EN LAS
FISURAS DE LA MIMESIS
AF | No soy sólo uruguayo “de nacimiento”, soy realmente uruguayísimo. Ser uruguayo
no es para mí un adjetivo, es algo sustantivo, e intrínsecamente paradójico porque
todos los uruguayos nacemos un poco exiliados en aquel pequeño enclave que los ingleses
inventaron entre Argentina y Brasil. En ese territorio raso, frío, golpeado por
el viento, el océano y por ese “río como mar” del estuario del Plata, una población
de gauchos y de inmigrantes europeos tuvo que enfrentarse de repente a la creación
de un estado, un ordenamiento jurídico etc, y sólo después logró crear una nación,
un mito nacional. La viabilidad de esa nación se discute hasta hoy, al punto que
una definición, cruel, de mi país, dice que es “una provincia argentina en territorio
brasileño”, y cierto graffiti en las calles de Montevideo, recogido por algunos
intelectuales que vienen trabajando este tema dice que “Unos nacen con suerte, otros
en el Uruguay”. No quiero decir que hoy la nación no exista, pero cierta idea de
exilio forma parte justamente de la identidad, del perfil nacional. Es como si fuera
normal que frente a cada nueva crisis la población tenga que exiliarse, sea en los
países europeos “de origen”, sea en el resto de América Latina. En mi país se emigra
como si fuera un destino, un sino, como si el Uruguay viviera y hubiera vivido casi
siempre perseguido por cierto suicidio social, unánime. En mi caso, mi exilio ocurrió
en 1976, pero tal vez haya acontecido antes, o aconteciese desde siempre. Lo coyuntural
fue naturalmente la dictadura, aquellos años terribles. Había publicado mi primer
poemario, que obtuvo un premio del MEC, ya me había recibido de profesor de Literatura
y Francés, pero “osaba” cosas como visitar sistemáticamente a un preso político,
Nelson Marra, que era mi amigo, el único escritor uruguayo que la dictadura juzgó
y aprisionó por motivos estrictamente literarios (la publicación de un cuento en
el viejo semanario Marcha), y no explícitamente por una posible militancia. De modo
que me excluyeron del cuadro docente y tuve que irme. Otra vez el destino, el sino.
Y el exilio fue en Brasil, tal vez también por un destino (ese que Murilo Mendes
menciona en el poema “O Uruguai”, de Poliedro) o más simplemente porque era un país
que conocía, donde tenía amigos, cuya literatura estaba empezando a conocer. Mi
generación había cambiado el viaje a Europa por el viaje en el Continente, y yo
no fui una excepción en la road latinoamericana. En 1972 viajé por Argentina, Bolivia,
Perú, la selva colombiana, en tiempos en que en esta última no existía ni guerrilla
ni narcotráfico (la verdad es que no existía nada, para un extranjero aquello era
un no-lugar) y entré al Brasil por el río Amazonas, llegué a Belém, fui bajando
después hasta Montevideo, con peripecias siempre instigadoras. Después viajaba mucho
a Río Grande, donde tenía a mis amigos, que habían vivido dos décadas en Montevideo,
leía poesía brasileña desordenadamente. Por fin me quedé en San Pablo porque fue
aquí donde los franceses me propusieron un trabajo que hoy me parece casi alegórico:
crear una biblioteca. Ahora, me preguntás cómo entré en los ardides brasileños,
y pienso en la cordialidad y su contracara, la exclusión que viene después de la
“cordialidad brasileña”, según diría Sergio Buarque. La percepción de esto ocurrió
muy poco a poco, casi como indicios cotidianos, y codificar esa percepción se volvió
para mí una especie de manual de sobrevivencia. Y en todo caso, nunca me hice “brasileño”,
a pesar de mi doble nacionalidad. Difundo literatura brasileña en mi trabajo como
corresponsal, conozco bastante (todo lo que puedo) y amo incluso al Brasil, o un
cierto Brasil que es el mío, como uno ama la casa donde vive, tengo una vida aquí,
pero conservé siempre la terquedad fundacional, pleonástica, de ser un “uruguayo
exiliado”. Al mismo tiempo que no me imagino viviendo fuera del Brasil, publiqué
aquí un único librito (Destino: Rua Aurora, 1986), en San Pablo y en portugués.
Seré siempre el hombre del sextante apuntado hacia el sur, uruguayo, imposible.
FM | En el prólogo a tu Cuarenta poemas (1989), Luis Bravo se refiere
a una vertiente trágica de tu poesía. Creo que tal visión se da a partir de un radicalismo
existencial que dialoga con sus posibilidades formales. ¿De dónde vienes, de qué
vida, de qué lecturas?
