LA
RIQUEZA ABANDONADA DE LA POESÍA
RA | Me gustaría muchísimo llegar a saber, no sólo quién soy, sino en
realidad quién es ése que desde hace tanto tiempo se cubre con mi nombre.
Después de todo, quizá por eso me descubrí escribiendo, o siendo escrito, desde
los tiempos de mi temprana adolescencia, precisamente aquel momento de cada
vida en que (como bien se ve por lo que citas) los torbellinos internos y/o
externos comienzan a inquietarnos, a cuestionarnos, a asediarnos,
definitivamente quebrada la supuesta edad de oro de la niñez. Porque si he
sentido siempre, más visceral que intelectualmente, que soy un devenir, una
corriente o la rama que lleva la corriente, un río que fluye o el río que me
fluye, también tengo cierta inquietante certeza de que lo que seguimos llamando
(como si nada hubiera pasado, ¡hoy!) poesía es una experiencia. O sea “una
manera de vivir”, como nos dejó espléndida, indeleblemente grabado en la piel,
junto con las cicatrices del alma y de la historia, incluso desde aquellos
tiempos iniciales de revelación e incertidumbre, el sintomático Tristan Tzara.
FM | En una entrevista con el nicaragüense Julio Valle-Castillo, él habla de
un carácter elitista, excluyente, del artista (“Si algo es antidemocrático es
la condición de artista, la naturalesza de artista”.) Recuerdo la máxima de
Lautréamont, acerca de que la poesía debe ser hecha por todos, y un sinnúmero
de equívocos en su lectura. Me gustaría que me hablaras un poco de tu
disciplina poética.
RA | A la poesía podemos aludir, todavía, no sin envidiable omnipotencia en
nuestros tiempos de miseria, como a aquella “gloria de la lengua” que tan bien
acuñó Dante en su Comedia. O también, no sólo cronológicamente un poco más
cerca de nosotros, recordar que Wallace Stevens la vio como “la alegría (la
dicha) del lenguaje”. Ese mismo lenguaje cotidiano, ancestral, orgánico, que
nos constituye y que no sólo usamos, sino que somos, en el cual sin duda ya
desde los tiempos del venerable hombre primitivo, original, podemos tratar de
decir lo más oculto, lo más íntimo, lo más individual de cada uno de nosotros
pero que, al mismo tiempo, en forma ineludible, no puede dejar de ser dicho con
un instrumento o por medio de un instrumento que es insoslayablemente social.
Después de todo, fue nada menos que Immanuel Kant quien pudo percibir
que en nuestra mismísima condición humana anidan dos tendencias por lo menos
contrapuestas: la de ser plenamente individuos y la de integrarnos en
comunidad. Porque “el conflicto es el hombre”, como bien dijo el luminoso
Heráclito, y ese tipo de tensiones, esa tensión es precisamente lo que podemos
llamar nuestra condición. Qué de extraño entonces que el arte más alto de la
palabra humana incluya al mismo tiempo la exigencia de lo más alto de la
persona y lo más amplio de la fraternidad. Yo no llamaría a eso antidemocrático
sino, más bien, fraternidad exigente, o exigencia fraternal, como gustéis. Y
siento que, después de todo, lo que conmueve a un auténtico artista es lo mismo
que puede conmover a cualquier otro hombre: la hondura y la amplitud, la rica
ambigüedad de nuestro lenguaje, el lenguaje que como nuestra mismísima
condición nos permite (¿o nos obliga?) a ser al mismo tiempo persona y especie,
individuo y sociedad, espíritu e instinto.
La democracia no puede ser la masificación. Eso parece más bien la
demagogia, travestida hoy como sociedad de consumo globalizada por los
mesmerizantes medios tecnocráticos. La verdadera democracia implica el derecho
de las mayorías al mismo tiempo que el respeto por las minorías. Y no hay
aristocracia posible en cualquier oligarquía. Cada hombre lleva un sol en su
frente, logró ver D. H. Lawrence, que no era solamente el hijo de un minero
pero que, también, era el hijo de un minero. Y René Char, el hombre que fue
capaz de capitanear el maquis de Cereste enfrentándose a la peste nazi, y
también autolimitarse de cualquier vanagloria por ello supo asimismo
susurrarnos: “Libertad, desigualdad, fraternidad”.
Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad”,
¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que
es suyo y de todos, el solitario que cumple después de todo la más
significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por
Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel
que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está
en peligro.”
FM | En un artículo tuyo sobre Ricardo Molinari, hablas de “dos fantasmas
que, a mi modesto entender, constituyen, de un modo también visceralmente
orgánico, los blasones de nuestra cultura”. ¿Quiénes serían estos fantasmas?
RA | Todo lo que puede tomar en mi boca apariencia de opiniones no son en
realidad sino vislumbres, intuiciones que pueden desmentirse de inmediato a sí
mismas, frente a cualquier nueva comprobación, en absoluto dogmas o respuestas
que se imaginen definitivas. No está en mi naturaleza proceder así. Pero
tampoco puedo eludir la tentación de compartir de inmediato los relámpagos que
me deslumbran. En la primera línea de uno de los libros fundadores de nuestra
literatura argentina, su Facundo, Sarmiento alude a la “sombra terrible” que se
propone evocar, o más bien convocar. Y en un bello texto lírico, el “Santos
Vega” de Rafael Obligado, que me emocionó ver paladear de memoria nada menos
que a Juan José Arreola, “cruza una sombra doliente / sobre la pampa
argentina”. Cuando a uno se le encarna en el hueso y en el alma la historia
argentina vuelta cuerpo, hecha cuerpo, donde el horror de la violencia y la
tragedia que parecen venir desde nuestros mismísimos hontanares se manifiesta,
acaso inconscientemente, como si emergieran en forma espontánea de sus textos,
ya en los padres fundadores de la literatura nacional, cierta aquerenciada
melancolía rioplatense puede constituir, acaso, de algún modo, supongo, la
elaboración –en sentido psicoanalítico– de esos duelos. De donde, entonces,
supongo, esos dobles blasones, que intuyo, de la “sombra terrible” y de la
“sombra doliente”, latentes al mismo tiempo sobre y desde nuestra literatura.
FM | En entrevista con Rubén Plaza, afirmaste que “la poesía argentina no
volvió a ser a misma después de Poesía Buenos Aires”. Para que tal afirmación
no parezca exagerada, ¿podrías fundamentar su alcance? El momento de Poesía
Buenos Aires es también el de actuación de aquella perspectiva surrealista
difundida por Aldo Pellegrini. ¿No le correspondería a este poeta una
importancia similar a la de Raúl Gustavo Aguirre, en el sentido de una
renovación de aires y conceptos de la poesía en la Argentina de aquella época?
RA | Ahora que lo escucho de tus labios, y fuera de contexto, experimento
con terror la horrible sensación de ser sorprendido en pecado de soberbia,
presuntuosa y hasta acaso arrogante. Pero no era ésa en absoluto mi intención.
La perspectiva de los años vividos me permite coincidir, en esta primavera del
2000, cuando celebramos los cincuenta años del primer número de Poesía Buenos
Aires, con todos aquellos que han ido expresando después, públicamente, esa
misma sensación. Había que haber vivido por ejemplo en Buenos Aires a comienzos
de la década de los cincuenta para poder visualizar cómo, sin habérselo
propuesto, desde una publicación absolutamente independiente y dedicada en
forma exclusiva a la poesía, que sólo tiraba quinientos ejemplares, de carácter
prácticamente artesanal, y que cumplió al pie de la letra su propósito de “no
devenir institución”, se cambiaron de forma y de fondo los modos de escribir y
de vivir la poesía en la Argentina.
Con el mayor respeto por el movimiento surrealista local, como bien
dices orientado por Aldo Pellegrini, con quien hemos compartido tantas bellas
aventuras y tantos grandes amigos, fue quizás la ortodoxia de ese movimiento
sin embargo subversivamente heterodoxo la que no sólo me impidió, insisto por
respeto, aceptarme a mí mismo como surrealista, sintiéndome sin embargo tan
cercano a muchos de sus postulados y tan conmovido por su legítima leyenda,
sino que, intuyo, también influyó en las posibilidades de su irradiación.
