RECORTES
DE UNA IRONÍA APASIONADA
GD | A diferencia de la música, donde siempre estoy ávido de algo más –nuevo
o viejo–, donde siempre estoy dispuesto a escuchar diez veces hasta digerir lo
que me interesa, donde siempre llevo en la cabeza largas listas de obras que no
quisiera morir sin haber conocido o deshuesado, el tener, en cambio, que leer
unos poemas me pone la carne de gallina. Pues la poesía ya no me toca, desde
hace muchos años, sino como nostalgia (a la cual soy propenso), y aun eso tan
sólo la poesía que me tocó en tiempos pasados.
¿Cómo me tocaba entonces? Aunque parezca raro, no me es fácil
reconstruirlo. Sólo puedo decir que la poesía que me gustaba (poca, en suma) me
despertaba impulsos de emulación, es decir, de hacer nuevas pruebas, intentos…
de índole técnica. Descubría a Góngora y me quedaba boquiabierto. Descubría a
Eliot y me fascinaban los recursos –y, repito, me daban ganas de indagar más
allá. Sólo que nunca he tenido prisa, ni soy iconoclasta, así que primero
procuraba aprender a usar con confianza el instrumental disponible: el
mondadientes, el matraz de Kjeldahl, el cefalotribo, la viola d’amore etc.
Con objeto de expresar. ¿Qué? Pues, yo, lo mío. Empecé canónicamente
por el corazón y pronto pasé a la espoleta (wishbone) y a todo el resto. Por lo
que respecta a mi escritura, ella no me toca, sino que la hago. Con gusto.
FM | No cabe duda de que hay siempre algo de impenetrable en toda creación.
Sin embargo, una cosa es la aparente dificultad de develar los códigos de la
escritura en autores como José Lezama Lima, José Kozer o Gerardo Deniz, y otra
el principio de impenetrabilidad (casi una obsesión) que rige la obra de
autores como Joyce y Pound. Ciertamente hay una fractura de orden estético en
la definición del término “impenetrable”. Y creo que tal fractura se utiliza
exactamente para perturbar el sentido real que determinada obra pueda contener.
¿De dónde crees que se origina la acusación de impenetrable en lo tocante a tu
poesía?
GD | Bueno, a decir verdad, tengo algunos pasajes impenetrables incluso para
mí mismo, aunque, en total, sean pocos. Pero esto no tiene que ver con la
pregunta.
Hay en México una actitud muy difundida, consistente en ensalzar lo
hecho por Joyce, Pound etc., pero no bien asoma algo remotamente análogo en las
letras nacionales, todo el mundo se cubre el rostro con la túnica. Pero no
porque uno no alcance, por supuesto, calidad suficiente; lo mismo harían,
siendo sinceros, ante Joyce o Pound mismos, pero saben que, en tal caso,
pasarían por incultos. (Ignoraba yo que Cortázar –de quien he leído tres
páginas– estuviera en la lista de los impenetrables. Me asombra un poco, pues
he visto a liliputienses mentales leyéndolo con pretendido placer.)
Simpatizo con Joyce, sin que ello me impulse a abrir sus tediosísimos
libros. Sin embargo, algunas ocurrencias suyas suenan muy bien (aquello, por
ejemplo, de que contaba con que los lectores consagrarían sus vidas enteras a
procurar entenderlo). Pound, a quien personalmente encuentro odioso, me resulta
ilegible, sobre todo por esa rigidez insípida suya. Le agradezco, eso sí, su
intervención decisiva en la Waste Land.
Medio mundo está persuadido de que Pound ejerce sobre mí una influencia
avasalladora. Es un buen ejemplo de cómo mi escritura, a falta de otros
méritos, tiene cuando menos cierto valor –diríamos– diagnóstico: ayuda a
ilustrar concretamente algunas oligofrenias del medio circundante.
FM | Recuerdo palabras tuyas: “Antes me leían tres. Ahora son veinte,
treinta, cuarenta –poco más. Qué maravilla –no más”. ¿Cuántos lectores de
poesía –de los que se enfangan en las ruinas simbólicas de la escritura y creen
desvelarle algún sagrado enigma– crees que haya todavía en el mundo?