AF | Vengo de una familia proletaria que creía en el estudio como modo de ascender
socialmente. Si pude estudiar letras fue porque trabajaba, pagaba mis estudios,
de lo contrario eso hubiera sido una futilidad inconcebible. Era gente de un instinto
práctico feroz, heredado de sus propias historias familiares de inmigración. Mi
padre tenía cierto gusto por la poesía gauchesca que le gustaba recitar, pero era
un alcohólico, y era terrible con sus hijos, sobre todo conmigo. Me acostumbré desde
muy temprano a lidiar con lo irracional, lo imprevisible, con el miedo, con las
frustraciones. Aprendí en la infancia lo que es vivir acosado, y después el país
también se deterioraba mientras yo crecía. Pertenezco a una generación que vio sus
ideales perseguidos y derrotados. Es posible que esa ironía que la crítica ve últimamente
en mis textos sea simplemente eso, la mezcla de la elegía con la indignación. Me
deja anonadado –o tal vez sea envidia– cuando un poeta como Jorge Guillén dice que
“el mundo está bien hecho”. Para mí estaba tan mal hecho que necesitaba a la literatura
como a una tabla de salvación. Huizinga hablaba del arte como nostalgia de una vida
más bella y eso yo lo vivía en la infancia, y era también el arte como un refugio.
En la casa de mis padres no había libros, excepto uno, que había caído allí desencaminado,
extraviado como un meteorito. Era una historia, con antología, de la literatura
española, destinada a estudiantes de magisterio argentinas. Yo no me separaba de
él, leía, escandía versos, memorizaba. A los diez, once años me recitaba a mí mismo
sonetos de Lope de Vega, coplas de Manrique, monólogos de Segismundo en La vida
es sueño de Calderón… Realmente no habrá nada como el arte para soportar la prisión,
la Torre, y tal vez, para explicar un destino humano. Después, desde la adolescencia
me encaminé por lecturas desordenadas, caóticas incluso, pero donde predominaban
los románticos. El mundo a mi alrededor era irracional, imprevisible, y la palabra
era mi única certidumbre. Por eso estudiaba lenguas (francés, debido a una beca
providencial, y que naturalmente me abrió un universo nuevo) con una pasión que
debía resultar incomprensible, y que yo mismo sólo entendí mucho después, cuando
supe que no hay lugar para ingenuidades en la formación de un poeta.
FM | En entrevista que Edgar O’Hara le hizo a Américo Ferrari, al referirse a
un proyecto poético, éste dice que se trata de algo “de cierta forma inconsciente,
y que seguramente el lector lo descubre mucho más que el autor”. ¿Hasta qué punto
podemos hablar de prefiguración de un proyecto poético en tus libros?
AF | Concuerdo totalmente con Ferrari. Si realmente hay un proyecto éste es inconsciente,
desconocido por el autor. En un sentido psicoanalítico, es posible que el llamado
“inconsciente” sepa cuál es el terreno que debe pisar la palabra poética y, lo que
es más misterioso, el porqué. Pero no creo que el poeta deba obedecer ciegamente
a un proyecto. Fue el error de las vanguardias casi periódicas que atravesaron la
“alta modernidad” de la que habla Leyla Perrone, esa obediencia a un Manifiesto,
la trasposición, al terreno del arte, de las utopías sociales, totalitarias además,
que campearon durante el siglo XX. Por otro lado, creo en la inspiración, una especie
de elevación de la temperatura del cuerpo para que una voz, que sin duda habita
en el poeta, se organice en un discurso que contemplo en un primer momento como
lector, como el primer crítico del poema. Quiero decir, la creación supone un juego
doble (como el par poeta-Musa): hay un “clic” y es preciso que en el momento de
crear yo me entregue a él con aquella suspensión voluntaria del descreimiento que
Coleridge le pedía al lector (the willing suspension of disbelief) y al mismo
tiempo, necesito ejercer con lucidez, o con toda la lucidez de que sea capaz, lo
que se podría llamar “la suspensión de la suspensión del descreimiento”, tener una
mirada crítica, hacer una especie de “limpieza” en la irrupción del “clic”. En todo
caso, me dejan perplejo las filosofías de la composición, y no sólo la de Poe, también
me ocurre con el gigante João Cabral de Melo Neto, ese orden en la construcción
del poema, donde cada palabra es un “ladrillo” (y la imagen, tan constructivista,
es de Cabral). Porque lo que me fascina son justamente esos “ladrillos” que vienen
a la conciencia sin que uno pueda saber cómo ni de dónde. Se pueden organizar con
mayor o menor pericia, no excluyen jamás la vigilancia autoral, pero constituyen
el material sagrado de la poesía. En estas condiciones, hablar de “proyecto” sólo
tendría sentido si fuera après coup, después de realizada la obra. Esto queda
muy claro cuando uno mira hacia atrás y aprecia justamente “etapas” en la construcción
de una obra, una mirada finalista. Entonces sí se percibe la unidad profunda (o
no) de una producción, una percepción que puede incluir las precarias garantías
de la primera persona, que naturalmente no son de naturaleza estética. La poesía
(y hablo de la poesía “moderna”) no hace autobiografía, sin duda, pero la mirada
que puedo tener sobre mi obra incorpora una parcela autobiográfica, irremediable.
