LAS
VANGUARDIAS EN CUBA
JDC | Según consenso de la
historiografía literaria cubana y extranjera que se ha ocupado del tema, el
punto más alto aunque tal vez no inicial de la vanguardia en Cuba es la
aparición, en 1927, de la revista de avance (el nombre en minúsculas forma
parte de la estética vanguardista de la publicación), que duró hasta 1930 y
fue, sin duda, el foro donde se quiso someter a debate intelectual el influjo
de nuevos enfoques conceptuales para lo literario y lo artístico y, por
supuesto, también para lo cultural en su sentido más amplio, incluyendo la
historia, la sociología, la ideología y la política. Fue editada por un curioso
equipo formado por Martín Casanovas, Francisco Ichaso, Juan Marinello, José
Zacarías Tallet (que apareció desde el segundo número en sustitución de Alejo
Carpentier) y Félix Lizaso (que se incorporó en el onceno por Casanovas,
expulsado de Cuba a raíz de un proceso gubernamental contra los comunistas).
La sola mención del
consejo editorial ofrece una idea de la flexibilidad ideológica de la publicación:
Carpentier, Marinello, Tallet, Casanovas, eran hombres de una izquierda que se
radicalizó hacia la militancia comunista, razón por la cual sus concepciones
del arte y la cultura diferían, a veces por sutilezas y a veces por motivos de
fuerza mayor, con las de Mañach, Lizaso e Ichaso, más inclinados al pensamiento
de la derecha, que tuvo tal vez en Mañach uno de sus mayores exponentes dentro
de la cultura cubana. Estas disparidades ideológicas son apreciables en el
decurso de los números de la revista, al punto de que en algunos aparecen
ensayos o reseñas antitéticas sobre temas cruciales del momento (el propio
concepto de vanguardia, el arte nuevo, el problema nacional, las relaciones con
las influencias foráneas), firmadas lo mismo por Marinello o por Mañach que por
otros colaboradores cubanos o extranjeros, los cuales ofrecen una visión
bastante plural y equilibrada (la mesura en la polémica parece ser una de las
piedras de toque fundacionales de la revista de avance) de los fenómenos y
abren siempre la posibilidad hacia un diálogo donde primen el respeto y la
dignidad.
Esta estrategia de
comunicación la ha abordado con profundidad la ensayista argentina Celina
Manzoni en su libro Un dilema cubano. Nacionalismo y vanguardia, merecedor del
Premio Casa de las Américas en 2000 y que es, a mi entender, el más enjundioso
acercamiento no solo a la revista de avance, sino al vanguardismo cubano en
sentido general. En él expone la autora un pormenorizado análisis de las
condiciones histórico-sociales de Cuba en el período y despliega la hipótesis
de que el desconocimiento mayoritario por parte de la historiografía literaria
hispanoamericana de los pormenores de la revista, así como la casi
imposibilidad de acceder a una colección completa de ella, ha impedido situarla
con justicia en un punto nodal dentro de las problematizaciones del
vanguardismo en América Latina y en las relaciones de este con Europa y los
Estados Unidos. Coincido con Celina Manzoni en que desde las páginas de esta
publicación se libraron importantes (aunque a veces solapados) combates acerca
de asuntos candentes como las reformulaciones de la lengua nacional, el
americanismo, el indigenismo, las manifestaciones de la cultura popular, el
negrismo, y, obviamente, acerca del dilema nacionalismo-vanguardia, a veces
manejado desde el ángulo nacionalismo-cosmopolitismo. Quizá el aspecto más
relevante a la hora de justipreciar a la revista de avance dentro del contexto
de las letras hispanoamericanas de la época sea recordar que en ella predominó con
creces la difusión del pensamiento, primero en las diversas formas de ensayismo
que contienen sus páginas, segundo, en la antedicha actitud autopolemizadora
que propuso y, por último, en el desarrollo posterior de sus principales
impulsores: Marinello y Mañach, dos ensayistas de primera magnitud (incluso
asumiendo los enfoques discutibles a que los llevaran sus disímiles
inclinaciones ideopolíticas).
Sería importante
acotar las peculiaridades políticas de Cuba en el período de 1902 a 1930, que
la diferencian del resto de los países del continente. Apenas superado el
trauma de alcanzar tardíamente la independencia de España (1898) tras una
jugarreta geopolítica (la llamada Guerra Hispano-cubano-norteamericana) que
echó por tierra las aspiraciones independentistas más auténticas (el ideal
martiano de una república “con todos y para el bien de todos”), se abrió la
puerta a lo que algunos literatos definieron como una república de “generales y
doctores” en la cual el sainete politiquero, recrudecido con la temprana
penetración imperialista norteamericana en la vida nacional, convirtió en un
fracaso muy visible el proyecto político republicano, y comenzaron a producirse
los signos de una radicalización patriótica e ideológica (la Protesta de los
Trece, la creación del Grupo Minorista, la fundación de la Agrupación Comunista
de La Habana y más tarde del Partido Comunista de Cuba, la de otras
organizaciones de nuevo cuño como Falange de Acción Cubana, Hermandad
Ferroviaria, Conferencia de Estudiantes de Cuba, Universidad Popular José
Martí, Liga Anticlerical de Cuba, y la celebración de congresos como el Primer
Congreso Nacional de Mujeres, el de Estudiantes Revolucionarios, el Congreso
Local de la Federación Obrera de La Habana) que desembocaría en la fallida revolución
de 1930, entre cuyos protagonistas se cuentan numerosos miembros de la
vanguardia artística y literaria.
Todas estas
condiciones facilitan que sean muy profundos en el caso cubano los nexos entre
vanguardia artística y vanguardia política, que influyeran en aquella con
cierta fuerza las ideas del marxismo también patentes en otras manifestaciones
del vanguardismo americano como Amauta, la revista peruana que dirigía José
Carlos Mariátegui, y que se fuera configurando un nuevo tipo de intelectual altamente
politizado (aunque muchos se esfuercen en enmascararlo como Mañach, por
ejemplo) que buscó en la figura de Martí su prototipo para la acción civil y
literaria (quizá Rubén Martínez Villena sea el modelo más claro en la época,
pero también se puede pensar en el patrón martiano ante los desenvolvimientos
cívicos e intelectuales de Raúl Roa y Nicolás Guillén, primero, y Cintio Vitier
y Roberto Fernández Retamar después).
