EL RECORTE SAGRADO DE LAS PALABRAS
AF | Sí. Totalmente de acuerdo con lo que dice Belli. Es cierto
que la poesía estuvo vinculada con la versificación por lo menos hasta que apareció
el poema en prosa que irrumpe no con Gaspard de la nuit de Aloysius Bertrand en
1842 como pretenden los franceses, sino con Hymnen an die Nacht de Novalis, poemas
en prosa en su mayoría, redactados en 1799-1800 y cuya primera versión fue escrita
en lo que hoy llamaríamos “versos libres”. Y me parece evidente que, para limitarme
aquí a lo escrito en español y en el siglo XX, muchas páginas en prosa de César
Vallejo, Oliverio Girondo, José María Eguren, José Lezama Lima, Juan Rulfo, Martín
Adán, José María Arguedas en América, Luis Cernuda, José Ángel Valente o Antonio
Gamoneda en España, entre otros, están impregnadas de poesía. Y me parece evidente
también que desde siempre el poeta que no es un simple versificador busca lo absoluto
y bucea en lo desconocido y escribe desde una obsesión y no sobre un “tema”. “Siempre
a lo desconocido” es el lema de José María Eguren. En este sentido dice Novalis
en uno de sus fragmentos: “Wir suchen überall das Unbedingte un finden nur Dinge”:
Buscamos por doquiera el absoluto y sólo encontramos cosas (“das Unbedingte” en
alemán significa literalmente “lo no cosificado”, de Ding=cosa). Y en realidad,
lo primero, creo, que uno encuentra es esa noche por la que peregrina el alma en
busca del amado en la poesía de San Juan de la Cruz. Personalmente, la experiencia
que yo tengo de la escritura del poema es la de la fatigante busca del algo oscuro
que nos llama desde la noche y que se esquiva en cuanto las palabras del poema pretenden
asirlo, algo inasible, como el aire y la noche y que como la noche y el aire acaba
por producir enfermedades, creo haber dicho en un texto intitulado “Qué es poesía
dices mientras clavas”, recordando a Bécquer. El gran poeta peruano Martín Adán
escribió unos versos que dicen, o no dicen, así: “Poesía no dice nada / Poesía se
está callada / Escuchando su propia voz”. Poesía dice nada o dice la nada que subyace
en todo decir. Y consecuentemente todo lo que puede hacer un poeta es garabatear
en un papel unas palabras oscuras que alcanzarán quizás a alguien o no alcanzarán
a nadie, lo sabe Dios, y es así, pienso, como Paul Celan escribió un poema cuyo
primer verso dice: “El poema es una botella echada al mar”: por un náufrago de la
palabra, naturalmente. Quizás alguien encontrará y abrirá esa botella varada en
cualquier playa y leerá el mensaje, o quizá también la tirará sin abrirla, y nadie
lo sabrá; en todo caso no el poeta, seguramente.
FM | Hay un
verso tuyo que habla de “mi íntima fealdad de mi aborrible / mí mismo”, lo que me
lleva a indagar sobre el espacio que habita la belleza. Si es verdad que solamente
la encontramos en el fondo pleno de lo desconocido, lo que llamas “mí mismo” jamás
podría contener lo desconocido. ¿La belleza estaría siempre en el otro? ¿Y sólo
existiría en condición de busca, jamás de reconocimiento?
AF | El espacio que habita la belleza… Quizás sea sencillamente
un espacio que el artista crea a medias (en las artes plásticas como en la poesía
y en la música) junto con el objeto bello; a medias, porque la otra mitad la crea
el que mira, oye o lee. Sí, la belleza, creo yo, está siempre en el otro, el que
recrea la obra y pone el sentido que pro-pone el autor. Es así como el mismo Novalis,
que ya he citado, dice en uno de sus fragmentos que el autor no debe subrayar porque
al hacerlo usurpa una función que incumbe solamente al lector, aquel en quien la
obra propuesta finalmente se compone. Un poema se compone tantas veces como es leído
y esta múltiple recomposición es fundamental. Borges dice con ironía y melancolía
que cada vez hay menos lectores porque todos quieren hoy ser escritores. Más de
una vez he visto poemas míos en antologías, y esos poemas no son precisamente los
que yo hubiera elegido para meterlos en esa antología, pero está claro que es el
lector antólogo el que tiene la última palabra. Así que tienes razón, la belleza
está siempre en el otro y existe en condición de busca más que de reconocimiento.