FM | En Frontera móvil (1997), hay un pasaje en que declaras: “Sé muy
poco de la vida y si escribo, ya dije, es porque estoy cansado”. ¿Se trata de una
frase de efecto o acaso la poesía no pasa de un galpón donde aglomeramos a los desheredados
de la aurora y donde se abriga lo más indócil e incapaz de la especie humana?
AF | Dicha así, sin contexto, la frase parece “de efecto” porque sin duda no
se escribe sólo por cansancio. Pero estoy convencido de que lo que lleva al poeta
a escribir es una especie de desajuste, de desacuerdo, en el sentido de rebeldía
también, pero sobre todo en la incapacidad de adaptarse, de adecuarse. ¿De adecuarse
a qué? A todo. A las cosas, al mundo, al orden, que siempre parece impuesto, siempre
es de los otros. Creo que hay una especie de silencio que se interpone entre el
poeta y lo que está afuera, y ese silencio se llena con la escritura, algo así como
esa “escritura conquistada” que menciona el título de tu libro. Es en ese sentido
que digo que hay una gran soledad en los poetas, como un secreto, inconfesable.
Y sin ella, no hay escritura. No estoy hablando de una soledad biográfica, de necesariamente
vivir solo o de huir de los otros, nada de eso. Es intrínseca, celular. Creo que
el mismo sicoanálisis, habitualmente tan perspicaz, la desconoce.
FM | Si pensamos en la gran influencia de Rubén Darío y César Vallejo en los
poetas españoles, tal vez no encontremos, en una relación inversa, algo de igual
dimensión. ¿Qué afinidades tienes con poetas españoles? ¿Sería correcto afirmar
que, en un sentido poético, España siempre tuvo más para aprender que para ofrecer?
AF | En un sentido estético general (y sólo en un sentido estético general),
no pienso que sea útil dicotomizar la poesía en dos grupos, España-América, o Metrópolis-Colonias
etc. De hecho, el mundo que el océano separa, la lengua lo une, y una mirada sincrónica,
menos historizada, puede ser más rica, más productiva, sobre todo para los poetas.
Ese tipo de dualidades importa, sin lugar a dudas, para una mirada diacrónica, histórica,
periodizadora. Y también llegarás en algún momento al viejo problema de la noción
de “Hispanoamérica” y su tan discutible unidad (un problema que también se plantea
para los españoles de países peninsulares siempre instigados por su propia identidad).
El hecho consumado es que la poesía en lengua española cruzó Darío, o Vallejo, o
la generación del 27, o el Barroco (ese mar siempre recomenzado). El cruzamiento
es lo que interesa al idioma que el poeta trabaja. Personalmente, no sabría detectar
el grado de incidencia que puede tener sobre mi poesía este o aquel autor, decir
“esto es Vallejo”, “esto es Cernuda” (que me gusta mucho, pero a quien menciono
sólo para dar un ejemplo). Para mí es imposible. Cada poeta reinaugura un idioma
que contiene en sí la obra de los que lo precedieron, a veces incluso sin que el
poeta conozca a esos autores porque su obra ya se incorporó a la lengua, como el
mismo verso endecasílabo. Se puede frecuentar más o menos un poeta, o ciertos poetas,
o al contrario, no apreciar a algunos que son sin embargo “canónicos” o meramente
prestigiosos (por ejemplo, personalmente no me interesa la poesía de Lorca ni la
de Borges, para dar dos ejemplos generalmente revisitados), pero el idioma que trabajo
está, lo quiera uno o no, imbuido de esas obras, incluso cuando uno desconoce a
esos poetas. Mi afinidad no es tanto con este o aquel poeta, es con mi idioma, ese
sí cargado de historia e historias. Más complicado es el cruzamiento de idiomas,
una situación bastante anómala (pero no tan infrecuente) que yo vivo, escribiendo
en Brasil y en lengua española. O viceversa: una vez descubrí una palabra española
en un poema de Ferreira Gullar, “antorcha”, y le pregunté qué hacía esa palabra
allí. Me dijo que no se había dado cuenta cuando la escribió, durante su exilio
en Buenos Aires, y que después decidió dejarla. Oí un testimonio de João Cabral
quien, entre diferentes períodos, vivió trece años en España, y contaba experiencias
parecidas. En mi caso, la residencia en Brasil afectó a la escritura en por lo menos
tres sentidos. El primero tiene que ver con la lucha permanente a la que uno se
enfrenta para evitar la catástrofe del deterioro lingüístico, una catástrofe tal
vez más amenazadora en mi caso, que me expreso permanentemente (y a menudo sueño)
en francés y en portugués. Por más que el español sea mi lengua materna, el tronco
“lacaniano” sobre el que me construyo, un idioma no frecuentado puede volverse algo
así como el baúl polvoriento de ciertos sótanos, un objeto sin uso secándose en
la conciencia como ocurre, dicen, con los amores muertos. El esfuerzo permanente
por mantener ese material vivo transforma ese mismo material, es algo así como pasarlo
por un tamiz, o como la luz después de descompuesta por el cristal. Y aquí ya estoy
entrando en el segundo aspecto de las modificaciones por las que pasa el idioma