Con respecto a la
segunda parte de la pregunta, creo que el ambiente cultural cubano, en contra
de lo que piensan algunos de los estudiosos de nuestra cultura, era bastante
diverso, aunque tal vez no tan rico en logros literarios como pudo serlo el de
Argentina, México o Brasil. Para los ya citados estudiosos, la frustración del
proyecto de república, por un lado, y la muerte temprana de nuestros mayores
poetas del momento (José Martí y Julián del Casal), por el otro, hicieron que
los primeros años del siglo XX mostraran un marasmo intelectual que se
manifestó en una larga entronización de los epígonos del Romanticismo y del
Modernismo, solo sacudida por la aparición en 1913 de Arabescos mentales de
Regino Boti, de Ala de Agustín Acosta en 1915 y de Versos precursores de José
Manuel Poveda en 1917, adalides de la labor innovadora que facilitó luego el
advenimiento de las vanguardias. No obstante, sería justo señalar que hubo
además logros parciales en la novelística de autores como Jesús Castellanos,
Carlos Loveira, Miguel de Carrión y José Antonio Ramos; y en la ensayística de
algunos provenientes del siglo anterior (Enrique José Varona y Manuel Sanguily,
sobre todo) y de otros contemporáneos y fortalecedores del clima cultural de
las vanguardias en tanto hálito de renovación cultural, aunque tal vez no todos
“combativos” como la beligerancia del término requería (Fernando Ortiz, Emilio
Roig de Leuchsenring, Ramiro Guerra y el propio José Antonio Ramos, me parecen
los más notorios). No debe olvidarse tampoco la existencia de publicaciones
relevantes, sobre todo en el concepto revista, como Cuba Contemporánea, Revista
Bimestre Cubana, Social y Carteles, que de una u otra forma resultaron
vehículos de expresión para el análisis de la realidad nacional y de
inquietudes intelectuales de ánimo progresista, como reconocería el mismo Juan
Marinello.
También sería injusto
no consignar la existencia de otras publicaciones cubanas entre las que merece
especial distinción Orto (1917-1958), dirigida por Juan Francisco Sariol en
Manzanillo y órgano fundamental del Grupo Literario de esa ciudad. Orto jugó un
papel apreciable en la difusión de la modernidad en el ámbito cultural cubano.
Autores como Nerval, Laforgue, Moréas, Samain, Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire,
Wilde, D’Annunzio, Valéry, Verlaine, Jacob, Barbusse, y otros, aparecían con
frecuencia en sus páginas, así como los brasileños Graça Aranha, Bilac y Oswald
de Andrade, o los mexicanos vinculados a la revista Contemporáneos. De igual
modo, aunque con mucha menor intensidad, la revista Antenas (1928-1929), de
Camagüey, promovió las nuevas propuestas ideoestéticas de la vanguardia y abogó
por la creación de una nueva sensibilidad para apreciarlas, como mismo hicieran
atuei (1927-1928), los grupos Per Se y H en Santiago de Cuba, y hasta el más
bien reaccionario Diario de la Marina en su Suplemento Literario Dominical,
dirigido entre 1927 y 1930 por José Antonio Fernández de Castro.
FM | Los movimientos locales, ¿estaban de acuerdo con las ideas de las
vanguardias europeas correspondientes o acaso agregaban algo distinto?
JDC | En realidad, no me
atrevería a afirmar que hubiera en Cuba movimientos locales bien definidos al
estilo del Futurismo, el Dadaísmo, el Surrealismo, el Simultaneísmo y otros
ismos de los muchos que propone Mario de Michelli en su clásico Las vanguardias
artísticas del siglo XX, o de aquellos que clasifica y describe Guillermo de
Torre en su Historia de las literaturas de vanguardia. De paso, tampoco comulgo
con la idea de que estos ismos europeos estuviesen del todo “bien definidos”,
pues salvo las posturas de algunos jefes de escuela como Marinetti o Breton,
mejor afincados en la idea de la estética como secta que terminó por enquistar
las ganancias de la constante revolución que propugnaban, es de difícil
clasificación la postura de muchos poetas que se movieron entre variadas búsquedas
(Apollinaire, Cendrars, Char, Michaux, Eliot, Pound, Benn, Brecht, Celan,
Pessoa, Jorge Guillén), seguro por considerar que cualquier militancia estrecha
en los preceptos de una escuela o tendencia no conducía a otra cosa que a la
limitación de las libertades conceptuales y formales que las vanguardias
pretendían desautomatizar.
Esto tal vez merezca
explicarlo más. Lo intentaré. A mi juicio, el Futurismo, signado por el
movimiento, por la velocidad, no podía generar producto literario de carácter
perdurable (sus principales aportaciones, de hecho, están en el plano de las
artes plásticas), a excepción del Manifiesto futurista, que sobrevive en
calidad de plataforma (siempre con el marcado signo político consustancial a
las vanguardias y, me atrevería a afirmar, a muchas vertientes de la poesía de
la ruptura en sus disímiles manifestaciones), de programa que se estrella
contra su propio dogmatismo para encasillar la creación. Algo similar le ocurre
al Dadaísmo (que, por suerte, tenía un signo político inverso, más bien hacia
la izquierda), cuyo perenne veredicto de muerte a la retórica, algo que debía
ser la esencia del arte si comportara la sagacidad suficiente e hiciera
florecer al arte en sí, terminó por aniquilarlo al confundirlo con la retórica
misma. También el Dadaísmo es hoy un gesto, las pocas páginas de un documento
donde Tzara se encuentra siempre muy simpático y nos ofrece la fórmula para
crear poemas, o los poemas que el propio Tzara escribió y que sobrepasan, con
mucho, los presupuestos del Dadaísmo y lo avecinan sospechosamente al
Surrealismo o a una jugosa corriente ecléctica que integra variados sondeos
vanguardistas de la época.
El caso del
Surrealismo posee matices diferentes. Según mi entender, era más sólida su
plataforma socio-política, su intento de conciliar la libertad individual
(Freud) con la libertad social (Marx), y también más artística su exploración
en el universo onírico y su propuesta del automatismo psíquico puro como método
para la creación literaria. Solo que lo lastró la militancia excesiva dentro de
los cánones de la escuela, la tiranía de una retórica que no perdonaba
liviandades conceptuales y denostaba a cualquier apóstata tentativo o confeso.