FM | Estamos
a treinta años de la publicación de tu primer libro, El silencio las palabras (1972).
Cuando publicaste Tierra desterrada (1981), considerabas éste “más elaborado que
todo lo anterior”. Viéndolo hoy con distanciamiento, como situarías aquel primer
libro en tu poética? ¿Y aún consideras que “el proyecto poético es, en cierta forma,
inconsciente y seguramente lo descubre el lector más que el autor”?
AF | Efectivamente, El silencio las palabras va a cumplir treinta
años y yo iba a cumplir cuarenta y tres cuando publiqué ese primer libro casi al
mismo tiempo que una plaquette de trece sonetos, Espejo de la ausencia y la presencia.
La verdad es que nunca he tenido mucha prisa para publicar. Siempre me ha parecido
que hay que dejar reposar los textos escritos, como las botellas de vino. Los trece
sonetos de Espejo de la ausencia y la presencia preludian los veinte de Tierra desterrada,
total 33 sonetos, número sagrado, y ahí paré de trabajar sobre esa forma formal
y exigente: esa exigencia atrae y la magia de la rima que acaba por decir lo que
tú no habías pensado en decir. Dice Quevedo, zahiriendo a un versificador de su
tiempo que dedica un soneto a una dama: “Dijo que su belleza era absoluta / Y aunque
era más honesta que Lucrecia / Por dar fin al terceto la hizo puta”: de no haberla
hecho puta tenía que hacerla disoluta, bruta o hirsuta, la rima no admitía otra
cosa. Y lo mismo me ocurría a mí, por ejemplo en el soneto “Adónde vamos cuando
avanzamos”: dice en el último terceto que “se hace a la derecha el de la izquierda”
y entonces ya no me quedaba sino dar fin al soneto diciendo que vamos progresivos
a la mierda… A qué otra parte podemos ir en medio de ese embrollo de la derecha
y de la izquierda. En cuanto al proyecto poético, está claro que el autor propone
y el lector dispone y descubre o, mejor dicho inventa, en el significado etimológico
de la palabra, los sentidos múltiples replegados en el poema. Hay sobre esto una
anécdota de Rimbaud a quien su madre le preguntó en qué sentido había que interpretar
uno de sus poemas y Rimbaud le contestó: en su sentido literal y en todos los demás.
Todos los demás estaban a cargo del lector, no del poeta.
FM | ¿En qué
se basa, exactamente, ese “desfase con lo que se está haciendo en el Perú actualmente”,
según has dicho con referencia a tu obra poética?