de alguien que vive en el territorio de otra habla latina. Ese idioma español que
no uso oralmente, y mucho menos en mi vida cotidiana, se constituye en un material
casi exclusivamente artístico. El español es para mí el lenguaje que atrae permanentemente
la atención sobre sí mismo, lo que es casi la función poética de Jakobson. Poesía,
poesía, yo sólo he escrito en español, que es mi territorio, donde encuentro las
palabras-llave que a veces desencadenan el poema. En este sentido, es casi un privilegio
disponer de un idioma sólo para la creación. Es una experiencia que me proporciona
un gran placer. Finalmente, en un tercer nivel, vivir (y escribir) en Brasil es
también incorporarse a una tradición literaria que, esa sí, contamina a mi ser uruguayo,
siempre exiliado. El escritor es siempre un animal histórico, condicionado por una
tradición y un medio. Y si es casi aberrante imaginar a un artista ajeno a la historia
en la que se encaja, lo es también suponer que alguien, después de diez o veinte
años incorporado en otra historia (y en la historia de otra literatura), no acabe
por inserirse en esa otra tradición. También en ese sentido, mis décadas en Brasil
afectaron mi escritura, que inevitablemente tuvo que dialogar con la historia y
la literatura locales. Eso está bastante claro en Frontera móvil. Por ejemplo, cierta
tradición formalista que existe en la literatura brasileña, desde los parnasianos,
o antes, que atraviesa el siglo XX, es una tradición que me instiga y que no existe,
no con ese peso, en la literatura del Plata. Es un ejemplo, pero hay muchos juegos
de la sensibilidad que son locales, y con los cuales tuve que dialogar, ciertas
referencias, por ejemplo, ciertas dicotomías que son típicamente brasileñas. Y lo
agradezco porque esto tal vez dio un soplo nuevo, casi “estilístico” a mi escritura.
FM | En entrevista concedida a Eduardo Espina, el peruano Xavier Abril emite
algunas curiosas declaraciones respecto a César Moro (“Moro era un poeta menor que
imitaba los poemas de Breton”) y lo mismo sobre Emilio Adolfo Westphalen (“Tiene
buenas imágenes, pero es formalmente flojo”). Aunque tus afinidades con Moro sean
más de orden biográfico, podemos conversar un poco sobre esa relación entre el Surrealismo
de un lado y otro del Atlántico. Si pensamos en los poetas de nuestro continente
que hayan agregado algo a los postulados del Surrealismo, ¿qué nombres mencionarías?
AF | Hay poetas cuya obra exige una distancia, por lo pronto temporal, para ser
debidamente apreciada. Circunstancias biográficas, a veces puramente históricas
o políticas, a veces la personalidad del autor, muchos factores pueden alterar la
buena lectura de un poeta. Es lo que debe de haber ocurrido con Moro en la lectura
de Abril, a quien conocí en Montevideo y debo decir que era un crítico fino y generoso,
o con Westphalen, amigo personal de Moro (y éste no parece haber sido un hombre
de personalidad “fácil”). Más importante que hacer un relevamiento de lo que América
Latina aportó al Surrealismo europeo, sería (siempre es) evaluar a fondo la inmanencia
de cada obra. Moro, por su vida y por su obra, constituye un caso ideal para ser
debidamente estudiado y evitar cualquier periodización. Yo lo estoy descubriendo
poco a poco, y debo el acceso a parte de su poesía a un gran poeta brasileño, una
voz original, impetuosa a veces, que en varios sentidos desentona en la monocorde
poesía actual del Brasil. Con Moro nada parece ocurrir por casualidad. Personalmente
he descubierto algunas coincidencias entre la vida de Moro y la mía, coincidencias
que tendrían algún interés si no ocurriera que su obra es la de un genio, y la mía
no. Lo que me atrae en su poesía es menos el juego de obediencia y desobediencia
al Surrealismo francés, y más la rebeldía que exhibe frente a ciertos principios
“canónicos” latinoamericanos, comenzando por el uso del francés como lengua poética
en las décadas de los grandes nacionalismos continentales (otros también lo hicieron,
pero sólo en parte de su obra, como Huidobro, a quien, hélas, Moro odiaba
mortalmente), el modo de “herir” ciertos versos, de negar una tradición, como negó
la masculinidad impuesta, la lengua española impuesta, y hasta el propio nombre
impuesto (aniquiló a los 20 años ese Alfredo Quíspez Asín, que era su nombre). Como
dice Américo Ferrari, “Moro nació extranjero en Lima en 1903 y murió en Lima, extranjero,
en 1956”. Las pocas cartas que restaron, escritas en español, muestran que la renuencia
respecto al idioma llega al odio: él destruye el español. Pero el odio es la contracara
del amor, porque sólo el amor explica ese espléndido, único libro que legó en su
lengua materna, La tortuga ecuestre (por lo demás, también dictado por el amor a
un hombre, ese Antonio de sus años en México). Una experiencia así, que se quiso
y fue “extranjera”, pierde al ser sometida a un relevamiento de aportes o influencias.