Al cabo, se desgajaron de él sus dos autores fundamentales entre los fundadores,
el poeta Paul Eluard ⎼quien
evolucionó hacia formas más personales de expresión que transitaron desde los
versos políticos de Poesía y verdad (1942) y En el rendez-vouz alemán (1944),
hasta un sereno lirismo coloquial patente en poemarios como Cuerpo memorable
(1947) o El Fénix (1951)⎼ y
el novelista Louis Aragon ⎼que
se decantó por una literatura más comprometida desde el punto de vista
político, algo que el surrealismo tampoco logró alcanzar cuando se le volvieron
irreconciliables Marx y Freud⎼; y
también disintieron otros escritores llegados después, como René Char o Henri
Michaux (para mí, los mejores poetas vinculados directamente con el
movimiento). Era de suponer. A pesar de las lanzas que Aragon rompiese en
Tratado de estilo (1928) con la intención de exponer los intríngulis del
automatismo, este contenía un alto componente mecánico, que podía conducir con
facilidad por el camino contrario a la expresión artística, y tal fue la
barrera contra la cual chocaron las agudas inteligencias de Eluard, Char,
Michaux y Aragon mismo, hasta el punto de prescindir del método y de la
corriente. Eso sí, es innegable la importancia del Surrealismo como elemento
para desintoxicar la conciencia artística, y es indiscutible, igual, la forma
en que marcó a muchos de los principales poetas latinoamericanos del siglo xx
(Neruda, Vallejo, Paz, Lezama, Enrique Molina), hasta el punto de constituir el
motor impulsor del pensamiento artístico y literario en muchos de ellos.
Siempre he pensado
que, en el caso cubano, el producto concreto de las disquisiciones ensayísticas
que poblaron las páginas de la revista de avance apenas se vio materializado en
obras poéticas de valor literario perdurable. Los poemas de Surco y Pulso y
honda, de Manuel Navarro Luna, o de Nosotros, de Regino Pedroso, pueden ser
considerados lo mejor dentro de esa línea en la poesía cubana (aquí me refiero
a lo que sospecho estrictamente apegado a los cánones vanguardistas; más
adelante comentaré los textos producidos bajo el influjo de las vanguardias que
sí me parecen hallazgos notables para la tradición lírica nacional), aunque
para mi gusto no pasan de nobles intentos por despercudir nuestra poesía,
dotándola de un hálito moderno (hilos telegráficos, máquinas, exaltación al
trabajo, etc.) que no funcionó, en Navarro Luna por el excesivo énfasis
declamatorio que se deja entrever tras la nota vanguardista, como si aún
quedaran deudas con la musicalidad posmodernista de sus versos iniciales, y en
Pedroso casi por idénticas razones (el retintín parnasiano del para mí superior
La ruta de Bagdad), a pesar de sus mayores dotes como poeta; dotes que
condujeron la poesía de Pedroso hacia la veta reflexiva y ontológica de El
ciruelo de Yuan Pei Fu, en tanto Navarro Luna no pudo rebasar la euforia
versológica salvo en contadas excepciones como la Elegía a Doña Martina.
Por desgracia, nuestra
crítica literaria ha sido excesivamente conservadora en su apreciación de las
vanguardias dentro de la historia de la poesía nacional. Esto ha conducido a
que se extravíe un poco en la organización de los poetas del período bajo
etiquetas ordenadoras que crean compartimientos estancos (poesía negrista,
social, pura) en los cuales, mejor que peor, son agrupados los autores. Baste
mirar libros como Lo cubano en la poesía de Vitier, La poesía contemporánea en
Cuba de Fernández Retamar, o Historia de la literatura cubana (tomo II), de
varios investigadores, para constatar una postura seguida, de modo general, por
el resto de los historiadores y críticos. Es cierto que llevan razón en que la
poesía negrista, la social y la pura son claros ejemplos de la relectura, un
tanto tardía y sociologizante pero relectura al fin y al cabo, de los
principales ismos europeos y americanos, cuyos procedimientos titilan de vez en
vez en Regino Boti, Manuel Navarro Luna, Regino Pedroso o el Nicolás Guillén de
Motivos de son, poemario que ha sido catalogado por casi todos los estudiosos
como el más típicamente vanguardista de su obra. Sin embargo, bastaría revisar
los orígenes de la llamada poesía pura cubana (los primeros libros de Eugenio
Florit y Emilio Ballagas y algunos de Mariano Brull a partir de Poemas en
menguante, de 1928) para entrever que esta vertiente era casi un fenómeno
antivanguardista, pues provenía por línea directa de los intentos de Paul
Valéry de buscar en las formas clásicas, en el minucioso cuidado de las leyes
filológicas, en el empleo de arcaísmos y términos lexicales de raigambre local,
un bastión de resistencia contra los excesos de los ismos vanguardistas.
Acusaba, además, el influjo de poetas españoles como Juan Ramón Jiménez y,
sobre todo, Jorge Guillén, cuyo intento de extraer las esencias surrealistas
del barroco gongorino para luego despojarlo de su retórica intrínseca gracias a
la mezcla con los mundos inefables de san Juan de la Cruz (en lo divino) y de
Gustavo Adolfo Bécquer (en lo onírico), hacen de cierta porción de su poesía un
producto nutrido por las vanguardias pero que las supera ampliamente dentro de
la también efímera presencia de estas en la poesía española. La zona de Cántico
en que predominan el soneto y la décima afrancesada dejó impronta visible en
Trópico de Florit y en casi toda la obra de Brull, bastante apegada a los
metros tradicionales y a una concepción metafísica de la belleza que poco tiene
de vanguardista.
Curiosamente, la
avanzada ideológica de nuestra vanguardia, la revista de avance, fue muy
tildada de hispanismo en su momento. Es cierto que la importancia de Ortega y
Gasset en las visiones culturales de Mañach o la prosa más bien castiza de
Marinello (y la del propio Mañach) parecen apuntar en esa dirección; pero
recordemos que en la participación de los redactores de la revista en la
polémica del Meridiano Intelectual de 1927, a la hora de rebatir las
aseveraciones de Guillermo de Torre desde La Gaceta Literaria de Madrid acerca
de que esta ciudad era el referente intelectual de nuestro continente, a través
del editorial “Sobre un meridiano intelectual”, estos optan por una postura
doblemente polémica: le recuerdan a Madrid que la influencia de París que
pretenden rechazar también los toca y los transforma, pero a la vez le
reprochan a los líderes de la argentina Martín Fierro el intentar pasar por
alto el detalle de la lengua común en aras de una improbable independencia
lingüística (¿el lunfardo del apócrifo Ortelli y Gasset?).
