello occipital de la tonsura, tomó el camino de Santa Fe de
Bogotá, acaso caballero en una mula, a la manera de los galantes arciprestes hispanos.
En
Bogotá se granjea con su sabiduría la confianza del Virrey de Nueva Granada, y llega
a ser su secretario. Amunátegui, en su biografía de Bello, no declara quién era.
Pero Enrique Bernardo Núñez, cronista de la ciudad de Caracas, supone con mucha
veracidad histórica, que pudo ser don Antonio Caballero y Góngora, o don José Expoleta.
Es
más probable, en nuestro sentir, que fuera el primero. La manera como Quesada se
reintegró a la Orden, al ser descubiertos su nombre y verdadero estado, sin que
sufriera castigo o vejaciones de parte de sus superiores, sugiere a las claras que
el delicado asunto lo tomó en sus manos el hábil representante del rey en la República
de la Nueva Granada, quien además de virrey, era también arzobispo. Este sagaz político
y activo prelado, que más tarde obtuvo en España el capelo cardenalicio, conocía
muy bien el corazón humano, y como se le imputaba en Bogotá cierto delito, cuya
sospecha continúa indisipada por la Historia, no se mostraba remiso a perdonar o
disimular los yerros del prójimo, y menos aún los de un hombre tan versado en letras
humanas y divinas, como el que hasta ayer había sido su idóneo secretario, bajo
el nombre supositicio de Carlos de Sucre.
Quesada
volvió a Caracas, y reingresó al Convento, donde lo vemos convertido en maestro
de Bello.
De
modo tal se había encariñado el docto latinista con su inteligente discípulo, que
cuando éste juzgó concluidas las lecciones, fray Cristóbal le pidió que permaneciera
algún tiempo más en el Convento. Esto demuestra la soledad, y hasta la incomprensión,
que rodeaba al ex-secretario del virrey y arzobispo neogranadino. El joven aprendiz
de latinidad, a pesar de la diferencia de edades, era su amigo y confidente. Bello
era discreto, y por lo mismo es seguro que conoció muchos e interesantes detalles
de la vida mundana de Quesada. Y si nunca se le oyó comentarlos en privado, mucho
menos podía esperarse de él que lo hiciera en forma pública.
Esa
actitud reservada de Bello habla muy en alto de la austeridad de su carácter, de
la nobleza de sus sentimientos. Pero ello es que la posteridad se siente un poco
defraudada ante la discreción y el silencio del discípulo, el único que podía haber
arrojado un tanto de luz en la vida de su mentor.
Hablando
un humanista brasileño de los contrastes que se observan entre la vida y la obra
de Salustio, el ilustre egregio historiador sabino, émulo de Tito Livio, hace notar
que el más largo capítulo de la historia del hombre, y quizás el más interesante,
es el de sus inconsecuencias. Este pensamiento es aplicable al padre Quesada, pero
lo es más todavía el de don Juan Valera, sobre aquello de que los hombres no harían
nada digno de recordación, si no se entregaran de vez en cuando al Demonio.
Bello
a su vez sentía grande afecto por aquel hombre triste y asendereado. Condescendió
con su deseo, y prolongó, sólo por complacerlo, su estancia en el claustro. Poco
tiempo después el mercedario fallecía. A la sazón estaba traduciendo la epopeya
de Virgilio; y la muerte, al cortar así, con su inexorable fatalidad, el aliento
de una vida consagrada a las más hidalgas funciones del pensamiento, truncaba también,
de paso, el hilo precioso de aquel homérico Libro V de la Eneida sobre los juegos fúnebres en memoria de Anquises, padre de Eneas,
libro que se inicia en la alta prora de la nave que parte de la ribera de Cartago
hacia lo desconocido, y desde la cual Eneas contempla con asombro, rodeado de sus
compañeros, los trágicos resplandores de la hoguera que devora el hermoso cuerpo
de la reina de Dido.
Cuélgale de los hombros rota y vieja
con un nudo su túnica enlazada;
con tardas velas y un varal maneja
el ferrugíneo barco en que traslada
los muertos: es su edad, si bien anciana,
vejez propia de un Dios, recia y lozana.