Es una discusión que tengo con cierta crítica, sobre todo en Uruguay. La crítica
uruguaya tiene esa obsesión, crear paralelos, establecer influencias recibidas o
ejercidas, todo demasiado rápido, encontrar “generaciones” a cualquier precio y
como quien aplica una receta. Pero se olvida de que lo que el lector de poesía quiere
es lo inmanente, lo irrepetible, no en el contexto de una generación, a veces ni
siquiera en el contexto histórico, sino en el idioma.
FM | Cierta vez me dijiste que tus lecturas surrealistas fueron siempre europeas. En la misma ocasión observaste que “el Surrealismo no podía tener un terreno fértil en el sempiterno positivismo uruguayo”. Pero hay poetas como Juan Cunha, Alfredo Mario Ferreiro, y aun una poeta como Marosa di Giorgio paga algún tributo al Surrealismo.
FM & Alfredo Fressia. México, 2019 |
AF | Es así. Son características locales, como se dice que el simbolismo no prosperó en el Brasil, y un lector uruguayo, por ejemplo, aprecia claramente la verdad de esa afirmación. El Surrealismo no prosperó en Uruguay. Hablé de positivismo en un sentido muy vasto, pero podría haber hablado de racionalismo o aun de aquel intuicionismo a lo Bergson, que influyó en los poetas de los ‘20 (Emilio Oribe, por ejemplo). En cuanto a Ferreiro, un poeta que aparece en los ‘20, ávido de vanguardias, es un “futurista” (“el único futurista que conocí”, decía Borges), pero no es propiamente surrealista. Cunha es gigantesco y parece más una literatura que un autor. De hecho, si querés encontrar en él una vena surrealista, con seguridad la encontrarás, como encontrarás motivos cotidianos en un lenguaje coloquial, o una estética de estirpe barroca, todo en una forma que puede ir del soneto al verso libre. Marosa no, ella escribe una única literatura, instalada de hecho en una “sub-realidad” de pulsiones poderosas como la infancia. Se aproxima, claro, al Surrealismo. Pero hacer hoy –y en “hoy” incluyo la vasta, permisiva lectura posmoderna–, en Uruguay, un relevamiento de obras que de un modo u otro pueden adherir a ciertas actitudes surrealistas me parece una empresa vana, incluso porque el resultado será avaro. Hacer un “Museo del Inconsciente”, supraliterario, tal vez rindiese más frutos.
FM | Dentro de esa generación de Alfredo Mario Ferreiro, ¿cómo se podría situar
la contribución estética de poetas como Emilio Oribe, Ildefonso Pereda Valdés, Parra
del Riego, Casaravilla Lemos? Te lo pregunto esperando un comentario acerca de esos
poetas en relación con sus pares de otros países, para que no perdamos ese cotejo
entre poéticas.