Lo que me llama la
atención en este punto es la claridad del pensamiento expresado en la revista
de avance cuando llama la atención sobre el cosmopolitismo intelectual y se
opone a cualquier estrecha limitación, proponiendo que el archidebatido
meridiano unas veces estaría en París, otras en Londres y otras, incluso, en
Madrid, porque “hay que estar dispuestos para el viaje de circunvalación”. No
vacilo al afirmar que esa posición cosmopolita viene dada por el rescate que
hizo la vanguardia cubana del legado de José Martí como poeta moderno antes que
como prócer político, aunque sin desdeñar en absoluto esta arista de su
desempeño histórico y convertirla en ejemplo para la conducta pública de muchos
hombres de la vanguardia (ya hablé de Villena, pero también puedo mencionar a
Julio Antonio Mella). Para ellos son esenciales las enseñanzas del Martí poeta,
un autor que anunció, cultivó y superó las principales directrices del
modernismo, razón por la cual es imposible inscribirlo en una estrecha
calificación modernista, lo que hace de él un raro, un solitario sin estirpe
visible ni descendencia apreciable. Desde luego, no es una lectura del todo
cierta: Martí vio clara antes que Darío la necesidad de abrir los horizontes de
referencia para nutrir a la poesía hispanoamericana y se afincó en disímiles
maestrazgos españoles, franceses y norteamericanos (Baudelaire y Whitman se dan
en él la mano con Quevedo, Gracián y fray Luis de León); y sí tuvo una
descendencia en la poesía cubana, solo que posterior al instante en que lo
“construyen” los vanguardistas para el discurso nacional, pues la impronta de
su poesía y de su visión integradora de la cultura está muy presente en las de
origenistas como Lezama, Vitier y Fina García Marruz por solo citar a los más
conocidos. En su esclarecedor ensayo, Celina Manzoni abunda en los detalles de
la construcción que hicieran de Martí los vanguardistas cubanos en su afán de
escribirlo o reescribirlo, actitud en la que descuellan al menos tres de los
redactores de la publicación (Mañach, Marinello y Lizaso), y va enumerando y
analizando las variadas maneras en que llevaron a cabo esta estrategia ya
fueran estos autores u otros como Mella, Alfonso Hernández Catá (proveniente de
una promoción anterior) y Raúl Roa. Al final, veo en esta apertura conceptual
de Martí enunciada por los vanguardistas, la posibilidad de que la mejor poesía
cubana de la época (Florit, Brull, Ballagas, Guillén), se abriera sin desdoro a
múltiples influencias foráneas tratando de conservar a un tiempo los vínculos
con lo mejor de la tradición española (Quevedo, el Góngora recién descubierto,
Juan Ramón Jiménez, Lorca, Alberti, Jorge Guillén) y nacional (el propio Martí,
Heredia, Casal).
FM | ¿Qué relaciones mantenían estos mismos movimientos con las corrientes
estéticas de los demás países hispanoamericanos?
JDC | El conocimiento de lo
que pasaba en el resto de América era amplio entre los hombres de la vanguardia
cubana, porque, en el fondo, y pese a que ciertas historiografías literarias
han querido mostrarnos a las vanguardias americanas como movimientos nacionales
(y nacionalistas) desgajados e inarmónicos, cuando no efímeros y estériles,
parece haber sido cosa común el intercambio de publicaciones y cartas entre los
principales núcleos de la nueva sensibilidad en el continente. La sola lectura
de la revista de avance nos relevaría de tener que demostrar esta afirmación.
En ella se hace mención, ya sea como inventario de libros y revistas recibidos,
ya sea desde la reseña o el ensayo polemizador, de las más representativas
insurrecciones vanguardistas del continente. Martín Fierro, Contemporáneos,
Amauta, Revista de Antropofagia y revista de avance, pese a las diferencias en
la profundidad y violencia de sus concepciones vanguardistas y en las
enunciaciones de sus respectivos discursos, tienen demasiados rasgos
coincidentes como para desechar la audaz idea de Celina Manzoni (que parte de
consideraciones de historiadores y críticos literarios como Hugo Verani, Nelson
Osorio o Jorge Schwartz) de ver al vanguardismo “como un movimiento que se
postula como lenguaje crítico de la sociedad, y en el que confluyen el análisis
histórico y el análisis cultural”. Esta hipótesis ofrece la comodidad de leer
al vanguardismo desde sus confluencias (el momento histórico, la existencia de
una conciencia estética y una conciencia social comunes capaces, al decir de
Manzoni, de “constituir una cultura nueva a partir de la ruptura de la
tradición, e incluso, de reinvención de la tradición”), pero también la de
seguir leyéndolo desde sus particularidades nacionales en tanto vanguardias
argentinas, mexicanas, brasileñas, peruanas, cubanas, y etc.
Ahora bien, en buena
ley, no hay en Cuba visibles influencias del Creacionismo de Huidobro, del
Ultraísmo argentino, del Postumismo dominiciano, del Diepalismo, el Euforismo,
el Noísmo y el Atalayismo puertorriqueños, o del Estridentismo mexicano;
tampoco se aprecian los ecos de Trilce de Vallejo, de Cinco metros de poemas de
Oquendo de Amat, o de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Girondo,
al menos entre los autores tradicionalmente entendidos como vanguardistas.
Incluso, la obra poética de los integrantes del grupo Contemporáneos, a mi modo
de ver, no encontrará resonancia en nuestra lírica hasta la aparición del grupo
Orígenes y su definitiva organización alrededor de la revista homónima que, de
cierta manera, cultivaba también una actitud apolítica, esteticista y
europeizante, al menos a primera vista.