GD | Esta pregunta, que recibo en portugués, trae un verbo sabroso:
chafurdar. Aunque el sentido era inequívoco, me complací, como suelo hacer,
yendo a mi diccionario, robado hace cerca de 30 años: “chafurdar, v.i.
Revolver-se em lamaçal”… Uno de esos verbos que incitan a la acción, aunque sea
(v.i.) sin complemento directo.
Como el mundo es demasiado ancho para mí, me restringiré a la capital
mexicana. Pues bien, aquí el número de lectores que chafurdam en aquello es
impresionante. Hay casi tantos lectores de poesía como poetas, o sea casi
tantos como habitantes. La poesía –y qué poesía– representa en México un
auténtico PRI del espíritu (o, mejor, Espíritu, con mayúscula, para hacer juego
con el vergonzoso lema de nuestra universalidad).
FM | Sueles confesar que a veces no entiendes muy bien lo que dicen las
reseñas críticas acerca de tus libros. ¿Qué esperas exactamente de tales
comentarios? ¿Buscas acaso algún tipo ideal de lector?
GD | No comprendo, en efecto, a causa de la famosa brecha generacional, y a
causa también de mi total falta de práctica en determinadas lecturas, con la
consecuente falta de terminología, de hábitos mentales etc.
Carezco de tipo ideal de lector. Lo único que deduzco es que mis
lectores, en general y de cualquier especie, son muy diferentes de mí, pues,
según me gusta repetir, si me enfrentase a lo que escribo, pero escrito por
otro, no pasaría de la primera línea.
Los críticos que prefiero son aquellos –infinitos, pero casi ninguno
escribe reseñas de mis libros– que no tienen empacho en exhibir sus parálisis y
estereotipias. Como soy una mala persona, entusiasta de pescar humorismo
involuntario, mis escasos censores del mencionado género me proporcionan hondas
satisfacciones.
FM | Tus relatos circulan por cultivados campos de la prosa y del verso, con
intensa y notable intimidad. Sé que acostumbras negar los propósitos estéticos.
Con todo, no creo que haya sido aleatoria tu inclinación al relato. ¿Cuáles son
los determinantes de tu estilo?
GD | Mi inclinación al relato es un hecho. Muchísimos de mis poemas (si esto
fueran) no son sino relatos. Pienso que es natural en un individuo como yo, tan
despojado de ideas y tan ávido de datos. Supongo que se trata, como tantas
veces, de una influencia directa de las ciencias descriptivas, más mías que las
interpretativas. Sin caer tampoco, por supuesto, en análisis psicológicos y atrocidades
semejantes.
De estilos no sé hablar. Mi modo de escribir en los relatos que he
publicado hasta ahora (Alebrijes) tiene un objeto principal: demostrar que, si
así lo deseo, puedo –con gusto– hacer cuentecitos convencionales. Ahora bien,
no es mi propósito quedarme en eso. Únicamente, quiero evitar la posibilidad de
que cuando publique en prosa ciertas cosas que preveo, no digan que se debe a
no poder hacerlo “bien”.
Lo mismo ocurrió con mi poesía: al principio de mi primer libro (que
algún año de éstos se reeditará) había hasta sonetos, y de esta manera nadie
pude pretender que los horrores que siguieron eran porque no sabría hacer otra
cosa. Sí, sí podría, pero preferí entregarme al llamado “experimentalismo”.
Pues bien, tal vez un día mis prosas se tornen heterodoxas, y si los
comentaristas claman que evidentemente ignoro lo que es la arquitectura de un
relato, y demás simplezas, entonces les enseñaré una crítica –que he merecido
ya y que atesoro– según la cual Alebrijes parecen ejercicios siguiendo un
manualito de cómo escribir cuentos.
Acabo de mencionar, a propósito, el experimentalismo. Me lo atribuyen.
Yo no estoy nada seguro de ello. Es que a esa palabra asocio –y creo que es
natural– esos autores que, casi en cada página, se renuevan de pies a cabeza.
Yo no. Desde que encontré, más o menos, mi camino, hace unos 30 años, casi no
he hecho, realmente, sino explorar aquel hallazgo. Simplemente, llevo ese
tiempo laborando en lo mío, no experimentando. Em mi libro Grosso modo –y
solamente en dos páginas– presenté una muestra de, en mi concepto, auténtica
experimentación, que sigo cultivando, más despacio de lo que quisiera. A ver
qué sale.