AF | Es difícil ver una “generación” entre ellos, pero entiendo que querés verlos
como un grupo de poetas que se aproxima a la llamada generación del Centenario,
gente que produce entre los ‘20 y los ‘30. Se trata de un momento asimétrico en
las diacronías literarias uruguaya y brasileña. El Brasil está en esos años totalmente
volcado hacia las vanguardias “modernistas”, de una temperatura, y aun de una virulencia
que sólo se explican por la larga sobrevivencia del parnasianismo, que ocupó aquí
el espacio de una estética “oficial” y autoritaria. No quiero decir que la literatura
brasileña no hubiera conocido el modernismo continental, el de la reacción, síntesis
y superación de las estéticas finiseculares. Basta recordar a Euclides da Cunha,
a Lima Barreto, o aun a Monteiro Lobato para percibirlo con claridad. La crítica
local los llama “premodernistas” por mero prurito semántico, o por convención, atendiendo
al “modernismo” de los ‘20. Son excelentes modernistas latinoamericanos. Pero el
realismo y el parnasianismo constituyeron en Brasil una especie de alianza con el
poder –y hablo incluso del poder político, no sólo del académico–, suerte de “signo”
republicano y nacional. El Uruguay tuvo más que espléndidos simbolistas, tuvo aquel
brillante grupo modernista, Rodó, Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini, María
Eugenia Vaz Ferreira, una modernidad que garantizó las experiencias de la generación
siguiente sin traumatismo alguno (incluso los juegos futuristas de Ferreiro, o antes,
una sensibilidad nueva frente a la máquina, el fútbol, los automóviles de Parra
del Riego). Iré más lejos. Si se consideran las “audacias” del tema erótico, los
modernistas uruguayos (Delmira, Roberto de las Carreras) las potenciaron con una
libertad que ya las generaciones de los ‘20 y ‘30 no tuvieron (o no necesitaron
mostrar). Por ejemplo, desde su primer libro, de 1918, Juana de Ibarbourou inscribió
en su propio nombre (ese “de”, que en Uruguay significa “casada con”) el límite
preciso para la lectura de su poesía erótica. Era “la señora de” (e Ibarbourou era
un militar). Ya Delmira escribió su literatura exacerbadamente erótica y se divorció
pocos meses después de su casamiento. Continuó encontrando a su hombre en hoteles
hasta que éste la asesinó y se suicidó una noche de 1914. Después de la obra, y
en cierto sentido después de ese fin trágico de la biografía de Delmira, las audacias
temáticas en el terreno erótico ya no hubieran podido movilizar demasiado a los
lectores. (Por lo demás, es interesante señalar que si en todos los lugares las
mujeres accedieron a la palabra a través de la poesía, la “puerta grande” de la
literatura, en Uruguay ellas no sólo no se intimidaron frente al tema erótico sino
que lo profundizaron, creando un espacio social y estético que hoy parece casi inopinado).
En Brasil la situación era otra, de ahí la actitud desafiante, siempre lista a épater
les bourgeois de un Oswald de Andrade, por ejemplo. No es casualidad que ninguno
de los poetas que mencionás (y podrías agregar al refinado Vicente Basso Maglio)
tuvo la trascendencia, para no hablar de verdadera veneración, que hasta hoy los
lectores uruguayos conceden a los Modernistas. Y en cierto sentido es injusto: una
obra como la de Oribe, por dar un ejemplo, debería tener lectores más receptivos.
Ya Ferreiro, que fue un poeta menor, sí es recuperado por las generaciones jóvenes.
La última en hacerlo fue el llamado grupo de UNO, en los ‘80, para quien Ferreiro
resultó icónico, menos por su real aporte estético, y más por su vanguardismo (que
contenía, en mi opinión, demasiado voluntarismo).
FM | Conversando con Circe Maia, ella me hizo observar que en la creación poética
no había “dualismo entre lo conceptual y lo formal”. Claro que tal defensa no elimina
los excesos. Y me parece que uno de los excesos cometidos actualmente se relaciona
con el denominado neobarroco. Con su astucia impecable, Marosa di Giorgio se refiere
al barroco, esa presencia constante en la poesía hispanoamericana, como algo que
“se cimbrea y se yergue con sus ardides, entrecruzamientos gemelares, alucinantes”.
¿Qué piensas de esto? ¿Y cómo interfiere en tu poética esa cristalización del barroco?
AF | El neobarroco no interfiere, por lo que percibo, en mi poética. Incluso
me parece que sólo supe del movimiento neobarroco en los últimos años ‘80, cuando
Néstor Perlongher todavía vivía, y en todo caso, no me sorprendió porque, como decís,
el barroco es una “presencia constante” en la poesía del continente (y no sólo en
español: las Galaxias de Haroldo de Campos cristalizan esa línea barroca). Admiro
la poesía de algunos neobarrocos, me gustan realmente muchas zonas de la obra de
Roberto Echavarren, por ejemplo, y no veo que ciertas crispaciones o ciertas potenciaciones
en la parcela de libertad del significante oscurezcan el significado, una dicotomía
que, naturalmente, no existe. Lo que sí existe es el trabajo de los verdaderos poetas,
y el de los otros, y esto vale para cualquier experiencia estética. Mi poesía no
dialoga con el neobarroco, tal vez debido a esa “vertiente trágica” que Bravo menciona,
su naturaleza elegíaca o irónica. Pero una región de mi obra se inscribe en una
tradición gay que, de un modo diferente, también existe en el neobarroco (Sarduy
caracterizaba la estética neobarroca como kitsch, camp y gay). Es lo que tal vez
justifique ese sentimiento del que hablo, de admiración, o de gusto real por la
lectura de algunos de esos poetas. El crítico Uruguay Cortazzo resume bien ese lado
gay del neobarroco. Lo cito: “…la revuelta homosexual [es]) en gran parte un ataque
a esta trascendencia que la niega en su especificidad, en su inmanencia y […] su
cultura [es] de una provocante superficialidad: una irrisión de roles y actitudes,
una pérdida de seriedad, una revolución carnavalesca que altera el orden de la razón
social, una disolución en un ritual gratuito de máscaras y apariencias. En el neobarroco
esto se traduce como un ataque a la razón poética patriarcalista. Al minimizar el
significado y reducirlo a puro significante, se está justamente invirtiendo el sistema:
la carne lingüística no está al servicio de un concepto superior: la razón está
en el propio cuerpo, en la piel fónica”. Insisto en que no veo en esa corriente
una “reducción” al puro significante (un significante “puro” no existe, más bien
es siempre la puerta de entrada de un laberinto), pero pienso que Cortazzo expresa
bien las relaciones entre los neobarrocos y cierta tradición gay. Son poetas que
no dicotomizan el concepto y la forma, sintetizan más bien las máscaras superpuestas,
lúdicas, infinitas como el idioma.