En fin, reitero la
aseveración de que a pesar de conocer, al menos en los presupuestos generales
(o tal vez en los más epidérmicos), el resto de las indagaciones vanguardistas
del continente, los poetas cubanos no se lanzaron a la exploración de las
variantes comunes de la nueva poesía y fomentaron la creencia tan difundida
entre la crítica de que el vanguardismo llegó tarde a Cuba. En realidad, en
fecha tan temprana como el 11 de abril de 1909 Emilio Bobadilla publica en El
Fígaro de La Habana su artículo “El futurismo”, donde da cuenta de los derroteros
estéticos fundamentales de Marinetti, a saber: el “insomnio febril, el paso
gimnástico, el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo”. Vale la pena
recordar el detalle de que esta publicación difiere en apenas seis días del
texto rubendariano “Marinetti y el futurismo”, aparecido en La Nación de Buenos
Aires el 5 de abril de 1909. Asimismo, El Fígaro da a conocer en 1913 tres
nuevas aproximaciones a la escuela europea, una del guatemalteco Enrique Gómez
Carrillo (“La tipografía futurista”) y otras dos del peruano Francisco García
Calderón (“Sobre el futurismo” y “Sobre el arte futurista”). Claro, esta
información no repercutió en ningún sentido entre los poetas cubanos que o bien
la pasaron por alto en medio de sus batallas personales por sobrevivir la
crisis que en los órdenes político y económico asolaba al país y se hacía
sentir en los estratos culturales, o bien la desestimaron porque en esa hora no
les pareció algo digno de tener en cuenta.
FM | ¿Qué aportes significativos de las vanguardias fueron incorporados a la
tradición lírica y cuáles son sus efectos en los días de hoy?
JDC | Tengo la certeza que
los aportes más significativos de las vanguardias en el plano de la lírica
tienen que ver, en primer término, con la idea de una perenne desautomatización
de las poéticas que convierte el arte de la poesía en una prescindencia y una
superación dialéctica constantes de los estadios anteriores. Además,
incorporaron la renuncia al uso racional del lenguaje, de la sintaxis lógica,
de la forma declamatoria y del legado musical presente en la rima, el metro y
los moldes estróficos, en aras de beneficiar el uso continuo de la imaginación,
la imagen insólita, la visionaria, las nuevas disposiciones tipográficas y una
manera discontinua y fragmentada de entender el mundo y la poesía, que hace de
la simultaneidad el principio constructivo esencial. Fatalmente, a los críticos
de poesía en Cuba les ha faltado la agudeza de no simplificar las vanguardias
al Futurismo, el Dadaísmo, el Ultraísmo y el Surrealismo y mirar con mayor
cuidado hacia esa otra zona del vanguardismo que dio, incluso, frutos más
subversivos y duraderos para la lírica universal: el Simultaneísmo. Por eso tal
vez no han apreciado que los auténticos productos del vanguardismo cubano no pertenecen
a la coyuntura gestual de la gestación del pensamiento vanguardista, sino a una
etapa superior de maduración estética y están presentes en textos posteriores
como Muerte de Narciso (1937) de José Lezama Lima y “Elegía a Jesús Menéndez”
(1951) de Nicolás Guillén.
No resiste ninguna
objeción el hecho de que en el poema de Lezama subyacen influencias como
Góngora, Valéry, Perse, Milozc y Eliot, todos emparentados con la vanguardia de
uno u otro modo, ya sea en las concomitancias barroco-surrealismo (la conciencia,
en ambos, de una crisis perceptible en los agudos contrastes sociales, el
hambre, la guerra, la miseria; la insistencia en el tema del sueño y la duda
sobre los límites entre apariencia y realidad; y, desde el punto de vista
estético, el favorecimiento de la búsqueda de la novedad y de la sorpresa, el
gusto por la dificultad, vinculada con la idea de que si nada es estable, todo
debe ser descifrado, y la noción de que en lo inacabado y en la exploración
perenne reside el supremo ideal de una obra artística), o en la libre fluencia
de imágenes que se superponen y confunden y conforman el cuerpo resistente del
poema desde sus disímiles planos yuxtapuestos. Esta actitud estética de Lezama
se fue a su vez decantando y profundizando y regaló a la lírica cubana varios
libros más perturbadoramente vanguardistas cuyo eslabón superior esté, quizá,
en Dador (1960), en el cual Lezama se adentra, encima, en la prosa y juega con
los límites tradicionales entre esta y la poesía, haciendo gala de una
contaminación intergenérica que luego será muy del gusto de la neovanguardia
cubana.
En Los hijos del limo,
Octavio Paz dedica numerosas páginas a analizar el surgimiento y la pervivencia
del Simultaneísmo en la poesía occidental. Revisa los orígenes simbolistas de la
tendencia y cita a Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud y Laforgue, y luego
a Claudel y a Valéry. Por ese camino llega a Apollinaire, a Reverdy y a
Cendrars, principales exponentes en lengua francesa del empleo de la
yuxtaposición como método compositivo. Y finalmente, arriba a los dos grandes
herederos del Simultaneísmo en lengua inglesa: Ezra Pound y T. S. Eliot, de
quienes afirma que lo emplearon “no para expulsar a la historia de la poesía
[cómo explica que hiciera Reverdy] sino como el eje de reconciliación entre
historia y poesía”. Y concluye:
El gran descubrimiento de Pound –adoptado también,
gracias a sus consejos, por Eliot en The Waste Land– fue aplicar el
Simultaneísmo no a los temas más bien restringidos, personales y tradicionales
de Apollinaire sino a la historia misma de Occidente. La grandeza de Pound y,
en menor grado, la de Eliot –aunque este último me parezca, finalmente, un
poeta más perfecto– consiste en la tentativa por reconquistar la tradición de
la Divina Comedia, es decir, la tradición central de Occidente. Pound se
propuso escribir el gran poema de una civilización, pero –make it new!–
utilizando los procedimientos y hallazgos de la poesía más moderna.