Allí, nube de imágenes libera,
cuantos dejan del suelo las mansiones
vuelan sobre la fúnebre ribera:
austeras madres; nobles campeones;
vírgenes que en su dulce primavera
segadas fueron...
Entre
aquellos pasajeros de la herrumbrosa barca de Caronte, iba el padre Quesada: noble
campeón del clasicismo venezolano, y maestro de Don Andrés Bello.
Por
una misteriosa coincidencia, no extraña por lo demás en la vida de los grandes hombres,
años más tarde el destino de Bello lo induciría a zarpar desde los muelles de La
Guaira hacia horizontes ignorados, de donde jamás regresaría a Venezuela. “Tengo todavía presente —escribía el polígrafo
en el declinar de su existencia—la última
mirada que di a Caracas desde el camino de La Guaira. ¿Quién me hubiera dicho que
era en efecto la última?.”
3. Interludio en Londres
Después de un largo día neblinoso, pasado
entre apagados manuscritos y libros polvorientos, Bello sentíase triste y fatigado.
Todo
aquel poema del Mío Cid, monótonamente
rimado en una lengua informe y ruda, del cual se levantaba el polvo del tiempo como
frío soplo de tumba; toda aquella pesada Crónica
de Turpín, donde estaban encerradas, como en una coraza gótica, las sombras
de Carlo Magno y de Rolando; la turbia niebla del anochecer londinense; el grito
burlón de un ave acuática hacia los vagos confines del Támesis: todo le producía
cansancio, ansiedad, desazón.
Con
los cuadernos de apuntes en el bolsillo de la raída casaca, había salido aquella
tarde del Museo Británico en Great Russell Street, y atravesando las húmedas calles,
orladas de pálidos resplandores, entró pesaroso en su casa, tiró sobre la mesa de
trabajo el haz de cuadernos tejidos de menuda letra enrevesada, y se dejó caer en
un sillón.
En
su casa reinaba la pobreza. Ella comunicaba cierto tinte de frialdad a las desnudas
paredes de su habitación, se interponía como mezquino límete entre el espíritu sediento
y la fuente preciosa del libro dónde calmar la sed. Su biblioteca, que debía ser
rica más que cualquiera otra, era no obstante escuálida. Esto constituía para Bello,
más que la falta de carbón en el invierno, exasperante humillación. El más modesto
de los artesanos dispone de los instrumentos de trabajo que requiere su oficio.
El sabio en cambio, el hombre de letras, se ve casi siempre constreñido por la penuria
a tomar de prestado y por breve tiempo todo aquello que en rigor de justicia le
debiera en propiedad pertenecer.
Francisco
de Miranda poseía en su biblioteca de Grafton Street raras joyas de bibliografía.
Allí figuraba la invalorable colección de clásicos que había donado al atrevido
conspirador el Obispo de Amberes, allí también la que le había legado, antes de
envenenarse, Duchatelet, el infortunado girondino. Hermosas ediciones de literatura
medieval se mezclaban con los autores griegos y latinos. Cuántas veces, durante
las cordiales tertulias con Sara Andrew, que había quedado en Londres al cuido de
los hijos, mientras Miranda tentaba su última aventura en tierra venezolana, Bello
ponderó la dicha que significaba el ser poseedor de libros semejantes. El humanista
caraqueño acariciaba con devoto amor los preciosos volúmenes de su leyendario coterráneo,
de aquel hombre que lucía en la oreja una armella de oro: el zarcillo con que los
grandes capitanes de Europa condecoraban a los oficiales que se distinguían en la
guerra por una señalada acción...
Recostado
en su silla de vaqueta, oía como en sueños los ruidos de la inmensa ciudad. Balumba
de carruajes. Rumor de marejada humana, y el ruido característico de los puertos
en la solemnidad del anochecer. Nunca, como ahora, se había sentido tan forastero,
tan hijo de otro cielo más puro y de otra lengua más armoniosa, nunca tan cruelmente
desterrado, en medio de la vasta City. Ahora como nunca comprendía, en su desoladora
dimensión, los lamentos de Ovidio, los desgarradores sollozos que el exilado cantor
de los Amores lanzaba en vano desde el
fondo de un mar siempre hostil y tenebroso, añorando la riente luz de Roma. Fragmentos
de Las Tristes, leídas allá en su dorada
juventud, en compañía de Fray Cristóbal de Quesada, acudían, como un reproche, a
su memoria:
Quum subit illius tristissima noctis imago,
Quae mihi supremum tempus in urbe fuit:
Quum repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui,
Labitur ex oculis nunc quoque gutta meis.