Tuvieron que pasar algunas décadas para que figuras como Enrique Molina y
Francisco Madariaga fueran ampliando en forma naturalmente orgánica la
trayectoria de sus evoluciones. Por el contrario, los principales referentes de
Poesía Buenos Aires, sin abandonar lo esencial de sus convicciones habían ido
evolucionando por su propio devenir para alejarse de cualquier ortodoxia o
dogmatismo, asumiendo en la práctica una exigente libertad. Que, me parece algo
objetivo, ha logrado milagrosamente ser atendida. En la primavera del 2000,
como dije, se ha cumplido medio siglo de la aparición de su primer número, y
eso hizo que pudiéramos comprobar (todos) que todavía se la sigue considerando
como una fuerza activa.
Si aceptamos aunque sólo sea en principio aquella caracterización de
Umberto Eco en el sentido de que “típico del movimiento de vanguardia es la
decisión provocadora, el querer ofender socialmente a las instituciones
culturales con productos que se manifiesten como inaceptables”, mientras que en
cambio “lo que caracteriza sociológicamente al arte experimental es la voluntad
de hacerse aceptar”, por supuesto que siempre dentro de un marco de profunda
modificación y cambio, bien podríamos sugerir que en un primer momento ambos
grupos coincidieron en la primera opción mientras que luego, poco a poco,
Poesía Buenos Aires fue derivando natural y espontáneamente, de manera
orgánica, no programática, a la segunda. Lo que, de algún modo, explicaría
quizás la posibilidad y perduración de su influencia posterior.
FM | ¿En qué resultó la experiencia de creación de un sello editorial que
llegó a producir 250 títulos? Por allí se editó a Alfred Jarry, Oscar Wilde,
Bram Stoker, Jacques Prévert, Sade, Freud, Valéry, tantos autores. ¿Cuál fue el
balance positivo de esa aventura, y qué, exactamente, lo que la hizo inviable?
RA | Para bien y para mal, y porque de alguna manera eso está en mi
naturaleza, mi editorial tuvo siempre un carácter artesanal: todas las
responsabilidades de cualquier tipo recayeron sobre mí. Así pude comprobar en
persona que el libro no era sólo un producto cultural y/o espiritual, sino
también (si es que no primordialmente) un producto industrial y cultural. La
comencé imaginando que podía llegar a mantener a mi familia haciendo lo que me
gustaba. Y la suspendí, después de haber soportado la censura y la asfixia
económica de nuestra última dictadura militar, cuando me di cuenta que los
libros que a mí me gustaban no se vendían, y que en cambio sí se vendían los
que a mí no me gustaban. Hoy, no sin cierto melancólico y hasta irónico
orgullo, descubro que aquellas aventuradas ediciones se han convertido, no sólo
en mi propio país, prácticamente en un objeto de culto para las jóvenes
generaciones. Me alegro, claro, pero también me hubiera gustado que hubieran
estado allí cuando todavía la tenía en ejercicio, cuando hubieran podido
ayudarme a continuarla. Hoy, por desdicha, las cosas han cambiado de raíz, las
multinacionales nos gobiernan con su ácida dulzura y una empresa unipersonal y
bohemia como fue la mía mucho me temo que resulta inviable. Aunque por otro
lado también se hace cada vez más necesaria, por las mismas razones.
FM | Hablamos de Aldo Pellegrini. Tienes un libro preparado juntamente con
él, dedicado al Surrealismo. Pellegrini se refería al Surrealismo como a una
“mística de la rebelión”, una “sistematización del inconformismo”. ¿Qué opinas
tú a este respecto?
RA | Aldo Pellegrini fue desmedidamente generoso conmigo. De él recibí los primeros elogios para mis textos fuera de Poesía
Buenos Aires. Y él me confió en plena juventud dos traducciones que luego
resultaron memorables: la primera versión al castellano de los cuatro
heterónimos de Fernando Pessoa, y también una amplia antología de Giuseppe
Ungaretti. Ya desde mis comienzos mantuve una muy afectuosa relación con el
grupo de los surrealistas argentinos (Aldo, Molina, Madariaga, Vasco, Latorre,
Llinás), que fue paralela a mi más activa colaboración con Poesía Buenos Aires,
los dos movimientos de vanguardia en la poesía argentina de los años cincuenta.