Reconciliación de tradición y vanguardia: el Simultaneísmo y Dante, el Shy-King
y Jules Laforgue. En suma, el Simultaneísmo tiene dos grandes momentos, el de
su iniciación en Francia y el de su mediodía en lengua inglesa. Semejanza y
contradicción: el método poético es el mismo pero insertado en ideas distintas
y antagónicas de la poesía. ¿Y en español?…
Octavio Paz responde a
esta pregunta con los nombres de Vicente Huidobro (en sus primeros poemas) y de
José Juan Tablada (en “Nocturno alterno”). Aquí podría incluirse, sin temor, la
“Elegía a Jesús Menéndez” de Nicolás Guillén, aunque el conservadurismo
político y las reservas de Paz para con el proceso social cubano le hayan
conducido a juzgar con excesiva dureza a sus escritores, o a hacer el más
lamentable silencio acerca de las virtudes de sus libros. Quizá en ningún otro
poema escrito en Cuba antes o después de este se pueda apreciar con tanta
nitidez la reconciliación entre tradición y vanguardia y entre historia y
poesía. Por una parte, los epígrafes que apuntan al Barroco (citas de Góngora,
Lope), a la épica (Ercilla, el poema del Cid), al Modernismo (Rubén Darío), o
al aprovechamiento literario del lenguaje bursátil (ya insinuado por el poeta
Ángel Augier en “Invierno tropical” o “Estampa de viaje”, compuestos entre 1933
y 1939). Por otra, la asunción de la polimetría, el texto en prosa, el verso
libre, el versículo, formas muy distintas entre sí y representativas de
estadios diferentes en el decurso de la poesía en lengua española desde sus
orígenes hasta hoy. Y, por último, en la tentativa de rescatar el legado de
Occidente a partir de los Evangelios y no de la Divina Comedia, pues usa los
pasajes bíblicos no solo al servicio de lo socio-político, sino que
recontextualiza el propio sabor subversivo de la Biblia en contra de las
discriminaciones de credo, raza o procedencia social, ya que en la equiparación
de Menéndez con Cristo subyace también la propuesta inversa: que el carpintero
propugnador de una nueva fe basada en el amor y en la sinceridad moral pueda
ser leído como Hijo de Dios pero también como un simple Hijo de Hombre cuya
Parusía ocurrirá cada vez que un líder justo y honesto se oponga al poder
indiscriminado y a la injusticia social y entregue su vida por tal causa.
Después de 1959 la poesía escrita y publicada en Cuba se inclinó con
fuerza hacia los usos del conversacionalismo y el coloquialismo, dándole una
mayor prioridad a la idea de pertenecer a una vanguardia política que, por
fuerza, debía llevar implícita la condición de ser una vanguardia artística.
Debo aclarar que empleo los términos conversacionalismo y coloquialismo en el
mismo sentido que lo hace el estudioso Virgilio López Lemus; es decir, el
conversacionalismo como un tono existente en la poesía cubana casi desde su
nacimiento, y el coloquialismo como una corriente que cobra auge a principios
de la década del ‘60 y se mantiene vigente como “norma” poética hasta bien
entrados los ‘80. Por desgracia, la pertinaz presencia del coloquialismo ha
sido la retórica más larga de nuestra expresión poética, pues duró ⎼como forma casi exclusiva de entender y escribir la
poesía, al menos de modo oficial, o sea, respaldada por publicaciones, premios
y normativas ideopolíticas de todo tipo⎼ cerca de veinte años, abarcando a autores de varias promociones (los
de la llamada generación del cincuenta y los de la generación de El Caimán
Barbudo en sus dos hornadas). Adoptado por unos como forma esencial de
expresión (Rolando Escardó, Rafael Alcides, Domingo Alfonso, Luis Suardíaz) y
por otros cual búsqueda de cotos individuales (Roberto Fernández Retamar, Fayad
Jamís, Pablo Armando Fernández), el coloquialismo fue prácticamente mayoritario
en los autores de esta generación. Si a eso le añadimos que los tonos
conversacionales de Eliseo Diego y Fina García Marruz se hicieron más abiertos,
que Samuel Feijóo sufrió el peso de Escardó en su Faz, y que hasta el hermético
Lezama comulgó con la variante conversacional en muchos poemas de Fragmentos a
su imán, no podemos vacilar en la afirmación de que la corriente coloquial
pareció predominar de modo casi absoluto. Con escasas salvedades (Wichy
Nogueras, Lina de Feria, Delfín Prats), el mismo panorama se aprecia en los
poetas siguientes en orden cronológico, con el agravante de una más férrea
programatización ideopolítica, que los condujo a adentrarse sin retorno en el
laberinto de una retórica epigonal donde primaba el aspecto sociológico de la
literatura y había una insuficiencia total de indagación ontológica o
metafísica.
No es hasta la década
del noventa del pasado siglo que la perspectiva agonal de la literatura
comienza a dividir el campo en una más o menos generalizada supremacía de la
corriente coloquial, los modos conversacionales, y los epígonos de ambos,
entendidos por mí bajo el rótulo de nuevo romanticismo, por una parte, y el
empuje de al menos dos intentos visibles de superación por la otra: el
neomodermismo y la neovanguardia. Aquí quizá deba detenerme un poco. Octavio
Paz afirmó en La llama doble que, a partir de los años 50 del siglo xx, si bien
no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún
gran moviendo estético o poético después del Surrealismo, sino que hemos tenido
revivals (“neoexpresionismo”, “transvanguardia”, “neorromanticismo”),
derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita,
respectivamente, el Pop-art, la Beat generation y el Existencialismo), que dan
la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la
trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor.
De modo general, suscribo sus tesis, y propongo su aplicación a la historia de
la poesía nacional. Si convenimos en Lezama como nuestro último surrealista,
nuestro último gran exponente de un cierto tipo de vanguardia, podremos
deslindar un camino que, a grandes trazos, nos lleve, después de él e incluso
sin dejar de admitir la emergencia de poetas valiosos, no hacia el
descubrimiento de corrientes en verdad nuevas, y sí hacia revisitaciones del
siglo xix o de los albores del xx: nuevo romanticismo, neomodernismo y
neovanguardia.
Insisto en aplicar el
término nuevo romanticismo para no confundirnos con el ya conocido
neorromanticismo ⎼a mi juicio incluido
dentro del anterior⎼
manifiesto en los poemas de Crepusculario o Veinte poemas de amor y una canción
desesperada de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y
ulteriores, se halla en cierta zona de la poesía de Carilda Oliver Labra,
Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El
nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social
propia de esta tendencia durante el xix, de signo muy marcado en América (en la
poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y además la vuelta a los
ideales de Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del
hombre. O las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que
en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años
ochenta. Y acoto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del
romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo,
la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la
ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo
inglés, o de Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos
del progreso. Alex Pausides (Aquí campeo a lo idílico) y Roberto Manzano (Canto
a la sabana) son, a mi juicio, las dos voces fundamentales de esta leve
sacudida que, ya desde los años ‘70, pretende regresar a la tierra, a la mirada
y al habla del niño para representar la patria, la historia y hasta la propia
poesía.