Y,
sobre todo, aquellos versos de suprema despedida, que parecen, por su dramático
acento, el adiós de un condenado al último suplicio:
Jamque morae spatium nox praecipitata negabat...
Quid facerem? Blando patriae retinebar amore...
Ter limen tetigit; ter sum revocatus: et ipse
Indulgens animo pes mihi tardus erat.
Saepe, vale dicto, rursus sum multa locutus;
Et quasi discedens oscula summa dedit...
Sus
amigos, sus coterráneos, sus discípulos, ¿habíanlo olvidado? Sus cartas dirigidas
a Bolívar, a Revenga, y a otros, imploraban en tono elegíaco. En ellas confesaba
su miseria, tal alarmante, que ya frisaba la mendicidad: “Carezco de los medios necesarios... Mi constitución se debilita; me lleno
de arrugas y canas, y veo delante de mí, no digo la pobreza, sino la mendicidad”.
Ninguna
de esas cartas, donde el desterrado príncipe de las letras americanas mostraba sus
harapos, obtenía respuesta. Las disensiones políticas (conceptuadas por Humboldt
en su carta al Libertador, como la mayor de las calamidades que podían afligir a
las nuevas Repúblicas), comenzaban a ensordecer los ánimos, a minar las recientes
instituciones republicanas, fundadas sobre lágrimas y sangre. Colombia empezaba
a disolverse. El sacro nudo que atara la ley se iba rompiendo por los mutuos recelos,
“indignos de patriotas y de hermanos.
¿Quién oiría las lamentaciones del proscrito de Albión, ni quién acudiría a remediarlas?
En
tanto, afuera, la noche se adensaba, embadurnada por el hollín de los buques, por
el polvillo de carbón y el humo de las fábricas. Y las tinieblas septentrionales
de la flemática metrópoli, por cuyas estrechas calles la multitud se agitaba en
constante vaivén sin fijar la atención en nada, eran como la sombría imagen de su
porvenir.
Pensando
en los amigos de otro tiempo, volvieron a su mente los días de la niñez. Caracas
se le apareció entonces como visión de encantamiento. Las hondas y apacibles casonas
de amplios zaguanes, faroles en las arcadas, jazmines, limoneros y granados en los
patios de rojo ladrillo, fueron desfilando por su imaginación. A todas conocía por
un detalle de sus fachadas, por un árbol asomado lánguidamente sobre los muros,
por el saledizo de una ventana, y hasta el nombre de los dueños de cada una afloraba
espontáneamente a su evocación.
De
pronto, el corazón le dio un vuelco: pasaba su casa de Las Mercedes. Sí, era su
casa natal esta que ahora se le aparecía. El umbral tan conocido; los alares de
rosada teja; los corredores, el patio con la risa veraniega de los granados. En
el fondo de una habitación, junto a un gran lecho de roble, oraba su madre ante
un retablo de la Virgen. Aquella mujer humilde, entristecida, era su madre... Casi
no la reconocía, porque él la consideraba siempre joven, graciosa y sonriente, como
cuando lo esperaba, a su regreso de la escuela, sentada bajo los naranjos, en el
silencio del mediodía. Conocía ella sus pisadas, y apenas lo sentía llegar, le tendía
los brazos, y él corría, jadeante de felicidad, a sus rodillas, y le besaba las
manos, la frente, los ojos...
Todas
aquellas casonas patriarcales, incluida la suya, fueron destruidas para siempre
por una convulsiva explosión de la tierra. Ya nada quedaba de ellas, de su primigenia
arquitectura. Mediocres y apresurados alarifes las reedificaron de manera tosca
y diferente, cegando las soñadoras ventanas, reduciendo el área de los frescos patios,
colocando una fea alzaprima donde antes se elevaba una esbelta columna.