FM | Observo tus consideraciones sobre el hecho de no ser un lector de
poesía. Por cierto no proceden del temor al permanente estado de influencia en
que se encuentra aquel que escribe. Me parece que la lectura de otra materia
auxilia mejor en la formación de una poética. ¿Ésta es también tu opinión?
GD | Lo es, con un retoque y una precisión. El primero: no creo ilustrar
tanto como una poética. Cultivo, nada más, mi modo de escribir. La segunda:
esas otras materias son, desde que nací, precisamente lo mío. Con el contenido
de la pregunta estoy de acuerdo, y siempre repito con gusto que cuanto escribo
nació bajo dos influencias esenciales: Paz y Eliot (seguidos de otras pocas
influencias secundarias).
En resumen, lo que leo es lo que siempre leí. La poesía fue algo que
durante más o menos una década cabalgó en mi rodilla derecha y luego salió
corriendo, dejándome mojado y con un vicio: escribir.
FM | Leyendo entrevistas anteriores a ésta, es notable el modo como escapas
de las trampas mitificadoras del escritor, cómo rehúsas la máscara literaria.
Esto lo demuestran declaraciones como: “las características esenciales [del
poeta] creo que son las mismas de siempre; poco admirables”; “la poesía me es
indiferente”; “hasta de escribir obras decisivas e innovadoras alguien se
aburre” etc. ¿Dirías que en lo literario reside, en gran parte, la ruina da
literatura?
GD | Rechazo la máscara literaria al igual que rechazo cualquier otra
máscara. Es una cuestión de ética (si bien mi ética suele tener fundamentos
estéticos).
Mucho antes de entrar en contacto –muy relativo– con escritores, tuve
tropiezos dolorosos con otra clase de máscara todavía más impune que la
literatura: la máscara de científico. Encuentro excelente que una labor se
perfile, se singularice por sí misma hasta el grado de que aun en ausencia de
firma (detalle trivial) resulte inequívoco de quién es tal o cuál poema, o tal
o cuál teoría. Es probable asimismo (tampoco forzoso) que el individuo capaz de
tales logros sea un personaje fuera de lo común en múltiples aspectos. Ahora
bien, esos aspectos no tienen por qué ser visibles si no se buscan ex profeso.
Quiero decir que el cultivo de máscaras –disfraces– de gran artista o gran
científico me parece una actividad nauseabunda. En especial, por supuesto,
cuando el individuo es, como es casi la regla, un artista o científico
insignificante.
Recuerdo con gran satisfacción a una muchacha que hace pocos meses,
viéndome beber, comer y perder el tiempo en un bar, informada, en mala hora, de
que yo era poeta, se negó rotundamente a aceptar este hecho, objetando casi con
violencia que yo no lo parecía. Nunca he percibido tan a las claras cómo en el
fondo… no lo soy.
Por lo demás, eso de que lo literario es la perdición de la literatura,
me entusiasma y voy a empezar a divulgarlo. La frase es ambigua, pero ahí está
su encanto.
FM | ¿En qué se fundamenta, exactamente, tu descreimiento en la poesía como
medio de conocimiento? Recuerdo que el argentino Aldo Pellegrini se refería a
la poesía como una “mística de la realidad”. ¿Cómo considerar este
descreimiento tuyo a la luz del Surrealismo?
GD | Estoy incurablemente saturado de una sola acepción: para mí,
conocimiento significa únicamente “conocimiento fáctico científico-natural”. La
poesía, de este modo, no sólo no es un modo de conocimiento sino que,
sencillamente, no tiene con el conocimiento nada que ver. Por supuesto, todo el
mundo es libre de hacer intervenir en su conocimiento la poesía, la música, la
contemplación, el erotismo y la aerofagia. Cosas todas –salvo quizá la primera–
muy estimables. No me opongo. Simplemente, para mí, un concepto tan vasto deja
de significar nada.
Lo de la “mística de la realidad” me gusta, aunque también me
entristezca, como todas las alusiones a lo místico, que pareció ser para mí,
hace mucho, una presencia bastante cercana y vital, hasta que comprendí que,
como ya Buda lo observó, explorar el misticismo teniendo familia es tan
imposible como explorar el marxismo-leninismo teniendo uno que trabajar.