También para mí adolescencia aquella refulgente y contagiosa edad de
oro de los primeros años de la revolución surrealista formó parte de mis
propios mitos. Pero fue justamente por respeto a la integridad de sus
convicciones éticas y estéticas, tan arduamente defendidas por Breton, que
nunca acepté ser llamado surrealista. No estaba en mi naturaleza entregarme
completamente, de fondo, a ninguna ortodoxia, así fuera (como en este caso)
subversivamente heterodoxa. Lo cual no quita que comparta muchas, la mayoría de
sus banderas, y que admire profundamente a poetas como Eluard, Char, Prévert, Desnos,
Schehadé, Césaire, Daumal o la presencia inmolada de Artaud, un hombre cuya
temperatura nunca lograremos alcanzar. De alguna manera mis opiniones sobre
este tema están contenidas en mi trabajo “Vida y pasión del Surrealismo”,
incluido en mi libro No hay escritor inocente (Buenos Aires: Librería del
Plata, 1985).
FM | Al escribir sobre ti, Cristina Piña llamó la atención sobre el “curioso
e injusto vacío crítico” que padece tu obra. Naturalmente que ésta ha sido la
lamentable tónica de toda la gran poesía en la América hispana. ¿Qué recurso
crees viable hoy para combatir ese vacío crítico?
RA | Ante todo, creo que los dos estamos pensando no en gacetilleros o
comentaristas a sueldo sino en los grandes creadores de la crítica, en
personalidades que encaran la crítica como un género ampliamente humanista, de
vastas miras y honda exigencia. Se trata de un tipo de creadores que, mucho me
temo, hoy no son ya posibles, o por lo menos muy usuales. Los efectos
deletéreos producidos sobre nuestra vida cultural por la sociedad de consumo y
del espectáculo instalada planetariamente a través de los grandes medios
audiovisuales de difusión a partir de 1945, no sólo han logrado desacralizar el
mundo sino también el lenguaje y la escritura. Pensemos solamente que en la
misma en otros tiempos fecundísima literatura norteamericana, después de Edmund
Wilson y acaso Lionel Trilling no ha aparecido otra figura semejante o que
alcance similar repercusión. Y la crítica universitaria norteamericana no sale
hoy de sus reductos, donde es archivada con objetivos meramente burocráticos,
sin alcanzar el dominio público. Algo similar ocurre en Francia (¿quién se
acerca hoy a un Valéry?) y acaso en toda Europa. ¿Qué crítico que pueda
comparársele apareció en el Viejo Continente después de Walter Benjamin?
Uno no elige la época en que le toca vivir. Pero sí puede, y hasta
diría que debe, elegir la forma en que se propone vivir y manifestarse en su
propia época. Después de todo, ya Rimbaud prefirió el silencio. Pero no estoy
seguro de que su huida al desierto, como los grandes profetas, alcanzara hoy la
misma resonancia.
FM | En un notable artículo, hablas de “una profunda mutación cultural” por
la cual estaría pasando la humanidad, y luego te refieres a una pérdida “tan
acelerada como acentuada del uso del lenguaje”. A su vez, Ernesto Sabato afirma
que “llegamos a la ignorancia por medio de la razón”, observando además que “la
sacralización de la inteligencia nos empujó hasta el borde del precipicio, y el
logos, una vez dominado el mundo, en vano pretendió responder a aquello que
sólo se sustenta como enigma o como llanto”. Tú propones una “ecología de la
condición humana”. ¿Cómo aplicarla?
RA | Sinceramente, no lo sé. No sé cómo podría viabilizarse. Lo único que
puedo hacer es compartir mis intuiciones, alertar a los otros. Me parece sin
duda evidente que la comprensible y valerosa reacción de los ecologistas ha
logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la
adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la
calidad de la vida humana y de la vida de nuestro planeta, poniendo el acento
en los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que
todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y
esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta loca máquina
globalizadora, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero,
hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha
ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida
humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de
ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu.
FM | Has traducido de innumerables idiomas. Ricardo Herrera dijo cierta vez
que la principal preocupación de un traductor era hacer de su actividad “un
intercambio de dones y no una hipoteca de las propias esencias”. ¿Cómo te
relacionas con ese ejercicio de la traducción?