AF | En el Perú como, creo, en toda América, se está haciendo
actualmente mucha poesía. Pero en países como el mío, ricos en imaginación y paupérrimos
en dinero y por consiguiente en editoriales –países donde se escribe, pienso, mucha
poesía que se edita poco y se difunde menos–, es bien difícil ponerse al día y saber
lo que están creando tantos poetas no difundidos o mal difundidos, sobre todo cuando
uno está viviendo a 12.000 kilómetros de distancia del país. Ahora, si yo he dicho
eso que tú citas, será por referencia a las llamadas “generaciones” sobre todo de
los 60 y los 70. Hay que decir a este respecto que hablar de generaciones cuando
se trata simplemente de decenios es aberrante: se puede hablar de generación sólo
en los casos en que unos poetas se agrupan en torno a un proyecto común, un credo,
un manifiesto, como puede haber sido el caso de la generación del 98 o la generación
del 27 en España o de la poesía concreta en Brasil, la “Beat Generation” en Estados
Unidos, o el movimiento “Hora zero” de los años 70 en el Perú. Yo empecé a escribir
una poesía pseudosurrealista a finales de los años 40 y principios de los 50 influenciado
sin duda por la personalidad y la poesía cautivantes de César Moro, a quien estimaba,
admiraba y quería muchísimo, y que tenía cuarenta y siete años cuando yo cumplía
veinte. Después fue una travesía del desierto hasta ya empezados los años 60, y
a través de los años se cruzaron seguramente diversas afinidades con poetas mayores
(no “influencias”, que es el nombre que en italiano designa una enfermedad maligna
y muy contagiosa que llamamos en castellano “gripe”). Hay que decir que los mejores
poetas peruanos de los años 50 (Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián
Salazar Bondy, Blanca Varela, Carlos Germán Belli entre otros) escribían cada cual
por su camino y según su inspiración y las obsesiones y la forma intransferibles
que eran las suyas y sin imitar a nadie. Cada poeta auténtico escribe desde el desierto
en que habita y que lo habita.
FM | Dice el
poeta mexicano Benjamín Valdivia que la poesía “no es la locura sino la irrupción
de elementos de locura en una realidad avasalladora a los objetos”, que “no es el
sueño sino la irrupción del sueño en la trivialidad de la vigilia”. ¿Cómo ha sido
tu convivencia poética con esos elementos esenciales, la locura y el sueño?
AF | Dice un dicho que de médico, poeta y loco todos tenemos
un poco… Pero no creo que la locura propiamente dicha, en su sentido clínico no
“figurado”, sea un estado compatible con el rigor, la lucidez y la medida que requiere
la creación de una obra poética. Mira los casos de dos excelsos poetas que se volvieron
locos, Hölderlin Y Nietzsche; el primero, ya loco, le quitó a su piano todas las
cuerdas menos una y tocaba una música monocorde, y dice la anécdota que cuando lo
visitaba un amigo, el poeta le preguntaba si quería que le escribiera un poema sobre
la primavera o sobre cualquier otro tema, y escribía su verso temático, pero la
poesía la había perdido junto con la razón. Del segundo cuenta también la anécdota
que, ya loco, tocaba el piano con los pies y, por lo demás, no escribió ya nada.
Lo que hay, creo, en el acto poético es un estado de exaltación que se ha solido
llamar “inspiración”, y que es como algo que nos viniera de afuera. En realidad,
yo creo que el poema lo dicta la musa; en la edad media el poema se llamaba en español
“dictado”, y parece que es la misma etimología en el alemán “dichten” y “Dichtung”.
Así que si queremos llamar locura al estado de inspiración, exaltación o lucidez
nocturna en que nace el poema, de acuerdo, pues es verdad que en ciertos momentos
de inspiración un poeta puede estar, como se dice “fuera de sí” y en otro mundo
mientras dura la racha de la inspiración. En cambio, yo diría que el sueño y los
sueños sí que intervienen en la creación poética: El universo onírico marca casi
toda la poesía romántica alemana, y repercute con fuerza en la poesía de Eguren
y en el Surrealismo francés.
FM | Naturalmente,
concordamos en que la modernidad de la poesía peruana se define a partir de César
Vallejo (1892-1938) y José María Eguren (1874-1942). ¿Cómo se verifica hoy la presencia
de de ambos en esa poesía?