Pasando al Surrealismo, opino que produjo mucha pintura inapreciable.
La desdicha, aquí, es que de pintura no sé nada. Las teorías surrealistas son simplezas;
Breton, Éluard, Péret me parecen poetas muy pequeños –responsables también,
inesperada pero indiscutiblemente, de algunas (algunas) de las infinitas
neo-cursilerías de este siglo, y que siguen vivísimas. Por fortuna, el
Surrealismo, aun literario, abrió también puertas nuevas, sobre todo para los
no ortodoxos: ideas turbias revelaron posibilidades que, quién más, quién
menos, todos aprovechamos –yo el primero.
FM | Es indiscutible que lo burlesco, lo paródico, es uno de los elementos
definidores de tu escritura. Pienso en Leónidas Lamborghini, cuando afirma que
la parodia “es nuestra tragedia verdadera y, por lo tanto, tendría que ser
nuestro arte verdaderamente serio”. ¿También lo consideras así?
GD | Una vez más, la frase me parece –más bien me suena– magnífica, si bien
seguramente un examen atento la clitoridectomizaría.
Por mi parte, tengo suficientes causas inmediatas de sufrimiento en la
vida diaria, como para buscar por añadidura tragedia en regiones alambicadas.
Tal vez abordando la cuestión por el otro extremo consiga yo decir algo. Me
refiero al tema de la “seriedad”, en el cual sí he pensado desde hace largo
tiempo, aunque –desde luego– sin frutos apreciables.
Había publicado sólo mi primer libro cuando me enteré de que una
egregia figura literaria lo censuraba por no lograr decidir si mi escritura era
“seria” o no. Después de un leve desconcierto inicial, comprendí que lo
problemático no estaba en mí, sino en las características de mucha gente.
La categoría “seriedad”, por cómoda que sea en el habla ordinaria, no
tiene cola prensil, ni hondura ninguna. No tiene –diríamos-… seriedad. Es algo
que siempre se acobarda y encoge en cuanto lo miramos de frente. Ahora bien, es
asimismo una típica pistola de juguete, de esas que echan un chorrito de agua
–o de baba–, cuando quien maneja la palabra carece de existencia cabal: la
gente que más impresiona.
FM | En un momento dado afirmas que César Vallejo es un poeta que
desconoces. ¿Esto se debe a que la poesía te es indiferente o a que no
encuentras esencialidad en la obra del poeta peruano? ¿Consideras correcta la
inclusión de Vallejo entre los fundadores de la moderna poesía
hispanoamericana?
GD | Si en la lejana temporada en que procuraba leer cuanta poesía me caía
entre manos hubiese tenido a mi alcance algo de Vallejo, sin duda lo habría
leído, desconozco con qué consecuencias –pues todavía no lo he hecho, y a estas
alturas ya no estoy para descubrimientos literarios. Veo que siempre lo ponen
entre los fundadores de la poesía hispanoamericana moderna y, desde mi
ignorancia, lo acepto sin inconveniente.
Permítaseme referirme a otro gran nombre que acostumbra ser citado acto
seguido del de Vallejo. Me refiero a Neruda. En mis tiempos de juventud e
interés leí los 20 poemas, que me dejaron indiferente. De ahí pasé al Canto
general, el cual a los pocos minutos lancé por la ventana. Así quedaron las
cosas treinta años, hasta que, a petición mía, un joven amigo me señaló tres o
cuatro poemas en ya no sé cuál Residencia en la tierra. Los leí y releí con
atención. Eran buenos, sin lugar a dudas, pero bastaba con volver la página
para recae en el material indiferente habitual. Ya era yo vejísimo para
estrenar nada y, así, el prestigio de Neruda es para mí un misterio que, por
suerte, me da igual. Eso sí, aun renunciando a hacer juicios literarios, estoy
convencido de que, sin su comunismo, ni Vallejo ni Neruda serían tan
apreciados. (Ahora que me acuerdo, sí he leído algo de Vallejo: un artículo
sobre Eric Satie, de un esnobismo risible.)