FM | El reconocimiento de un autor casi nunca está vinculado a su real importancia.
Sin embargo, podemos pensar que gran parte de la dificultad de conocimiento, por
parte del mundo como un todo, de lo que se escribe en la América hispana se deba
a una carencia de reconocimiento propio, lo que resulta en una continuada victoria
de la colonización europea. ¿Cómo ves este asunto?
AF | Vos hablás del colonialismo “internalizado”, la colonización estética, la
del alma. Pensás tal vez en el caso de autores latinoamericanos como Borges que
sólo llegó a los lectores brasileños cuando fue reconocido, “autorizado” diríamos,
en un lugar hegemónico (en el caso, Francia). Sí, eso existe. Pero lo que me interesa
es la contracara de ese fenómeno. Con la globalización se produjo el efecto paradójico
de re-prestigiar lo autóctono, lo local, las voces que la hegemonía no “reconoce”,
los grupos minoritarios, la provincia periférica. Es posible que todo esto borre
los límites precisos entre periferias y hegemonías, pero en principio yo escribo
para un público uruguayo, lo que, para una mirada internacional, continental, me
hace un poeta provinciano. Es un hecho, y no me desanima en absoluto, te diría más
bien que me constituye como escritor. En mi caso, pretender escribir para un público
de un lugar hegemónico (pero virtual) significaría neutralizar mi escritura. Concuerdo
contigo en esto: muchas veces el “reconocimiento” de un autor es curiosamente extraliterario.
Interfieren de hecho circunstancias políticas, históricas en general, o biográficas,
a veces meramente mediáticas o la simple capacidad de promoción de la propia obra.
Naturalmente, uno busca difundir sus libros, todos escribimos para ser leídos. Personalmente
percibo un reconocimiento, lectores que me escriben, jóvenes, gente que asiste a
las lecturas públicas que hago en Montevideo, entrevistas en los medios donde de
algún modo uno dialoga con los lectores. Pero todo esto ocurre en un nivel muy modesto
(y en mi caso, insisto, provinciano). En plena sociedad del espectáculo, la obra
de un poeta, y la lectura, son actividades antiespectaculares, para decir lo mínimo.
En Montevideo las ediciones de poesía no sobrepasan los 500 ejemplares, a veces
incluso menos. También en esto nuestro trabajo es artesanal. En plena globalización,
y si considerás que Buenos Aires, por ejemplo, es un lugar periférico con respecto
a los centros hegemónicos (ciertamente abstractos), yo, en Montevideo, publico en
la periferia de la periferia. Y teniendo en cuenta que escribo en Brasil, que es
totalmente periférico con respecto a la escritura en lengua española, escribo en
la periferia de la periferia de la periferia. Pero esto es justamente lo que permite
la libertad y la originalidad de un discurso. El reconocimiento de mi obra no va
más allá del nivel local –que por cierto no es el Brasil, donde nadie me conoce–,
hablo del Uruguay, para cuyo público en principio escribo. Es interesante que últimamente
aparecieran algunos profesores de la academia norteamericana para entrevistarme,
lo que al comienzo me dejaba medio perplejo y naturalmente agradezco el reconocimiento
implícito. Sólo temo que la hegemónica academia americana acabe funcionando como
un enorme archivo, virtual probablemente, como aquel de las “cartas muertas” de
Bartleby, el personaje de Melville. Y yo, en mi periferia, escribo para la vida.
FM | Tu residencia en Brasil ya permite una lectura crítica de su realidad. En
una conversación que tuve con Roberto Piva, hace años, me habló sobre el rechazo
al riesgo en lo relativo a la poesía, lo que puede valer para la creación artística
en general. Hace décadas que estamos en algo así como el ombligo de un ciclo de
inmovilidad. De la poética a la política el mundo se convirtió en un conjunto de
sucursales. Todas las democracias son un fraude porque están pautadas por una política
de mercado que no se expone a los riesgos. ¿La poesía brasileña tendría un vínculo
inmediato con ese vicio? Y siempre se les pregunta a los poetas: ¿cómo se sale de
ese impasse?