¿Cómo
explicar a sus hijos, que hablaban una gutural lengua extranjera, el hechizo misterioso
que la destruida ciudad del Anauco ejercía en su imaginación de desterrado? ¿Cómo
aclararles en el idioma de Cervantes, amplio y sonoro como un mar abierto, su nostalgia
por aquella ciudad desaparecida, sepultada en sus propios escombros, y sin embargo
viva, viva y palmaria, en las retinas demasiado clarividentes de su reminiscencia
infantil?...
Visión de alegres días que corrieron
sobre mi vida y para siempre huyeron.
Sólo
el Ávila permanecía de pie, como el buen gigante de los cuentos, ante el derrumbe
irremediable del Pasado; sólo él guardaba memoria del paisaje que había servido
como de idílica viñeta a la época más dichosa de su vida.
Sus
faldas y sus cumbres atesoraban las huellas de Humboldt, la germánica reencarnación
del viejo Plinio. Tras esas huellas intrépidas, él había estampado las suyas, incipientes
y jóvenes, casi pueriles, como las de Ascanio tras Eneas. Era en enero, en los albores
del naciente siglo, que tan fecundo sería para las artes y la ciencia. Los bucarales
estaban en flor. Su tendal eritríneo cobijaba los plantíos del Guaire, y a la rica
púrpura del toldo prendían los araguaneyes su cálida orla de oro. Por el valle matinal
cantaban las paraulatas, respondiéndose. Un olor inconfundible, un olor avileño
de Caracas, olor a mestiza joven, flotaba en el ambiente.
Por
aquellos días, envuelto en el aura de sapiencia y de prestigio que despedía la presencia
del viajero alemán, él anduvo también enamorado “científicamente” de la Naturaleza.
Sin cortar las flores silvestres, las examinaba desplegando con cuidado, casi con
temor, sus extraños pétalos, custodiados unos de buidas espinas, otros circuidos
de afelpados pistilos, y dentro de los cuales zumbaban las abejas de aquel suave
Virgilio, cuyas Geórgicas venía conversando
y traduciendo con su maestro de latinidad, el docto fraile cumanés Cristóbal de
Quesada, en las eruditas veladas del Convento de La Merced. El amable poeta andino
había dicho de ellas el más genial elogio, haciéndolas heroinas de la dulzura: gustosas
morían bajo el peso de su carga sólo por el amor a las flores y a la gloria de acendrar
clásica miel:
Saepe etiam duris
errando in cotibus alas
Attrivere, ultroque
animam sub fasce dedere:
Tantus amor florum, et generandi gloria
mellis.
Partido
que hubo Humboldt de Caracas, él se deshizo de aquella curiosidad, algo postiza
y artificiosa, por averiguar la estructura de las plantas, la causa de la luz cenicienta
de la luna, de los relámpagos de calor, y purificando en el filtro del ideal literario
todo aquel revuelto caudal de conocimientos positivistas, lo niveló por los serenos
cauces de la Poesía.
Pero
Humboldt era sin duda un hombre inolvidable. Hablaba un lenguaje nuevo al par que
antiguo y profundo, como el de Lucrecio, sobre la naturaleza de las cosas. Sus enseñanzas,
al igual que las simientes, estaban cargadas de dones ocultos, de latente significado
germinatriz. Venía del clasicismo y del Romanticismo, y no obstante era un moderno,
amante de la poesía y de la verdad. Sostenía que en los escritos de Colón, sobre
todo en los que el Almirante compuso en la senectud, al realizar su cuarto viaje
y relatar su maravillosa visión en la costa de Veragua, alienta más poesía, más
sentimiento de la naturaleza, que en las novelas pastoriles de Boccaccio, las Arcadias
de Sanazzaro y de Sidney, los Salicios y Nemorosos de Garcilaso o la Diana de Montemayor.
La
curiosidad del Barón por la flora equinoccial era movida en buena parte por el exotismo,
por “la extraña movilidad de la imaginación
del hombre, eterna fuente de sus goces y dolores”.
En
cambio, para él, desde la hierba al samán, toda aquella lujuriante vegetación le
era más que familiar: le era casi mimética. Antes que los pomposos y complicados
nombres griegos, prefería los nombres aborígenes de la fauna y de la flora, nombres
vibrantes y melancólicos como un toque de botuto.