RA | Traduje desde muy joven, es verdad, con avidez y con pasión. Ese fue mi
verdadero taller, mi auténtica escuela como escritor. Y no logro imaginar algo
mejor. Adentrarse en el interior mismo de las cuestiones con el lenguaje de un
auténtico creador, y de manera muy especial cuando se lo admira profundamente,
resulta una experiencia fascinante. Uno percibe allí la apasionante ambiguedad
y riqueza de las lenguas, esa incapacidad de decirlo todo con nítida precisión
y al mismo tiempo de sugerirlo todo, de contagiarlo todo, de la cual
probablemente haya nacido la necesidad de la poesía. Me descubrí desde muy
joven con algo así como un don de lenguas, que me permitió aprender algunos
idiomas sin necesidad de estudiarlos. Probablemente el bilingüismo de mi casa,
cuando era niño, me debe haber abierto a las riquezas y a las personalidades de
las lenguas del mundo, sobre todo a las de nuestra familia latina. Y creo que
también mucho de eso tiene que ver con la poesía.
La poesía que Dante aludió como “la gloria de la lengua”. De cada
lengua. Y por lo tanto, desde un punto de vista absolutamente intraducible.
Aunque al mismo tiempo nos contagie también la irreprimible tentación de
intentarlo. Y allí comienza el incierto y exigente oficio. Que no debería
ejercer aquel que no tenga muy claro lo que dijo, hace ya varias décadas, el
lúcido Paul Valéry: “El poema – esa vacilación prolongada entre el sonido y el
sentido.
FM | Has sido un incansable difusor de la poesía brasileña en la América
hispana. Ya tradujiste, entre otros, a Dante Milano, Cecília Meireles, João
Cabral, Murilo Mendes. Ahora mismo estás traduciendo varios libros de Carlos
Drummond de Andrade. ¿Qué clase de diálogo se mantiene entre el Brasil y la
Argentina, en el ámbito del mercado editorial?
RA | Es verdad. Mi identificación con la gran poesía modernista brasileña ha
sido muy fuerte, muy extensa, y desde muy joven. Además del placer y el honor
de traducirlos, junto con muchos otros, eso me produjo una invalorable
recompensa: la amistad de Carlos Drummond de Andrade y de Murilo Mendes, que
fueron muy generosos y gentiles conmigo. Después de todo, puede ser que esa
riqueza ya viniera en mi sangre. Mi infancia fue bilingüe, soy hijo de dos
inmigrantes gallegos, y en tiempo de los indelebles trovadores y de Alfonso el
Sabio esas lenguas eran la misma: el galaicoportugués.
Por otro lado, al asumirme dolorosa y orgullosamente como
latinoamericano, ¿cómo podría no amar al Brasil, a su identidad, a su pueblo y
a su cultura, tan ricamente mestizas, tan vitalmente contagiosas? Sería como
negar la mitad de uno mismo. Y esa evidencia viva de belleza y de vida que es
la música popular brasileña, el samba y la bossa nova, obra de grandes músicos
y poetas, me conquistó desde siempre. Soy devoto también de Dorival Caymmi,
Joao Gilberto, Baden Powell, Gal Costa, Maria Bethania, Caetano Veloso y tantos
otros talentos sensibles y humanos.
Ahora bien, pese a mi voluntad y a mis deseos, hay algo que no cuaja
desdichadamente del todo entre nosotros, y que no se resolverá por la vía
burocrática, administrativa o geopolítica. La balcanización de nuestros pueblos
iberoamericanos no nos favorece. Y sólo podrá ser superada desde abajo, desde
la inteligencia y desde el corazón. Y eso no es hoy la especialidad de los mercados
editoriales, manipulados directamente por las grandes multinacionales de la
industria cultural Ya en un libro que publiqué en Galicia (Liturgias de una
lengua) Ediciós do Castro, Sada, A Coruña, 1989) aludía como “Contiguos
dominios” a esa utopía de reunir o al menos relacionar los universos de tres
lenguas fraternas: el portugués, el brasileño y el gallego. Sin olvidar, por
supuesto, a su primo hermano el castellano, muy especialmente con sus infinitas
riquezas y variaciones hispanoamericanas.