AF | Yo no sé cómo se sale del impasse, pero éste es un hecho, y es doblemente
lamentable en una literatura tan rica como la brasileña. La idea de rechazo al riesgo,
como propone Piva, podría sugerir una salida voluntarista, lo que en la práctica
no parece viable. Hasta hoy, y desde los ‘70, desde la propia generación mimeógrafo,
o marginal, el pecado mortal de los poetas brasileños proviene de su exceso de “buena
educación”, su incapacidad de cometer el parricidio generacional que los colocaría
contra el abismo, su obediencia, yo diría familiar, a un canon nunca contestado,
de ese verde-amarillo nacional demasiado desleído. Naturalmente, hablo en términos
generales, afortunadamente hay voces que se constituyeron sobre su propia autonomía
(y justamente Piva es una de esas voces, como lo fue también Ana Cristina Cesar,
y otros poetas que no son ni se quieren “canónicos”, por más que se integren a una
tradición). Pero, con excepción de esos poetas aislados, que nunca conformaron un
grupo o una generación, el panorama es desalentador. Si consideramos la producción
poética de un período, digamos un año, o dos, encontraremos una especie de enorme,
repetido recetario: obras que reúnen 40% de Cabral, 15% de Drummond, tanto por ciento
de Bandeira etc. Las recetas pueden variar: el menú será vasto, pero monótono. Ciertamente,
siempre y en cualquier literatura, hay una parte constituida por una inevitable
inercia diacrónica, pero el caso brasileño parece aumentar la soledad de esos poetas
que, repito, sin el contexto de una generación, osan dar el salto al abismo, peligroso,
claro, que puede acabar en vuelo o en catástrofe (pero hay vuelos mortales que modifican
una literatura). Hablé de “pecado mortal”. Alguien podría pensar en un “pecado original”,
que advendría de cierto formalismo parnasiano, especie de sino nacional, pero no
creo que sea correcto. Si fuera así, habría necesariamente un espacio dialéctico
en la propia divergencia, en la antítesis, un “espacio cultural”, como se denomina
hoy a troche y moche cualquier local, y que podría llamarse “Espacio Cultural Murilo
Mendes”. Y ese espacio sólo existe en algunas voces individuales poco atendidas
por un público habituado a la mera reseña periodística, a una crítica académica
entretenida con sus propios gadgets hegemónicos y a un esquema de mass media
que sólo metaboliza productos culturales “obedientes”. Naturalmente el “pecado”
no es únicamente brasileño: estamos hablando de una crisis de la poesía y de la
crítica que, hoy por hoy, como crisis, ya tiene toda una historia. Digamos que se
trata de la versión nacional de esa crisis, marcada aquí por los efectos de esa
trilogía que vos mencionás en un texto tuyo: la Semana de Arte Moderno, en los ‘20,
la Tropicalia y el Concretismo. Yo lo resumiría todo en las reglas establecidas
por una industria cultural que obviamente elige la poesía que le interesa y que
se complace en la propia inercia. No sé cómo se sale del laberinto, pero a mí, como
lector, me resta seguir el discurso solitario de esos poetas osados, fantasmales.
FM | Toco una mesa. Se llama mesa. Le toco el cuerpo a alguien. Es realmente
suyo. Parte de nuestra vida parece muy real. Sin embargo, convivimos con un falseamiento
constante de la realidad. La falsificación de una obra de arte define su existencia.
¿Dónde se esconde la realidad?
AF | En las fisuras de la mimesis. Acordate de los mercaderes fenicios. Falsificaban
antigüedades. Las antigüedades falsificadas por los fenicios son obras de arte:
la fractura del tiempo.
∞
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Dentro do poema – Poetas mexicanos nascidos entre 1950 e 1959, Org. Eduardo Langagne. Fortaleza: Edições UFC, 2009.
A aventura literária da mestiçagem, de Pablo Antonio Cuadra (em parceria com Petra Ramos Guarinon). Fortaleza: Edições UFC, 2010.
III novelas exemplares & 20 poemas intransigentes, de Vicente Huidobro & Hans Arp. Natal: Sol Negro Edições/São Pedro de Alcântara: Edições Nephelibata, 2012.
Sobre Surrealismo, de Aldo Pellegrini (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2013.
Memória de Borges – Um livro de entrevistas (2 volumes). São Pedro de Alcântara: Edições Nephelibata, 2013.
Bronze no fundo do rio, de Miguel Márquez (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2014.
Tremor de céu, de Vicente Huidobro (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2015.
Costumes errantes ou a redondeza da terra, de Enrique Molina (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2016.
Reino de silêncio, de Mía Gallegos (edição bilíngue). Teresina: Kizeumba Edições, 2019.
Traduções do universo, de Vicente Huidobro. Natal: Sol Negro Edições, 2016.
O álcool dos estados intermediários, de Gladys Mendía. Santiago: LP5 Editora, 2020.
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Agulha Revista de Cultura
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Dirigida por Elys Regina Zils
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