Me atrevo a hablar de
neomodernismo y neovanguardia en medio de una ola creciente de posmodernidad
entrevista al calor de una edad contemporánea cada vez más polarizada, global e
interdependiente, con fuerte tendencia a la universalización de la civilización
occidental (tecnología de punta, liberalismo, imposición del modelo social a
otras civilizaciones) y, a la vez, caracterizada por la presencia de esas otras
civilizaciones que, ante la inminencia de homogeneización, reivindican sus
propias identidades y ejercen su derecho al equilibrio cultural, económico y
político. El caso de Cuba, por no ir muy lejos, donde se ha instituido una
labor de rescate de la identidad, un bastión de resistencia ante la
despersonalización y la disolución de la responsabilidad, características que,
al decir de Lyotard, conforman una multiplicidad de estilos posmodernos que
atacan los conceptos de arte y lenguaje y, a la postre, abren la puerta a una
modernidad de altos vuelos que completa a la posmodernidad.
Entonces no resulta
descabellado hablar de neomodernismo en el contexto cubano. En su ensayo
“Modernismo, 98, subdesarrollo”, Roberto Fernández Retamar enumera algunas de
las condiciones de América Latina en las postrimerías del xix que facilitaron
el origen del Modernismo, a saber: el subdesarrollo, la rebeldía y la necesidad
de injertar al mundo en nuestra realidad. Perfecto. Mientras hoy España y los
demás países hispanoamericanos generadores de sólidos movimientos poéticos en
el xx (México, Argentina, Chile, Colombia) avanzan hacia el liberalismo
político, económico e intelectual, Cuba insiste en el socialismo como sistema,
con una variante que intenta superar los errores del llamado socialismo real de
Europa del Este, pero cuyas limitaciones económicas (a las cuales se suma el
bloqueo norteamericano y otras leyes de carácter sociopolítico como la
Helms-Burton y la Torricelli) mantienen al país en un estado de tensión
administrativa que está más cerca del llamado tercer mundo que del ya mentado
primero, desigualdad que refuerza la antes aludida faena de resistencia
mediante el rescate de la identidad cultural. La rebeldía literaria también es
perceptible en estos autores que, a mi juicio, desembocan en el neomodernismo
cubano (el Raúl Hernández Novás de Al más cercano amigo y Sonetos a Gelsomina;
el Ángel Escobar de Epílogo famoso y Allegro de sonata; el Roberto Manzano de
Canto a la sabana, Puerta al camino, El hombre cotidiano y El racimo y la estrella,
el Rafael Almanza de Libro de Jóveno y El gran camino de la vida; así como
Francis Sánchez, José Manuel Espino, Ronel González o Carlos Esquivel), pues
protestan contra la corriente coloquial y su vulgarización de la literatura, lo
mismo que rechazan una tal vez excesiva politización de la vida literaria y de
la exégesis de nombres y zonas claves de nuestra poesía (José Martí, Nicolás
Guillén, la poesía negra, la social, la de barricada). Y en cuanto a injertar
el mundo en la realidad cubana, ni hablar. Almanza y Manzano son, creo, dos de
nuestros mayores estudiosos del legado martiano tanto en lo referente al
pensamiento poético como político y económico, aparte de que ellos y otros han
emprendido una reconquista que incluye a Casal y a Darío y a múltiples poetas
de la lengua española, cultivadores excelsos de los metros y formas estróficas
“tradicionales” (Garcilaso, Góngora, Quevedo, san Juan de la Cruz, fray Luis de
León, Unamuno, Machado, Miguel Hernández, Alberti, Juan Ramón, Paz), con los
cuales experimentan en el intento de renovar desde la relectura de la
tradición. Y este es un hecho peculiar: el Modernismo hizo lo contrario:
importar a Verlaine, a Baudelaire, a Mallarmé, en busca de nuevas armonías
vivificadoras del moribundo español decimonónico, mientras el neomodernismo
aspira a vencer la avalancha de poesía en otras lenguas (el coloquialismo
norteamericano, los “experimentalismos” italiano, francés, inglés y de
expresión alemana) y restaurar la dignidad renovadora de un idioma amplio y
diverso en su gama semántica y sonora. Ángel Rama expone, entre algunas de las
principales particularidades de la expresión dariana (y del Modernismo, por
extensión) el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos, y toda
una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad como
ligazón para las palabras. Si revisamos con cuidado la producción de nuestros
neomodernistas, hallaremos todos estos manejos lingüísticos y, además, el
conjunto de símbolos que, nueva “selva sagrada”, les ayudan a representar el
sincretismo del mundo.
En este punto podría
razonarse también sobre la existencia de una suerte de neoposmodernismo, si
entendemos este como una tendencia literaria y no como posmodernidad. Esta es
una poesía que insiste en la decantación formal de las ganancias del
neomodernismo (sobre todo el soneto y la décima) y se vale de ellas para
expresar la ciudad de provincia, la vida cotidiana en la “suave” patria, entre
el polvo fatigado del municipio, desde donde se alzan las más amplias indagaciones
en y hacia el universo. En estos poetas predomina la mirada urbana,
generalmente de tono intimista y hay en ellos rasgos de humor, muchas veces
irónico, pero que puede llegar hasta el grotesco y la escatología. Entre los
principales exponentes de esta tendencia podemos hallar al Roberto Manzano de
El hombre cotidiano, al Ricardo Riverón de Y dulce era la luz como un venado,
Azarosamente azul y Otra galaxia, otro sueño, al José Luis Mederos de El tonto
de la chaqueta negra, al Yamil Díaz de Apuntes de Mambrú, Soldado desconocido y
Fotógrafo en posguerra, al José Luis Serrano de Aneurisma y El yo profundo, y
al Carlos Esquivel de Los epigramas malditos.
La orientación neovanguardista es resultado, también, de la época
posmoderna. Solo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional,
sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado
sexual, racial, cultural…) que, si bien conforman sectores otros de la
identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un
proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y
cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea.