FM | Borges afirmó años atrás que “la literatura participa de la decadencia
general de esta época”. Está claro que no le despertaba interés la literatura
contemporánea. Ampliando la cuestión, recuerdo aquí las seis (que resultaron
sólo cinco) proposiciones básicas de Italo Calvino como metas indispensables de
la literatura, así como la condición de inevitabilidad defendida anteriormente
por Wordsworth. ¿Qué te parece esencial, inevitable, en la literatura
contemporánea?
GD | No creo en la declinación general de esta época. Hay declinaciones
parcelares, como siempre las ha habido, sólo que ahora a escala planetaria, lo
cual las torna más impresionantes. Algunas de esas declinaciones (sólo algunas,
por suerte) las conozco en carne propia infinitamente mejor que la mayoría de
quienes gustan de hablar de ellas como si estuviesen muy enterados de lo que se
trata. Por otra parte, soy absolutamente pesimista y concuerdo con la
Antigüedad en su conclusión de que conocer el porvenir sería el más temible de
los dones que los dioses (si existieran) podrían hacerle a un hombre.
No obstante, como me agrada que las palabras preserven cierto jugo y
cierta elasticidad (que permita darles palmadas sonoras en las nalgas), me es
imposible aceptar que nuestra época esté en declinación general. Decir cosas
así sólo es un modo barato de parecer profundo y sabio. Junto a inmensos
horrores, en lo que ha durado mi vida se ha descubierto la ideología tripartita
de los indoeuropeos y se ha empezado a explorar sus consecuencias, ha nacido la
radioastronomía y se ha sintetizado la vitamina B12, se ha establecido la
deriva de los continentes, Bartók escribió medica docena de obras esenciales,
se ha ahondado en el funcionamiento de los linfocitos, se han hallado los
textos de Nag Hammadi, Needham ha escrito acerca de China, se analizan genes y
la hipótesis nostrática se afianza… Me es imposible despreciar el sentido de
los sustantivos al grado de sostener que todo esto es “declinación” o que,
simplemente, no cuenta. Y conste que múltiples declinaciones parciales y
odiosas de nuestra época me han impedido a mí, ni más ni menos, participar con
cuerpo y alma en más de uno de aquellos descubrimientos y trabajos –para lo
cual, demostrablemente, estaba yo dotado mucho más que para hacer un poquito de
literatura cada noche, luego de un día sin poder dedicarme a lo que prefiero.
Visto todo ello, simpatizo con Renan cuando declaraba que daría
cualquier cosa por hojear el libro de ciencias de un escolar un siglo más tarde
(o sea ahora). Confieso que, hoy, no me sorprendería en lo más mínimo recibir
por respuesta: de aquí a cien años no habrá con vida, ni escolares ni nadie. En
todo caso, preferiría tal respuesta a la que, hace apenas unos años,
representaba una posibilidad: en el libro del escolar diría que en el Principio
fue Mao. Tampoco subestimo el número de nuevos maos que irán a surgir en un
siglo tan concurrido como el venidero –si viene. En resumen, reitero la idea de
que más vale ignorar, en general, lo que ocurrirá mañana. Esto, en cuanto al
manual de ciencias del escolar. El manual de literatura me es indiferente.
Pasando al asunto de la inevitabilidad, sólo señalaré que, desde mi
juventud, Kart Popper y otros me enseñaron que no hay nada inevitable en el
curso de los asuntos humanos. Desde entonces no he encontrado motivo para
cambiar esta opinión. Nada inevitable, aunque sí probabilidades abrumadoras: de
que la literatura continúe siendo soporífera –por ejemplo.
Para mí, lo único que la literatura tiene de esencial es que, desde hace unos años y espero que hasta mi fin, me sirve, como ya he dicho, para tener algo que escribir por las noches, desde que ciertas declinaciones personales, de orden económico, me impiden comprar libros interesantes y leerlos –no digamos escribirlos. Poesía no sé si escribo; literatura, cuando menos, me parece que sí.
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Juan Almela es Gerardo Deniz (seudónimo) |
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Escritura Conquistada – Poesía
Hispanoamericana reúne ensayos, entrevistas, encuestas y
prólogos de libros firmados por Floriano Martins, además de muestra parcial de
su correspondencia pasiva.
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Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
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