FM | Al escribir sobre Juan
L. Ortiz, el brasileño Haroldo de Campos opone la poética del argentino a “una
retórica cuarentista, resplandeciente y resonante, de sucesivos sedimentos
metafóricos, dispositivo nerudiano que terminó profundamente enraizado en la
dicción poética americana”. Si pensamos en la gran poesía escrita en la América
hispana –Gerardo Deniz, Carlos Martínez Rivas, Enrique Lihn, Carlos Germán
Belli, Jorge Gaitán Durán, Alfredo Silva Estrada, Amanda Berenguer, Pedro
Shimose, José Kozer, Alberto Girri–, no veo dónde insertar ese lugar común de
la óptica del brasileño. Tal observación, en el fondo, es fruto de un brutal
desconocimiento de las reales afirmaciones estéticas de esa poesía. ¿Qué
piensas sobre el asunto?
RA | No me siento con ganas de polemizar con Haroldo (¡gracias postergadas
por Noigandres 1!), ni siquiera por interpósito amigo. Además,
esa frase que citas debe tener un contexto que sería necesario conocer para
captar su completo sentido. De todos modos, me parece que hace ya mucho tiempo
que lo que él llama “dispositivo nerudiano”, para bien y para mal ha dejado de
ser predominante en la poesía hispanoamericana. Y que, por desgracia, como me
ha tocado comprobar, la poesía de Juan L. Ortiz no es todavía lo
suficientemente leída y conocida en nuestros países hermanos. A mí mismo, que
me tocó ser uno de aquellos jóvenes que cruzábamos en lanchones sobre el ancho
río para ir a verlo en su natural retiro de la ciudad de Paraná, todavía me
cabe llevar adentro mío la impresionante metáfora viva que era él mismo en
persona, imponiéndose acaso a su propia lectura. En nuestra primera juventud, y
para algunos de nosotros, Juan L. Ortiz representó (y en gran medida todavía
sigue representando) al poeta alejado orgánicamente de todas las miserias de la
vida literaria y entregado con todas sus potencias, con todas sus exigencias,
al diálogo más profundo del lenguaje y la naturaleza, incluidos por supuesto
los hermanos hombres. Juan L. Ortiz era el poeta que venía a mostrarnos en vivo
aquello que había expresado tan bien Tristan Tzara: “La poesía es una manera de
vivir”, y que se había convertido en algo así como en nuestra divisa. Todavía
hoy, no puedo leerlo sin desprenderme de ese impacto, inicial y perdurable.
Que, por supuesto, ya no podrán experimentar aquellos que sólo pueden conocerlo
a través de su lectura.
FM | En un diálogo con el venezolano Eugenio Montejo, te refieres a la
limitación del vocabulario pos-vanguardia cuando se pretende “superar o
esclarecer las ambigüedades y contradicciones que ya el concepto de vanguardia,
creado a comienzos del siglo, llevaba consigo desde entonces”. Hay una endemia
de las clasificaciones. Basta pensar en la obsesión escolástica con que se
pretende establecer una estética neobarroca en la región rioplatense. A
despecho de esa agonía clasificatoria, ¿qué te parece hoy “absolutamente
moderno” (Rimbaud) en la poesía que se hace en tu país?
RA | Escapo casi orgánicamente de las definiciones. Tengo temores, ansiedades, algunas dudas. Quizás porque no consigo ver las cosas aisladas, de una en una, sino en perspectiva, en su contexto, que hoy imaginan globalizado. Imaginarse ahora “absolutamente moderno”, incluso sólo pretender serlo, puede correr el riesgo de ser considerado arcaico. Pero nunca dejó de haber una íntima, acaso honda relación entre la bienaventurada poesía moderna y el pensamiento del hombre primitivo, original. Así como la hubo entre el arte moderno y el gran arte negro. Como casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si ese pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con sponsors multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo, con Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.
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FM, José María Memet, Alex Pausides, Rodolfo Alonso y otros. Valparaíso, 2008 |
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Escritura Conquistada – Poesía
Hispanoamericana reúne ensayos, entrevistas, encuestas y
prólogos de libros firmados por Floriano Martins, además de muestra parcial de
su correspondencia pasiva.
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Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
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