AF | En el Perú, como en toda América hubo desde los años 20
verdaderas constelaciones poéticas, lo que tú llamas “una multiplicidad de voces
que configura una sólida tradición poética”. Entre esas voces en el Perú están las
de César Moro, Xavier Abril, Oquendo de Amat, Enrique Peña Barrenechea, Martín Adán,
Emilio Adolfo Westphalen, nacidos todos entre 1903 y 1911 Resulta que los dos que
se quedan afuera de esas constelaciones son esos dos mayores que nacieron en 1875
(Eguren, junto con Lugones y Herrera y Reissig) y en 1892 (Vallejo, un año después
de Oliverio Girondo): son dos estrellas aisladas que en realidad brillan cada una
en su órbita. Eguren hizo un comentario elogioso de Los heraldos negros en una carta
al autor; Vallejo hizo una entrevista a Eguren, y después nada más. La poesía onírica,
simbolista, musical y evanescente de Eguren está en los antípodas de la manera barroca,
áspera, desgarrada y expresionista de Vallejo “sufriendo como sufr[e] del lenguaje directo del león” y que “quier[e] escribir pero se sient[e] puma”. En realidad los dos rompen el molde, pero
Eguren tuvo un ascendiente innegable sobre algunos de los poetas que le sucedieron
y que empezaron a escribir en los años 20-30 (Moro, Martín Adán, Westphalen entre
otros), no así Vallejo que estaba visiblemente en otra onda.
FM | Recuerdo
que Stefan Baciu situó a Eguren y a Huidobro como precursores del Surrealismo. Por
su parte, Westphalen decía de Eguren que “su actitud era opuesta a la del Surrealismo”,
y que “esto lo reconocía el próprio Huidobro, que siempre fue enemigo del Surrealismo”.
Al pensar en en el gran énfasis que la poesía de Eguren pone en la imagen, ¿le correspondería
esa condición precursora?
AF | Coincido totalmente con eso que dice Stefan Baciu y desde
siempre lo he pensado: Eguren, al contrario de lo que han dicho algunos críticos,
no es un modernista tardío, sino un adelantado de la poesía onírica y de la magia
verbal que practicaron los surrealistas franceses más de un decenio después, pero,
claro, sin el menor asomo de escritura “automática” ni de pertenencia a un grupo
o capilla. Era un solitario, como Vallejo a su manera, bien diferente de la de Eguren.
Yo diría que hay una presencia de Eguren en algunos poetas que le sucedieron, pero
no de Vallejo que, en realidad, rompe el molde, salvo quizás en Jorge Eduardo Eielson
que, sobre todo en su etapa romana, escribe una poesía del cuerpo, de la noche oscura
del cuerpo y las funciones fisiológicas, aunque él, en una entrevista que le hizo
Martha Canfield, niega toda vinculación con o todo ascendiente de Vallejo. Es, digamos,
su opinión…
FM | Eguren
habla de una “metafísica de la belleza”, lo que me lleva a indagar en qué se distingue
la tensión metafísica de su poesía de la que encontramos en Vallejo. Y sobre el
propio concepto de “literatura simbolista” que empleas en tu ensayo César Vallejo
entre la angustia y la esperanza. ¿Cómo observas esos dos aspectos, relacionando
las obras de ambos poetas?
AF | Creo que ya en el párrafo anterior contesto esta pregunta.
En los dos poetas hay, me parece evidente, una tensión metafísica, pero que en Eguren
es la de un hombre solo con la poesía y la belleza, sin ninguna aparente vinculación
con la religión ni con la política; no es el caso de Vallejo que tuvo siempre una
fuerte impronta católica que se mezcla incluso con su fe política en el marxismo
o en el comunismo. No hay que olvidar que César Vallejo nació en una familia ultracatólica
de la sierra del Perú y tuvo siempre un sentido religioso amalgamado con su fe o
su esperanza comunista y su obsesión de la redención del ser humano que ha de relizarse
en una especie de más allá de la historia, como sucede con muchos marxistas. Emilio
Adolfo Westphalen, quien siempre ha admirado mucho Trilce, pero ha mirado siempre
con reserva los aspectos que podríamos llamar metafísicos o religiosos de la obra
de Vallejo, me escribió un día, refiriéndose a éste: “No podrás negar que no se
puede ser impunemente nieto de dos curas españoles”. Y Vallejo era efectivamente
eso: nieto de dos curas españoles y de dos indias chimú. Y yo creo que esa herencia
la llevó siempre hasta el momento de morir en que, según su viuda, le dictó las
siguientes palabras: “Sea cual fuere la causa que tenga que defender después de
la muerte, tengo un defensor: Dios”.