No
habrían de ser botánicos sus herbarios, sino filológicos. Sería un Humboldt, un
Cuvier de las lenguas. Grandes herbarios polvorientos eran sin duda los manuscritos,
pergaminos y códices arrinconados en el Museo Británico, donde vastas familias de
palabras, procedentes del fértil tronco latino, corrompidas por una época de incuria
y de barbarie, se agrupaban como hojas fosilizadas, como tallos pétreos, como pétalos
en desintegración. El, como Cuvier, por una hoja reconstruiría todo un árbol, por
un árbol toda una selva: la enmarañada y virgen selva de la literatura neolatina
durante la Edad Media.
***
La mayor satisfacción que le dieron las
excursiones al Ávila, como aprendiz de naturalista tras la magia de Humboldt, fue
la de regresar a su casa rasguñado por los ñaragatos, arrosetado por las ortigas,
oloroso a mastranto, ebrio de viento y sol, chorreando sudor, optimismo, salud.
Cuando el revelador de la naturaleza equinoccial llegó a Caracas, ya él había conocido
el arcano sobrecogimiento que infunde en el espíritu la soledad inanimada de los
bosques impenetrables. En su “Oda al Anauco”,
a vuelta de fríos símbolos mitológicos, había hallado de súbito el verdadero tono
elegíaco, casi de intimidad personal a la manera de los románticos, para expresar
que ha sido tan estrecha su comunión síquica con sus riberas natales, que aun después
de muerto, su sombra, escapada del reino del olvido, vendrá a vagar por ellas, como
fantasma precito...
Así
exploró los aledaños, los parajes, los rincones de Santiago de León, la ciudad de
la eterna primavera. Y como la conoció a cabalidad, aprendió a amarla mucho. “Tutto grande amore é figlio d'una grande cognoscenza”:
admirable sentencia de Leonardo.
De
Caracas su amor se extendió a Venezuela. De Venezuela al continente americano...
Abre
un libro de Humboldt que está sobre la mesa, y lée con lágrimas en los ojos, como
si aquellas páginas evocativas hubieran sido escritas con el deliberado propósito
de conmoverlo:
“Nuestros amigos han desaparecido en las sangrientas luchas que
poco a poco han dado libertad a esas lejanas regiones. La casa que nosotros habitáramos
no es más que un montón de escombros. La ciudad ha desaparecido. Sobre esos mismos
lugares, sobre esa tierra hendida, se eleva con lentitud otra ciudad”.
—¡Otra
ciudad! — repite el Desterrado con asombro, como si la catástrofe que destruyó sus
Manes acabara de suceder.
Y
llora en silencio.
__________
Elisio Jiménez Sierra (Venezuela, 1919-1995). Poeta, ensayista, traductor, editor, periodista y profesor. Cursó el bachillerato en liceos de Carora y Barquisimeto; aprendió griego y latín en biblias y misales, y francés e italiano leyendo autores clásicos y románticos. Laboró en Caracas en la administración pública de varios ministerios, mientras colabora en El Universal y Elite; vivió también en Caraballeda (estado Vargas), donde ejerció como Juez, y en San Felipe, estado Yaracuy, donde fundó la revista Punta Seca. Es autor de una obra poética que incluye los libros Archipiélago doliente (1942), Sonata de los sueños (1950), Los puertos de la última bohemia (1975), Lo que dicen los pájaros (1998) y La aldea sumergida (2006). Es autor de los ensayos Psicografía del padre Borges (1965), De la horca a la taberna, Turbia obra y clara vida de Villon (1994). La Fundación que lleva su nombre continuó editando Viajes con Lovecraft a la ciudad del sol poniente (1997) y Exploración de la selva oscura Ensayos sobre el Dante y Petrarca (2000). Posteriormente sus hijos Ennio y Gabriel Jiménez Emán recogieron sus ensayos en los volúmenes Estudios grecolatinos (2004) y El universo, utopía de Dios (2019) y su producción lírica bajo el título de Obra poética (2019).
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SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 183 | outubro de 2021
Curadoria: Gabriel Jiménez Emán (Venezuela, 1950)
Artista convidado: Ricardo Domínguez (Venezuela, 1956-2014)
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