La multiplicidad de discursos posmodernos, igual que en el caso precedente,
facilita la vuelta a lo que Walfrido Dorta ha calificado como “una retórica
neovanguardista densamente moderna” y que pudiéramos tildar de paradójico
ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un
sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del xx, las cuales
concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola,
en mayor o en menor grado, de cualquier pragmatismo social. El rechazo a buena
parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo “experimental” que
pudiera desearse (no obstante ciertas parcelas de las obras de Tablada, León de
Greiff, Vallejo, Parra, Octavio Paz, Jorge Guillén o Mariano Brull), y la
conexión con poetas (Ponge, Celan, Sanguinetti, Rossi, Noël, Dupin, Deguy,
Jandl, Schutting) y pensadores europeos (Habermas, Deleuze, Foucault, Derrida o
Cioran), norteamericanos (Stevens, Moore, cummings), o brasileños (Haroldo de
Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en
Rolando Sánchez Mejías y Carlos Alberto Aguilera (caudillos intelectuales del
proyecto Diáspora(s) que tuvo en la revista de similar nombre el más alto
gesto, hasta hoy, en la literatura cubana contemporánea, de retorno a los
presupuestos de las vanguardias históricas europeas y americanas en sentido
general); en tanto escritores provenientes del neomodernismo (el Almanza de
Hymnos i e Hymnos ii; el Manzano de Tablillas de barro i, Tablillas de barro ii
y Transfiguraciones; el Novás de Atlas salta; el Escobar de Abuso de confianza
o La sombra del decir) o del llamado posconversacionalismo (la Soleida de El
libro roto; la Reina María de Páramos, La foto del invernadero y …te daré de
comer como a los pájaros…; el Pedro Marqués de Cabezas; el Juan Carlos Flores
de Distintos modos de cavar un túnel y El contragolpe; el Omar Pérez de Lingua
franca y Crítica de la razón puta; el Carlos Augusto Alfonso de Cerval y El rey
sastre; el Víctor Fowler de El maquinista de Auswitzch y La obligación de
expresar y la Damaris Calderón de Duro de roer), junto a otros más jóvenes como
Gerardo Fernández Fe, Javier Marimón, Leonardo Guevara, Luis Felipe Rojas,
Jamila Medina, Eduard Encina y Oscar Cruz intentan nuevas búsquedas que los
acercan a un tipo de neovanguardia más próximo al Simultaneísmo que los coloca,
por ahora, a la cabeza de las renovaciones poéticas en el país.
Antes de concluir quisiera referirme de modo breve a aquellos poetas
que han vivido fuera de Cuba y que han desarrollado poéticas fuertemente
herederas de las vanguardias. Sin duda, el más conocido debe ser Severo Sarduy,
padre del neobarroco luego cultivado por José Kozer en buena parte de su
producción poética. En otro orden conceptual, pero siempre marcados por el
signo desautomatizador de la desobediencia y la ruptura novedosa del
vanguardismo, es necesario analizar la obra de Lorenzo García Vega (proveniente
de la generación origenista que desplegó una férrea defensa de una poesía
siempre desafiante de las normas al uso), Octavio Armand, Magali Alabau y
Orlando González Esteva, entre otros.
FM | Los documentos esenciales de las vanguardias, ¿se han recuperado?, ¿es
posible tener acceso a ellos?
JDC | Lamentablemente, en el
caso cubano, no. Es imposible contar con una edición facsimilar de la revista
de avance o de atuei, Antenas u Orto, atesoradas solo en la Biblioteca
Nacional, en el Instituto de Literatura y Lingüística y quién sabe si en
algunas colecciones privadas para mí desconocidas. En cualquier caso, la mayor
disponibilidad de estos materiales se encuentra en la Órbita de revista de
avance que, primero en 1965 y luego en 1972, diera a la luz Ediciones Unión en
La Habana. Este volumen contiene una selección hecha por un protagonista
histórico, el español Martín Casanovas, pero, por supuesto, acoge solo una
pequeña parte de los textos que a lo largo de 3 años la publicación puso a
circular. No obstante, algunos de los ensayos y artículos más conocidos de
Mañach, Marinello y Lizaso, están recogidos en la compilación, y otros,
fundamentalmente de los dos primeros, aparecen en Manifiestos, proclamas y
polémicas de la vanguardia literaria hispanoamericana, editado y prologado por
Nelson Osorio bajo el sello venezolano Fundación Biblioteca Ayacucho.
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1962 Arturo Gutiérrez Plaza (Venezuela) LAS VANGUARDIAS EN VENEZUELA
1962 Raúl Serrano Sánchez (Ecuador) LAS VANGUARDIAS EN ECUADOR
1963 Pedro Xavier Solis (Nicaragua) LAS VANGUARDIAS EN NICARAGUA
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1972 Xavier Oquendo Troncoso (Ecuador) DIÁLOGO EN EL CENTRO DEL MUNDO
1973 Carolina Zamudio (Argentina) LA ILUSIÓN TRANSITORIA DE LOS ESPACIOS
1973 Ricardo Venegas (México) LA POESÍA DE RICARDO VENEGAS
1974 Fabricio Estrada (Honduras) LAS VANGUARDIAS EN HONDURAS
1974 Javier Payeras (Guatemala) LAS VANGUARDIAS EN GUATEMALA
1983 Manuel Iris (México) LAS VANGUARDIAS EN MÉXICO
1984 Alex Morillo Sotomayor (Perú) LAS VANGUARDIAS EN PERÚ
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Nós/Nudos, de Ana Marques Gastão (edição bilíngue). Lisboa: Gótica, 2004.
A condição urbana, de Juan Calzadilla (edição bilíngue). Florianópolis: Letras Contemporâneas, 2005.
Dentro do poema – Poetas mexicanos nascidos entre 1950 e 1959, Org. Eduardo Langagne. Fortaleza: Edições UFC, 2009.
A aventura literária da mestiçagem, de Pablo Antonio Cuadra (em parceria com Petra Ramos Guarinon). Fortaleza: Edições UFC, 2010.
III novelas exemplares & 20 poemas intransigentes, de Vicente Huidobro & Hans Arp. Natal: Sol Negro Edições/São Pedro de Alcântara: Edições Nephelibata, 2012.
Sobre Surrealismo, de Aldo Pellegrini (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2013.
Memória de Borges – Um livro de entrevistas (2 volumes). São Pedro de Alcântara: Edições Nephelibata, 2013.
Bronze no fundo do rio, de Miguel Márquez (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2014.
Tremor de céu, de Vicente Huidobro (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2015.
Costumes errantes ou a redondeza da terra, de Enrique Molina (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2016.
Reino de silêncio, de Mía Gallegos (edição bilíngue). Teresina: Kizeumba Edições, 2019.
Traduções do universo, de Vicente Huidobro. Natal: Sol Negro Edições, 2016.
O álcool dos estados intermediários, de Gladys Mendía. Santiago: LP5 Editora, 2020.
A tartaruga equestre, de César Moro (edição bilíngue). Natal: Sol Negro Edições, 2021.
Agulha Revista de Cultura
Criada por Floriano Martins
Dirigida por Elys Regina Zils
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