FM | Hay una
multiplicidad de voces en el Perú que configuran una sólida tradición poética, a
ejemplo de Martín Adán, César Moro, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Germán Belli,
Javier Sologuren, Américo Ferrari, Jorge Eduardo Eielson e Blanca Varella. Con todo,
se trata de poetas nacidos en las tres primeras décadas del siglo pasado. ¿Hasta
qué punto esas generaciones se encuentran difundidas internacionalmente y qué voces
actuales crees que constituyan una continuidad relevante de esa tradición?
AF | Los poetas que citas son ya, en cierta manera, clásicos,
pero me parece que es bien poca la resonancia que puedan haber tenido fuera del
Perú y sobre todo en Europa (lugar donde la poesía anda muy de capa caída); de César
Moro salió hace algunos años, al cuidado de André Coyné, un libro de poemas en Madrid,
en edición bilingüe, que recoge buena parte de su obra surrealista; la obra poética
de Westphalen acabó por publicarla Alianza Editorial también en Madrid, a insistencia
muy insistente de José Ángel Valente, pero creo que ese libro cayó más o menos en
el vacío de la indiferencia por la poesía. La obra completa de Blanca Varela, para
mí una de las voces más impresionantes de la poesía contemporánea, ha salido recientemente
en una magnífica edición de Galaxia Gütemberg /Círculo de Lectores en Barcelona.
“Temo el quehacer que impone la lenta poesía”, dice un verso de Martín Adán: la
lenta poesía se difunde muy lentamente, y un poeta universal como Vallejo empezó
a ser publicado sólo veinte años después de su muerte. Después del decenio del cincuenta
Latinoamérica ha seguido produciendo muchos grandes poetas, desde México hasta la
Argentina, de norte a sur. Voces como las de Homero Aridjis en México, Eugenio Montejo
en Venezuela, Juan Manuel Roca en Colombia, Oscar Hahn y Pedro Lastra en Chile,
Jorge Boccanera en Argentina son insoslayables, sin hablar de la efervescencia poética
del Brasil, relativamente mal conocida por la malhadada ignorancia de la lengua
portuguesa que aqueja a nuestro continente. En cuanto al Perú, después de los grandes
poetas del decenio del 50 no se puede no mencionar a Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostrosa,
Eduardo Chirinos, José Mazzotti, Magdalena Chocano, Rossella di Paolo Ferrarini,
Edgar O’Hara, Alonso Ruiz Rosas, Armando Rojas, Ricardo Silva Santisteban, Carlos
López Degregori, Jorge Nájar, Edgar O’Hara, entre otros. Y cuántos otros que uno
no conoce o conoce poco por falta de difusión editorial. Pero lo que cuenta es que
todos estos poetas, todos los poetas que viven y se mueren, son la poesía y la poesía
es inmortal. Te agradezco, Floriano, el haberme dado la ocasión de decirlo para
una revista del Brasil.
FM | ¿Olvidamos
algo?
AF | No; sino que lo esencial está en el acto mismo de la poesía que es olvido de la circunstancia que lo cerca y visión oscura del centro que encandila la palabra: lugar donde todo cesa y donde uno se deja, como el alma de San Juan de la Cruz al fin de su peregrinación se deja y olvida su cuidado: “Cesó todo y dejéme / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.
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Escritura Conquistada – Poesía Hispanoamericana reúne ensayos, entrevistas, encuestas y prólogos de libros firmados por
Floriano Martins, además de muestra parcial de su correspondencia pasiva.
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- Escritura Conquistada - Poesía Hispanoamericana -
Floriano Martins
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